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jueves, 31 de julio de 2014

LA GRANDEZA DEL SER HUMANO ES SU SEMEJANZA CON DIOS

A todas las amenazas contra el hombre, derivadas del cálculo del poder y de lo útil, se opone la luminosa palabra de Dios con la que el Génesis introduce el relato de la creación del hombre: «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» Ante el tema de este convenio internacional, emergen en mí recuerdos inquietantes. Os ruego que me permitáis contaros, a manera de introducción, esta experiencia personal que nos lleva al año 1941, al tiempo de la guerra y del régimen nacionalsocialista. Una de nuestras tías, a la que visitábamos frecuentemente, era madre de un robusto muchacho que era algún año más joven que yo, pero mostraba progresivamente los indicios típicos del síndrome de Down. Suscitaba simpatía por la simplicidad de su mente ofuscada; y su madre que ya había perdido una hija por muerte prematura, le estaba sinceramente aficionada. Pero en 1941 las autoridades del Tercer Reich ordenaron que el chico debía ser llevado a un asilo para recibir una mejor asistencia. Todavía no se sospechaba nada de la operación de eliminación de los discapacitados mentales, ya iniciada. Poco tiempo después llegó la noticia de que el niño había muerto de pulmonía y su cuerpo había sido incinerado. Desde aquel momento se multiplicaron las noticias de este estilo. En el pueblo en que habíamos vivido antes, visitábamos de buena gana a una viuda que había quedado sin hijos y se alegraba por la visita de los niños del vecindario. La pequeña propiedad que había heredado de su padre apenas podía darle para vivir, pero tenía buen ánimo, aunque no sin algún temor por el futuro. Más tarde supimos que la soledad en la que se hallaba cada vez más sumergida, había nublado más y más su mente: el temor por el futuro se había hecho patológico, de manera que apenas se atrevía a comer, porque temía siempre por el mañana en el que tal vez quedaría sin comida que llevarse a la boca. La clasificaron como trastornada mentalmente, fue llevada a un asilo y también en este caso pronto llegó la noticia de que había muerto de pulmonía. Poco después en nuestro actual pueblo sucedió la misma cosa: la pequeña finca, junto a nuestra casa, estaba confiada a los cuidados de tres hermanos solteros, a quienes pertenecía. Eran considerados enfermos mentales, pero estaban en condiciones de ocuparse de su casa y de su propiedad. También ellos desaparecieron en un asilo y poco después se nos dijo que habían muerto. A este punto ya no cabía tener dudas de cuanto estaba sucediendo: se trataba de una sistemática eliminación de cuantos no eran considerados como productivos. El Estado se había arrogado el derecho de decidir quién merecía vivir y quién debía ser privado de la existencia en beneficio de la comunidad y de sí mismo, porque no podía ser útil a los demás ni a sí mismo. A los horrores de la guerra, que se hacían cada vez más sensibles, este hecho añadió un nuevo temor: advertíamos la helada frialdad de esta lógica de la utilidad y del poder. Sentíamos que el asesinato de esas personas nos humillaba y amenazaba a todos nosotros, a la esencia humana que había en nosotros: si la paciencia y el amor dedicados a las personas que sufren son eliminados de la existencia humana por considerarlos como una pérdida de tiempo y de dinero, no se hace el mal sólo a los que mueren, sino que en ese caso se mutilan en su espíritu incluso los que sobreviven. Nos dábamos cuenta de que allí donde el misterio de Dios, su dignidad intocable en cada hombre, se deja de respetar no sólo se ve amenazado cada individuo, sino que es todo el género humano quien está en peligro. En el silencio paralizador, en el temor que nos bloqueaba a todos, fue como una liberación cuando el Cardenal von Galen levantó su voz y rompió la parálisis del miedo para defender en los discapacitados mentales al hombre mismo, imagen de Dios. A todas las amenazas contra el hombre, derivadas del cálculo del poder y de lo útil, se opone la luminosa palabra de Dios con la que el Génesis introduce el relato de la creación del hombre: «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza», «faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram», traduce la Vulgata (Gen 1, 26). Pero ¿qué se entiende con esta palabra? ¿En qué consiste la semejanza divina del hombre? El término, en el Antiguo Testamento es, por decirlo así, un monolito; no vuelve a aparecer en el Antiguo Testamento judío, si bien el Salmo 8 --«¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él?»-- revela un parentesco interior. Sólo se repite en la literatura sapiencial. El Sirácide (17, 2) fundamenta la grandeza del ser humano en lo mismo, sin querer dar propiamente una interpretación del significado de la semejanza con Dios. El libro de la Sabiduría (2, 23) da un paso más y ve el ser imagen de Dios esencialmente fundamentado en la inmortalidad del hombre: lo que hace de Dios, Dios, y le distingue de la criatura es precisamente su inmortalidad y perennidad. Imagen de Dios es la criatura precisamente por el hecho de que participa de su inmortalidad --no por su naturaleza, sino como don del Creador--. La orientación a la vida eterna es lo que hace del hombre el correspondiente creado por Dios. Esta reflexión podría continuar y también se podría decir: vida eterna significa algo más que una simple subsistencia eterna. Está llena de sentido y por eso es una vida que merece y que es capaz de eternidad. Una realidad puede ser eterna sólo a condición de que participe de lo que es eterno: de la eternidad de la verdad y del amor. Así pues, orientación a la eternidad sería orientación a la eterna comunión de amor con Dios; y la imagen de Dios remitiría por su naturaleza más allá de la vida terrena. No podría ser de ningún modo determinada estadísticamente, no podría estar ligada a una cualidad particular, sino que sería tensión hacia más allá del tiempo de la vida terrena; podría entenderse sólo en la tensión al futuro, en la dinámica hacia la eternidad. Quien niega la eternidad, quien ve al hombre sólo como intramundano, no tendría en línea de principios posibilidad alguna de penetrar en la esencia de la semejanza con Dios. Pero esto sólo se insinúa en el libro de la Sabiduría y no está desarrollado posteriormente. Así el Antiguo Testamento nos deja con una cuestión abierta, y se debe dar razón a Epifanio que, frente a todos los intentos de concretar el contenido de la semejanza divina, afirma que no se debe «tratar de definir dónde se coloca la imagen, sino confesar su existencia en el hombre, si no se quiere ofender la gracia de Dios» (Panarion, LXX, 2, 7). Pero nosotros, cristianos, leemos en realidad el Antiguo Testamento siempre en la totalidad de la única Biblia, en la unidad con el Nuevo Testamento, y recibimos de éste la clave para comprender rectamente los textos. Al igual que sucede en el relato de la creación --«En el principio creó Dios»--, que recibe su correcta interpretación sólo con la lectura de san Juan --«en el principio era el Verbo»--, lo mismo sucede aquí. Naturalmente, en este momento no puedo presentar, en el marco de una breve prolusión, la rica serie de testimonios del Nuevo Testamento acerca de nuestro problema. Simplemente trataré de evocar dos temas. Ante todo se debe observar como hecho más importante que en el Nuevo Testamento Cristo es designado como «la imagen de Dios» (2 Co 4, 4; Col 1, 15). Los Padres hecho aquí una observación lingüística, que tal vez no es tan sostenible, pero ciertamente corresponde a la orientación interior del Nuevo Testamento y de su reinterpretación del Antiguo. Dicen que sólo de Cristo se nos enseña que él es «la imagen de Dios», el hombre, en cambio, no es la imagen, sino «ad imaginem», creado a imagen, según la imagen. Llega a ser imagen de Dios, en la medida en que entra en comunión con Cristo, se conforma con él. En otras palabras: la imagen originaria del hombre, que a su vez representa la imagen de Dios, es Cristo, y el hombre es creado a partir de su imagen, sobre su imagen. La criatura humana es al mismo tiempo proyecto preliminar de cara a Cristo, es decir, Cristo es la idea fundamental del Creador y forma al hombre de cara a él, a partir de esta idea fundamental. El dinamismo ontológico y espiritual, que encierra esta concepción, se hace particularmente evidente en Romanos 8, 29 y 1 Corintios 15, 49, y también en 2 Corintios 4, 6. Según Romanos 8, 29, los hombres son predestinados «a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el Primogénito entre muchos hermanos». Esta conformación con la imagen de Cristo se cumple en la resurrección, en la que él nos ha precedido --pero la resurrección, es necesario recordarlo-- presupone la cruz. La primera Carta a los Corintios distingue entre el primer Adán, que se hace «ánima viviente» (15, 14; Cf. Gen 2, 7) y el último Adán, que se hace Espíritu donador de vida. «Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste» (15, 49). Aquí está representada con toda claridad la tensión interior del ser humano entre fango y espíritu, tierra y cielo, origen terreno y futuro divino. Esta tensión del ser humano en el tiempo y más allá del tiempo pertenece a la esencia del hombre. Y esta tensión lo determina precisamente en medio de la vida en este tiempo. Él está siempre en camino hacia sí mismo o se aleja de sí mismo; está en camino hacia Cristo o se aleja de él. Se acerca a su imagen originaria o la esconde y la arruina. El teólogo de Innsbruck F. Lakner ha expresado felizmente esta concepción dinámica de la semejanza divina del hombre, característica del Nuevo Testamento, de esta manera: «El ser imagen de Dios del hombre se funda en la predestinación a la filiación divina a través de la incorporación mística en Cristo»; el ser imagen es, por lo tanto, finalidad connatural en el hombre desde la creación, «hacia Dios por medio de la participación en la vida divina en Cristo». De este modo nos acercamos a la cuestión decisiva para nuestro tema: esta semejanza divina, ¿puede ser destruida esta imagen de Dios? y eventualmente, ¿cómo? ¿Existen seres humanos que no son imagen de Dios? La Reforma, en su radicalización de la doctrina del pecado original había respondido afirmativamente a esta pregunta y había dicho: sí, con el pecado el hombre puede destruir en sí mismo la imagen de Dios, de hecho la ha destruido. Efectivamente el hombre pecador, que no quiere reconocer a Dios y no respeta al hombre o incluso lo mata, no representa la imagen de Dios, sino que la desfigura, contradice a Dios, que es Santidad, Verdad y Bondad. Recordando lo dicho al comienzo, esto puede y debe llevarnos a la pregunta: ¿en quién está más oscurecida la imagen de Dios, más desfigurada y extinguida, en el frío asesino, consciente de sí mismo, potente y quizá incluso inteligente, que se hace a sí mismo Dios y se burla de Dios, o en el inocente que sufre, en el que la luz de la razón resbala hasta hacerse sumamente débil hasta el punto de que ya no se percibe? Pero la pregunta es prematura en este momento. Antes tenemos que decir: la tesis radical de la Reforma se ha demostrado insostenible, precisamente a partir de la Biblia. El hombre es imagen de Dios en cuanto hombre. Y en tanto que es hombre, es un ser humano, tiende misteriosamente a Cristo, al Hijo de Dios hecho hombre y, por lo tanto, orientado al misterio de Dios. La imagen divina está ligada a la esencia humana en cuanto tal y el hombre no tiene la capacidad de destruirla completamente. Pero lo que ciertamente el hombre puede hacer es desfigurar la imagen, la contradicción interior con ella. Aquí hay que citar de nuevo a Lakner: «...la fuerza divina brilla precisamente en la herida causada por las contradicciones... en este mundo el hombre como imagen de Dios es, por lo tanto, el hombre crucificado». Entre la figura del Adán terrenal formado con el fango, que Cristo junto con nosotros ha asumido en la encarnación y la gloria de la resurrección, está la cruz: el camino de las contradicciones y de las alteraciones de la imagen hacia la conformación con el Hijo, en el que se manifiesta la gloria de Dios, pasa a través del dolor de la cruz. Entre los Padres de la Iglesia, Máximo el Confesor ha reflexionado más que otros sobre esta relación entre semejanza divina y cruz. El hombre, que es llamado a la «sinergia», a la colaboración con Dios, en cambio se ha opuesto a él. Esta oposición es «una agresión a la naturaleza del hombre». «Desfigura el verdadero rostro del hombre, la imagen de Dios, pues aparta al hombre de Dios y lo encierra en sí mismo y erige entre los hombres la tiranía del egoísmo». Cristo, desde el interior de la misma naturaleza humana, ha superado este contraste, transformándolo en comunión: la obediencia de Jesús, su morir a sí mismo, se convierte en el verdadero éxodo que libera al hombre de su decadencia interior, conduciéndolo a la unidad con el amor de Dios. El crucificado se hace así «imagen del amor»; precisamente en el crucificado, en su rostro herido y golpeado, el hombre se hace de nuevo transparencia de Dios, la imagen de Dios vuelve a brillar. Así la luz del amor divino descansa precisamente sobre las personas que sufren, en las que el esplendor de la creación se ha oscurecido exteriormente; porque ellas de modo particular son semejantes a Cristo crucificado, a la imagen del amor, se han acercado en una particular comunidad con el único que es la imagen misma de Dios. Podemos extender a ellos la frase que Tertuliano formuló con referencia a Cristo: «Por mísero que pueda haber sido su pobre cuerpo..., él siempre será mi Cristo» (Adv. Marc. III, 17, 2). Por grande que sea su sufrimiento, por desfigurados y ofuscados que puedan ser en su existencia humana, serán siempre los hijos predilectos de nuestro Señor, serán siempre de modo particular su imagen. Fundándose en la tensión entre ocultación y futura manifestación de la imagen de Dios, se puede aplicar a nuestra cuestión la frase de la primera Carta de Juan: «ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos» (3, 2). Amamos en todos los seres humanos, pero sobre