«Los movimientos eclesiales y su colocación teológica»
Por el cardenal Joseph Ratzinger
En la gran encíclica misionera «Redemptoris Missio», el Santo Padre escribe:
«Dentro de la Iglesia se presentan varios tipos de servicios, funciones,
ministerios y formas de animación de la vida cristiana. Recuerdo, como novedad
emergida en no pocas iglesias en los tiempos recientes, el gran desarrollo de
los «movimientos eclesiales», dotados de fuerte dinamismo misionero. Cuando se
integran con humildad en la vida de las iglesias locales y son acogidos
cordialmente por obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y
parroquiales, los movimientos representan un verdadero don de Dios para la nueva
evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha. Recomiendo,
pues, difundirlos y valerse de ellos para dar nuevo vigor, sobre todo entre los
jóvenes, a la vida cristiana y a la evangelización, en una visión plural de los
modos de asociarse y de expresarse» (n. 72).
Para mí, personalmente, fue un evento maravilloso la primera vez que entré en
contacto más estrechamente -a los inicios de los años setenta- con movimientos
como los Neocatecumenales, Comunión y Liberación, los Focolares, experimentando
el empuje y el entusiasmo con que ellos vivían su fe, y que por la alegría de
esta fe sentían la necesidad de comunicar a otros el don que habían recibido. En
ese entonces, Karl Rahner y otros solían hablar de «invierno» en la Iglesia; en
realidad parecía que, después de la gran floración del Concilio, hubiese
penetrado hielo en lugar de primavera, fatiga en lugar de nuevo dinamismo.
Entonces parecía estar en cualquier otra parte el dinamismo; allá donde -con las
propias fuerza y sin molestar a Dios- se afanaban para dar vida al mejor de los
mundos futuros. Que un mundo sin Dios no pueda ser bueno, menos aún el mejor,
era evidente para cualquiera que no estuviese ciego. Pero, ¿Dios dónde estaba?
¿Y la Iglesia, después de tantas discusiones y fatigas en la búsqueda de nuevas
estructuras, no estaba de hecho extenuada y apocada? La expresión rahneriana era
plenamente comprensible, expresaba una experiencia que hacíamos todos. Pero he
aquí, de pronto, algo que nadie había planeado. He aquí que el Espíritu Santo,
por así decirlo, había pedido de nuevo la palabra. Y en hombres jóvenes y en
mujeres jóvenes renacía la fe, sin «si» ni «pero», sin subterfugios ni
escapatorias, vivida en su integridad como don, como un regalo precioso que
ayuda a vivir. No faltaron ciertamente aquellos que se sintieron importunados en
sus debates intelectuales, en sus modelos de una Iglesia completamente diversa,
construida sobre el escritorio, según la propia imagen. ¿Y cómo podía ser de
otro modo? Donde irrumpe el Espíritu Santo siempre desordena los proyectos de
los hombres. Pero había y hay aún dificultades más serias. Aquellos movimientos,
efectivamente, padecieron -por así decirlo- enfermedades de la primera edad. Se
les había concedido acoger la fuerza del Espíritu, el cual, sin embargo, actúa a
través de hombres y no los libra por encanto de sus debilidades. Había
propensión al exclusivismo, a visiones unilaterales, de donde provino la
dificultad para integrarse en las iglesias locales. Desde el propio empuje
juvenil, aquellos chicos y chicas tenían la convicción de que la iglesia local
debería elevarse, por así decir, a su modelo y nivel, y no viceversa, que les
correspondiese a ellos dejarse engastar en un conjunto que tal vez estaba de
verdad lleno de incrustaciones. Se tuvieron fricciones, de las cuales, en modos
diversos, fueron responsables ambas partes. Se hizo necesario reflexionar sobre
cómo las dos realidades -la nueva floración eclesial originada por situaciones
nuevas y las estructuras preexistentes de la vida eclesial, es decir, la
parroquia y la diócesis- podían relacionarse de forma justa. Aquí se trata, en
gran medida, de cuestiones más bien prácticas, que no deben ser llevada
demasiado alto en los cielos de lo teórico. Mas, por otro lado, está en juego un
fenómeno que se presenta periódicamente, de diversas formas, en la historia de
la Iglesia. Existe la permanente forma fundamental de la vida eclesial en la que
se expresa la continuidad de los ordenamientos históricos de la Iglesia. Y se
tienen siempre nuevas irrupciones del Espíritu Santo, que vuelven siempre viva y
nueva la estructura de la Iglesia. Pero casi nunca esta renovación se encuentra
del todo inmune de sufrimientos y fricciones. Por lo tanto, no se nos puede
eximir de la obligación de dilucidar cómo se pueda individuar correctamente la
colocación teológica de los «movimientos» en la continuidad de los ordenamientos
eclesiales.
I. Intentos de clarificación a través de una dialéctica de los principios:
1. Institución y Carisma
Para la solución del problema se ofrece sobre todo como esquema fundamental, la
dualidad de Institución y evento, Institución y Carisma. Pero, dado que se
intenta iluminar más a fondo las dos nociones, para dar con reglas sobre las que
precisar válidamente su relación recíproca, se perfila algo inesperado. El
concepto de «Institución» se escapa de entre las manos de quien intenta
definirlo con rigor teológico. ¿Qué cosa son, en efecto, los elementos
institucionales implicados que orientan a la Iglesia en su vida como estructura
estable? Obviamente, el ministerio sacramental en sus diversos grados:
episcopado, presbiterado, diaconado. El sacramento, que -significativamente-
lleva consigo el nombre de «Orden», es en definitiva la única estructura
permanente y vinculante que, diríamos, da a la Iglesia su estructura estable
originaria y la constituye como «Institución». Pero sólo en nuestro siglo,
ciertamente por razones de conveniencia ecuménica, se ha hecho de uso común
designar el sacramento del Orden simplemente como «ministerio», puesto que
aparece a partir del único punto de vista de la Institución, de la realidad
institucional. Sólo que, este ministerio es un sacramento y, por lo tanto, es
evidente que se rompe la común concepción sociológica de Institución. Que el
único elemento estructural permanente de la Iglesia sea un «sacramento»,
significa, al mismo tiempo, que éste debe ser continuamente actualizado por
Dios. La Iglesia no dispone autónomamente de él, no se trata de algo que exista
simplemente y por determinar según las propias decisiones. Sólo secundariamente
se realiza por una llamada de la Iglesia; primariamente, por el contrario, se
actúa por una llamada de Dios dirigida a estos hombres, digamos en modo
carismático-pneumatológico. Se sigue que puede ser acogido y vivido,
incesantemente, sólo en fuerza de la novedad de la vocación, de la
indisponibilidad del Espíritu. Puesto que las cosas están así, puesto que la
Iglesia no puede instituir ella misma simplemente unos «funcionarios», sino debe
esperar a la llamada de Dios, es por esta misma razón -y, en definitiva, sólo
por ésta- que puede tenerse penuria de sacerdotes. Por lo tanto, desde el inicio
ha sido claro que este ministerio no puede ser producido por la Institución,
sino que es impetrado a Dios. Desde el inicio es verdadera la palabra de Jesús:
«¡La mies es mucha, y los operarios pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que
envíe operarios a su mies!» (Mt 9, 37ss). Se entiende de este modo, por lo
tanto, que la llamada de los doce apóstoles haya sido fruto de una noche de
oración de Jesús (Lc 6, 12ss).
