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viernes, 30 de septiembre de 2016

Un himno bizantino que todo católico (quizá) conoce.

El “Trisagion” –el “Tres Veces Santo”- alguna vez fue parte de la liturgia occidental




El Trisagion –en griego, “Tres Veces Santo”, aludiendo a la Santísima Trinidad- es uno de los textos más antiguos de la liturgia cristiana universal.

La tradición señala que este himno fue sobrenaturalmente revelado, por una voz procedente del cielo, durante el reinado del emperador bizantino Teodosio II, a principios del siglo V, y varios documentos históricos señalan inequívocamente que fue utilizado por los padres del Concilio de Calcedonia.

Otros documentos señalan, además, que este mismo himno se cantó durante algún tiempo en la liturgia gala de rito latino, en la Francia de la temprana edad media.

Hoy día, gracias a la devoción a la Divina Misericordia impulsada por santa Faustina Kowalska, muchos católicos de rito romano conocen este himno, pues se ha incluido, a modo de jaculatoria, en la Coronilla de la Divina Misericordia. Hemos incluido dos versiones: una en el griego original, y otra en inglés.

Ἅγιος ὁ Θεός, Ἅγιος ἰσχυρός, Ἅγιος ἀθάνατος, ἐλέησον ἡμᾶς. (Agios O Theos, Agios Iskyros, Agios Athanatos, eleison imas)

Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten Misericordia de nosotros.

jueves, 29 de septiembre de 2016

El fenómeno Kleenex en mi vida

kleenexer
Buscar con ahínco el reconocimiento ajeno o que los demás nos valoren es algo intrínseco al ser humano. Nos ofrece seguridad. Y, con relativa frecuencia, consideramos que es un derecho que nos asiste. Nos molesta que nos pidan favores y no sacar provecho de ellos. Nos incomoda hacer trabajos para los demás y que no nos los reconozcan y aplaudan. Nos disgusta realizar encargos para terceros para que luego se olviden de nosotros. Son situaciones habituales en el día a día de una persona que llenan nuestro corazón de amargura, resentimiento y animosidad. Es el fenómenoKleenex; usar y tirar.
Sin embargo, se obtiene más libertad interior, más seguridad en uno mismo, más felicidad, más paz en el corazón si en lugar de buscar en lo efímero del aplauso y de lo compensatorio lo ponemos todo en manos de la Providencia sin someterse a la dictadura de la opinión y los juicios ajenos.
Cristo no vivía pendiente de la opinión ajena ni de los juicios de los demás. Y esta debe ser mi escuela de aprendizaje. Lo importante es actuar guiados por el servicio, por el amor, por la rectitud de intención… Con ello me acerco más al Señor y, a través de Él, a todos los que me rodean.
Pero contemplas en silencio a Jesús. Miras su figura pendida de un madero sencillo, entregado a la voluntad del Padre, ajeno a los ojos del mundo, y comprendes enseguida cual es el camino a seguir. Es a ese peldaño de autenticidad es al que me gustaría llegar pero antes me tengo que desprender de mis muchas capas de orgullo, soberbia, resentimiento e inseguridad porque en la Cruz solo había pureza, desprendimiento del yo y mucho amor.
¡Señor, deseo ser feliz, pero deseo ser feliz a tu lado, conforme a tus pensamientos, tu vida, tus enseñanzas, tu palabra! ¡Sueño con la felicidad de día y de noche, a todas horas la busco pero quiero ponerla en Ti y no en los placeres de la vida! ¡Señor, tú me dices que me guarde de toda avaricia porque aunque tenga mucho la felicidad no está en esta vida si no la vida eterna! ¡Señor tú sabes que mi corazón siente ansias de felicidad infinita pero que a veces no se sacia con las cosas de este mundo por eso le pido al Espíritu que no arraigue en mi corazón el «más, más y más» —más dinero, más conocimiento, más comer, más tener, el más perfeccionar, más dignidades, más de conocimiento, más aplausos, más pasiones, más sabiduría...— sino solamente más de ti que eres la felicidad absoluta! ¡Ayúdame Espíritu Santo a no vivir engañado, a no poner mi dicha en las cosas de este mundo, sino gozar con la felicidad del Espíritu para que todo sea más amar a Dios y servirle siempre! ¡Que el centro de mi felicidad no recaiga en las riquezas, los honores y los placeres de esta vida si no en Dios porque es en Él donde está la verdad que busca mi corazón!
Contemplar el misterio de Jesús en silencio. Frente a ese Jesús meditamos también con esta música:

martes, 27 de septiembre de 2016

Las cinco lecciones de la conversión de San Pablo

Dios lo esperó y lo hizo caer de lo más alto

“Todos hemos leído la historia de la conversión de Saulo; de acérrimo enemigo de los seguidores de Cristo a legendario evangelista por Dios”, escribe Gabriel Garnica en un artículo reciente publicado en Catholic Stand.
Garnica señala que Pablo “no se convirtió en esta leyenda tan pronto como cayó del caballo; antes bien ahí comenzó el proceso que lo llevó a jugar el maravilloso papel que ha jugado en la historia de nuestra fe”.
Dejando a un lado el proceso en general –dice el autor—podemos descubrir al menos cinco lecciones directas de la caída en sí misma:
  1. La misericordia divina de Dios llega, generalmente, cuando nos encontramos peor, en nuestro punto más bajo. Saulo fue una pesadilla para los primeros cristianos, y su persecución parecía no tener límite. Recordemos que estuvo presente y aprobó la lapidación de Esteban. Dios lo esperó y lo hizo caer de lo más alto, tanto de su caballo como de la ventolera que había tomado en contra de los seguidores de su Hijo. De forma similar, Cristo nos ofrecerá pacientemente su divina misericordia cuando parezca que menos la merecemos; incluso cuando menos creamos merecerla. Hay que recordar el recibimiento del padre al hijo pródigo.
  2. La intervención de Dios en nuestras vidas será siempre inesperada. La forma de medir el tiempo de Dios nada tiene que ver con nuestra forma de hacerlo. Su intervención en nuestras vida no refleja nuestras expectativas. Saulo era la última persona en la cual los primeros cristianos esperarían que fuese su más apasionado defensor, que fue, exactamente, lo que Dios hizo nacer en Saulo. Fe no es esperar a comprender en totalidad la bondad de Dios; paciencia es tener la fe para esperar por ella.
  3. La presencia de Dios en nuestras vidas se encuentra más a menudo fuera de una iglesia. Mientras que es necesario ir a Misa para refrescar el alma escuchando la Palabra de Dios y para alimentarnos con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, gran parte de las aplicaciones de la enseñanza de la Iglesia ocurren en el mundo. Saulo cayó del caballo en el camino hacia Damasco, no en su destino, ni en una casa o en algún lugar de adoración. La casa del Señor es la estación de servicio, donde rellenamos de combustible nuestra fe; pero nuestra misión en el servicio a Dios es en el camino, donde aplicamos la fe para ayudar a otros.
  4. Todos tenemos un caballo de Damasco. Saulo iba montando su caballo camino a pelear en contra de Dios. Podría haber usado el mismo caballo para ayudar a Dios, pero decidió usarlo para hacer lo contrario. Dándole esa respuesta, hizo que Dios lo derribara, para humillarlo como preparación a la gran misión de servirlo en su plan. Todos tenemos un caballo que nos puede llevar lejos de Dios: ese caballo puede ser orgullo, arrogancia, dinero, poder… ¿Nos bajaremos por iniciativa propia o esperaremos a que Dios nos derribe?
  5. Fe y humildad superan a los cinco sentidos.Pablo nunca caminó al lado de Cristo. No fue de los originalmente elegidos. Pero su fe y su humildad lo hicieron tan grande como aquellos que caminaron con el Señor. Dios viene a nuestras vidas, y nosotros le permitimos entrar, sin la proporción de lo que creemos, vemos, escuchamos, tocamos o gustamos. Los cinco sentidos y todas las sensaciones que les siguen son polvo en el camino de la humildad y la fe. Pablo estuvo ciego por un tiempo tras ser derribado de su caballo por Dios Nosotros a menudo estamos ciegos por un tiempo mucho mayor, en el viaje hacia nuestro Damasco.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Inmolarse uno mismo en el altar