todo en los que sufren, en los discapacitados mentales, lo que serán y lo que en realidad ya son desde ahora. Ya desde ahora son hijos de Dios --a imagen de Cristo--, aunque aún no se ha manifestado lo que llegarán a ser. Cristo en la Cruz se ha asemejado definitivamente a los más pobres, a los más indefensos, a los que más sufren, a los más abandonados, a los más despreciados. Y entre éstos están aquellos de los que nuestro coloquio se ocupa hoy, aquellos cuya alma racional no llega a expresarse perfectamente mediante un cerebro débil o enfermo, como si por una u otra razón la materia se resistiera a ser asumida por parte del espíritu. Aquí Jesús revela lo esencial de la humanidad, lo que es su verdadero cumplimiento, no la inteligencia, ni la belleza y menos aún la riqueza o el placer, sino la capacidad de amar y de aceptar amorosamente la voluntad del Padre, por desconcertante que sea. Pero la pasión de Jesús desemboca en su resurrección. Cristo resucitado es el punto culminante de la historia, el Adán glorioso hacia el que tendía ya el primer Adán, el Adán «terreno». Así se manifiesta el fin del proyecto divino: todo hombre está en camino del primero al segundo Adán. Ninguno de nosotros es todavía él mismo. Cada uno debe llegar a serlo, como el grano de trigo que debe morir para dar fruto, como Cristo resucitado es infinitamente fecundo porque se ha dado infinitamente. Una de las grandes alegrías de nuestro paraíso será sin duda descubrir las maravillas que el amor habrá operado en nosotros y las que habrá operado en cada uno de nuestros hermanos y hermanas y en los más enfermos, los más desfavorecidos, en los más dañados, en los que más sufren, mientras nosotros ni siquiera comprendíamos como eran capaces de amar, mientras su amor permanecía oculto en el misterio de Dios. Sí, una de nuestras alegrías será descubrir a nuestros hermanos y hermanas en todo el esplendor de su humanidad, en todo su esplendor de imágenes de Dios. La Iglesia cree en ese esplendor futuro. Quiere subrayar atentamente la mínima señal que lo deje entrever. Porque en el más allá cada uno de nosotros brillará en la medida en que haya imitado a Cristo, en el contexto y con las posibilidades que le hayan sido dadas. Pero permítanme ahora dar testimonio del amor de la Iglesia por las personas que sufren. Sí, la Iglesia os ama. No sólo tiene por vosotros la «predilección» natural de la madre por los hijos que más sufren. No sólo se admira ante lo que seréis, sino ante lo que ya sois: imágenes de Cristo. Imágenes de Cristo que hay que honrar, respetar, ayudar en lo posible, ciertamente, pero sobre todo imágenes de Cristo portadoras de un mensaje esencial sobre la verdad del hombre. Un mensaje que tendemos a olvidar: nuestro valor ante Dios no depende de la inteligencia, ni de la estabilidad del carácter, ni de la salud, que nos permiten tantas actividades de generosidad. Estos aspectos podrían desaparecer en todo momento. Nuestro valor ante Dios depende solamente de la opción que hayamos hecho de amar lo más posible, de amar lo más posible en la verdad. Decir que Dios nos ha creado a su imagen, significa decir que ha querido que cada uno de nosotros manifieste un aspecto de su esplendor infinito, que tiene un proyecto sobre cada uno de nosotros, que cada uno de nosotros está destinado a entrar, por el itinerario que le es propio, en la bienaventurada eternidad. La dignidad del hombre no es algo que se impone a nuestros ojos, no es mesurable ni calificable, se escapa a los parámetros de la razón científica o técnica; pero nuestra cultura, nuestro humanismo, sólo han progresado en la medida en que esta dignidad ha sido más universalmente y más plenamente reconocida a un mayor número de personas. Cada vuelta atrás en este movimiento de expansión, cada ideología o acción política que deje a seres humanos fuera de la categoría de quienes merecen respeto, indicará un regreso a la barbarie. Y sabemos que desafortunadamente la amenaza de nuestra barbarie gravita siempre sobre nuestros hermanos y hermanas que sufren una limitación o una enfermedad mental. Una de nuestras tareas de cristianos es dar a conocer, respetar y promover plenamente su humanidad, su dignidad y su vocación de criaturas a imagen y semejanza de Dios. Quiero aprovechar esta ocasión que se me ofrece para agradecer a cuantos, con la reflexión o la investigación, el estudio o los diversos cuidados, se comprometen a hacer cada vez más reconocible esta imagen.

DIÁLOGO DE LA RAZÓN Y LA FE

El eco que ha encontrado el proyecto de ética global presentado por Hans Küng muestra, en cualquier caso, que la cuestión está abierta. Y eso no cambia aunque se acepte la perspicaz crítica que Spaemann dirige a ese proyecto, ya que a los dos factores mencionados anteriormente se añade otro: en el proceso del encuentro y la interpenetración de las culturas se han quebrado, en gran parte, una serie de certezas éticas que hasta ahora resultaban fundamentales. La cuestión de qué es realmente el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de respuesta. Me parece evidente que la ciencia como tal no puede generar una ética, y que, por lo tanto, no puede obtenerse una conciencia ética renovada como producto de los debates científicos. Por otro lado, es indiscutible que la modificación fundamental de la imagen del mundo y el ser humano a consecuencia del incremento del conocimiento científico ha contribuido decisivamente a la ruptura de las antiguas certezas morales. Por lo tanto, sí existe una responsabilidad de la ciencia hacia el ser humano como tal, y especialmente una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de modo crítico el desarrollo de las distintas ciencias y analizar críticamente las conclusiones precipitadas y certezas aparentes acerca de la verdadera naturaleza del ser humano, su origen y el propósito de su existencia o, dicho de otro modo, expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos con los que a menudo se mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las dimensiones más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la ciencia sólo permite mostrar aspectos parciales. Poder sometido a la fuerza de la ley En un sentido concreto, es tarea de la política someter el poder al control de la ley a fin de garantizar que se haga un uso razonable de él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley. El poder sometido a la ley y puesto a su servicio es el polo opuesto a la violencia, que entendemos como ejercicio del poder prescindiendo del derecho y quebrantándolo. Por eso es importante para toda sociedad superar la tendencia a desconfiar del Derecho y de sus ordenamientos, pues sólo así puede cerrarse el paso a la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como algo compartido por toda la comunidad. La libertad sin ley es anarquía y, por ende, destrucción de la libertad. La desconfianza hacia la ley y la revuelta contra la ley se producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una Justicia al servicio de todos y se convierta en producto de la arbitrariedad, en abuso por parte de los que tienen el poder para hacer las leyes. La tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en fin, a otra cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos que tienen el poder de legislar? Por un lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley, pero por el otro también la cuestión de cuáles son sus propias proporciones internas. La necesidad de que la ley no sea instrumento de poder de unos pocos, sino expresión del interés común de todos parece, al menos en primera instancia, satisfecha gracias a los instrumentos de la formación democrática de la voluntad popular, ya que éstos permiten la participación de todos en la creación de la ley, y en consecuencia la ley pertenece a todos y puede y debe ser respetada como tal. Efectivamente, el hecho de que se garantice la participación colectiva en la creación de las leyes y en la administración justa del poder es el motivo fundamental para considerar que la democracia es la forma más adecuada de ordenamiento político. Y, sin embargo, a mi juicio, queda una pregunta por responder. Dado que difícilmente puede lograrse la unanimidad entre los seres humanos, los procesos de decisión deben echar mano imprescindiblemente de mecanismos como, por un lado, la delegación y, por el otro, la decisión de la mayoría, esta última de distintos grados según la importancia de la cuestión a decidir. Pero las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La historia nos proporciona sobrados ejemplos de ello. Cuando una mayoría, por grande que sea, sojuzga mediante leyes opresoras a una minoría, por ejemplo, religiosa o racial, ¿puede hablarse de justicia o, incluso, de derecho en sentido estricto? Así, el principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la cuestión de los fundamentos éticos del Derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca pueden ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas o, inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas y que, por lo tanto, estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban ser respetadas siempre por ésta. La era contemporánea ha formulado, en las diferentes declaraciones de los derechos humanos, un repertorio de elementos normativos de ese tipo y los ha sustraído al juego de las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos valores. Pero esa clase de autolimitación de la indagación también tiene carácter filosófico. Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que tienen su origen en la esencia del ser humano y que por tanto son intocables para todos los poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a hablar del alcance de una representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día esa evidencia no está reconocida ni mucho menos en todas las culturas. El islam ha definido un catálogo propio de los derechos humanos, divergente del occidental. En China impera hoy una forma cultural procedente de Occidente, el marxismo, pero eso no impide a sus dirigentes preguntarse -si estoy bien informado- si los derechos humanos no serán acaso un invento típicamente occidental que debe ser cuestionado. Nuevas formas de poder y su control Cuando se habla de la relación entre el poder y la ley, y de los orígenes del Derecho, debe contemplarse también con atención el fenómeno del poder mismo. No pretendo definir la naturaleza del poder como tal, sino esbozar los desafíos que se derivan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado en los últimos cincuenta años. En los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, imperaba el horror ante el nuevo poder de destrucción que había adquirido el ser humano con la invención de la bomba atómica. El hombre se veía de repente capaz de destruirse a sí mismo y también de destruir su planeta. Se imponía la siguiente pregunta: ¿Qué mecanismos políticos son necesarios para impedir esa destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos mecanismos y hacerlos efectivos? ¿Cómo pueden movilizarse las fuerzas éticas capaces de dar cuerpo a esas formas políticas y dotarlas? La guerra nuclear durante un largo período fue la competencia entre los bloques de poder opuestos y su temor a desencadenar su propia destrucción si provocaban la del otro. La limitación recíproca del poder y el temor por la propia supervivencia se revelaron como las únicas fuerzas capaces de salvar a la humanidad. Lo que nos angustia en nuestros días no es el temor a una guerra a gran escala, sino el miedo al terror omnipresente, que puede golpear eficazmente en cualquier momento y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no necesita una guerra a gran escala para hacer imposible la vida en el planeta. Los poderes anónimos del terror, que pueden hacerse presentes en todo lugar, son lo bastante fuertes como para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin excluir que elementos criminales puedan tener acceso a los grandes potenciales de destrucción y desencadenar así el caos a escala mundial desde fuera de las estructuras políticas. Así, la cuestión en torno de la ley y la ética se ha desplazado hacia otro terreno: ¿de qué fuentes se alimenta el terrorismo? ¿Cómo podemos poner freno desde dentro a esa nueva enfermedad del género humano? A este respecto, resulta muy inquietante que el terrorismo consiga, aunque sea parcialmente, dotarse de legitimidad. Los mensajes de Ben Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos excluidos y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a la soberbia de éstos y a su autoritarismo y crueldad sacrílegos. Parece claro que esa clase de motivaciones resultan convincentes para las personas que viven en determinados entornos sociales y políticos. En parte, el comportamiento terrorista también es presentado como defensa de la tradición religiosa frente al carácter impío de la sociedad occidental. En este punto cabe hacerse una pregunta sobre la que igualmente deberemos volver después: si el terrorismo se alimenta también del fanatismo religioso -y, efectivamente, así es-, ¿debemos considerar la religión un poder redentor y salvífico o más bien una fuerza arcaica y peligrosa que erige falsos universalismos y conduce, con ellos, a la intolerancia y el terror? ¿No debería la religión ser sometida a la tutela de la razón y limitada severamente? Y, en tal caso, ¿quién sería capaz de hacerlo? ¿Cómo habría que hacerlo? Pero la pregunta más importante sigue siendo si la religión se pudiera ir suprimiendo paulatinamente, si se pudiera ir superando, ¿representaría tal cosa un necesario progreso de la humanidad en su camino hacia la libertad y la tolerancia universal o no? En los últimos tiempos, ha pasado a primer plano otra forma de poder que, en principio, aparenta ser de naturaleza plenamente benéfica y digna de todo aplauso, pero que en realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza contra el ser humano. Hoy, el hombre es capaz de crear hombres, de fabricarlos en una probeta, por así decirlo. El ser humano se convierte así en producto, y con ello se invierte radicalmente