La Iglesia latina ha subrayado explícitamente tal carácter rigurosamente
carismático del ministerio presbiteral, y lo ha hecho -en coherencia con
antiquísimas tradiciones eclesiales- vinculando la condición presbiteral con el
celibato, que con toda evidencia puede ser entendido sólo como carisma personal,
y no simplemente como cualidad ministerial. La pretensión de separar la una de
la otra se apoya, en definitiva, sobre la idea de que el estado presbiteral
pueda ser considerado no carismático, sino -para la seguridad de la Institución
y de sus exigencias- como puro y simple ministerio que toca a la Institución
misma conferir. Si de este modo se quiere integrar totalmente el estado
presbiteral en la propia realidad administrativa, con sus seguridades
institucionales, he aquí que el vínculo carismático, que se encuentra en la
exigencia del celibato, se vuelve un escándalo por eliminar lo antes posible.
Pero, después, también la Iglesia en su totalidad se entiende como una
estructura puramente humana, y nunca alcanzará la seguridad que de esa forma se
buscaba. Que la Iglesia no sea una Institución nuestra, no obstante la irrupción
de alguna otra cosa, puesto que es por su naturaleza «iuris divini», de derecho
divino, es un hecho del que se sigue que nosotros no podemos jamás creárnosla
por nosotros mismos. Equivale a decir que no nos es lícito jamás aplicarle un
criterio puramente institucional; equivale a decir que la Iglesia es enteramente
ella misma sólo a partir de momento en que se trascienden los criterios y las
modalidades de las instituciones humanas.
Naturalmente, junto con esta estructura fundamental verdadera y propia -el
sacramento-, en la Iglesia existen también instituciones de derecho meramente
humano, destinadas a múltiples formas de administración, organización,
coordinación, que pueden y deben desarrollarse según las exigencias de los
tiempos. Sin embargo, hay que decir a renglón seguido, que la Iglesia tiene, sí,
necesidad de semejantes instituciones; pero, que si éstas se hacen demasiado
numerosas y preponderantes, ponen en peligro la estructura y la vitalidad de su
naturaleza espiritual. La Iglesia debe continuamente verificar su propio
conjunto institucional, para que no se revista de indebida importancia, no se
endurezca en una armadura que sofoque aquella vida espiritual que le es propia y
peculiar. Naturalmente es comprensible que si desde hace mucho tiempo faltan
vocaciones sacerdotales, la Iglesia sienta la tentación de procurarse, por así
decir, un clero sustitutivo de derecho puramente humano. Ella puede encontrarse
realmente en la necesidad de instituir estructuras de emergencia, y se ha valido
de esto frecuentemente y con gusto en las misiones y en situaciones análogas. No
se puede estar más que agradecidos a cuantos en semejantes situaciones
eclesiales de emergencia han servido y sirven como animadores de la oración y
primeros predicadores del Evangelio. Pero si en todo esto se descuidase la
oración por las vocaciones al Sacramento, si aquí o allá la Iglesia comenzase a
bastarse en tal modo a sí misma y, podríamos decir, a volverse casi autónoma del
don de Dios, ella se comportaría como Saúl, que en la gran tribulación filistea
esperó largamente a Samuel, pero tan pronto como éste no se hizo ver y el pueblo
comenzó a despedirse, perdió la paciencia y ofreció él mismo el holocausto. A
él, que había pensado precisamente que no podía actuar de otra manera en caso de
emergencia y que se podía, más aún se debía permitir tomar en mano él mismo la
causa de Dios, le fue dicho que precisamente por esto se había jugado todo:
«Obediencia yo quiero, no sacrificio» (cf. 1 Sam, 13, 8-14; 15, 22).
Volvamos a nuestra pregunta: ¿cómo es la relación recíproca entre estructuras
eclesiales estables y los continuos brotes carismáticos? No nos da una respuesta
satisfactoria el esquema Institución-Carisma, ya que la contraposición dualista
de estos dos aspectos describe insuficientemente la realidad de la Iglesia. Esto
no quita que, de cuanto se ha dicho hasta ahora, pueda tomarse un primer
principio orientativo:
a) Es importante que el ministerio sacro, el sacerdocio, sea entendido y
vivido también él carismáticamente. El sacerdote tiene también el deber de ser
un «pneumático», un homo spiritualis, un hombre suscitado, estimulado, inspirado
por el Espíritu Santo. Es un deber de la Iglesia hacer que este carácter del
sacramento sea considerado y aceptado. En la preocupación por la sobrevivencia
de sus estructuras, no le está permitido poner en primer plano el número,
reduciendo las exigencias espirituales. Si lo hiciese, volvería irreconocibles
el sentido mismo del sacerdocio y la fe. La Iglesia debe ser fiel y reconocer al
Señor como aquél que crea y sostiene la Iglesia. Y debe ayudar de todas maneras
al llamado a permanecer fiel más allá de sus inicios, a no caer lentamente en la
rutina, pero sobre todo a volverse cada día más un verdadero hombre del
Espíritu.
b) Allá donde el ministerio sacro haya sido vivido así, pneumáticamente y
carismáticamente, no se da ninguna rigidez institucional: subsiste, en cambio,
un apertura interior al Carisma, una especie de «olfato» para el Espíritu Santo
y su actuar. Y entonces también el Carisma puede reconocer nuevamente su propio
origen en el hombre del ministerio, y se encontrarán vías de fecunda
colaboración en el discernimiento de los espíritus.
c) En situaciones de emergencia la Iglesia debe instituir estructuras de
emergencia. Pero estas últimas, deben entenderse a sí mismas en apertura
interior al sacramento, dirigirse a él, no alejarse de él. En líneas generales,
la Iglesia deberá mantener las instituciones administrativas lo más reducidas
posible. Lejos de sobreinstitucionalizarse, deberá permanecer siempre abierta a
las imprevistas, improgramables llamadas del Señor.
2. Cristología y pneumatología
Pero, ahora se presenta la pregunta: ¿si Institución y Carisma son sólo
parcialmente considerables como realidades que se limitan y, por lo tanto, el
binomio no aporta más que respuestas parciales a nuestra cuestión, se dan quizás
otros puntos de vista teológicos más apropiados? En la actual teología es
siempre más evidente que emerge, en primer plano, la contraposición entre el
aspecto cristológico y el pneumatológico de la Iglesia. De donde se afirma que
el sacramento está correlacionado con la línea cristológico-encarnacional, a la
que después debería sumarse la línea pneumatológico-carismática. Es justo decir
al respecto que se debe hacer distinción entre Cristo y Espíritu. Al contrario,
como no se puede tratar a las tres personas de la Trinidad como una comunidad de
tres dioses, sino que se debe entender como un único Dios en la tríada
relacional de las Personas, así también la distinción entre Cristo y el Espíritu
es correcta sólo si, gracias a su diversidad, logramos entender mejor su unidad.