¡Qué bonita es la liturgia de la Eucaristía! En el momento de la presentación de los dones y la preparación del altar es un momento mágico, un momento de pausa interior, entre la plegaria eucarística y la palabra; es ese momento en el que podemos tener unos instantes para contemplar serenamente el rito que va a tener lugar inmediatamente y meditar de manera sincera la Palabra que hemos escuchado en las lecturas y en la homilía del sacerdote. Es el momento mágico y hermoso para prepararse con la propia ofrenda personal y dirigir toda nuestra mirada, nuestros sentidos, y nuestro amor hacia la oración eucarística.

Me maravilla cuando puedes fijar tus ojos hacia el altar que se convierte en el signo viviente de la presencia de Jesucristo entre nosotros y que está representado por ese sacerdote que preside la Eucaristía.
ofertorio
Es bonito pensar en la propia ofrenda, qué es lo que le vamos a ofrecer a Dios en el momento de la consagración. Por eso es un instante donde tienes que perdonar con caridad, sinceridad y amor, comprometerte a servir a los demás, atender sus necesidades, actualizar la palabra, vivir comprometido con el amor, la justicia, el bien, la responsabilidad, el servicio, la caridad, la generosidad, la superación de los egoísmos y la soberbia… signos que son expresión de lo que anida en lo más interior de nuestro corazón.
Pero la mejor ofrenda, esa que mayor agrada Dios, es el ofrecer a la persona que amamos o aquella que nos ha hecho daño. Personas, todas ellas hijas de Dios, que necesitan de nuestro amor. Porque si detrás de cualquier ofrenda hay amor, expresión máxima de Dios, habremos logrado autentificar nuestra ofrenda y habremos ofrecido a Dios el mayor don de nuestra vida.
Ponerse ante Dios, en el momento de la Eucaristía, con toda la sencillez y toda la humildad de lo que somos, de lo que poseemos, de lo que hacemos, con nuestros fracasos y nuestras alegrías, con nuestros anhelos y nuestras esperanzas, con nuestros deseos y nuestras necesidades, con nuestros éxitos y nuestros fracasos, con nuestras luchas y nuestras operaciones… es colocar ante Dios el sacrificio espiritual de nuestra propia vida.
¡Qué hermoso es en el sacrificio eucarístico inmolarnos a nosotros mismos y poner nuestro corazón contrito delante de Dios!

Hoy, en lugar de mi oración personal, propongo cuatro oraciones preciosas para la Misa:
Oración de San Ambrosio para antes de comenzar la Celebración Eucarística

Señor mío Jesucristo, yo pecador indigno, confiando en tu misericordia y bondad, vengo a tomar parte en este Banquete Santísimo del Altar.
Reconozco que tanto mi corazón como mi mente están manchados con muchos pecados; y, que mi cuerpo y mi lengua no han sido guardados cuidadosamente.
Por lo cual, Dios adorable, yo miserable pecador, en medio de tantas angustias y peligros, recurro a Ti que eres fuente de misericordia, ya que me es imposible excusarme ante tu mirada de Juez irritado. Deseo vivamente obtener tu perdón, ya que eres mi Redentor y Salvador.
A Ti Señor presento mis debilidades y pecados para que me perdones.
Reconozco que Te he ofendido frecuentemente. Por eso me humillo y me arrepiento y espero en tu misericordia infinita.
Olvida mis culpas y no me castigues como merecen mis pecados. Perdóname, Tú que eres la misma bondad. Amén.



Comunión Espiritual
Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los Santos. Amén.

Alma de Cristo, santifícame.Alma de Cristo

Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del Costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
Oh buen Jesús, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparta de                      .
Del enemigo malo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Tí.
Para que con tus Santos te alabe.
Por los siglos de los siglos. Amén.

Miradme, ¡oh mi amado y buen Jesús!,

postrado en tu prescencia; te ruego con
el mayor fervor imprimas en mi corazón
vivos sentimientos de fe, esperanza y
caridad, verdadero dolor de mis pecados
y propósito de jamás ofenderte, mientras
que yo, con el mayor afecto y compasión
de que soy capaz, voy considerando tus cinco
llagas, teniendo presente lo que de Tí dijo
el Santo Profeta David: «Han taladrado mis
manos y mis pies y se pueden contar todos
mis huesos.»

Acto de entrega de sí

Toma mi Señor, y recibe mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Tú me lo diste, a Tí, Señor, lo torno; todo es tuyo; dispón de ello conforme a tu voluntad. Dame tu amor y gracia, que esto me basta. Amén.

Alma de Cristo:

«Dominus vobiscum»: el señor esté contigo

Me invitan ayer a una casa a comer. En el recibidor de la entrada, en una inscripción esculpida en madera vieja, se puede leer: «Dominus vobiscum»: El señor esté contigo. Es una invitación preciosa a la persona que entra en ese hogar. El señor esté contigo. Es así. Está en tu vida, en tus sueños, en tu corazón, en tus pensamientos, en tus gestos, en tu mirada, en tus pasos, en tus sentimientos... allí donde quiera que uno vuelve la mirada no ve más que a ese Cristo, no sientes más que a ese Dios que se ha hecho hombre, no gozas más que de ese Jesús que ha muerto por cada uno de nosotros para redimirnos del pecado.
Nunca se habla de los treinta años de vida oculta en la que Jesús va gestando su personalidad sagrada y experimenta los sentimientos humanos. Su nacimiento vino precedido de un «Alégrate, María, el Señor está contigo». Y cuando comienza su vida pública Cristo se vuelca sobre los corazones humanos para dejar claro que «está» cerca de cada uno de sus hermanos.
El señor esté contigo. Es decir, en todas mis fuerzas, en toda mi actividad, en todos mis anhelos, en todos mis esfuerzos cotidianos. El señor está contigo porque no nos deja ni nos abandona nunca, jamás se aparta de nosotros y nos invita a agarrarnos con fuerza de su mano para llevar la cruz con alegría.
Dios nos ama, nos eligió con un propósito y por eso nunca nos deja. Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo, están vivos y son reales, viven dentro de cada uno. Y si es en el interior de nuestro corazón donde viven y se forma en función de nuestras gratitudes nuestro corazón se ha de convertir en un auténtico sagrario que custodie ese Dios engendrado de la Virgen María para corresponder con autenticidad a ese «El Señor está contigo».