la relación del ser humano consigo mismo. Ya no es un regalo de la naturaleza o del Dios creador: es un producto de sí mismo. El hombre ha penetrado en el sancta sanctorum del poder, ha descendido al manantial de su propia existencia. La tentación de intentar construir ahora, por fin, el ser humano correcto, de experimentar con seres humanos, y la tentación de ver al ser humano como un desecho y en consecuencia quitarlo de en medio no es ninguna creación fantasiosa de moralistas enemigos del progreso. Si antes habíamos de preguntarnos si la religión es realmente una fuerza moral positiva, ahora debemos poner en duda que la razón sea una potencia fiable. Al fin y al cabo, también la bomba atómica fue un producto de la razón; al fin y al cabo, la crianza y selección de seres humanos han sido también concebidos por la razón. ¿No sería, pues, ahora la razón lo que debe ser sometido a vigilancia? Pero ¿quién o qué se encargaría de ello? ¿O quizá sería mejor que la religión y la razón se limitaran recíprocamente, se contuvieran la una a la otra y se ayudaran mutuamente a enfilar el buen camino? En este punto se plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una sociedad global con sus mecanismos de poder y con sus fuerzas desencadenadas, así como con sus diferentes puntos de vista acerca del derecho y la moral, es posible encontrar una evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de motivación y autoridad para dar respuesta a los desafíos que he apuntado y ayudar a superarlos. Ley, naturaleza, razón En este punto se impone ante todo echar una mirada a situaciones históricas comparables a la nuestra, suponiendo que sea posible la comparación. En cualquier caso, vale la pena recordar brevemente que Grecia también tuvo su propia Ilustración, que la validez del Derecho fundamentado en lo divino dejó de ser evidente y que se hizo necesario indagar en busca de fundamentos más profundos del derecho. Así nació la idea de que, frente al derecho positivo, que podía ser injusto, debía existir un derecho que surgiera de la naturaleza, de la esencia del hombre, y que había que encontrarlo y usarlo para corregir los defectos del derecho positivo. En una época más cercana a nosotros, podemos examinar la doble fractura que se produjo en la conciencia europea en el inicio de la modernidad, y que puso las bases para una nueva reflexión sobre el contenido y los orígenes del Derecho. En primer lugar, está el desbordamiento de las fronteras del mundo europeo-cristiano, que se consumó con el descubrimiento de América. En ese momento, se entró en contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y el derecho cristiano, que hasta entonces había sido el origen y el modelo de la ley para todos. No había nada en común con esos pueblos en el terreno jurídico. Pero ¿eso significaba que carecían de leyes, como algunos afirmaron -y pusieron en práctica- por entonces, o bien había que postular la existencia de un Derecho que, situado por encima de todos los sistemas jurídicos, vinculara y guiara a los seres humanos cuando entraran en contacto con diferentes culturas? Ante esa situación, Francisco de Vitoria puso nombre a una idea que ya estaba flotando en el ambiente: la del ius gentium (literalmente, el derecho de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia, sobre todo, a la idea de paganos, de no cristianos. Se trata de una concepción del Derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo, y que debe regular la correcta relación entre todos los pueblos. La segunda fractura en el mundo cristiano se produjo dentro de la cristiandad misma debido al cisma, que dividió la comunidad de los cristianos en diversas comunidades opuestas entre sí, a veces de modo hostil. De nuevo fue necesario desarrollar una noción del Derecho previa al dogma, o por lo menos una base jurídica mínima cuyos fundamentos no podían estar ya en la fe, sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grotius, Samuel von Pufendorf y otros desarrollaron la idea del derecho natural como una ley basada en la razón, que otorga a ésta la condición de órgano de construcción común del Derecho, más allá de las fronteras entre confesiones. El derecho natural ha seguido siendo -en especial en la Iglesia Católica- la figura de argumentación con la que se apela a la razón común en el diálogo con la sociedad secular y con otras comunidades religiosas y se buscan los fundamentos para un entendimiento en torno de los principios éticos del Derecho en una sociedad secular pluralista. Pero por desgracia, el derecho natural ha dejado de ser una herramienta fiable, de modo que en este diálogo renunciaré a basarme en él. La idea del derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en el que naturaleza y razón se daban la mano y la naturaleza misma era racional. Pero esta visión ha entrado en crisis con el triunfo de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal, se nos dice, no es racional, aunque existan en ella comportamientos racionales: ése es el diagnóstico evolucionista, que hoy en día parece poco menos que indiscutible. De las diferentes dimensiones del concepto de naturaleza en las que se fundamentó originariamente el derecho natural, sólo permanece, pues, aquella que Ulpiano (principios del siglo III d.C.) resumió en la conocida frase: “Ius naturae est, quod natura omnia animalia docet” (el derecho natural es aquel que la naturaleza enseña a todos los animales). Pero, precisamente, esa idea no basta para nuestra indagación, en la que no se trata de aquello que afecta a todos los “animalia”, sino de cuestiones que corresponden específicamente al hombre, que han surgido de la razón humana y que no pueden resolverse sin recurrir a la razón. El último elemento que queda en pie del derecho natural (que en lo más hondo pretendía ser un derecho racional, por lo menos en la modernidad) son los derechos humanos, los cuales no son comprensibles si no se acepta previamente que el hombre por sí mismo, simplemente por su pertenencia a la especie humana, es sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de valores y normas, que pueden encontrarse, pero no inventarse. Quizás hoy en día la doctrina de los derechos humanos debería complementarse con una doctrina de los deberes humanos y los límites del hombre, y esto podría quizás ayudar a renovar la pregunta en torno de si puede existir una razón de la naturaleza y, por lo tanto, un derecho racional aplicable al hombre y su existencia en el mundo. Un diálogo de esas características sólo sería posible si se llevara a cabo y se interpretara a escala intercultural. Para los cristianos ese concepto tendría que ver con la Creación y el Creador. En el mundo hindú correspondería al concepto del Dharma, la ley interna del ser, y en la tradición china a la idea de los órdenes del cielo. La interculturalidad y sus consecuencias Antes de tratar de llegar a alguna conclusión, quisiera transitar brevemente por la senda en la que acabo de adentrarme. A mi entender, hoy la interculturalidad es una dimensión imprescindible de la discusión en torno de cuestiones fundamentales de la naturaleza humana, que no puede dirimirse únicamente dentro del cristianismo ni de la tradición racionalista occidental. Es cierto que ambos se consideran, desde su propia perspectiva, fenómenos universales, y lo son quizá también de iure (de derecho); pero de facto (de hecho) tienen que reconocer que sólo son aceptados en partes de la humanidad, y sólo para esas partes de la humanidad resultan comprensibles. Con todo, el número de las culturas en competencia es en realidad mucho más limitado de lo que podría parecer. Ante todo, es importante tener en cuenta que dentro de los diferentes espacios culturales no existe unanimidad, y todos ellos están marcados por profundas tensiones en el seno de su propia tradición cultural. En Occidente, esto salta a la vista. Aunque la cultura secular rigurosamente racional, de la que el señor Habermas nos acaba de dar un excelente ejemplo, ocupa un papel predominante y se concibe a sí misma como el elemento cohesionador, lo cierto es que la concepción cristiana de la realidad sigue siendo una fuerza activa. A veces, estos polos opuestos se encuentran más cercanos o más lejanos, y más o menos dispuestos a aprender el uno del otro o rechazarse mutuamente. También el espacio cultural islámico está atravesado por tensiones similares; hay una gran diferencia entre el absolutismo fanático de un Ben Laden y las posturas abiertas a la racionalidad y la tolerancia. El tercer gran espacio cultural, la civilización india o, más exactamente, los espacios culturales del hinduismo y del budismo, están también sujetos a tensiones parecidas, por más que, al menos desde nuestro punto de vista, puedan parecer menos dramáticas. También esas culturas, a su vez, se ven sometidas a la presión de la racionalidad occidental y a la de la fe cristiana, ambas presentes en sus ámbitos, y asimilan tanto una cosa como la otra de formas muy variables, sin dejar de mantener, pese a todo, su propia identidad. Las culturas tribales de Africa (y también las de América latina, que experimentan un resurgimiento gracias a la acción de determinadas teologías cristianas) completan el panorama. En buena parte parecen poner en cuestión la racionalidad occidental, pero al mismo tiempo también la aspiración universal de la revelación cristiana. ¿Qué se deduce de todo esto? Para empezar, tal como lo veo, el hecho de que las dos grandes culturas de Occidente, la de la fe cristiana y la de la racionalidad secular, no son universales, por más que ambas ejerzan una influencia importante, cada una a su manera, en el mundo entero y en todas las demás culturas. En ese sentido, la pregunta del colega de Teherán, a la que el señor Habermas ha hecho referencia, me parece de verdadera entidad; se preguntaba si desde el punto de vista de la sociología de la religión y la comparación entre culturas, no sería la secularización europea la anomalía necesitada de corrección. Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera necesario, buscar la clave de esa pregunta en la atmósfera intelectual de Carl Schmitt, Martin Heidegger y Leo Strauss, es decir, de una situación europea marcada por la fatiga del racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra racionalidad secular, por más plausible que aparezca a la luz de nuestra razón configurada a la manera de Occidente, no es capaz de acceder a toda ratio, y que, en su intento, de hacerse innegable, acaba topando con sus límites. Su evidencia está ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y debe reconocer que no es reproducible como tal en el conjunto de la humanidad y, en consecuencia, no puede ser operativa a escala global. En otras palabras, no existe una definición del mundo ni racional ni ética ni religiosa con la que todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte para todas las culturas; o, por lo menos, actualmente es inalcanzable. Por eso mismo, esa ética denominada global tampoco pasa de ser una mera abstracción. Conclusiones ¿Qué se puede hacer, pues? En lo que respecta a las consecuencias prácticas, estoy en gran medida de acuerdo con lo expuesto por el señor Habermas acerca de la sociedad postsecular, la disposición al aprendizaje y la autolimitación por ambas partes. Voy a resumir mi propio punto de vista en dos tesis y con ello concluiré mi intervención. •Hemos visto que en la religión existen patologías sumamente peligrosas, que hacen necesario contar con la luz divina de la razón como una especie de órgano de control encargado de depurar y ordenar una y otra vez la religión, algo que, por cierto, ya preveían los padres de la Iglesia. Pero, a lo largo de nuestras reflexiones, hemos visto igualmente que también existen patologías de la razón, de las que la humanidad, por lo general, hoy no es consciente. Existe una desmesurada arrogancia de la razón que resulta incluso más peligrosa debido a su potencial eficiencia: la bomba atómica, el ser humano entendido como producto. Por eso también la razón debe, inversamente, ser consciente de sus límites y aprender a prestar oído a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Cuando se emancipa por completo y pierde esa disposición al aprendizaje y esa relación correlativa, se vuelve destructiva. Hace poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar, afirmando que esa tesis no implica un inmediato “retorno a la fe”, sino “que nos liberemos de la idea enormemente falsa de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy, porque contradice su concepto humanista de la razón, la Ilustración y la libertad”. De acuerdo con esto, yo hablaría de la necesidad de una relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y redimirse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben reconocerlo frente al otro. •Esta regla básica debe concretarse en la práctica dentro del contexto intercultural de nuestro presente. Sin duda, los dos grandes agentes de esa relación correlativa son la fe cristiana y la racionalidad secular occidental. Esto puede y debe afirmarse sin caer en un equivocado eurocentrismo. Ambos determinan la situación mundial en una medida mayor que las demás fuerzas culturales. Pero eso no significa que las otras culturas puedan dejarse de lado como una especie de “quantité négligeable” (cantidad despreciable). Eso representaría una muestra de arrogancia occidental que pagaríamos muy cara y que, de hecho, ya estamos pagando en parte. Es importante que las dos grandes integrantes de la cultura occidental se avengan a escuchar y desarrollen una relación correlativa también con esas culturas. Es importante darles voz en el ensayo de una correlación polifónica, en el que ellas mismas descubran lo que razón y fe tienen de esencialmente complementario, a fin de que pueda desarrollarse un proceso universal de depuración en el que, al cabo, todos los valores y normas conocidos o intuidos de algún modo por los seres humanos puedan adquirir una nueva luminosidad, a fin de que aquello que mantiene unido al mundo recobre su fuerza efectiva en el seno de la humanidad.