No es posible comprender correctamente al Espíritu sin Cristo, pero tampoco a
Cristo sin el Espíritu Santo. «El Señor es el Espíritu», nos dice Pablo en 2 Cor
3, 17. Esto no quiere decir que los dos sean sic et simpliciter la misma
realidad o la misma persona. Quiere decir, más bien, que Cristo en cuanto es el
Señor, puede estar entre nosotros y para nosotros, sólo en cuanto la encarnación
no ha sido su última palabra. La encarnación tiene cumplimiento en la muerte en
la Cruz, y en la Resurrección. Es como decir que Cristo puede venir sólo en
cuanto nos ha precedido en el orden vital del Espíritu Santo y se comunica a
través de él y en él. La cristología pneumatológica de san Pablo y de los
discursos de despedida del Evangelio de Juan aún no han penetrado
suficientemente en nuestra visión de la cristología y de la pneumatología. Sin
embargo, este es el presupuesto esencial para que existan sacramento y presencia
sacramental del Señor.
He aquí, por lo tanto, que una vez más se iluminan el ministerio «espiritual» en
la Iglesia y su colocación teológica, que la tradición ha fijado en la noción de
successio apostolica. «Sucesión apostólica» no significa, en efecto, como podría
parecer, que nos volvemos, por así decir, independientes del Espíritu gracias al
ininterrumpido concatenarse de la sucesión. Exactamente al contrario, el vínculo
con la línea de la successio significa que el ministerio sacramental no está
jamás a nuestra disposición, sino que debe ser dado siempre y continuamente por
el Espíritu, siendo precisamente aquel Sacramento-Espíritu que no podemos
hacernos por nosotros, actuarnos por nosotros. Para ello, no es suficiente la
competencia funcional en cuanto tal: es necesario el don del Señor. En el
sacramento, en el vicario operar de la Iglesia por medio de signos, Él ha
reservado para sí mismo la permanente y continua institución del ministerio
sacerdotal. La unión más peculiar entre «una vez» y «siempre», que vale para el
misterio de Cristo, aquí se hace de un modo más visible. El «siempre» del
sacramento, el hacerse presente pneumáticamente del origen histórico, en todas
las épocas de la Iglesia, presupone el vínculo con el «efapax», con el
irrepetible evento originario. El vínculo con el origen, con aquella estaca
firmemente clavada en tierra, que es el evento único y no repetible, es
imprescindible. Jamás podremos evadirnos en una pneumatología suspendida en el
aire, jamás podremos dejar a las espaldas el sólido terreno de la encarnación,
del operar histórico de Dios. Por el contrario, sin embargo, este irrepetible se
hace participable en el don del Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo
resucitado. El irrepetible no desemboca en lo ya sido, en la no repetibilidad de
lo que ha pasado para siempre, sino que posee en sí la fuerza del volverse
presente, ya que Cristo ha atravesado el «velo de la carne» (Heb 10, 20) y, por
tanto, en el evento, el irrepetible ha vuelto accesible lo que siempre
permanece. ¡La encarnación no se detiene en el Jesús histórico, en su «sarx» (cf.
2 Cor 5, 16)! El «Jesús histórico» será precisamente importante para siempre
porque su carne es transformada con la Resurrección, de modo que ahora Él puede,
con la fuerza del Espíritu Santo, hacerse presente en todos los lugares y en
todos los tiempos, como admirablemente muestran los discursos de despedida de
Jesús en el Evangielio de Juan (cf. particularmente Jn 14, 28: «Me voy y
regresaré a vosotros»). De esta síntesis cristológico-pneumatológica es de
esperar que, para la solución de nuestro problema, nos sea de gran utilidad una
profundización en la noción de «sucesión apostólica».
3. Jerarquía y profecía
Antes de profundizar en estas ideas, mencionemos brevemente una tercera
propuesta de interpretación de la relación entre las estructuras eclesiales
estables y las nuevas floraciones pneumáticas: hoy hay quien, retomando la
interpretación escriturística de Lutero sobre la dialéctica entre la Ley y el
Evangelio, contrapone sin más la línea cúltico-sacerdotal a la profética en la
historia de la salvación. En la segunda se inscribirían los movimientos. También
esto, como todo lo que sobre esto habíamos reflexionado hasta ahora, no es del
todo erróneo; pero, aún es demasiado impreciso y por esto inutilizable, tal como
se presenta. El problema es demasiado vasto para ser tratado a fondo en esta
sede. Sobre todo habría que recordar que la ley misma tiene carácter de promesa.
Sólo porque es tal, Cristo ha podido cumplirla y, cumpliéndola, ha podido al
mismo tiempo «abolirla». Ni siquiera los profetas bíblicos, en verdad, han
relegado la Torá, más bien, al contrario, han pretendido valorizar su verdadero
sentido, polemizando contra los abusos que se hacían de ella. Es relevante, en
fin, que la misión profética sea siempre conferida a personas singulares y jamás
sea fijada a una «casta» («coetus») o status peculiar. Siempre que (como de
hecho ha sucedido) la profecía se presenta como un status, los profetas bíblicos
la critican con dureza no menor que aquella que usan con la «casta» de los
sacerdotes veterotestamentarios. Dividir la Iglesia en una «izquierda» y en una
«derecha», en el estado profético de las órdenes religiosas o de los movimientos
de una parte y la jerarquía de la otra, es una operación a la que nada en la
Escritura nos autoriza. Al contrario, es algo artificial y absolutamente
antitético a la Escritura. La Iglesia está edificada no dialécticamente, sino
orgánicamente. De verdadero, por lo tanto, sólo queda que en ella se dan
funciones diversas y que Dios suscita incesantemente hombres proféticos -sean
ellos laicos, religiosos o, por qué no, obispos y sacerdotes- los cuales le
lanzan aquella llamada, que en la vida normal de la «institución» no alcanzaría
la fuerza necesaria. Personalmente, considero que no sea posible entender a
partir de esta esquematización la naturaleza y deberes de los movimientos. Y
ellos mismos están muy lejos de entenderse de tal manera. El fruto de las
reflexiones expuestas hasta ahora es escaso para los fines de nuestra
problemática, pero no por esto carece de importancia. No se llega a la meta si
como punto de partida hacia una solución, se escoge una dialéctica de los
principios. En vez de intentar por esta vía, a mi parecer conviene adoptar un
planteamiento histórico, que es coherente con la naturaleza histórica de la fe y
de la Iglesia.
II. Perspectiva histórica: sucesión apostólica y movimientos apostólicos
1. Ministerios universales y locales
Preguntémonos, pues: ¿cómo aparece el exordio de la Iglesia? También quien
dispone de un modesto conocimiento de los debates sobre la Iglesia naciente, en
función de cuya configuración todas las iglesias y comunidades cristianas buscan
justificarse, sabe bien que parece una empresa desesperada poder llegar a algún
resultado partiendo desde semejante pregunta de naturaleza historiográfica. Si
no obstante esto, me arriesgo a comenzar para buscar a tientas una solución,
esto sucede con el presupuesto de una visión católica de la Iglesia y de sus
orígenes que, por una parte, nos ofrece una marco sólido, pero, por otro lado,
nos deja espacios abiertos de ulterior reflexión, que están todavía muy lejos de
ser agotados. No queda ninguna duda de que los inmediatos destinatarios de la
misión de Cristo sean, a partir de Pentecostés, los doce apóstoles, que
rápidamente encontramos denominados también «apóstoles». A ellos se les confía
el deber de hacer llegar el mensaje de Cristo «hasta los últimos confines de la
tierra» (Hc 1, 8), de ir a todos los pueblos y hacer de todos los hombres
discípulos de Jesús (cf. Mt 28, 19). El área asignada a ellos es el mundo. Sin
delimitaciones locales ellos sirven a la creación del único cuerpo de Cristo,
del único pueblo de Dios, de la única Iglesia de Cristo. Los apóstoles no eran
obispos de determinadas iglesias locales, aunque sí apóstoles y, en cuanto
tales, destinados al mundo entero y a la entera Iglesia por construir; la
Iglesia universal precede a las iglesias locales que surgen como actuaciones
concretas de ella. Para decirlo aún más claramente y sin sombra de equívocos,
Pablo no fue jamás obispo de una determinada localidad, ni quiso jamás serlo. La
única repartición que se tuvo a los inicios Pablo la delínea en Gal 2, 9:
«Nosotros -Bernabé y yo- para los paganos; ellos -Pedro, Santiago y Juan- para
los hebreos». Sólo que de esta bipartición inicial se pierde rápidamente toda
huella: también Pedro y Juan se saben enviados a los paganos e inmediatamente
cruzan los confines de Israel. Santiago, el hermano del Señor, que después del
año 42 se convierte en una especie de primado de la Iglesia hebraica, no era un
apóstol.