¡Tú estás conmigo, Señor, para llenar mi corazón de amor y de felicidad! ¡Tú llenas mi vida, Señor, de alegría! ¡Tú estás conmigo, Señor, cuando mi corazón sufre y está lleno de heridas! ¡Tú estás conmigo, Señor, cuando me embargan las dudas y me fe se tambalea! ¡Tú estás conmigo, Señor, cuando las tentaciones me hacen caer en la misma piedra! ¡Tú estás conmigo, Señor, en cada acontecimiento de mi vida! ¡Tú estás conmigo, Señor, en mis triunfos y mis fracasos! ¡Tú estás conmigo, Señor, en la luz y en la oscuridad! ¡Tú estás conmigo, Señor, en el abrazo y la mano del amigo, en la ayuda y la escucha del compañero, en el beso de mi cónyuge, en la sonrisa de mi hijo, en la bendición del sacerdote, en la palabra de aliento del colega! ¡Tú estás conmigo, Señor! ¡Tú estás conmigo, Señor, para llenar mi vida! ¡Tú estás conmigo, Señor, para bendecir mi hogar, mi trabajo, mis tareas cotidianas, mis esfuerzos, mis sueños y mis esperanzas! ¡Tú estás conmigo, Señor, para sanar mi corazón y mi cuerpo! ¡Tú estás conmigo, Señor, cuando llegan y se van los problemas, algunos sencillos otros imposibles de resolver, en las desavenencias con las personas que quiero! ¡Tú estás conmigo, Señor, Tú estás ahí, siempre ahí, siempre conmigo, gracias Señor! ¡Tú estás conmigo, Señor, en tus gracias y bendiciones! ¡Qué seguro me siento sabiendo que estás conmigo!


Dios está aquí, tan cierto como el aire que respiro:

domingo, 25 de septiembre de 2016

Ser prójimo para el prójimo

El Año de la Misericordia sigue avanzando. Y como la misericordia es esa disposición del corazón a compadecerse de los sufrimientos y las necesidades ajenas no puedo permitir quedarme impertérrito ante una llamada tan decidida como la que me ha hecho el Santo Padre. Y hoy me pregunto: desde que se convocó este año jubilar, ¿qué he hecho yo por mi prójimo, hasta qué punto he tratado de curar sus llagas abiertas, sus necesidades, sus sufrimientos, acoger en mi corazón todos sus anhelos? La señal por la que se conocerá que soy discípulo de Cristo es mi capacidad de amar y mi capacidad para pensar y vivir en cristiano. A los demás, claro. Entonces, ¿quién es el prójimo para mi?

Jesucristo ya dejó claro que el cristiano no nace prójimo, se hace prójimo. Y, por tanto, surge de inmediato una segunda pregunta: ¿en qué medida estoy dispuesto a hacerme prójimo de quien me necesite?
Ya sabemos que mi prójimo es mi esposo, mi esposa, mis hijos, mis parientes, mis amigos, mis parroquianos, mis vecinos, mis compañeros de trabajo, mis jefes, mis empleados, mis colegas del equipo de fútbol, los miembros de mi grupo de oración, el tendero de la esquina.... los que no me caen bien, los que me han hecho daño, los que hablan mal de mí.
Pero sobre todo, el prójimo es aquel que me obliga a salir de mi yo y abrir mi corazón para entregarme de verdad; es el que exige poner en práctica mi fe para que esta no se quede en una mera teoría si no en una realidad viva fruto de mi testimonio cristiano. Es el que me permite interpelarme cada día que hecho yo por Cristo, para Cristo y por Cristo.
El prójimo es aquel que necesitando una palabra de consuelo, un abrazo, un consejo, una esperanza, una sola presencia aunque silenciosa he estado allí aunque me faltara el tiempo o tuviera cosas más importantes que hacer en lugar de salir corriendo, cruzar de acera o hacer ver que no me enteré.
El prójimo es aquel por el que rezo con el corazón abierto, al que pongo a los pies del altar, el que me hago uno con él en su dolor y sufrimiento y me lleva a una oración viva y no a al intrascendente «ya rezaré por tí».
El prójimo es aquel al que todo el mundo abandona, o crítica, o se olvida y yo, a sabiendas de su soledad y de lo que puede perjudicarme socialmente, la acojo en mi corazón, en mi vida y en mi oración por qué no me importa el qué dirán.
El prójimo es aquel que se acerca a mí, espera un trato humano, cristiano, con detalles sencillos impregnados de amor y misericordia y no sermones, peroratas o lecciones de gran sabio oriental.
Prójimo es aquel al que las cosas le iban también, y no se acordaba de nosotros porque vivía en la materialidad y cuando lo hacía nos miraba por encima del hombro, pero la crisis, las dificultades personales, económicas... lo han zarandeado de tal manera que lo ha perdido todo y ahora se vuelve hacia nosotros mendigando nuestra amistad buscando un halo de esperanza o desasirse el desencanto de la vida o del desconcierto que le ha producido su nueva situación.
Prójimo es aquel... y aquel... y aquel... cada uno sabe quien es su prójimo y qué necesita porque prójimos son todas aquellas personas que se cruzan en nuestro camino, que tienen nombre y apellidos, una circustancia, un entorno, una vida más o menos llena, una fe más o menos firme pero todos ellos están al borde del camino sentados esperando que a nuestro paso les demos la mano con amor en este Año de la Misericordia. Este amor de caridad nos hace valorar el hecho de que todo hombre es nuestro prójimo y por tanto no puedo esperar tranquilamente a que el prójimo se cruce en mi camino sino que me corresponde a mi estar en predisposición de percibir quién es y de descubrirlo cada día. ¡Prójimo es a lo que estoy llamado a convertirme en esta vida! Echo la mirada hacia atrás y tengo la impresión de haber dejado pasar muchas oportunidades.

¡Señor Dios, Padre nuestro, te damos gracias porque nos has dado el mandamiento del amor, para que nos amemos unos a otros, te amemos a Tí y reconozcamos a todas las personas que nos rodean como nuestros hermanos, creados a tu imagen y semejanza! ¡Ayúdanos, Padre de bondad a amarnos unos a otros ya que así mostramos a la sociedad que somos tus hijos con el con el fin de que con nuestro ejemplo crean en tí, Dios de bondad y de Paz, de Amor y Misericordia! ¡Envíame, Señor, Tu Espíritu para que mis ojos se impregnen de tu misericordia y sea capaz de ver en los demás su dignidad y la belleza que hay en su interior, los vea como me ves Tú a mí y no juzgue nunca por las apariencias porque solo tu Señor sabes lo que anida en su corazón! ¡Envíame, Señor, Tu Espíritu para que este siempre atento a las necesidades del prójimo y mis oídos estén abiertos a su llamada y su clamor como me escuchas Tú siempre a mí, y no haga oídos sordos a sus dolores, su sufrimiento, su tristeza o a su llanto acercándome a ellos con ternura y compasión! ¡Envíame, Señor, Tu Espíritu para que de mi boca sólo surgen palabras de aliento, de misericordia, de consuelo, de paz, de perdón y de cariño y ayúdame a no juzgar ni a ser injusto con los que me rodean! ¡Que mi mente, Señor, se vuelva siempre hacia el más cercano para que pueda entender su necesidad como Tú entiendes siempre la mía! ¡Que mis manos, Dios mío, sean como las tuyas tiernas y generosas, acogedoras y sensibles, entregadas y puras, para que todas mis acciones sean para levantar, abrazar, acoger y llevar a cabo esas tareas que los otros no quieren realizar! ¡Que mi corazón se Vuelva siempre hacia el corazón del prójimo para que sea capaz de amarlo siempre como me amas Tú, con ese amor clemente, amorosos, paciente y misericordioso! ¡Que en cada prójimo vea a un hermano; que su dolor sea el mío y dame, Padre bueno, el don para suavizar sus penas y compartir su espíritu! ¡Ayúdame a vivir en el amor, a vivir para el amor y a vivir de amor! ¡Que mi vida no tenga ya otra motivación, ni otro sentido, ni otra meta que el amarte en los demás!
Cantamos hoy la canción del Buen Samaritano:

¿Cuál es mi vocación?

vocacion
Todos tenemos en la vida una vocación. Y esa vocación va muy unida a la profesión que hemos elegido: la medicina, el periodismo, la banca, la enfermería, la educación, el servicio social, el sacerdocio… Pero las profesiones, a diferencia de la vocación, cambian de vez en cuando. La vocación, sin embargo, tiene un tinte personal indiscutible porque se basa en una serie de valores absolutos que relativizan todo lo que nos envuelve. Alrededor de mi vocación está todo lo que soy y todo lo que poseo. Es por eso que de una madre se dice que vive por su familia o por sus hijos, o de un empresario que vive por su empresa o sus negocios, o de un médico de su hospital o de sus pacientes.
La vocación espiritual da siempre un sentido unitario a la vida del hombre porque implica poner a Dios como centro y núcleo central de la existencia. Como hombre estoy llamado a una vida sobrenatural, ser hijo de Dios por Cristo y en Cristo, reproducir la imagen de Jesús en mi vida. Mi vocación como hombre cristiano es mi vocación de unirme a Dios. Es como dijo San Pablo «para mí vivir es Cristo» o como María cuya vocación cristiana fue dar el «sí» más absoluto y pleno a Dios el día de la Encarnación.
Por eso hoy me pregunto cuál es mi Dios, ¿el Padre que está en el cielo o el dios ídolo material de la vida?; ¿cuál es mi vocación cristiana, sobre qué valores se sustenta mi vida, como decido entrar en ese proyecto divino que Dios tiene pensado para mí antes incluso de haber sido engendrado? ¿Mi vida cristiana gira en torno a Dios Padre, a Cristo y a María y mis proyectos están inspirados y puestos en manos del Espíritu Santo? Eso lo puedo responder solo en la intimidad de la oración, sustento junto a la Eucaristía y los otros sacramentos de mi vocación cristiana. Es allí donde Dios llama y yo, como hombre, puedo responder con entera disponibilidad.

¡Te doy gracias, Dios mío, por tu llamada del Bautismo! ¡Te respondo otra vez con mi "Sí"! ¡Dame fidelidad para tu causa y para mi vocación! ¡Renueva con un espíritu de entusiasmo a todos los que se dedican al servicio de tu pueblo! ¡Llena mi corazón con tu Espíritu de Sabiduría para proclamar tu Evangelio y dar testimonio de tu presencia entre nosotros! ¡Eres Tú quien me llama por mi nombre y me pides que te siga! ¡Ayúdame a crecer en el amor y en el servicio a tu Iglesia! ¡Dame el entusiasmo y la energía de tu Espíritu para vivir cristianamente! ¡Danos personas llenas de fe y de entusiasmo que abracen tu misión! ¡Inspírame para conocerte cada vez mejor y que me corazón esté presto a escuchar tu llamada! ¡Jesús, te pido también que envíes a este mundo los servidores que necesitas, escógelos en nuestros hogares, en nuestras parroquias, en nuestras comunidades, en nuestras escuelas, en nuestros trabajos, para que sea una cosecha abundante de apóstoles para tu reino: danos también sacerdotes y religiosos y religiosas santos y que no pierdas nunca la grandeza de su vocación!
Invocamos al Espíritu Santo para que nos ilumine en nuestra vocación:

«Ser» para los demás

Se para los demás
Ayer en la Eucaristía —culmen y la fuente de la vida cristiana— sentí una experiencia transformadora. La Eucaristía es un banquete y es un sacrificio. Se podría decir que es un banquete sacrificial. Viendo y sintiendo espiritualmente como el sacerdote elevaba la Hostia consagrada y repetía amorosamente las mismas palabras de Cristo en la Última Cena sentí con una gran fuerza como celebraba el sacrificio de Cristo, el de la iglesia y el de mi propia existencia cristiana. Tocó profundamente mi corazón. No me pude quedar indiferente ante este hecho tan extraordinario. Sentí que si de verdad estoy viviendo y celebrando el sacrificio de la Eucaristía no puedo más que estar dispuesto a ser sacrificio en la vida. Y lo soy en la medida en que me entrego a los demás. No sólo cuando vivo, o lucho, o trabajo, o me esfuerzo, o sufro, o me alegro, o sirvo, o amo, o consuelo… lo soy en tanto me doy a los demás. Si sólo «estoy» o acompaño al prójimo, me solidarizo con él en su vida, con sus problemas, en su trabajo, en sus preocupaciones… pero no me entrego con mi propia vida, me quedo única y exclusivamente en la periferia de su corazón pero no penetro en él. Y la celebración eucarística, este banquete extraordinario que no es un ágape cualquiera, sino un sacrificio que me une a Cristo y a la iglesia, me tiene que hacer «ser» él, estar más dispuesto a volcarme en los que me rodean, a dar más que recibir, a amar con el corazón y como amo Cristo y, sobre todo, «ser» sacrificio para los demás.

¡Señor, ayúdame a «ser» para los demás como lo eres Tú con nosotros! ¡Ayúdame, Señor, para que mis ojos se abran a la misericordia y la entrega a los demás y me permita descubrir su belleza interior! ¡Ayúdame a centrarme en las necesidades de los que me rodean y no permitas que me muestre indiferente ante sus sufrimientos, angustias y dolores! ¡Ayúdame, Señor, a «ser» consuelo y amor, caridad y perdón, alegría y entrega! ¡Llena, Señor, mi pobre corazón con tu infinita misericordia y hazlo sensible a los sufrimientos de los que me rodean para que nadie experimente un rechazo de mi corazón! ¡Quiero sentir, Señor, como tú y valorar las cosas como las valoras tú porque tú eres el centro, el principio y el fin de todo! ¡Quiero infundir en mi entorno más cercano los valores evangélicos que tu me enseñas! ¡Quiero amar como amas Tú porque nos has dado la vida y te haces presente en la Eucaristía con Amor para que mi vida se convierta en respeto hacia el "misterio" de cada persona y de cada acontecimiento humano! ¡Quiero «ser», Señor, sacrificio para los demás!
No es como yo, cantamos hoy con Jesús Adrián Romero:


¿Por qué te agobias tanto?

¿Por que te confundes y te agitas ante los problemas de la vida? Déjame el cuidado de todas tus cosas y todo te irá mejor. Cuando te abandones en mí todo se resolverá con tranquilidad según mis designios. No te desesperes, no me dirijas una oración agitada, como si quisieras exigirme el cumplimiento de tu deseos. Cierra tus ojos del alma y dime con calma: “Jesús yo en ti confío”.

Evita las preocupaciones y angustias y los pensamientos sobre lo que pueda suceder después. No estropees mis planes, queriéndome imponer tus ideas. Déjame ser Dios y actuar con libertad. Abandónate confiadamente en mí. Reposa en mí y deja en mis manos tu futuro.