Los movimientos eclesiales y su colocación teológica

En la gran encíclica misionera «Redemptoris Missio», el Santo Padre escribe: «Dentro de la Iglesia se presentan varios tipos de servicios, funciones, ministerios y formas de animación de la vida cristiana. Recuerdo, como novedad emergida en no pocas iglesias en los tiempos recientes, el gran desarrollo de los «movimientos eclesiales», dotados de fuerte dinamismo misionero. Cuando se integran con humildad en la vida de las iglesias locales y son acogidos cordialmente por obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y parroquiales, los movimientos representan un verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha. Recomiendo, pues, difundirlos y valerse de ellos para dar nuevo vigor, sobre todo entre los jóvenes, a la vida cristiana y a la evangelización, en una visión plural de los modos de asociarse y de expresarse» (n. 72). Para mí, personalmente, fue un evento maravilloso la primera vez que entré en contacto más estrechamente -a los inicios de los años setenta- con movimientos como los Neocatecumenales, Comunión y Liberación, los Focolares, experimentando el empuje y el entusiasmo con que ellos vivían su fe, y que por la alegría de esta fe sentían la necesidad de comunicar a otros el don que habían recibido. En ese entonces, Karl Rahner y otros solían hablar de «invierno» en la Iglesia; en realidad parecía que, después de la gran floración del Concilio, hubiese penetrado hielo en lugar de primavera, fatiga en lugar de nuevo dinamismo. Entonces parecía estar en cualquier otra parte el dinamismo; allá donde -con las propias fuerza y sin molestar a Dios- se afanaban para dar vida al mejor de los mundos futuros. Que un mundo sin Dios no pueda ser bueno, menos aún el mejor, era evidente para cualquiera que no estuviese ciego. Pero, ¿Dios dónde estaba? ¿Y la Iglesia, después de tantas discusiones y fatigas en la búsqueda de nuevas estructuras, no estaba de hecho extenuada y apocada? La expresión rahneriana era plenamente comprensible, expresaba una experiencia que hacíamos todos. Pero he aquí, de pronto, algo que nadie había planeado. He aquí que el Espíritu Santo, por así decirlo, había pedido de nuevo la palabra. Y en hombres jóvenes y en mujeres jóvenes renacía la fe, sin «si» ni «pero», sin subterfugios ni escapatorias, vivida en su integridad como don, como un regalo precioso que ayuda a vivir. No faltaron ciertamente aquellos que se sintieron importunados en sus debates intelectuales, en sus modelos de una Iglesia completamente diversa, construida sobre el escritorio, según la propia imagen. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Donde irrumpe el Espíritu Santo siempre desordena los proyectos de los hombres. Pero había y hay aún dificultades más serias. Aquellos movimientos, efectivamente, padecieron -por así decirlo- enfermedades de la primera edad. Se les había concedido acoger la fuerza del Espíritu, el cual, sin embargo, actúa a través de hombres y no los libra por encanto de sus debilidades. Había propensión al exclusivismo, a visiones unilaterales, de donde provino la dificultad para integrarse en las iglesias locales. Desde el propio empuje juvenil, aquellos chicos y chicas tenían la convicción de que la iglesia local debería elevarse, por así decir, a su modelo y nivel, y no viceversa, que les correspondiese a ellos dejarse engastar en un conjunto que tal vez estaba de verdad lleno de incrustaciones. Se tuvieron fricciones, de las cuales, en modos diversos, fueron responsables ambas partes. Se hizo necesario reflexionar sobre cómo las dos realidades -la nueva floración eclesial originada por situaciones nuevas y las estructuras preexistentes de la vida eclesial, es decir, la parroquia y la diócesis- podían relacionarse de forma justa. Aquí se trata, en gran medida, de cuestiones más bien prácticas, que no deben ser llevada demasiado alto en los cielos de lo teórico. Mas, por otro lado, está en juego un fenómeno que se presenta periódicamente, de diversas formas, en la historia de la Iglesia. Existe la permanente forma fundamental de la vida eclesial en la que se expresa la continuidad de los ordenamientos históricos de la Iglesia. Y se tienen siempre nuevas irrupciones del Espíritu Santo, que vuelven siempre viva y nueva la estructura de la Iglesia. Pero casi nunca esta renovación se encuentra del todo inmune de sufrimientos y fricciones. Por lo tanto, no se nos puede eximir de la obligación de dilucidar cómo se pueda individuar correctamente la colocación teológica de los «movimientos» en la continuidad de los ordenamientos eclesiales. I. Intentos de clarificación a través de una dialéctica de los principios: 1. Institución y Carisma Para la solución del problema se ofrece sobre todo como esquema fundamental, la dualidad de Institución y evento, Institución y Carisma. Pero, dado que se intenta iluminar más a fondo las dos nociones, para dar con reglas sobre las que precisar válidamente su relación recíproca, se perfila algo inesperado. El concepto de «Institución» se escapa de entre las manos de quien intenta definirlo con rigor teológico. ¿Qué cosa son, en efecto, los elementos institucionales implicados que orientan a la Iglesia en su vida como estructura estable? Obviamente, el ministerio sacramental en sus diversos grados: episcopado, presbiterado, diaconado. El sacramento, que -significativamente- lleva consigo el nombre de «Orden», es en definitiva la única estructura permanente y vinculante que, diríamos, da a la Iglesia su estructura estable originaria y la constituye como «Institución». Pero sólo en nuestro siglo, ciertamente por razones de conveniencia ecuménica, se ha hecho de uso común designar el sacramento del Orden simplemente como «ministerio», puesto que aparece a partir del único punto de vista de la Institución, de la realidad institucional. Sólo que, este ministerio es un sacramento y, por lo tanto, es evidente que se rompe la común concepción sociológica de Institución. Que el único elemento estructural permanente de la Iglesia sea un «sacramento», significa, al mismo tiempo, que éste debe ser continuamente actualizado por Dios. La Iglesia no dispone autónomamente de él, no se trata de algo que exista simplemente y por determinar según las propias decisiones. Sólo secundariamente se realiza por una llamada de la Iglesia; primariamente, por el contrario, se actúa por una llamada de Dios dirigida a estos hombres, digamos en modo carismático-pneumatológico. Se sigue que puede ser acogido y vivido, incesantemente, sólo en fuerza de la novedad de la vocación, de la indisponibilidad del Espíritu. Puesto que las cosas están así, puesto que la Iglesia no puede instituir ella misma simplemente unos «funcionarios», sino debe esperar a la llamada de Dios, es por esta misma razón -y, en definitiva, sólo por ésta- que puede tenerse penuria de sacerdotes. Por lo tanto, desde el inicio ha sido claro que este ministerio no puede ser producido por la Institución, sino que es impetrado a Dios. Desde el inicio es verdadera la palabra de Jesús: «¡La mies es mucha, y los operarios pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies!» (Mt 9, 37ss). Se entiende de este modo, por lo tanto, que la llamada de los doce apóstoles haya sido fruto de una noche de oración de Jesús (Lc 6, 12ss). La Iglesia latina ha subrayado explícitamente tal carácter rigurosamente carismático del ministerio presbiteral, y lo ha hecho -en coherencia con antiquísimas tradiciones eclesiales- vinculando la condición presbiteral con el celibato, que con toda evidencia puede ser entendido sólo como carisma personal, y no simplemente como cualidad ministerial. La pretensión de separar la una de la otra se apoya, en definitiva, sobre la idea de que el estado presbiteral pueda ser considerado no carismático, sino -para la seguridad de la Institución y de sus exigencias- como puro y simple ministerio que toca a la Institución misma conferir. Si de este modo se quiere integrar totalmente el estado presbiteral en la propia realidad administrativa, con sus seguridades institucionales, he aquí que el vínculo carismático, que se encuentra en la exigencia del celibato, se vuelve un escándalo por eliminar lo antes posible. Pero, después, también la Iglesia en su totalidad se entiende como una estructura puramente humana, y nunca alcanzará la seguridad que de esa forma se buscaba. Que la Iglesia no sea una Institución nuestra, no obstante la irrupción de alguna otra cosa, puesto que es por su naturaleza «iuris divini», de derecho divino, es un hecho del que se sigue que nosotros no podemos jamás creárnosla por nosotros mismos. Equivale a decir que no nos es lícito jamás aplicarle un criterio puramente institucional; equivale a decir que la Iglesia es enteramente ella misma sólo a partir de momento en que se trascienden los criterios y las modalidades de las instituciones humanas. Naturalmente, junto con esta estructura fundamental verdadera y propia -el sacramento-, en la Iglesia existen también instituciones de derecho meramente humano, destinadas a múltiples formas de administración, organización, coordinación, que pueden y deben desarrollarse según las exigencias de los tiempos. Sin embargo, hay que decir a renglón seguido, que la Iglesia tiene, sí, necesidad de semejantes instituciones; pero, que si éstas se hacen demasiado numerosas y preponderantes, ponen en peligro la estructura y la vitalidad de su naturaleza espiritual. La Iglesia debe continuamente verificar su propio conjunto institucional, para que no se revista de indebida importancia, no se endurezca en una armadura que sofoque aquella vida espiritual que le es propia y peculiar. Naturalmente es comprensible que si desde hace mucho tiempo faltan vocaciones sacerdotales, la Iglesia sienta la tentación de procurarse, por así decir, un clero sustitutivo de derecho puramente humano. Ella puede encontrarse realmente en la necesidad de instituir estructuras de emergencia, y se ha valido de esto frecuentemente y con gusto en las misiones y en situaciones análogas. No se puede estar más que agradecidos a cuantos en semejantes situaciones eclesiales de emergencia han servido y sirven como animadores de la oración y primeros predicadores del Evangelio. Pero si en todo esto se descuidase la oración por las vocaciones al Sacramento, si aquí o allá la Iglesia comenzase a bastarse en tal modo a sí misma y, podríamos decir, a volverse casi autónoma del don de Dios, ella se comportaría como Saúl, que en la gran tribulación filistea esperó largamente a Samuel, pero tan pronto como éste no se hizo ver y el pueblo comenzó a despedirse, perdió la paciencia y ofreció él mismo el holocausto. A él, que había pensado precisamente que no podía actuar de otra manera en caso de emergencia y que se podía, más aún se debía permitir tomar en mano él mismo la causa de Dios, le fue dicho que precisamente por esto se había jugado todo: «Obediencia yo quiero, no sacrificio» (cf. 1 Sam, 13, 8-14; 15, 22). Volvamos a nuestra pregunta: ¿cómo es la relación recíproca entre estructuras eclesiales estables y los continuos brotes carismáticos? No nos da una respuesta satisfactoria el esquema Institución-Carisma, ya que la contraposición dualista de estos dos aspectos describe insuficientemente la realidad de la Iglesia. Esto no quita que, de cuanto se ha dicho hasta ahora, pueda tomarse un primer principio orientativo: a) Es importante que el ministerio sacro, el sacerdocio, sea entendido y vivido también él carismáticamente. El sacerdote tiene también el deber de ser un «pneumático», un homo spiritualis, un hombre suscitado, estimulado, inspirado por el Espíritu Santo. Es un deber de la Iglesia hacer que este carácter del sacramento sea considerado y aceptado. En la preocupación por la sobrevivencia de sus estructuras, no le está permitido poner en primer plano el número, reduciendo las exigencias espirituales. Si lo hiciese, volvería irreconocibles el sentido mismo del sacerdocio y la fe. La Iglesia debe ser fiel y reconocer al Señor como aquél que crea y sostiene la Iglesia. Y debe ayudar de todas maneras al llamado a permanecer fiel más allá de sus inicios, a no caer lentamente en la rutina, pero sobre todo a volverse cada día más un verdadero hombre del Espíritu. b) Allá donde el ministerio sacro haya sido vivido así, pneumáticamente y carismáticamente, no se da ninguna rigidez institucional: subsiste, en cambio, un apertura interior al Carisma, una especie de «olfato» para el Espíritu Santo y su actuar. Y entonces también el Carisma puede reconocer nuevamente su propio origen en el hombre del ministerio, y se encontrarán vías de fecunda colaboración en el discernimiento de los espíritus. c) En situaciones de emergencia la Iglesia debe instituir estructuras de emergencia. Pero estas últimas, deben entenderse a sí mismas en apertura interior al sacramento, dirigirse a él, no alejarse de él. En líneas generales, la Iglesia deberá mantener las instituciones administrativas lo más reducidas posible. Lejos de sobreinstitucionalizarse, deberá permanecer siempre abierta a las imprevistas, improgramables llamadas del Señor. 