También sin ulteriores consideraciones de detalle, podemos afirmar que el
ministerio apostólico es un ministerio universal, dirigido a la humanidad
entera, y por lo tanto a la única Iglesia Universal. A partir de la actividad
misionera de los apóstoles nacen las iglesias locales, las cuales tienen
necesidad de responsables que las guíen. A ellos incumbe la obligación de
garantizar la unidad de fe con la Iglesia entera, de plasmar la vida interna de
las iglesias locales y de mantener abiertas las comunidades, a fin de
permitirles crecer numéricamente y de hacer llegar el don del Evangelio a los
conciudadanos aún no creyentes. Este ministerio eclesial local, que al inicio
aparece bajo múltiples denominaciones, adquiere poco a poco una configuración
estable y unitaria. En la Iglesia naciente, por lo tanto, existen con toda
evidencia, codo a codo, dos estructuras que, aun teniendo, sin duda, relación
entre sí, son netamente distinguibles: por una parte, los servidores de las
iglesias locales, que poco a poco van asumiendo formas estables; por otra, el
ministerio apostólico, que pronto ya no está reservado únicamente a los Doce (cf
Ef 4, 10). En Pablo se pueden distinguir netamente dos concepciones de
«apóstol»: por un lado, él acentúa mucho la unicidad específica de su
apostolado, que apoya sobre un encuentro con el Resucitado y que, por lo tanto,
lo coloca al mismo nivel que los Doce. Por el otro, Pablo prevé -por ejemplo en
1 Cor 12, 28- un ministerio de «apóstol» que trasciende por mucho el círculo de
los Doce: también cuando en Rm 16, 7 él designa a Andrónico y a Junia como
apóstoles, subyace esta concepción más amplia. Una terminología análoga
encontramos en Ef 2, 20, donde, hablándonos de apóstoles y profetas como
fundamento de la Iglesia, ciertamente no se refiere sólo a los Doce. Los
Profetas de los que habla la Didaché, al inicio del segundo siglo, son
considerados con toda evidencia como un ministerio misionero universal. Todavía
más interesante es que de ellos se dice: «Son vuestros sumos sacerdotes» (13,
3).
Podemos, por lo tanto, partir del hecho de que la convivencia de los dos tipos
de ministerio --el universal y el local-- perdura hasta avanzado el siglo
segundo, esto es, hasta la época en que se cuestiona ya seriamente quién sea
ahora el portador de la unidad apostólica. Varios textos nos inducen a pensar
que la convivencia de las dos estructuras estuvo muy lejos del proceder sin
conflictos. La Tercera carta de Juan nos evidencia una situación conflictiva del
género. Pero cuanto más se alcanzaban -tal como eran accesibles entonces- los
«últimos confines de la tierra», tanto más se volvía difícil continuar
atribuyendo a los «itinerantes» una posición que tuviese un sentido; es posible
que abusos en su ministerio hayan contribuido a favorecer la separación gradual.
Quizás correspondía a las comunidades locales y a sus responsables -que mientras
tanto habían asumido un perfil bien denotado en la tríada de obispo, presbítero,
diácono- el deber de propagar la fe en las áreas de las respectivas iglesias
locales. Que en el tiempo del emperador Constantino los cristianos sumasen cerca
del ocho por ciento de la población de todo el imperio y que al fin del siglo IV
fuesen todavía una minoría, es un hecho que dice cuán grave era aquél deber. En
tal situación los jefes de las iglesias locales, los obispos, debieron darse
cuenta de que quizás ellos se habían convertido en los sucesores de los
apóstoles y que el mandato apostólico recaía completamente sobre sus espaldas.
La conciencia de que los obispos, los jefes responsables de las iglesias
locales, son los sucesores de los apóstoles, encuentra una clara configuración
en Ireneo de Lyón en la segunda mitad del siglo II. Las determinaciones que él
da sobre la esencia del ministerio episcopal incluyen dos elementos
fundamentales:
a) «Sucesión apostólica» significa sobretodo algo que para nosotros es
obvio: garantizar la continuidad y la unidad de la fe y eso en una continuidad
que nosotros llamamos «sacramental».
b) Pero a todo esto va unido un deber concreto, que trasciende la
administración de las iglesias locales: los obispos deben preocuparse de que se
siga cumpliendo el mandato de Jesús, el mandato de hacer de todos los pueblos
discípulos suyos, y de llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra. A
ellos -e Ireneo lo subraya vigorosamente- les toca impedir que la Iglesia se
transforme en una federación de iglesias locales yuxtapuestas, y que conserve su
unidad y su universalidad. Los obispos deben continuar el dinamismo universal
del carácter apostólico de la Iglesia.
Si al inicio hemos mencionado el peligro de que el ministerio presbiteral pueda
transformarse en algo meramente institucional y burocrático, olvidando la
dimensión carismática, ahora se perfila un segundo peligro: el ministerio de la
sucesión apostólica puede reducirse a despachar servicios en el ámbito de la
iglesia local, olvidando en el corazón y en la acción, la universalidad del
mandato de Cristo. La inquietud que nos impulsa a llevar a los demás el don de
Cristo puede extinguirse en la parálisis de una Iglesia firmemente organizada.
En palabras un poco más fuertes: es intrínseco al concepto de sucesión
apostólica algo que trasciende el ministerio eclesiástico meramente local. La
sucesión apostólica no puede reducirse a esto. El elemento universal, que va más
allá de los servicios debidos a las iglesias locales, permanece como una
necesidad imprescindible.