Dime frecuentemente: “Jesús, yo confío en ti”. Lo que más daño te hace es tu razonamiento y tus propias ideas y querer resolver las cosas a tu manera. Cuando me dices: Jesús, yo confío en ti, no seas como el paciente que le pide al médico que lo cure, pero le sugiere el modo de hacerlo. Déjate llevar en mis brazos divinos, no tengas miedo, YO TE AMO. Si crees que las cosas empeoran o se complican a pesar de tu oración, sigue confiando. Cierra los ojos del alma y confía.

Continúa diciéndome a toda hora: “Jesús yo confío en ti”. Necesito las manos libres para poder obrar. No me ates con tus preocupaciones inútiles. Las fuerzas de la oscuridad quieren eso: agitarte, angustiarte, quitarte la paz. Confía solo en Mí, abandónate en Mí. Así que no te preocupes, echa en Mí todas tus angustias y duerme tranquilamente. Dime siempre: Jesús yo confío en Ti y verás grandes milagros.

La caridad de la comprensión

La caridad de la comprensión
El amor es la raíz fundamental y más profunda de la amabilidad. En definitiva, es lo que nos enseñó Cristo y lo que nos han enseñado los santos a lo largo de la historia. Por eso, como cristiano tengo que ser siempre comprensivo con mi prójimo.
Comprensión es juzgar a mi semejante colocándome en su lugar, en sus circunstancias, en su ambiente, con su mentalidad... Preguntarse qué haría yo en su lugar. Probablemente con su entendimiento sencillo, con su formación escasa, con sus pasiones desordenadas, con sus sufrimientos, con sus necesidades humanas, con su falta de experiencia... yo sería mucho peor, incluso, hubiera actuado mucho peor que él.
Como cristiano debo transigir siempre, disculpar siempre, ser indulgente siempre, caritativo siempre, considerado siempre, generoso siempre, amable siempre...
El ser humano no está creado en serie, cada uno tiene un molde que lo identifica como algo único y cada uno piensa en función de sus necesidades y como hijo de un mismo Padre no puedo juzgarlo para no ser yo juzgado... porque fácilmente me equivocaré.
La raíz sobre la que sustenta la caridad es la comprensión y ésta, al igual que hizo Jesucristo, pasa por ir por el mundo sembrando el bien, perdonando con amor, eliminando los rencores que anidan en el corazón y anhelando siempre beneficiar a las personas que me rodean. Es una manera de poner en práctica ese mandamiento del Señor: «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente y amarás al prójimo como a ti mismo».
¡Un ideal perfecto que deseo poner en práctica!

¡Señor Jesús, por la virtud de la humildad y del Amor Santo, ayúdame a no juzgar a los que me rodean! ¡Recuérdame siempre, Señor, que no debo presuponer los motivos de las acciones de los demás! ¡Elimina de mi corazón cualquier tipo de juicio y crítica y, a través del Amor Santo, lléname de una actitud amorosa e indulgente, compasiva y amable! ¡No permitas que sea el complacido, sino que sea yo el siervo de todos, el que busque complacer al prójimo! ¡Ayúdame a ser comprensivo con las necesidades de los demás, asumir su propio dolor, su sufrimiento, sus necesidades, y entregarme siempre con amor y generosidad! ¡Ayúdame a ser un auténtico samaritano! ¡Espíritu Santo, dame el don de ser virtuoso, generoso, sencillo, indulgente, entregado, misericordioso, magnánimo, servicial, amable, caritativo, considerado…ser en definitiva como era Jesús!
De Benjamin Britten escucharmos su cantata Ad majorem Dei Gloriam:

“Hagamos una iglesia tan grande que nos tomen por locos

Santa María de La Sede, en Sevilla, es la catedral gótica más grande del mundo. Pero ¿por qué?


Quizá es poco sabido que los restos de Cristóbal Colón, junto a los de Fernando III “El Santo” y Alfonso X “El Sabio”, reposan en Santa María de La Sede, la catedral sevillana que ostenta el título de ser la edificación gótica más grande del mundo. Alguien podría pensar que  esa es razón suficiente para justificar la construcción de una iglesia de semejantes dimensiones. Después de todo, estamos hablando del explorador que, justo en el mismo año en el que Isabel La Católica reconquistaba la Península Ibérica de manos del califato, expandió los territorios de la corona española mucho más allá de lo que cualquiera podría haber imaginado. Así, tiene sentido que la famosa Giralda, la torre campanario de la catedral, tenga una altura  de 104 metros.
Pero, aparentemente, las razones son otras. De hecho, la construcción de la catedral se inició en 1402 (algunos dicen que en 1434), de modo que nada tiene que ver el tamaño del templo con Colón. Tiene más que ver, eso sí, con la reconquista que la ciudad en el año de 1248.
Cuando la ciudad fue recuperada de manos del califato, la mezquita mayor fue consagrada y fue entonces nombrada catedral de la arquidiócesis, pero después de poco más de cien años de uso la mezquita fue demolida. Algunas voces aseguran que la edificación ya se encontraba en un estado lamentable, mientras que la tradición oral local asegura que la intención de los canónigos era la de hacer “una iglesia tan hermosa y tan grandiosa que los que la vieren labrada nos tengan por locos”. De hecho, según se lee en el acta capitular del día de inicio de la construcción, la nueva obra debía ser “una tal y tan buena, que no haya otra su igual”. Muy posiblemente, se trataba de una declaración, simbólica y contundente, de la reconquista del lugar.

En el vídeo que adjuntamos, compartido inicialmente en el canal de YouTube de Sevilla360, se aprecia la maravillosa arquitectura mudéjar, gótica, renacentista, barroca y académica (que hay que decirlo, al templo se le ha hecho de todo a lo largo de los años) de Santa María de La Sede.

En compañía de san José

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Último fin de semana de septiembre con la Sagrada Familia en nuestro corazón. Cada vez que medito la figura de San José, al que tengo gran estima y devoción, me sorprende su actitud en el amor, una actitud de negación total, un amor repleto de renuncias pero repleto de los valores supremos del amor humano. Porque a San José le sobrepasaba el destino dispuesto por Dios a la Virgen. Sin embargo, él fue el compañero generoso, fiel, comprensivo, fuerte, amoroso, honrado, entregado, sacrificado, profundamente amante, valedor de la gloria de Dios… A José todo le vino por la Virgen María y en María encontró a la mujer perfecta, el camino para llevarle a Dios en la plenitud de la pureza. Dios puso en manos de San José la custodia de Jesús y de María, a la Iglesia misma, del que convirtió en patrono supremo. A San José se le exigió humildad, sumisión a la voluntad de Dios, una fe ciega difícil de aceptar, una entrega absoluta y total. Tuvo la recompensa de que Cristo —al que formó humanamente— le llamó «papá» y María «esposo mío» y los tres juntos recorrieron con amor y armonía los caminos de su vida.
José, esposo de María, padre adoptivo de Jesús, te doy también a ti el corazón y el alma mía.

Acompaño a esta meditación la oración que cada día rezo a san José: Concédenos tu protección paternal, te lo suplicamos por el Sagrado Corazón de Jesús y el Corazón Inmaculado de María.