2. Cristología y pneumatología Pero, ahora se presenta la pregunta: ¿si Institución y Carisma son sólo parcialmente considerables como realidades que se limitan y, por lo tanto, el binomio no aporta más que respuestas parciales a nuestra cuestión, se dan quizás otros puntos de vista teológicos más apropiados? En la actual teología es siempre más evidente que emerge, en primer plano, la contraposición entre el aspecto cristológico y el pneumatológico de la Iglesia. De donde se afirma que el sacramento está correlacionado con la línea cristológico-encarnacional, a la que después debería sumarse la línea pneumatológico-carismática. Es justo decir al respecto que se debe hacer distinción entre Cristo y Espíritu. Al contrario, como no se puede tratar a las tres personas de la Trinidad como una comunidad de tres dioses, sino que se debe entender como un único Dios en la tríada relacional de las Personas, así también la distinción entre Cristo y el Espíritu es correcta sólo si, gracias a su diversidad, logramos entender mejor su unidad. No es posible comprender correctamente al Espíritu sin Cristo, pero tampoco a Cristo sin el Espíritu Santo. «El Señor es el Espíritu», nos dice Pablo en 2 Cor 3, 17. Esto no quiere decir que los dos sean sic et simpliciter la misma realidad o la misma persona. Quiere decir, más bien, que Cristo en cuanto es el Señor, puede estar entre nosotros y para nosotros, sólo en cuanto la encarnación no ha sido su última palabra. La encarnación tiene cumplimiento en la muerte en la Cruz, y en la Resurrección. Es como decir que Cristo puede venir sólo en cuanto nos ha precedido en el orden vital del Espíritu Santo y se comunica a través de él y en él. La cristología pneumatológica de san Pablo y de los discursos de despedida del Evangelio de Juan aún no han penetrado suficientemente en nuestra visión de la cristología y de la pneumatología. Sin embargo, este es el presupuesto esencial para que existan sacramento y presencia sacramental del Señor. He aquí, por lo tanto, que una vez más se iluminan el ministerio «espiritual» en la Iglesia y su colocación teológica, que la tradición ha fijado en la noción de successio apostolica. «Sucesión apostólica» no significa, en efecto, como podría parecer, que nos volvemos, por así decir, independientes del Espíritu gracias al ininterrumpido concatenarse de la sucesión. Exactamente al contrario, el vínculo con la línea de la successio significa que el ministerio sacramental no está jamás a nuestra disposición, sino que debe ser dado siempre y continuamente por el Espíritu, siendo precisamente aquel Sacramento-Espíritu que no podemos hacernos por nosotros, actuarnos por nosotros. Para ello, no es suficiente la competencia funcional en cuanto tal: es necesario el don del Señor. En el sacramento, en el vicario operar de la Iglesia por medio de signos, Él ha reservado para sí mismo la permanente y continua institución del ministerio sacerdotal. La unión más peculiar entre «una vez» y «siempre», que vale para el misterio de Cristo, aquí se hace de un modo más visible. El «siempre» del sacramento, el hacerse presente pneumáticamente del origen histórico, en todas las épocas de la Iglesia, presupone el vínculo con el «efapax», con el irrepetible evento originario. El vínculo con el origen, con aquella estaca firmemente clavada en tierra, que es el evento único y no repetible, es imprescindible. Jamás podremos evadirnos en una pneumatología suspendida en el aire, jamás podremos dejar a las espaldas el sólido terreno de la encarnación, del operar histórico de Dios. Por el contrario, sin embargo, este irrepetible se hace participable en el don del Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo resucitado. El irrepetible no desemboca en lo ya sido, en la no repetibilidad de lo que ha pasado para siempre, sino que posee en sí la fuerza del volverse presente, ya que Cristo ha atravesado el «velo de la carne» (Heb 10, 20) y, por tanto, en el evento, el irrepetible ha vuelto accesible lo que siempre permanece. ¡La encarnación no se detiene en el Jesús histórico, en su «sarx» (cf. 2 Cor 5, 16)! El «Jesús histórico» será precisamente importante para siempre porque su carne es transformada con la Resurrección, de modo que ahora Él puede, con la fuerza del Espíritu Santo, hacerse presente en todos los lugares y en todos los tiempos, como admirablemente muestran los discursos de despedida de Jesús en el Evangielio de Juan (cf. particularmente Jn 14, 28: «Me voy y regresaré a vosotros»). De esta síntesis cristológico-pneumatológica es de esperar que, para la solución de nuestro problema, nos sea de gran utilidad una profundización en la noción de «sucesión apostólica». 3. Jerarquía y profecía Antes de profundizar en estas ideas, mencionemos brevemente una tercera propuesta de interpretación de la relación entre las estructuras eclesiales estables y las nuevas floraciones pneumáticas: hoy hay quien, retomando la interpretación escriturística de Lutero sobre la dialéctica entre la Ley y el Evangelio, contrapone sin más la línea cúltico-sacerdotal a la profética en la historia de la salvación. En la segunda se inscribirían los movimientos. También esto, como todo lo que sobre esto habíamos reflexionado hasta ahora, no es del todo erróneo; pero, aún es demasiado impreciso y por esto inutilizable, tal como se presenta. El problema es demasiado vasto para ser tratado a fondo en esta sede. Sobre todo habría que recordar que la ley misma tiene carácter de promesa. Sólo porque es tal, Cristo ha podido cumplirla y, cumpliéndola, ha podido al mismo tiempo «abolirla». Ni siquiera los profetas bíblicos, en verdad, han relegado la Torá, más bien, al contrario, han pretendido valorizar su verdadero sentido, polemizando contra los abusos que se hacían de ella. Es relevante, en fin, que la misión profética sea siempre conferida a personas singulares y jamás sea fijada a una «casta» («coetus») o status peculiar. Siempre que (como de hecho ha sucedido) la profecía se presenta como un status, los profetas bíblicos la critican con dureza no menor que aquella que usan con la «casta» de los sacerdotes veterotestamentarios. Dividir la Iglesia en una «izquierda» y en una «derecha», en el estado profético de las órdenes religiosas o de los movimientos de una parte y la jerarquía de la otra, es una operación a la que nada en la Escritura nos autoriza. Al contrario, es algo artificial y absolutamente antitético a la Escritura. La Iglesia está edificada no dialécticamente, sino orgánicamente. De verdadero, por lo tanto, sólo queda que en ella se dan funciones diversas y que Dios suscita incesantemente hombres proféticos -sean ellos laicos, religiosos o, por qué no, obispos y sacerdotes- los cuales le lanzan aquella llamada, que en la vida normal de la «institución» no alcanzaría la fuerza necesaria. Personalmente, considero que no sea posible entender a partir de esta esquematización la naturaleza y deberes de los movimientos. Y ellos mismos están muy lejos de entenderse de tal manera. El fruto de las reflexiones expuestas hasta ahora es escaso para los fines de nuestra problemática, pero no por esto carece de importancia. No se llega a la meta si como punto de partida hacia una solución, se escoge una dialéctica de los principios. En vez de intentar por esta vía, a mi parecer conviene adoptar un planteamiento histórico, que es coherente con la naturaleza histórica de la fe y de la Iglesia. II. Perspectiva histórica: sucesión apostólica y movimientos apostólicos 1. Ministerios universales y locales Preguntémonos, pues: ¿cómo aparece el exordio de la Iglesia? También quien dispone de un modesto conocimiento de los debates sobre la Iglesia naciente, en función de cuya configuración todas las iglesias y comunidades cristianas buscan justificarse, sabe bien que parece una empresa desesperada poder llegar a algún resultado partiendo desde semejante pregunta de naturaleza historiográfica. Si no obstante esto, me arriesgo a comenzar para buscar a tientas una solución, esto sucede con el presupuesto de una visión católica de la Iglesia y de sus orígenes que, por una parte, nos ofrece una marco sólido, pero, por otro lado, nos deja espacios abiertos de ulterior reflexión, que están todavía muy lejos de ser agotados. No queda ninguna duda de que los inmediatos destinatarios de la misión de Cristo sean, a partir de Pentecostés, los doce apóstoles, que rápidamente encontramos denominados también «apóstoles». A ellos se les confía el deber de hacer llegar el mensaje de Cristo «hasta los últimos confines de la tierra» (Hc 1, 8), de ir a todos los pueblos y hacer de todos los hombres discípulos de Jesús (cf. Mt 28, 19). El área asignada a ellos es el mundo. Sin delimitaciones locales ellos sirven a la creación del único cuerpo de Cristo, del único pueblo de Dios, de la única Iglesia de Cristo. Los apóstoles no eran obispos de determinadas iglesias locales, aunque sí apóstoles y, en cuanto tales, destinados al mundo entero y a la entera Iglesia por construir; la Iglesia universal precede a las iglesias locales que surgen como actuaciones concretas de ella. Para decirlo aún más claramente y sin sombra de equívocos, Pablo no fue jamás obispo de una determinada localidad, ni quiso jamás serlo. La única repartición que se tuvo a los inicios Pablo la delínea en Gal 2, 9: «Nosotros -Bernabé y yo- para los paganos; ellos -Pedro, Santiago y Juan- para los hebreos». Sólo que de esta bipartición inicial se pierde rápidamente toda huella: también Pedro y Juan se saben enviados a los paganos e inmediatamente cruzan los confines de Israel. Santiago, el hermano del Señor, que después del año 42 se convierte en una especie de primado de la Iglesia hebraica, no era un apóstol. También sin ulteriores consideraciones de detalle, podemos afirmar que el ministerio apostólico es un ministerio universal, dirigido a la humanidad entera, y por lo tanto a la única Iglesia Universal. A partir de la actividad misionera de los apóstoles nacen las iglesias locales, las cuales tienen necesidad de responsables que las guíen. A ellos incumbe la obligación de garantizar la unidad de fe con la Iglesia entera, de plasmar la vida interna de las iglesias locales y de mantener abiertas las comunidades, a fin de permitirles crecer numéricamente y de hacer llegar el don del Evangelio a los conciudadanos aún no creyentes. Este ministerio