2. Movimientos apostólicos en la historia de la Iglesia
Esta tesis, que anticipa las conclusiones de mi argumento, debe ser profundizada
y concretada en el plano historiográfico. Ella nos lleva directamente hacia el
problema de la situación eclesial de los movimientos. He dicho que, por diversas
razones, en el siglo II, los servicios ministeriales propios de la Iglesia
universal desaparecen y el ministerio episcopal las asume totalmente. Por muchas
razones fue una evolución no sólo históricamente inevitable, sino también
teológicamente indispensable; gracias a ello se manifestó la unidad del
sacramento y la unidad intrínseca del servicio apostólico. Pero, como ya se ha
dicho, fue una evolución que acarreaba peligros. Por ello fue lógico que en el
siglo III apareciera, en la vida de la Iglesia, un elemento nuevo que se puede
definir sin ninguna dificultad como un «movimiento»: el monaquismo. Se puede
objetar que el monaquismo original no tuvo ningún carácter misionero ni
apostólico, y que, por el contrario, era una huida del mundo hacia islas de
santidad. Indudablemente, se ve al inicio una falta de tensión misionera,
orientada directamente a la propagación de la fe por todo el mundo. En Antonio,
que destaca como una figura histórica claramente individuable en los inicios del
monaquismo, el ímpetu determinante es la decisión de aspirar a la vida
evangélica, la voluntad de vivir radicalmente el Evangelio en su plenitud. La
historia de su conversión es sorprendentemente similar a la de san Francisco de
Asís. Las motivaciones de éste y de aquél son idénticas: tomar el Evangelio al
pie de la letra, seguir a Cristo en la pobreza total y conformar la vida con la
suya. Ir al desierto es una huida de la estructura fuertemente organizada de la
Iglesia local, evadirse de una cristiandad que poco a poco se adapta a las
necesidades de la vida en el mundo, para seguir a Cristo sin «si» ni «pero».
Surge una nueva paternidad espiritual, que no tiene, es cierto, ningún carácter
explícitamente misionero, pero que incorpora la de los obispos y presbíteros con
la fuerza de una vida vivida en todo u para todo pneumáticamente.
En Basilio, que dio un sello definitivo el monaquismo oriental, se puede ver de
modo claro y definido, la problemática con que varios movimientos se saben
confrontados hoy. Él no quiso crear una institución al margen de la Iglesia
institucional. La primera regla propiamente dicha que escribió, pretendía ser
-para decirlo con von Balthasar- no una regla de religiosos, sino una regla
eclesial, «el Enchiridion del cristiano resuelto». Es lo que sucede en los
orígenes de casi todos los movimientos, también y de modo especial en nuestro
siglo: no se busca una comunidad particular, sino el cristianismo integral, la
Iglesia que, obedeciendo al Evangelio, viva de él. Basilio, que al principio fue
monje, aceptó el episcopado, subrayando vigorosamente su carácter carismático,
la unidad interior de la Iglesia vivida por el obispo en su vida personal. La
lucha de Basilio es análoga a la de los movimientos contemporáneos: él debió
admitir que el movimiento del seguimiento radical, no se dejaba fundir
totalmente en la realidad de la iglesia local. En su segundo intento de regla,
la que Gribomont denomina «el pequeño Asketikon», parece que según él el
movimiento es una «forma intermedia entre un grupo de cristianos resueltos,
abierto a la totalidad de la Iglesia, y una orden monástica que se va
organizando e institucionalizando». El mismo Gribomont ve en la comunidad
monástica fundada por Basilio un «pequeño grupo para la vitalización del todo»
eclesial, y no duda en considerar a Basilio «patrono no sólo de las órdenes
educadoras y asistenciales, sino también de las nuevas comunidades sin votos».
Es claro, por lo tanto, que el movimiento monástico crea un nuevo centro de
vida, que no socava las estructuras de la iglesia local sub-apostólica, pero que
tampoco coincide sic et simpliciter con ella, ya que actúa en ella como fuerza
vivificante, y constituye al mismo tiempo una reserva de la cual la iglesia
local puede servirse para procurarse eclesiásticos verdaderamente espirituales,
en los cuales se funden, cada vez de modo nuevo, Institución y Carisma. Es
significativo que la Iglesia oriental busque sus obispos en el mundo monástico y
de este modo defina al episcopado carismáticamente como un ministerio que se
renueva incesantemente a partir de su carácter apostólico.
Si se mira la historia de la Iglesia en su conjunto, salta a la vista que por un
lado el modelo de Iglesia local está decididamente configurado por el ministerio
episcopal, es el nexo y la estructura permanente a lo largo de los siglos. Pero
ella está también permeada incesantemente por las diversas oleadas de nuevos
movimientos, que revalorizan continuamente el aspecto universal de la misión
apostólica y la radicalidad el Evangelio, y que, por esto mismo, sirven para
asegurar vitalidad y verdad espirituales a las iglesias locales. Quiero dar
algunos trazos de cinco de estas oleadas posteriores al monaquismo de la Iglesia
primitiva, de las cuales emerge siempre con mayor claridad la esencia espiritual
de lo que podemos llamar «movimiento», clarificando así progresivamente su
ubicación eclesiológica.
1) La primera oleada la veo en el monaquismo misionero que tuvo su
esplendor desde Gregorio Magno (590-604) a Gregorio II (715-731) y Gregorio III
(731-741). El Papa Gregorio Magno intuyó el intrínseco potencial misionero del
monaquismo y lo puso en acción enviando a los paganos anglos de las islas
británicas al monje Agustín, (que después fue obispo de Canterbury) y a sus
compañeros. Ya se había tenido la misión irlandesa de San Patricio, que también
echaba sus raíces espirituales en el monaquismo. Por lo tanto, se ve que el
monaquismo es el gran movimiento misionero que incorpora los pueblos germanos a
la Iglesia católica, edificando así la nueva Europa, la Europa cristiana.
Armonizando Oriente y Occidente, en el siglo IX, los hermanos y monjes Cirilo y
Metodio, llevan el Evangelio al mundo eslavo. De todo esto emergen dos elementos
constitutivos que definen la realidad llamada «movimiento»:
a) El Papado no ha creado los movimientos, pero ha sido su esencial
sostén dentro de la estructura de la Iglesia, su pilar eclesial. Aquí se ve
claramente el sentido profundo y la verdadera esencia del ministerio petrino: el
obispo de Roma no es sólo el obispo de una iglesia local; su ministerio alcanza
siempre a la Iglesia Universal. En cuanto tal, tiene un carácter apostólico en
un sentido totalmente específico. Debe mantener vivo el dinamismo misionero «ad
extra» y «ad intra». En la Iglesia oriental fue al emperador quien pretendió en
un primer momento un cierto tipo de ministerio de la unidad y de la
universalidad; no fue por casualidad que se quiso atribuir a Constantino el
título de apóstol ad extra. Pero su ministerio puede ser en el mejor de los
casos una función de suplencia temporal, lo cual conlleva un peligro evidente.
No es por casualidad que desde la mitad del siglo segundo, con la extinción de
los antiguos ministerios universales, los papas hayan manifestado con claridad
creciente la voluntad de tutelar los componentes ya mencionados de la misión
apostólica. Los movimientos, que superan el ámbito de la estructura de la
iglesia local, y el papado, van siempre codo a codo, y no por casualidad.
b) El motivo de la vida evangélica, que se encuentra ya en Antonio de
Egipto, en los inicios del movimiento monástico, es decisivo. Pero ahora se pone
en evidencia que la vida evangélica incluye el servicio de la evangelización: la
pobreza y la libertad de vivir según el Evangelio son presupuestos de aquel
servicio al Evangelio que supera los confines del propio país y de la propia
comunidad y que -como veremos con más precisión-, es a su vez la meta y la
íntima motivación de la vida evangélica.
2) Quiero referirme sumariamente al movimiento de reforma monástica de
Cluny, decisivo en el siglo X, que se apoyó también en el papado para obtener la
emancipación de la vida religiosa del feudalismo y de la influencia de los
feudatarios episcopales. Gracias a las confederaciones de los monasterios, el
movimiento cluniacense fue el gran movimiento devocional y renovador en el cual
tomó forma la idea de Europa. Del dinamismo reformador de Cluny brotó, en el
siglo XI, la reforma gregoriana, que salvó al papado del torbellino producido
por las disputas entre los nobles romanos y por la mundanización, librando la
gran batalla por la independencia de la Iglesia y la salvaguardia de su
naturaleza espiritual propia, aun cuando después la empresa degeneró en una
lucha de poder entre el Papa y el Emperador.