Oh, tú, cuyo poder se extiende a todas nuestras necesidades y sabes hacer posibles las cosas más imposibles, abre tus ojos de padre sobre las necesidades de tus hijos.
En la angustia y la pena que nos oprimen,recurrimos a ti confianza.
Dígnate tomar bajo tu caritativa dirección este importante y difícil asunto, causa de nuestra inquietud (mencionar la necesidad).
Haz que su feliz desenlace redunde en la gloria de Dios y para el bien de sus devotos servidores.
Oh tú, que nunca has sido invocado en vano, amable San José, tú que eres tan influyente ante Dios que de ti se ha podido decir: “En el Cielo, san José más que implorar, manda”, tierno padre, ruega a Jesús por nosotros, ora a María por nosotros.
Sé nuestro abogado ante ese divino Hijo de quien has sido el padre adoptivo aquí en la Tierra, tan atento, tan amante y su fiel protector.
Sé nuestro abogado ante María, de quien has sido esposo tan amante y tan tiernamente amado.
Agrega a todas tus glorias la de ganar la difícil causa que te confiamos.
Nosotros creemos sí, nosotros creemos que puedes cumplir nuestros deseos, liberándonos de las penas que nos agobian y de las amarguras que impregnan nuestra alma.
Tenemos, además, la firme certeza de que no escatimarás nada a favor de los afligidos que te imploran.
Humildemente postrados a tus pies, buen San José, te conjuramos, ten piedad de nuestros gemidos y de nuestras lágrimas.
Cúbrenos con el manto de tus misericordias y bendícenos. Amén.


Y como no podía ser menos acompañamos hoy esta oración con un hermoso cántico a san José:

jueves, 22 de septiembre de 2016

Jesús es lo que es

 Cada día la televisión ocupa menos espacio en mi vida. Tan poco espacio que hay semanas que se convierte en un elemento decorativo más de mi salón. No soporto el culto al famoseo de vodevil, gentes sin hondura interior que se han convertido en los nuevos ídolos de la sociedad, dioses en miniatura, dioses falsos que manipulan nuestras conciencias y tratan de hacernos perder el sentido de lo religioso y de lo trascendente. Personajes famosos por sus amoríos, por sus escándalos, por su dinero, por sus infidelidades, por sus excesos… por su inconsistencia, sus miserias más o menos ocultas que el mundo admira porque quieren parecerse a ellos. Pero la verdad desnuda siempre al hombre, esos ídolos de barro caen y son sustituidos por otros igual de efímeros y insustanciales.
Me apena contemplar como Jesús no se convierte en un referente para la gente. Te fijas en Él y lo que te llama la atención de su persona no es la vacuidad de sus palabras, ni la magnificencia de sus gestos «artificialmente» programados, ni el «áurea» que le rodea, ni la elegancia en su vestir, ni el porte de gentleman elegante… Jesús llama la atención por sí mismo porque no necesita revestimientos para llegar al corazón del hombre. Porque es la transparencia de su mirada y la claridad de su corazón y la verdad de sus palabras lo que te seduce. Jesús no tiene que aparentar nada. Jesús es lo que es. Y en ese «es» radica su grandeza.
Me impresiona la frase de Cristo a Zaqueo: «Hoy la salvación ha entrado en tu casa». Es una llamada a la trasparencia del corazón, a abajarse del orgullo, de la prepotencia, del aparentar, del servir en lugar de ser servido. A reconocernos en muestra nada. En la sinceridad de nuestra vida sencilla. Es una llamada a aparcar en la vida lo superficial, lo baladí, los ídolos de barro que jalonan nuestra vida, lo vacuo de esta sociedad vacua que impide a Dios hospedarse en este mundo demasiado lanzado por el querer tener y carecer de felicidad auténtica. El fin es claro, pero ¡cuánto cuesta a veces aplicárselo!

¡Señor, eres grande y bueno! ¡Entra en mi cada para que, como Zaqueo, obtenga la salvación de mi alma! ¡Tú nos dices “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré”! ¡Aquí estoy, Señor, para que serenes mi corazón y pueda descansar en ti, confiar en ti, esperar en ti! ¡Ayúdame, Señor, a no sostenerme en ídolos de barro sino en Ti que nunca me dejarás abandonado! ¡Te pido, Jesús, que me enseñes a descubrir la justa medida de las cosas, de los problemas, de las necesidades que paso, de la dificultades, de las infidelidades, de los sufrimientos...! ¡Quiero que te conviertas en mi referente! ¡Envíame tu Espíritu para que llene mi corazón con sus siete sagrados dones de sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios! ¡Con la ayuda y la fuerza de tu Espíritu, Señor, ayúdame a desprenderme del orgullo, de la soberbia, de la vanidad, del egoísmo, de la prepotencia, de lo superficial,?del aparentar, del servir en lugar de ser servido! ¡A reconocerme en mi nada! ¡Por eso, Señor, como Zaqueo quiero conocerte mejor aunque tantas cosas a mi alrededor que me lo impiden y me distraen! ¡Mírame Jesús, con el amor con que miraste a Zaqueo, y yo te prometo que no te abandonaré jamás! ¡Yo sé, Señor, que quien te deja entrar en su vida no pierde sino que su vida se transforma! ¡Ayúdame Jesús a tener la experiencia de Zaqueo y no tener miedo de abrirte de par en par las puertas de mi corazón!
Con la música de Taizé acompañamos hoy esta meditación:

sábado, 17 de septiembre de 2016

En camino con la Virgen

En camino con la Virgen
Yo siento que voy en camino. Y me gusta cogerme de la mano de la Virgen, ella también caminó por la senda de la fe. María no lo comprendió todo desde el primer instante, tuvo que ir desde el día de la Encarnación paso a paso, despacio, asimilando todo lo que había vivido desde aquel día en que el Ángel se le apareció en su aldea de Nazaret. Con los años, en la quietud de su vida, guardó todas las cosas conservándolas en su corazón y meditándolas a la luz del Espíritu Santo.

Ella vio crecer a Jesús, vislumbró en Él su sabiduría, iluminó su fe a la luz de aquel Niño al que había engendrado. Creció en el amor, en ese amor que se sustenta en la fe. Por eso el camino de la Virgen es el camino en la fe. Es el camino de la entrega perfecta, de la entrega interior, de la entrega absoluta. Para la persona que ama no es imprescindible el saber, y el comprender, ni el ver. A la persona que ama le es suficiente el sentir y aceptar lo que el otro siente porque es entonces cuando su amor se afirma sobre sus sentimientos y sus necesidades.
María caminó en la fe porque evidenció desde muy joven la prueba de la fe. Con los años, con la madurez interior que ofrece la experiencia, escudriñando todo aquello que conservaba en el corazón, María pudo permanecer en silencio y en oración a los pies de la Cruz e, incluso, mantenerse en silencio y en aquella pequeña casa de Jerusalén mientras las otras mujeres corrían alegres a encontrarse con Jesús en el sepulcro porque su fe estaba arraigada en su corazón y era mucho más fuerte que los impulsos de los sentimientos.
María comprendió y asimiló que todo es exigencia del amor. ¡Qué pedagogía la escuela de María para un corazón duro como puede ser el mío!