eclesial local, que al inicio aparece bajo múltiples denominaciones, adquiere poco a poco una configuración estable y unitaria. En la Iglesia naciente, por lo tanto, existen con toda evidencia, codo a codo, dos estructuras que, aun teniendo, sin duda, relación entre sí, son netamente distinguibles: por una parte, los servidores de las iglesias locales, que poco a poco van asumiendo formas estables; por otra, el ministerio apostólico, que pronto ya no está reservado únicamente a los Doce (cf Ef 4, 10). En Pablo se pueden distinguir netamente dos concepciones de «apóstol»: por un lado, él acentúa mucho la unicidad específica de su apostolado, que apoya sobre un encuentro con el Resucitado y que, por lo tanto, lo coloca al mismo nivel que los Doce. Por el otro, Pablo prevé -por ejemplo en 1 Cor 12, 28- un ministerio de «apóstol» que trasciende por mucho el círculo de los Doce: también cuando en Rm 16, 7 él designa a Andrónico y a Junia como apóstoles, subyace esta concepción más amplia. Una terminología análoga encontramos en Ef 2, 20, donde, hablándonos de apóstoles y profetas como fundamento de la Iglesia, ciertamente no se refiere sólo a los Doce. Los Profetas de los que habla la Didaché, al inicio del segundo siglo, son considerados con toda evidencia como un ministerio misionero universal. Todavía más interesante es que de ellos se dice: «Son vuestros sumos sacerdotes» (13, 3). Podemos, por lo tanto, partir del hecho de que la convivencia de los dos tipos de ministerio --el universal y el local-- perdura hasta avanzado el siglo segundo, esto es, hasta la época en que se cuestiona ya seriamente quién sea ahora el portador de la unidad apostólica. Varios textos nos inducen a pensar que la convivencia de las dos estructuras estuvo muy lejos del proceder sin conflictos. La Tercera carta de Juan nos evidencia una situación conflictiva del género. Pero cuanto más se alcanzaban -tal como eran accesibles entonces- los «últimos confines de la tierra», tanto más se volvía difícil continuar atribuyendo a los «itinerantes» una posición que tuviese un sentido; es posible que abusos en su ministerio hayan contribuido a favorecer la separación gradual. Quizás correspondía a las comunidades locales y a sus responsables -que mientras tanto habían asumido un perfil bien denotado en la tríada de obispo, presbítero, diácono- el deber de propagar la fe en las áreas de las respectivas iglesias locales. Que en el tiempo del emperador Constantino los cristianos sumasen cerca del ocho por ciento de la población de todo el imperio y que al fin del siglo IV fuesen todavía una minoría, es un hecho que dice cuán grave era aquél deber. En tal situación los jefes de las iglesias locales, los obispos, debieron darse cuenta de que quizás ellos se habían convertido en los sucesores de los apóstoles y que el mandato apostólico recaía completamente sobre sus espaldas. La conciencia de que los obispos, los jefes responsables de las iglesias locales, son los sucesores de los apóstoles, encuentra una clara configuración en Ireneo de Lyón en la segunda mitad del siglo II. Las determinaciones que él da sobre la esencia del ministerio episcopal incluyen dos elementos fundamentales: a) «Sucesión apostólica» significa sobretodo algo que para nosotros es obvio: garantizar la continuidad y la unidad de la fe y eso en una continuidad que nosotros llamamos «sacramental». b) Pero a todo esto va unido un deber concreto, que trasciende la administración de las iglesias locales: los obispos deben preocuparse de que se siga cumpliendo el mandato de Jesús, el mandato de hacer de todos los pueblos discípulos suyos, y de llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra. A ellos -e Ireneo lo subraya vigorosamente- les toca impedir que la Iglesia se transforme en una federación de iglesias locales yuxtapuestas, y que conserve su unidad y su universalidad. Los obispos deben continuar el dinamismo universal del carácter apostólico de la Iglesia. Si al inicio hemos mencionado el peligro de que el ministerio presbiteral pueda transformarse en algo meramente institucional y burocrático, olvidando la dimensión carismática, ahora se perfila un segundo peligro: el ministerio de la sucesión apostólica puede reducirse a despachar servicios en el ámbito de la iglesia local, olvidando en el corazón y en la acción, la universalidad del mandato de Cristo. La inquietud que nos impulsa a llevar a los demás el don de Cristo puede extinguirse en la parálisis de una Iglesia firmemente organizada. En palabras un poco más fuertes: es intrínseco al concepto de sucesión apostólica algo que trasciende el ministerio eclesiástico meramente local. La sucesión apostólica no puede reducirse a esto. El elemento universal, que va más allá de los servicios debidos a las iglesias locales, permanece como una necesidad imprescindible. 2. Movimientos apostólicos en la historia de la Iglesia Esta tesis, que anticipa las conclusiones de mi argumento, debe ser profundizada y concretada en el plano historiográfico. Ella nos lleva directamente hacia el problema de la situación eclesial de los movimientos. He dicho que, por diversas razones, en el siglo II, los servicios ministeriales propios de la Iglesia universal desaparecen y el ministerio episcopal las asume totalmente. Por muchas razones fue una evolución no sólo históricamente inevitable, sino también teológicamente indispensable; gracias a ello se manifestó la unidad del sacramento y la unidad intrínseca del servicio apostólico. Pero, como ya se ha dicho, fue una evolución que acarreaba peligros. Por ello fue lógico que en el siglo III apareciera, en la vida de la Iglesia, un elemento nuevo que se puede definir sin ninguna dificultad como un «movimiento»: el monaquismo. Se puede objetar que el monaquismo original no tuvo ningún carácter misionero ni apostólico, y que, por el contrario, era una huida del mundo hacia islas de santidad. Indudablemente, se ve al inicio una falta de tensión misionera, orientada directamente a la propagación de la fe por todo el mundo. En Antonio, que destaca como una figura histórica claramente individuable en los inicios del monaquismo, el ímpetu determinante es la decisión de aspirar a la vida evangélica, la voluntad de vivir radicalmente el Evangelio en su plenitud. La historia de su conversión es sorprendentemente similar a la de san Francisco de Asís. Las motivaciones de éste y de aquél son idénticas: tomar el Evangelio al pie de la letra, seguir a Cristo en la pobreza total y conformar la vida con la suya. Ir al desierto es una huida de la estructura fuertemente organizada de la Iglesia local, evadirse de una cristiandad que poco a poco se adapta a las necesidades de la vida en el mundo, para seguir a Cristo sin «si» ni «pero». Surge una nueva paternidad espiritual, que no tiene, es cierto, ningún carácter explícitamente misionero, pero que incorpora la de los obispos y presbíteros con la fuerza de una vida vivida en todo u para todo pneumáticamente. En Basilio, que dio un sello definitivo el monaquismo oriental, se puede ver de modo claro y definido, la problemática con que varios movimientos se saben confrontados hoy. Él no quiso crear una institución al margen de la Iglesia institucional. La primera regla propiamente dicha que escribió, pretendía ser -para decirlo con von Balthasar- no una regla de religiosos, sino una regla eclesial, «el Enchiridion del cristiano resuelto». Es lo que sucede en los orígenes de casi todos los movimientos, también y de modo especial en nuestro siglo: no se busca una comunidad particular, sino el cristianismo integral, la Iglesia que, obedeciendo al Evangelio, viva de él. Basilio, que al principio fue monje, aceptó el episcopado, subrayando vigorosamente su carácter carismático, la unidad interior de la Iglesia vivida por el obispo en su vida personal. La lucha de Basilio es análoga a la de los movimientos contemporáneos: él debió admitir que el movimiento del seguimiento radical, no se dejaba fundir totalmente en la realidad de la iglesia local. En su segundo intento de regla, la que Gribomont denomina «el pequeño Asketikon», parece que según él el movimiento es una «forma intermedia entre un grupo de cristianos resueltos, abierto a la totalidad de la Iglesia, y una orden monástica que se va organizando e institucionalizando». El mismo Gribomont ve en la comunidad monástica fundada por Basilio un «pequeño grupo para la vitalización del todo» eclesial, y no duda en considerar a Basilio «patrono no sólo de las órdenes educadoras y asistenciales, sino también de las nuevas comunidades sin votos». Es claro, por lo tanto, que el movimiento monástico crea un nuevo centro de vida, que no socava las estructuras de la iglesia local sub-apostólica, pero que tampoco coincide sic et simpliciter con ella, ya que actúa en ella como fuerza vivificante, y constituye al mismo tiempo una reserva de la cual la iglesia local puede servirse para procurarse eclesiásticos verdaderamente espirituales, en los cuales se funden, cada vez de modo nuevo, Institución y Carisma. Es significativo que la Iglesia oriental busque sus obispos en el mundo monástico y de este modo defina al episcopado carismáticamente como un ministerio que se renueva incesantemente a partir de su carácter apostólico. Si se mira la historia de la Iglesia en su conjunto, salta a la vista que por un lado el modelo de Iglesia local está decididamente configurado por el ministerio episcopal, es el nexo y la estructura permanente a lo largo de los siglos. Pero ella está también permeada incesantemente por las diversas oleadas de nuevos movimientos, que revalorizan continuamente el aspecto universal de la misión apostólica y la radicalidad el Evangelio, y que, por esto mismo, sirven para asegurar vitalidad y verdad espirituales a las iglesias locales. Quiero dar algunos trazos de cinco de estas oleadas posteriores al monaquismo de la Iglesia primitiva, de las cuales emerge siempre con mayor claridad la esencia espiritual de lo que podemos llamar «movimiento», clarificando así progresivamente su ubicación eclesiológica. 1) La primera oleada la veo en el monaquismo misionero que tuvo su esplendor desde Gregorio Magno (590-604) a Gregorio II (715-731) y Gregorio III (731-741). El Papa Gregorio Magno intuyó el intrínseco potencial misionero del monaquismo y lo puso en acción enviando a los paganos anglos de las islas británicas al monje Agustín, (que después fue obispo de Canterbury) y a sus compañeros. Ya se había tenido la misión irlandesa de San Patricio, que también echaba sus raíces espirituales en el monaquismo. Por lo tanto, se ve que el monaquismo es el gran movimiento misionero que incorpora los pueblos germanos a la Iglesia católica, edificando así la nueva Europa, la Europa cristiana. Armonizando Oriente y Occidente, en el siglo IX, los hermanos y monjes Cirilo y Metodio, llevan el Evangelio al mundo eslavo. De todo esto emergen dos elementos constitutivos que definen la realidad llamada «movimiento»: a) El Papado no ha creado los movimientos, pero ha sido su esencial sostén dentro de la estructura de la Iglesia, su pilar eclesial. Aquí se ve claramente el sentido profundo y la verdadera esencia del ministerio petrino: el obispo de Roma no es sólo el obispo de una iglesia local; su ministerio alcanza siempre a la Iglesia Universal. En cuanto tal, tiene un carácter apostólico en un sentido totalmente específico. Debe mantener vivo el dinamismo misionero «ad extra» y «ad intra». En la Iglesia oriental fue al emperador quien pretendió en un primer momento un cierto tipo de ministerio de la unidad y de la universalidad; no fue por casualidad que se quiso atribuir a Constantino el título de apóstol ad extra. Pero su ministerio puede ser en el mejor de los casos una función de suplencia temporal, lo cual conlleva un peligro evidente. No es por casualidad que desde la mitad del siglo segundo, con la extinción de los antiguos ministerios universales, los papas hayan manifestado con claridad creciente la voluntad de tutelar los componentes ya mencionados de la misión apostólica. Los movimientos, que superan el ámbito de la estructura de la iglesia local, y el papado, van siempre codo a codo, y no por casualidad. b) El motivo de la vida evangélica, que se encuentra ya en Antonio de Egipto, en los inicios del movimiento monástico, es decisivo. Pero ahora se pone en evidencia que la vida evangélica incluye el servicio de la evangelización: la pobreza y la libertad de vivir según el Evangelio son presupuestos de aquel servicio al Evangelio que supera los confines del propio país y de la propia comunidad y que -como veremos con más precisión-, es a su vez la meta y la íntima motivación de la vida evangélica. 