3) Aún en nuestros días permanece viva la fuerza espiritual del
movimiento evangélico que hizo explosión en el siglo XII con Francisco de Asís y
Domingo de Guzmán. En cuanto a Francisco, es evidente que no pretendía fundar
una nueva orden, una comunidad separada. Quería simplemente llamar a la Iglesia
al Evangelio total, reunir el «pueblo nuevo», renovar la Iglesia a partir del
Evangelio. Los dos significados de la expresión, «vida evangélica» se entrelazan
inseparablemente: el que vive el Evangelio en la pobreza de la renuncia a los
bienes y a la descendencia, debe por lo mismo anunciar el Evangelio. En aquellos
tiempos había una gran necesidad de evangelización y Francisco consideraba como
su tarea esencial, así como la de sus hermanos, anunciar a los hombres el núcleo
íntimo del mensaje de Cristo. Él y los suyos querían ser evangelizadores. Y de
ahí resulta la exigencia lógica de ir más allá de los confines de la
cristiandad, de llevar el Evangelio hasta el último rincón de la tierra.
Tomás de Aquino, en su polémica con los clérigos seculares que se batían en la
Universidad de París como campeones de una estructura eclesial local,
mezquinamente cerrada al movimiento de evangelización, sintetizó lo nuevo y
aquello que había de raíz antigua de los dos movimientos (el franciscano y el
dominico) con el modelo de vida religiosa que había surgido. Los seculares
querían que sólo fuera aceptado el tipo monástico cluniacense, en su aspecto
tardío y esclerótico: monasterios separados de la iglesia local, rigurosamente
encerrados en la vida claustral y dedicados exclusivamente a la contemplación.
Comunidades de ese tipo no podían perturbar el orden de la iglesia local; en
cambio, con las nuevas órdenes mendicantes, los conflictos a todos los niveles
eran inevitables. En este contexto, Tomás de Aquino pone como modelo a Cristo
mismo, y partiendo de él, defiende la superioridad de la vida apostólica a un
estilo de vida puramente contemplativo. «La vida activa, que inculca a los demás
las verdades alcanzadas con la predicación y la contemplación, es más perfecta
que la vida puramente contemplativa». Tomás de Aquino se sabe heredero de los
repetidos florecimientos de la vida monástica, que se reconducen todos a la «vita
apostolica». Pero, interpretando esta última sobre la base de la experiencia de
las órdenes mendicantes, de las cuales provenía, dio un paso notable proponiendo
algo que había estado activamente presente en la tradición monástica, pero sobre
lo cual no se había reparado mucho hasta ese momento. Todos, a propósito de la «vita
apostolica», se habían apoyado en la Iglesia primitiva; Agustín, por ejemplo,
elaboró toda su regla sobre Hc 4, 32: eran «un solo corazón y una sola alma».
Pero a este modelo esencial, Tomás de Aquino agrega el discurso del envío que
Jesús dirige a los apóstoles en Mt 10, 5-15: la genuina «vita apostolica» es la
que sigue las enseñanzas de Hc 4 y de Mt 10: «La vida apostólica consiste en
esto: después de haber dejado todo, los apóstoles recorrieron el mundo
anunciando el Evangelio y predicando, como resulta de Mt 10, donde les es
impuesta una regla». Por lo tanto Mt 10 se presenta nada menos que como una
regla de orden religioso, o mejor dicho, como la regla de vida y misión, que el
Señor ha dado a los apóstoles, es en sí misma la regla permanente de la vida
apostólica, una regla que la Iglesia siempre ha necesitado. Sobre la base de
ella se justifica y se convalida el nuevo movimiento de evangelización.
La polémica parisina entre el clero secular y los representantes de los nuevos
movimientos, a cuyo ámbito pertenecen los textos citados, es de perenne
importancia. Una idea estrecha y empobrecida de la Iglesia, en la cual se
absolutiza la estructura de la iglesia local, no puede tolerar un nuevo brote de
anunciadores, que por su parte, obtienen necesariamente su sostén en el portador
del ministerio eclesial universal, el Papa, como garante del impulso misionero y
de la institución de una Iglesia. Se sigue necesariamente de ello el nuevo
impulso a la doctrina del primado, que a pesar de todo -más allá de cualquier
matiz ligado al tiempo- fue repensada y comprendida con mayor profundidad en sus
raíces apostólicas.
4) Ya que se trata no tanto de la historia de la Iglesia sino de una
presentación de las formas de vida de la Iglesia, puedo limitarme a mencionar
brevemente los movimientos de evangelización del siglo XVI. Entre ellos destacan
los jesuitas, que emprenden la misión a escala mundial sea en la recién
descubierta América, en África o en Asia; no se quedan detrás los franciscanos y
dominicos que mantenían vivo su impulso misionero.
5) Para terminar, es de todos conocida la nueva oleada de movimientos que
se da en el siglo XIX. Nacen congregaciones específicamente misioneras que
apuntan en principio, más que a una renovación eclesial interna, a la misión en
los continentes aún poco evangelizados. Esta vez no hay conflictos con las
estructuras de las iglesias locales, es más, se da una fecunda colaboración, de
la cual reciben renovadas energías también las iglesias locales ya existentes,
ya que los nuevos misioneros están poseídos por el impulso de la difusión del
Evangelio y del servicio de la caridad. Aparece ahora de forma destacada un
elemento que, a pesar de no estar ausente en los movimientos precedentes, puede
pasar desapercibido: El movimiento apostólico del siglo XIX ha sido sobre todo
un movimiento de carácter femenino, en el cual se pone un particular acento
sobre la caridad, la asistencia a los pobres y enfermos. Todos conocemos lo que
las nuevas comunidades femeninas han significado y significan todavía para los
hospitales e instituciones asistenciales. Pero también tienen una importancia
notable en la escuela y en la educación, en cuanto que en la armónica
combinación de caridad, educación y enseñanza se manifiesta en toda su variedad
de matices el servicio evangélico. Si se da una mirada retrospectiva a partir
del siglo XIX, se descubre que las mujeres siempre han estado presentes en los
movimientos apostólicos de forma determinante. Basta pensar en audaces mujeres
del siglo XVI como María Ward, o por otro lado, Teresa de Ávila, en ciertas
figuras femeninas del medioevo como Hildegarda de Bingen y Catalina de Siena, en
las mujeres del séquito de San Bonifacio, en las hermanas de algunos Padres de
la Iglesia, y finalmente en las mujeres mencionadas en las cartas de San Pablo o
en las que acompañaban a Jesús. Aun no siendo nunca presbíteros ni obispos, las
mujeres han siempre compartido la vida apostólica y el cumplimiento del mandato
universal que le es propio.
3. La amplitud del concepto de sucesión apostólica
Después de haber repasado rápidamente los grandes movimientos apostólicos en la
historia de la Iglesia, volvemos a la tesis previamente anticipada después de
las implicaciones bíblicas: es necesario ampliar y profundizar el concepto de
sucesión apostólica si se quiere hacer justicia plenamente a todo lo que
significa y exige. ¿Qué queremos decir? Antes que nada, que es firmemente
sostenida, como núcleo de este concepto, la estructura sacramental de la
Iglesia, en la cual ella recibe siempre de nuevo la herencia de los apóstoles,
el legado de Cristo. En virtud del sacramento, en el cual Cristo opera por la
fuerza del Espíritu Santo, ella se distingue de todas las demás instituciones.