¡María, Madre, maestra y modelo, Señora del «sí», Tú viviste con sencillez la fe en tu entrega cotidiana, en tu singular e íntimo diálogo con Jesús, en tu vida callada de oración! ¡Tu fe te permitió comprender y poner en práctica toda la voluntad de Dios! ¡María, Tú me enseñas que en la sencillez de lo cotidiano, en las preocupaciones del día día, en los trabajos sencillos de mí quehacer diario, en las atenciones a los demás, en los gestos pequeños y desinteresados que suponen una entrega a los que me rodean es donde desarrollaste una relación íntima, singular, humilde y de profundo diálogo con Dios y con tu Hijo! ¡Es en el abrazo cotidiano de la fe, en el «sí» sin condiciones, en la meditación de cada acontecimiento en el corazón a la luz del Espíritu Santo, para comprender y poner en práctica la voluntad de Dios, donde está mi crecimiento como cristiano! ¡Dame un poco de esta fe y de este amor para darle un «sí» sin condiciones al Señor!¡Dame un poco de esta fe y de amor para renunciar a mi yo, a mis egoísmos, y entregar siempre mi vida a Dios y a los demás!
Quiero decir que sí como Tú María:

En unidad con Dios

En unidad con Dios
El corazón es lo más misterioso y maravilloso del ser humano. Es el corazón el que nos predispone a la oración para el encuentro con Dios, a la apertura a Dios. Hay un corazón del corazón. ¿Y cuál es la clave para la apertura del corazón? El amor.
Cuando uno siente un amor por la vida y por Dios ese amor se convierte en una llama ardiente. Cuando uno se desprende de su yo para ponerle a Él surge una unicidad total con el Dios de la vida. ¡Que fácil resulta para Dios entrar en un corazón sencillo, sin cadenas de ningún tipo, sin pliegues que lo arruguen! Es ofrecer por completo el corazón a Dios para que él actúe a través de mí. Porque en el fondo de mi corazón está mi yo pero también se encuentra Él que es parte intrínseca mía ya que yo he sido hecho a su imagen y semejanza.
¡Cuántas veces busco fuera de mí cuando todo lo puedo tener dentro de mi! Aspiro —aspiro porque estoy a mil leguas todavía— a lograr la unidad con el Señor, alcanzar la vida en plenitud con Él. Es un anhelo ardiente, que sé que tardaré en lograr por mis múltiples imperfecciones. Pero sé también que mi vida espiritual y su desarrollo dependen del tipo de relación que mantenga con Jesús. Y que mi vida cristiana no está y no debe estar nunca basada en normas o imposiciones morales si no en una relación de comunión y de amor muy estrecho con Cristo en esa entrega de Jesús hacia mí y de mi persona hacia Él.

¡Te doy gracias, Dios mío, por toda la obra que tu Hijo Jesucristo ha hecho en mi vida, por su muerte, su resurrección y su ascensión y como se hace presente en la Iglesia y en mi vida cristiana! ¡Todo obedece a tu amor y no hay mayor expresión de este amor que el habernos entregado a su Jesús! ¡Quiero vivir en Cristo y como Él quiere vivir en mi, que pertenezco a esta a comunidad de amor que es la Iglesia, donde amamos y somos amados! ¡Para lograr la plenitud contigo deseo tus dones o recibir todas aquellas cosas que Tu me envía, necesitamos poseerte y experimentar tu amor en plenitud! ¡Te amo porque eres mi mayor prioridad! ¡Soy consciente de que no vivo en plenitud contigo a pesar de que te busco, a pesar de que intuyo que mi propósito es vivir en plenitud, y te pido perdón cuando fallo en ese intento de alcanzarla! ¡Te confieso, Jesús, como mi soberano absoluto, como el Señor de mi vida, y creo sinceramente que tú has resucitado para darme la vida! ¡Perdona todos mis pecados y me comprometo a obedecerte y vivir para ti por el resto de mi vida!
Hoy celebramos La fiesta de Nuestra Señora de los Dolores que conmemorar los Siete Dolores que tradicionalmente se han considerado como los más profundos en la vida y en el corazón de la Virgen María. Ponemos en sus manos nuestros sufrimientos, penas, angustias y dolores: ¡Oh Maria, Madre de Jesucristo y Madre Nuestra, te ofrecemos nuestras cruces al igual que permaneciste junto a la Cruz de tu Hijo! ¡Te pido sostengas nuestra fe para que nunca apartemos la mirada del rostro de Cristo en quien, durante su sufrimiento en la Cruz, la cruz se hizo patente el amor inmenso de Dios! ¡Madre de la esperanza, danos un corazón capaz de amar sirviendo en medio de las dificultades! ¡Santísima Virgen de Dolores, ruega por nosotros!
Por mi murió, cantamos hoy:

Cree en el Señor… y te salvarás

cree en Dios y te salvaras
Hoy de nuevo busco una palabra que me ilumine en la oración. Esta sencilla frase abre mi corazón a la plegaria: «Cree en el Señor Jesús y te salvaras, tú y tu familia». Surge en un momento importante de mi vida. Y doy gracias. Doy gracias porque además de creer en Él, Jesús cree en mí. Cree en cada uno de nosotros. Jesús cree en mí y me llama. Tal y como soy, tal y como estoy viviendo hoy. Con mis sentimientos de culpabilidad, de tristeza y de alegría, de resentimiento y de esperanza... Jesús me ama y cree en mí, como cree en todos y cada uno de los lectores de esta página, tal y como somos, como sentimos, como amamos, como nos preocupamos de los demás, como experimentamos nuestras experiencias personales.
Jesús me ama incluso en los resentimientos que lastran mi vida, en las heridas que hieren mi corazón, sean más o menos profundas, por el estado de ánimo que esté sufriendo en este momento, sea bueno o malo. Me ama incluso aunque esté dolido con Él porque esté viviendo un momento de desesperación o de sufrimiento. Me ama incluso si estoy disgustado con Él porque pienso que no escucha —en apariencia— mi oración.
Pero Jesús me —nos— ama con amor eterno. ¡Qué consuelo! Nos ama y quiere seguir entrando en lo más profundo de nuestro corazón. Pero Jesús no sólo me ama. Cree en mí. Confía en mi. Cree y confía en nosotros. Nos conoce mejor que nosotros nos conocemos. Desea nuestra felicidad. Desea nuestra felicidad más que la deseamos nosotros. Él nos —me— conoce antes de crearnos. Conoce nuestra situación actual, conoce lo que ocurrirá en el futuro. Sabe lo que va a ser de nuestra vida antes de habernos creado y nos amaba antes y nos ama ahora.
Me siento inmensamente feliz. Me siento inmensamente feliz porque Cristo cree en mí y me acepta como soy. Me siento profundamente amado y aceptado por lo que soy, por lo que tengo y por lo que siento. Por eso hoy le digo al Señor que quiero tocar su manto para ser sanado. Que quiero aceptar su amor por mí y de esta manera sanar todas las heridas de amargura, de sufrimiento, de dolor, de tristeza, de resentimiento, todas aquellas cosas que están en el centro de mis dificultades personales. Que si soy incapaz amarme a mí mismo es muy difícil que pueda también aceptar el amor que Jesús siente por mí y darlo a los demás.