2) Quiero referirme sumariamente al movimiento de reforma monástica de Cluny, decisivo en el siglo X, que se apoyó también en el papado para obtener la emancipación de la vida religiosa del feudalismo y de la influencia de los feudatarios episcopales. Gracias a las confederaciones de los monasterios, el movimiento cluniacense fue el gran movimiento devocional y renovador en el cual tomó forma la idea de Europa. Del dinamismo reformador de Cluny brotó, en el siglo XI, la reforma gregoriana, que salvó al papado del torbellino producido por las disputas entre los nobles romanos y por la mundanización, librando la gran batalla por la independencia de la Iglesia y la salvaguardia de su naturaleza espiritual propia, aun cuando después la empresa degeneró en una lucha de poder entre el Papa y el Emperador. 3) Aún en nuestros días permanece viva la fuerza espiritual del movimiento evangélico que hizo explosión en el siglo XII con Francisco de Asís y Domingo de Guzmán. En cuanto a Francisco, es evidente que no pretendía fundar una nueva orden, una comunidad separada. Quería simplemente llamar a la Iglesia al Evangelio total, reunir el «pueblo nuevo», renovar la Iglesia a partir del Evangelio. Los dos significados de la expresión, «vida evangélica» se entrelazan inseparablemente: el que vive el Evangelio en la pobreza de la renuncia a los bienes y a la descendencia, debe por lo mismo anunciar el Evangelio. En aquellos tiempos había una gran necesidad de evangelización y Francisco consideraba como su tarea esencial, así como la de sus hermanos, anunciar a los hombres el núcleo íntimo del mensaje de Cristo. Él y los suyos querían ser evangelizadores. Y de ahí resulta la exigencia lógica de ir más allá de los confines de la cristiandad, de llevar el Evangelio hasta el último rincón de la tierra. Tomás de Aquino, en su polémica con los clérigos seculares que se batían en la Universidad de París como campeones de una estructura eclesial local, mezquinamente cerrada al movimiento de evangelización, sintetizó lo nuevo y aquello que había de raíz antigua de los dos movimientos (el franciscano y el dominico) con el modelo de vida religiosa que había surgido. Los seculares querían que sólo fuera aceptado el tipo monástico cluniacense, en su aspecto tardío y esclerótico: monasterios separados de la iglesia local, rigurosamente encerrados en la vida claustral y dedicados exclusivamente a la contemplación. Comunidades de ese tipo no podían perturbar el orden de la iglesia local; en cambio, con las nuevas órdenes mendicantes, los conflictos a todos los niveles eran inevitables. En este contexto, Tomás de Aquino pone como modelo a Cristo mismo, y partiendo de él, defiende la superioridad de la vida apostólica a un estilo de vida puramente contemplativo. «La vida activa, que inculca a los demás las verdades alcanzadas con la predicación y la contemplación, es más perfecta que la vida puramente contemplativa». Tomás de Aquino se sabe heredero de los repetidos florecimientos de la vida monástica, que se reconducen todos a la «vita apostolica». Pero, interpretando esta última sobre la base de la experiencia de las órdenes mendicantes, de las cuales provenía, dio un paso notable proponiendo algo que había estado activamente presente en la tradición monástica, pero sobre lo cual no se había reparado mucho hasta ese momento. Todos, a propósito de la «vita apostolica», se habían apoyado en la Iglesia primitiva; Agustín, por ejemplo, elaboró toda su regla sobre Hc 4, 32: eran «un solo corazón y una sola alma». Pero a este modelo esencial, Tomás de Aquino agrega el discurso del envío que Jesús dirige a los apóstoles en Mt 10, 5-15: la genuina «vita apostolica» es la que sigue las enseñanzas de Hc 4 y de Mt 10: «La vida apostólica consiste en esto: después de haber dejado todo, los apóstoles recorrieron el mundo anunciando el Evangelio y predicando, como resulta de Mt 10, donde les es impuesta una regla». Por lo tanto Mt 10 se presenta nada menos que como una regla de orden religioso, o mejor dicho, como la regla de vida y misión, que el Señor ha dado a los apóstoles, es en sí misma la regla permanente de la vida apostólica, una regla que la Iglesia siempre ha necesitado. Sobre la base de ella se justifica y se convalida el nuevo movimiento de evangelización. La polémica parisina entre el clero secular y los representantes de los nuevos movimientos, a cuyo ámbito pertenecen los textos citados, es de perenne importancia. Una idea estrecha y empobrecida de la Iglesia, en la cual se absolutiza la estructura de la iglesia local, no puede tolerar un nuevo brote de anunciadores, que por su parte, obtienen necesariamente su sostén en el portador del ministerio eclesial universal, el Papa, como garante del impulso misionero y de la institución de una Iglesia. Se sigue necesariamente de ello el nuevo impulso a la doctrina del primado, que a pesar de todo -más allá de cualquier matiz ligado al tiempo- fue repensada y comprendida con mayor profundidad en sus raíces apostólicas. 4) Ya que se trata no tanto de la historia de la Iglesia sino de una presentación de las formas de vida de la Iglesia, puedo limitarme a mencionar brevemente los movimientos de evangelización del siglo XVI. Entre ellos destacan los jesuitas, que emprenden la misión a escala mundial sea en la recién descubierta América, en África o en Asia; no se quedan detrás los franciscanos y dominicos que mantenían vivo su impulso misionero. 5) Para terminar, es de todos conocida la nueva oleada de movimientos que se da en el siglo XIX. Nacen congregaciones específicamente misioneras que apuntan en principio, más que a una renovación eclesial interna, a la misión en los continentes aún poco evangelizados. Esta vez no hay conflictos con las estructuras de las iglesias locales, es más, se da una fecunda colaboración, de la cual reciben renovadas energías también las iglesias locales ya existentes, ya que los nuevos misioneros están poseídos por el impulso de la difusión del Evangelio y del servicio de la caridad. Aparece ahora de forma destacada un elemento que, a pesar de no estar ausente en los movimientos precedentes, puede pasar desapercibido: El movimiento apostólico del siglo XIX ha sido sobre todo un movimiento de carácter femenino, en el cual se pone un particular acento sobre la caridad, la asistencia a los pobres y enfermos. Todos conocemos lo que las nuevas comunidades femeninas han significado y significan todavía para los hospitales e instituciones asistenciales. Pero también tienen una importancia notable en la escuela y en la educación, en cuanto que en la armónica combinación de caridad, educación y enseñanza se manifiesta en toda su variedad de matices el servicio evangélico. Si se da una mirada retrospectiva a partir del siglo XIX, se descubre que las mujeres siempre han estado presentes en los movimientos apostólicos de forma determinante. Basta pensar en audaces mujeres del siglo XVI como María Ward, o por otro lado, Teresa de Ávila, en ciertas figuras femeninas del medioevo como Hildegarda de Bingen y Catalina de Siena, en las mujeres del séquito de San Bonifacio, en las hermanas de algunos Padres de la Iglesia, y finalmente en las mujeres mencionadas en las cartas de San Pablo o en las que acompañaban a Jesús. Aun no siendo nunca presbíteros ni obispos, las mujeres han siempre compartido la vida apostólica y el cumplimiento del mandato universal que le es propio. 3. La amplitud del concepto de sucesión apostólica Después de haber repasado rápidamente los grandes movimientos apostólicos en la historia de la Iglesia, volvemos a la tesis previamente anticipada después de las implicaciones bíblicas: es necesario ampliar y profundizar el concepto de sucesión apostólica si se quiere hacer justicia plenamente a todo lo que significa y exige. ¿Qué queremos decir? Antes que nada, que es firmemente sostenida, como núcleo de este concepto, la estructura sacramental de la Iglesia, en la cual ella recibe siempre de nuevo la herencia de los apóstoles, el legado de Cristo. En virtud del sacramento, en el cual Cristo opera por la fuerza del Espíritu Santo, ella se distingue de todas las demás instituciones. El sacramento significa que la Iglesia vive y es continuamente recreada por el Señor, como «creatura del Espíritu Santo». En esta noción deben tenerse presentes los dos componentes del sacramento intrínsecamente unidos entre sí, de los cuales ya hemos hablado antes. En primer lugar, el elemento encarnacional-cristológico, es decir el vínculo que une a la Iglesia con la unicidad de la Encarnación y del evento pascual, el vínculo con la acción de Dios en la historia. Pero al mismo tiempo, está el hacerse presente de este evento por la acción del Espíritu Santo, es decir, el componente cristológico-pneumatológico, que asegura novedad y al mismo tiempo continuidad a la Iglesia viva. Así se sintetiza la enseñanza perenne de la Iglesia sobre la sucesión apostólica, el núcleo del concepto sacramental de la Iglesia. Pero este núcleo es empobrecido, o más aún, atrofiado, si se piensa solamente en la estructura de la iglesia local. El ministerio de los sucesores de Pedro permite superar una estructura de carácter meramente local de la Iglesia; el sucesor de Pedro no sólo es el obispo de Roma, sino también obispo para toda la Iglesia y en toda la Iglesia. Encarna por ello un aspecto esencial del mandato apostólico, un aspecto que nunca puede faltar en la Iglesia. Pero ni siquiera el mismo ministerio petrino sería rectamente entendido y sería mal presentado en una monstruosa figura anómala, si se atribuyese exclusivamente a su detentor la misión de realizar la dimensión universal de la sucesión apostólica. En la Iglesia debe haber siempre servicios y misiones que no sean de naturaleza puramente local, sino adecuados funcionalmente al mandato que toca a la entera realidad eclesial y a la propagación del Evangelio. El Papa necesita de estos servicios, y éstos necesitan de él, y en la reciprocidad de los dos tipos de misión se cumple la sinfonía de la vida eclesial. La era apostólica, que tiene valor normativo, resalta tan vistosamente estos dos componentes de modo que lleva a cualquiera a reconocerlos como irrenunciables para la vida de la Iglesia. El sacramento del Orden, el sacramento de la sucesión, es necesariamente intrínseco a esta forma estructural, pero -aún más que en las Iglesias locales- está rodeado por una multiplicidad de servicios, y aquí es imposible ignorar el papel que corresponde a la mujer en el apostolado de la Iglesia. Resumiendo todo, podemos afirmar incluso que el primado del sucesor de Pedro existe para garantizar estos componentes esenciales de la vida eclesial y conectarlos ordenadamente con las estructuras de las iglesias locales. A este punto, para evitar equívocos, se debe decir con