El sacramento significa que la Iglesia vive y es continuamente recreada por el
Señor, como «creatura del Espíritu Santo». En esta noción deben tenerse
presentes los dos componentes del sacramento intrínsecamente unidos entre sí, de
los cuales ya hemos hablado antes. En primer lugar, el elemento encarnacional-cristológico,
es decir el vínculo que une a la Iglesia con la unicidad de la Encarnación y del
evento pascual, el vínculo con la acción de Dios en la historia. Pero al mismo
tiempo, está el hacerse presente de este evento por la acción del Espíritu
Santo, es decir, el componente cristológico-pneumatológico, que asegura novedad
y al mismo tiempo continuidad a la Iglesia viva.
Así se sintetiza la enseñanza perenne de la Iglesia sobre la sucesión
apostólica, el núcleo del concepto sacramental de la Iglesia. Pero este núcleo
es empobrecido, o más aún, atrofiado, si se piensa solamente en la estructura de
la iglesia local. El ministerio de los sucesores de Pedro permite superar una
estructura de carácter meramente local de la Iglesia; el sucesor de Pedro no
sólo es el obispo de Roma, sino también obispo para toda la Iglesia y en toda la
Iglesia. Encarna por ello un aspecto esencial del mandato apostólico, un aspecto
que nunca puede faltar en la Iglesia. Pero ni siquiera el mismo ministerio
petrino sería rectamente entendido y sería mal presentado en una monstruosa
figura anómala, si se atribuyese exclusivamente a su detentor la misión de
realizar la dimensión universal de la sucesión apostólica. En la Iglesia debe
haber siempre servicios y misiones que no sean de naturaleza puramente local,
sino adecuados funcionalmente al mandato que toca a la entera realidad eclesial
y a la propagación del Evangelio. El Papa necesita de estos servicios, y éstos
necesitan de él, y en la reciprocidad de los dos tipos de misión se cumple la
sinfonía de la vida eclesial. La era apostólica, que tiene valor normativo,
resalta tan vistosamente estos dos componentes de modo que lleva a cualquiera a
reconocerlos como irrenunciables para la vida de la Iglesia. El sacramento del
Orden, el sacramento de la sucesión, es necesariamente intrínseco a esta forma
estructural, pero -aún más que en las Iglesias locales- está rodeado por una
multiplicidad de servicios, y aquí es imposible ignorar el papel que corresponde
a la mujer en el apostolado de la Iglesia. Resumiendo todo, podemos afirmar
incluso que el primado del sucesor de Pedro existe para garantizar estos
componentes esenciales de la vida eclesial y conectarlos ordenadamente con las
estructuras de las iglesias locales.
A este punto, para evitar equívocos, se debe decir con claridad que los
movimientos apostólicos se presentan con formas siempre diversas a lo largo de
la historia, y esto necesariamente, dado que son precisamente la respuesta del
Espíritu Santo a las nuevas situaciones con las cuales se va encontrando la
Iglesia. Y por lo tanto, como las vocaciones al sacerdocio, no pueden ser
producidas ni establecidas administrativamente, tampoco, y menos aún, los
movimientos apostólicos pueden ser organizados y lanzados sistemáticamente por
la autoridad. Deben ser dados y de hecho son dados. A nosotros nos toca
solamente estar solícitamente atentos a ellos, y gracias al don del
discernimiento acoger cuanto hay en ellos de bueno y aprender a superar lo menos
adecuado. Una mirada retrospectiva a la historia de la Iglesia nos ayuda a
constatar con gratitud que, a pesar de todas las dificultades, siempre se ha
logrado acoger en la Iglesia las nuevas realidades que en ella germinan. Sin
embargo, tampoco se podrán olvidar todos aquellos movimientos que fracasaron o
condujeron a divisiones duraderas: cátaros, valdenses, montanistas, husitas, el
movimiento de reforma del siglo XVI. Probablemente se hablará de culpa por ambas
partes, pero lo que queda es la separación.
III. Distinciones y criterios
Como último y necesario punto de esta relación, es inevitable afrontar el
problema de los criterios de discernimiento. Para poder dar respuestas sensatas,
se debería en primer lugar precisar todavía un poco el concepto de «movimiento»
y quizás también intentar la propuesta de una tipología de ellos. Pero es obvio
que eso ahora no es posible. También se debería evitar la propuesta de una
definición demasiado rigurosa, ya que el Espíritu Santo siempre tiene preparadas
sorpresas, y sólo retrospectivamente somos capaces de reconocer que detrás de la
gran diversidad hay una esencia común. No obstante, como inicio de una
clarificación conceptual, quisiera mostrar con brevedad tres tipos de
movimientos, que pueden encontrarse en la historia reciente. Los distinguiré con
tres denominaciones: movimientos, corrientes e iniciativas. Al movimiento
litúrgico de la primera mitad de nuestro siglo, como también el movimiento
mariano, que emergió con fuerza cada vez mayor en la Iglesia desde el siglo XIX,
los caracterizaría no tanto como movimientos, sino más bien como corrientes, que
después han podido materializarse, sí, en movimientos concretos, como las
Congregaciones Marianas o las agrupaciones de juventud católica, pero no se
reducen a ellos. Las recolecciones de firmas para postular una definición
dogmática o para pedir cambios en la Iglesia, frecuentes hoy en día, no son
tampoco movimientos, sino iniciativas. Qué sea un verdadero y propio movimiento
probablemente se puede ver con la máxima claridad en el florecimiento
franciscano del siglo XIII: generalmente los movimientos nacen de una persona
carismática guía, se configuran en comunidades concretas, que en fuerza de su
origen reviven el Evangelio en su totalidad y sin reticencias y reconocen en la
Iglesia su razón de ser, sin la cual no podrían subsistir.