claridad que los movimientos apostólicos se presentan con formas siempre diversas a lo largo de la historia, y esto necesariamente, dado que son precisamente la respuesta del Espíritu Santo a las nuevas situaciones con las cuales se va encontrando la Iglesia. Y por lo tanto, como las vocaciones al sacerdocio, no pueden ser producidas ni establecidas administrativamente, tampoco, y menos aún, los movimientos apostólicos pueden ser organizados y lanzados sistemáticamente por la autoridad. Deben ser dados y de hecho son dados. A nosotros nos toca solamente estar solícitamente atentos a ellos, y gracias al don del discernimiento acoger cuanto hay en ellos de bueno y aprender a superar lo menos adecuado. Una mirada retrospectiva a la historia de la Iglesia nos ayuda a constatar con gratitud que, a pesar de todas las dificultades, siempre se ha logrado acoger en la Iglesia las nuevas realidades que en ella germinan. Sin embargo, tampoco se podrán olvidar todos aquellos movimientos que fracasaron o condujeron a divisiones duraderas: cátaros, valdenses, montanistas, husitas, el movimiento de reforma del siglo XVI. Probablemente se hablará de culpa por ambas partes, pero lo que queda es la separación. III. Distinciones y criterios Como último y necesario punto de esta relación, es inevitable afrontar el problema de los criterios de discernimiento. Para poder dar respuestas sensatas, se debería en primer lugar precisar todavía un poco el concepto de «movimiento» y quizás también intentar la propuesta de una tipología de ellos. Pero es obvio que eso ahora no es posible. También se debería evitar la propuesta de una definición demasiado rigurosa, ya que el Espíritu Santo siempre tiene preparadas sorpresas, y sólo retrospectivamente somos capaces de reconocer que detrás de la gran diversidad hay una esencia común. No obstante, como inicio de una clarificación conceptual, quisiera mostrar con brevedad tres tipos de movimientos, que pueden encontrarse en la historia reciente. Los distinguiré con tres denominaciones: movimientos, corrientes e iniciativas. Al movimiento litúrgico de la primera mitad de nuestro siglo, como también el movimiento mariano, que emergió con fuerza cada vez mayor en la Iglesia desde el siglo XIX, los caracterizaría no tanto como movimientos, sino más bien como corrientes, que después han podido materializarse, sí, en movimientos concretos, como las Congregaciones Marianas o las agrupaciones de juventud católica, pero no se reducen a ellos. Las recolecciones de firmas para postular una definición dogmática o para pedir cambios en la Iglesia, frecuentes hoy en día, no son tampoco movimientos, sino iniciativas. Qué sea un verdadero y propio movimiento probablemente se puede ver con la máxima claridad en el florecimiento franciscano del siglo XIII: generalmente los movimientos nacen de una persona carismática guía, se configuran en comunidades concretas, que en fuerza de su origen reviven el Evangelio en su totalidad y sin reticencias y reconocen en la Iglesia su razón de ser, sin la cual no podrían subsistir. Con este intento -ciertamente bastante insuficiente- de encontrar una definición, hemos ya llegado a los criterios que, por así decir, pueden ocupar este lugar. El criterio esencial ya ha aparecido espontáneamente, es la radicación en la fe de la Iglesia. Quien no comparte la fe apostólica no llevar adelante la actividad apostólica. Desde el momento en que la fe es única para toda la Iglesia, y es ella la que produce la unidad de la Iglesia, a la fe apostólica esta necesariamente vinculado el deseo de unidad, la voluntad de estar en la viviente comunión de la Iglesia entera, para decirlo lo más concretamente posible: de estar con los sucesores de los apóstoles y con el sucesor de Pedro, a quien corresponde la responsabilidad de la integración entre iglesias locales e Iglesia universal, como único pueblo de Dios. Si la ubicación, el lugar de los movimientos de la Iglesia, es su carácter apostólico, es lógico que para ellos, en todas las épocas, el querer la «vita apostolica» es fundamental. Renuncia a la propiedad, a la descendencia, a imponer la propia concepción de la Iglesia, es decir, la obediencia en el seguimiento de Cristo, han sido considerados en toda época los elementos esenciales de la vida apostólica, que naturalmente no pueden valer de modo idéntico para todos los que forman parte de un movimiento, pero que son para todos ellos, en modalidades diversas, puntos de referencia de la vida personal. La vida apostólica, además, no es un fin en sí misma, mas bien da la libertad para el servicio. La vida apostólica implica acción apostólica: en primer lugar, - otra vez según modalidades diversas - está el anuncio del Evangelio: el elemento misionero. En el seguimiento de Cristo la evangelización es siempre, en primer lugar, «evangelizare pauperibus», anunciar el Evangelio a los pobres. Pero eso no se hace solamente con palabras; el amor, que es el corazón del anuncio, su centro de verdad y su centro operativo, debe ser vivido y hacerse él mismo anuncio. Por lo tanto, a la evangelización está siempre unido el servicio social, en cualquier de sus formas. Todo esto, - debido casi siempre al entusiasmo arrollador que dimana del carisma originario -, presupone un profundo encuentro personal con Cristo. El llegar a ser comunidad, el construir la comunidad no excluye, al contrario, exige la dimensión de la persona. Solamente cuando la persona es tocada y conmovida por Cristo en lo más profundo de su intimidad, se puede tocar la intimidad del otro, sólo entonces puede darse la reconciliación en el Espíritu Santo, sólo entonces puede construirse una verdadera comunión. En el contexto de esta articulación fundamental cristológico-pneumatológica y existencial pueden darse acentos y subrayados muy diferentes, en los cuales se da incesantemente la novedad del cristianismo, e incesantemente el Espíritu de la Iglesia «rejuvenece como un águila » (Sal 103, 5) Aquí aparecen con claridad tanto los peligros como los caminos de superación que existen en los movimientos. Existe la amenaza de la unilateralidad que lleva a exagerar el mandato específico que tiene originen en un período dado o por efecto de un carisma particular. Que la experiencia espiritual a la cual se pertenece sea vivida no como una de las muchas formas de existencia cristiana, sino como el estar investido de la pura y simple integridad del mensaje evangélico, es un hecho que puede llevar a absolutizar el propio movimiento, que pasa a identificarse con la Iglesia misma, a entenderse como el camino para todos, cuando de hecho este camino se da a conocer en modos diversos. Por lo mismo es casi inevitable que de la fresca vivacidad y de la totalidad de esta nueva experiencia nazcan constantemente amenazas de conflicto con la comunidad local: un conflicto en el que la culpa puede ser de ambas partes, y ambas sufren un desafío espiritual a su coherencia cristiana. Las iglesias locales pueden haber pactado con el mundo deslizándose hacia cierto conformismo, la sal puede hacerse insípida, como en su crítica a la cristiandad de su tiempo, recrimina con hiriente crudeza Kierkegaard. También ahí donde la distancia de la radicalidad del Evangelio no ha llegado al punto que ásperamente censura Kierkegaard, el irrumpir de algo nuevo puede ser percibido como algo que molesta, más todavía si está acompañado, como sucede con frecuencia, de debilidades, infantilismos y absolutizaciones erróneas de todo tipo. Las dos partes deben dejarse educar por el Espíritu Santo y también por la autoridad eclesiástica, deben aprender el olvido de sí mismos sin el cual no es posible el consenso interior a la multiplicidad de formas que puede adquirir la fe vivida. Las dos partes deben aprender una de la otra a dejarse purificar, a soportarse y a encontrar la vía que conduce a aquellas conductas de las que habla Pablo en el himno de la caridad (1 Cor 13, 4 y ss). A los movimientos va dirigida esta advertencia: incluso si en su camino han encontrado y participan a otros la totalidad de la fe, ellos son un don hecho a la Iglesia entera, y deben someterse a las exigencias que derivan de este hecho, si quieren permanecer fieles a lo que les es esencial. Pero también debe decirse claramente a las iglesias locales, también a los obispos, que no les está permitido ceder a una uniformidad absoluta en las organizaciones y programas pastorales. No pueden ensalzar sus proyectos pastorales, como medida de aquello que le está permitido realizar al Espíritu Santo: ante meros proyectos humanos puede suceder puede suceder que las iglesias se hagan impenetrables al espíritu de Dios, a la fuerza que las vivifica. No es lícito pretender que todo deba insertarse en una determinada organización de la unidad; ¡mejor menos organización y más Espíritu Santo! Sobre todo no se puede apoyar un concepto de comunión en el cual el valor pastoral supremo sea evitar los conflictos. La fe es también una espada y puede exigir el conflicto por amor a la verdad y a la caridad (cf. Mt 10, 34). Un proyecto de unidad eclesial, donde se liquidan a priori los conflictos como meras polarizaciones y la paz interna es obtenida al precio de la renuncia a la totalidad del testimonio, pronto se revelaría ilusorio. No es lícito, finalmente, que se dé una cierta actitud de superioridad intelectual por la que se tache de fundamentalismo el celo de personas animadas por el Espíritu Santo y su cándida fe en la Palabra de Dios, y no se permita más que un modo de creer para el cual el «si» y el «pero» es más importante que la sustancia de lo que se dice creer. Para terminar, todos deben dejarse medir por la regla del amor por la unidad de la única Iglesia, que permanece única en todas las iglesias locales y, como tal, se evidencia continuamente en los movimientos apostólicos. Las iglesias locales y los movimientos apostólicos deberán, tanto unos como otros, reconocer y aceptar constantemente que es verdadero tanto el «ubi Petrus, ibi Ecclesia», como el «ubi episcopus, ibi ecclesia». Primado y episcopado, estructura eclesial local y movimientos apostólicos se necesitan mutuamente: el primado sólo puede vivir a través y con un episcopado vivo, el episcopado puede mantener su dinámica y apostólica unidad solamente en la unión permanente con el primado. Cuando uno de los dos es disminuido o debilitado sufre toda la Iglesia. Después de todas estas consideraciones, es menester concluir con gratitud y alegría, pues es muy evidente que el Espíritu Santo continúa actuando en la Iglesia con nuevos dones, gracias a los cuales ella revive el gozo de su juventud (Sal 42, 4 Vg). Gratitud por tantas personas, jóvenes y ancianas, que siguen la llamada del Espíritu y, sin mirar atrás o alrededor, se lanzan alegremente al servicio del Evangelio. Gratitud por los obispos que se abren a nuevos caminos, les hacen puesto en sus respectivas iglesias, discuten pacientemente con sus responsables para ayudarles a superar toda unilateralidad y para conducirlos a la justa conformidad. Y sobretodo, en este lugar y en esta hora, agradecemos al Papa Juan Pablo II. Nos supera a todos en capacidad de entusiasmo, en la fuerza del rejuvenecimiento interior en la gracia de la fe, en el discernimiento de los espíritus, en la humilde y entusiasta lucha para que sean más copiosos los servicios prestados al Evangelio. Él nos precede a todos en la unidad con los obispos de todo el planeta, a los cuales escucha y guía incansablemente. Gracias sean dadas al Papa Juan Pablo II, que es para todos nosotros guía hacia Cristo. Cristo vive y desde el Padre envía al Espíritu Santo: esta es la gozosa y vivificante experiencia que se nos concede precisamente en el encuentro con los movimientos eclesiales de nuestro tiempo.