Con este intento -ciertamente bastante insuficiente- de encontrar una
definición, hemos ya llegado a los criterios que, por así decir, pueden ocupar
este lugar. El criterio esencial ya ha aparecido espontáneamente, es la
radicación en la fe de la Iglesia. Quien no comparte la fe apostólica no llevar
adelante la actividad apostólica. Desde el momento en que la fe es única para
toda la Iglesia, y es ella la que produce la unidad de la Iglesia, a la fe
apostólica esta necesariamente vinculado el deseo de unidad, la voluntad de
estar en la viviente comunión de la Iglesia entera, para decirlo lo más
concretamente posible: de estar con los sucesores de los apóstoles y con el
sucesor de Pedro, a quien corresponde la responsabilidad de la integración entre
iglesias locales e Iglesia universal, como único pueblo de Dios. Si la
ubicación, el lugar de los movimientos de la Iglesia, es su carácter apostólico,
es lógico que para ellos, en todas las épocas, el querer la «vita apostolica» es
fundamental. Renuncia a la propiedad, a la descendencia, a imponer la propia
concepción de la Iglesia, es decir, la obediencia en el seguimiento de Cristo,
han sido considerados en toda época los elementos esenciales de la vida
apostólica, que naturalmente no pueden valer de modo idéntico para todos los que
forman parte de un movimiento, pero que son para todos ellos, en modalidades
diversas, puntos de referencia de la vida personal. La vida apostólica, además,
no es un fin en sí misma, mas bien da la libertad para el servicio. La vida
apostólica implica acción apostólica: en primer lugar, - otra vez según
modalidades diversas - está el anuncio del Evangelio: el elemento misionero. En
el seguimiento de Cristo la evangelización es siempre, en primer lugar,
«evangelizare pauperibus», anunciar el Evangelio a los pobres. Pero eso no se
hace solamente con palabras; el amor, que es el corazón del anuncio, su centro
de verdad y su centro operativo, debe ser vivido y hacerse él mismo anuncio. Por
lo tanto, a la evangelización está siempre unido el servicio social, en
cualquier de sus formas. Todo esto, - debido casi siempre al entusiasmo
arrollador que dimana del carisma originario -, presupone un profundo encuentro
personal con Cristo. El llegar a ser comunidad, el construir la comunidad no
excluye, al contrario, exige la dimensión de la persona. Solamente cuando la
persona es tocada y conmovida por Cristo en lo más profundo de su intimidad, se
puede tocar la intimidad del otro, sólo entonces puede darse la reconciliación
en el Espíritu Santo, sólo entonces puede construirse una verdadera comunión. En
el contexto de esta articulación fundamental cristológico-pneumatológica y
existencial pueden darse acentos y subrayados muy diferentes, en los cuales se
da incesantemente la novedad del cristianismo, e incesantemente el Espíritu de
la Iglesia «rejuvenece como un águila » (Sal 103, 5)
Aquí aparecen con claridad tanto los peligros como los caminos de superación que
existen en los movimientos. Existe la amenaza de la unilateralidad que lleva a
exagerar el mandato específico que tiene originen en un período dado o por
efecto de un carisma particular. Que la experiencia espiritual a la cual se
pertenece sea vivida no como una de las muchas formas de existencia cristiana,
sino como el estar investido de la pura y simple integridad del mensaje
evangélico, es un hecho que puede llevar a absolutizar el propio movimiento, que
pasa a identificarse con la Iglesia misma, a entenderse como el camino para
todos, cuando de hecho este camino se da a conocer en modos diversos. Por lo
mismo es casi inevitable que de la fresca vivacidad y de la totalidad de esta
nueva experiencia nazcan constantemente amenazas de conflicto con la comunidad
local: un conflicto en el que la culpa puede ser de ambas partes, y ambas sufren
un desafío espiritual a su coherencia cristiana. Las iglesias locales pueden
haber pactado con el mundo deslizándose hacia cierto conformismo, la sal puede
hacerse insípida, como en su crítica a la cristiandad de su tiempo, recrimina
con hiriente crudeza Kierkegaard. También ahí donde la distancia de la
radicalidad del Evangelio no ha llegado al punto que ásperamente censura
Kierkegaard, el irrumpir de algo nuevo puede ser percibido como algo que
molesta, más todavía si está acompañado, como sucede con frecuencia, de
debilidades, infantilismos y absolutizaciones erróneas de todo tipo.
Las dos partes deben dejarse educar por el Espíritu Santo y también por la
autoridad eclesiástica, deben aprender el olvido de sí mismos sin el cual no es
posible el consenso interior a la multiplicidad de formas que puede adquirir la
fe vivida. Las dos partes deben aprender una de la otra a dejarse purificar, a
soportarse y a encontrar la vía que conduce a aquellas conductas de las que
habla Pablo en el himno de la caridad (1 Cor 13, 4 y ss). A los movimientos va
dirigida esta advertencia: incluso si en su camino han encontrado y participan a
otros la totalidad de la fe, ellos son un don hecho a la Iglesia entera, y deben
someterse a las exigencias que derivan de este hecho, si quieren permanecer
fieles a lo que les es esencial. Pero también debe decirse claramente a las
iglesias locales, también a los obispos, que no les está permitido ceder a una
uniformidad absoluta en las organizaciones y programas pastorales. No pueden
ensalzar sus proyectos pastorales, como medida de aquello que le está permitido
realizar al Espíritu Santo: ante meros proyectos humanos puede suceder puede
suceder que las iglesias se hagan impenetrables al espíritu de Dios, a la fuerza
que las vivifica. No es lícito pretender que todo deba insertarse en una
determinada organización de la unidad; ¡mejor menos organización y más Espíritu
Santo! Sobre todo no se puede apoyar un concepto de comunión en el cual el valor
pastoral supremo sea evitar los conflictos. La fe es también una espada y puede
exigir el conflicto por amor a la verdad y a la caridad (cf. Mt 10, 34). Un
proyecto de unidad eclesial, donde se liquidan a priori los conflictos como
meras polarizaciones y la paz interna es obtenida al precio de la renuncia a la
totalidad del testimonio, pronto se revelaría ilusorio. No es lícito,
finalmente, que se dé una cierta actitud de superioridad intelectual por la que
se tache de fundamentalismo el celo de personas animadas por el Espíritu Santo y
su cándida fe en la Palabra de Dios, y no se permita más que un modo de creer
para el cual el «si» y el «pero» es más importante que la sustancia de lo que se
dice creer. Para terminar, todos deben dejarse medir por la regla del amor por
la unidad de la única Iglesia, que permanece única en todas las iglesias locales
y, como tal, se evidencia continuamente en los movimientos apostólicos. Las
iglesias locales y los movimientos apostólicos deberán, tanto unos como otros,
reconocer y aceptar constantemente que es verdadero tanto el «ubi Petrus, ibi
Ecclesia», como el «ubi episcopus, ibi ecclesia». Primado y episcopado,
estructura eclesial local y movimientos apostólicos se necesitan mutuamente: el
primado sólo puede vivir a través y con un episcopado vivo, el episcopado puede
mantener su dinámica y apostólica unidad solamente en la unión permanente con el
primado. Cuando uno de los dos es disminuido o debilitado sufre toda la Iglesia.
Después de todas estas consideraciones, es menester concluir con gratitud y
alegría, pues es muy evidente que el Espíritu Santo continúa actuando en la
Iglesia con nuevos dones, gracias a los cuales ella revive el gozo de su
juventud (Sal 42, 4 Vg). Gratitud por tantas personas, jóvenes y ancianas, que
siguen la llamada del Espíritu y, sin mirar atrás o alrededor, se lanzan
alegremente al servicio del Evangelio. Gratitud por los obispos que se abren a
nuevos caminos, les hacen puesto en sus respectivas iglesias, discuten
pacientemente con sus responsables para ayudarles a superar toda unilateralidad
y para conducirlos a la justa conformidad. Y sobretodo, en este lugar y en esta
hora, agradecemos al Papa Juan Pablo II. Nos supera a todos en capacidad de
entusiasmo, en la fuerza del rejuvenecimiento interior en la gracia de la fe, en
el discernimiento de los espíritus, en la humilde y entusiasta lucha para que
sean más copiosos los servicios prestados al Evangelio. Él nos precede a todos
en la unidad con los obispos de todo el planeta, a los cuales escucha y guía
incansablemente. Gracias sean dadas al Papa Juan Pablo II, que es para todos
nosotros guía hacia Cristo. Cristo vive y desde el Padre envía al Espíritu
Santo: esta es la gozosa y vivificante experiencia que se nos concede
precisamente en el encuentro con los movimientos eclesiales de nuestro tiempo.