¡Señor yo creo en ti! ¡Ayuda mi incredulidad! ¡Creo verdaderamente, Señor, que si tocó tu manto me sanaré y sentiré tu amor! ¡Sentiré como me amas de verdad! ¡Sentiré como crees en mí! ¡Por eso pido que te envíes tu Espíritu a mi corazón y a mi mente para que me enseñe a conocerte más profundamente, amarte más profundamente y experimentar como me amas! ¡Jesús, me dirijo a ti buscando como tú me buscas a mí, buscando tu amor, mendigando tu amor!
Solo cree en Jesús cantamos hoy con alegría:

jueves, 15 de septiembre de 2016

El árbol de la cruz

Una vez una persona andaba buscando al Señor. Le habían hablado de una invitación que hacía a todos para llegar hasta su Reino, donde dicen que tenía reservada una morada para cada uno de sus amigos, y él también tenía ganas de ser amigo del Señor. ¿Por qué no? Si otros lo habían logrado, ¿qué le impedía a él llegar a ser uno de ellos?

Averiguando acerca del paradero, se enteró de que el Señor se había ido monte adentro con un hacha, a fin de preparar para cada uno de sus amigos, lo que necesitaría para el viaje y se marchó a buscarlo. Los golpes del hacha lo fueron guiando hasta una isleta. Atravesó el bosque tratando de acercarse al lugar de donde provenían los golpes. Al fin llegó y se encontró con el mismísimo Señor que estaba preparando las cruces para cada uno de sus amigos, antes de partir hacia su casa, a fin de disponer un lugar para cada uno.

-¿ Qué estás haciendo? -le preguntó el joven al Señor.

-Estoy preparando a cada uno de mis amigos la cruz con la que tendrán que cargar para seguirme y así poder entrar en mi Reino.

-¿Puedo ser yo también uno de tus amigos? -volvió a preguntar el muchacho-

-¡Claro que sí! -le dijo Jesús-. Es lo que estaba esperando que me pidieras. Si quieres serlo de verdad, tendrás que tomar también tu cruz y seguir mis huellas. Yo tengo que adelantarme para ir a prepararles un lugar.

-¿Cuál es mi cruz, Señor?

-Esta que acabo de hacer. Sabiendo que venías y viendo que los obstáculos no te detenían, me dispuse a preparártela especialmente y con cariño para ti.

La verdad que muy, muy preparada no estaba. Se trataba prácticamente de dos troncos cortados a hacha, sin ningún tipo de terminación ni arreglos. Las ramas de los troncos habían sido cortadas de abajo hacia arriba, por lo que sobresalían pedazos por todas partes. Era una cruz de madera dura, bastante pesada, y sobre todo muy mal terminada. El joven al verla pensó que el Señor no se había esmerado demasiado en preparársela. Pero como quería realmente entrar en el Reino, se decidió a cargarla sobre sus hombros, comenzando el largo camino, con la mirada en las huellas del Maestro. Y cargó la incómoda cruz. Hizo también su aparición el diablo, es su costumbre hacerse presente en estas ocasiones, y en aquella circunstancia no fue diferente, porque donde anda Dios, acude el diablo.

Desde atrás le pegó el grito al joven que ya se había puesto en camino.

-¡Olvidaste algo! Extrañado por aquella llamada, miró hacia atrás y vio al diablo muy comedido, que se acercaba sonriente con el hacha en la mano para entregársela.

-Pero ¿cómo? ¿ También tengo que llevarme el hacha? - preguntó molesto el muchacho.

-No sé -dijo el diablo haciéndose el inocente. Pero creo es conveniente que te la lleves por lo que pueda pasar en el camino. Por lo demás, sería una lástima dejar abandonada un hacha tan bonita.

La propuesta le pareció tan razonable, que sin pensar demasiado, tomó el hacha y reanudó su camino. Duro camino, por varios motivos. Primero, y sobre todo, por la soledad. Él creía que lo haría con la visible compañía del Maestro. Pero resulta que se había ido, dejando solo sus huellas.

Siempre la cruz encierra la soledad, y a veces la ausencia que más duele en este camino es la de no sentir a Dios a nuestro lado. Algo así como si nos hubiera abandonado.

El camino también era duro por otros motivos. En realidad no había camino. Simplemente eran huellas por el monte. Hacía frío en aquel invierno y la cruz era pesada. Sobre todo, era molesta por su falta de terminación. Parecía como que las salientes se empeñaran en engancharse por todas partes a fin de retenerlo. Y se le incrustaban en la piel para hacerle más doloroso el camino.

Una noche particularmente fría y llena de soledad, se detuvo a descansar en un descampado. Depositó la cruz en el suelo, a la vez que tomó conciencia de la utilidad que podría brindarle el hacha. Quizá el Maligno -que lo seguía a escondidas- ayudó un poco arrimándole la idea mediante el brillo del instrumento.

Lo cierto es que el joven se puso a arreglar la cruz. Con calma y despacito le fue quitando los nudos que más le molestaban, suprimiendo aquellos muñones de ramas mal cortadas, que tantos disgustos le estaban proporcionando en el camino. Y consiguió dos cosas.

Primero, mejorar el madero. Y segundo, consiguió reunir un montoncito de leña que le vino como mandado a pedir para prepararse una hoguera con el que calentar sus manos ateridas. Y así esa noche durmió tranquilo.

A la mañana siguiente reanudó su camino. Y noche a noche su cruz fue mejorada, pulida por el trabajo que en ella iba realizando.

Mientras su cruz mejoraba y se hacía más llevadera, conseguía también tener la madera necesaria para hacer fuego cada noche.

Casi se sintió agradecido al demonio porque le había hecho traerse el hacha consigo. Después de todo había sido una suerte contar con aquel instrumento que le permitía el trabajo sobre su cruz.

Estaba satisfecho con la tarea, y hasta sentía un pequeño orgullo por su obra de arte. La cruz tenía ahora un tamaño razonable y un peso mucho menor. Bien pulida, brillaba a los rayos del sol, y casi no molestaba al cargarla sobre sus hombros. Achicándola un poco más, llegaría finalmente a poder levantarla con una sola mano como un estandarte para así identificarse ante los demás como seguidor del crucificado. Y si le daban tiempo, podría llegar a acondicionarla hasta tal punto que llegaría al Reino con la cruz colgada de una cadenita al cuello como un adorno sobre su pecho, para alegría de Dios y testimonio ante los demás.

Y de este modo consiguió su meta, es decir, sus metas. Porque para cuando llegó a las murallas del Reino, se dio cuenta de que gracias a su trabajo, estaba descansado y además podía presentar una cruz muy bonita, que ciertamente quedaría como recuerdo en la Casa del Padre.

Pero no todo fue tan sencillo. Resulta que la puerta de entrada al Reino estaba colocada en lo alto de la muralla. Se trataba de una puerta estrecha, abierta casi como una ventana a un altura imposible de alcanzar.

Llamó a gritos, anunciando su llegada. Y desde lo alto se le apareció el Señor invitándolo a entrar.

-Pero, ¿cómo, Señor? No puedo. La puerta está demasiado alta y no la alcanzo.

-Apoya la cruz contra la muralla y luego trepa por ella utilizándola como escalera -le respondió Jesús-. Yo te dejé a propósito los nudos para que te sirviera. Además tiene el tamaño justo para que puedas llegar hasta la entrada.

En ese momento el joven se dio cuenta de que realmente la cruz recibida habia tenido sentido y que de verdad el Señor la había preparado bien. Sin embargo, ya era tarde. Su pequeña cruz, pulida, y recortada, le parecía ahora un juguete inútil. Era muy bonita pero no le servía para entrar. El diablo, astuto como siempre, había resultado mal consejero y peor amigo.

Pero, el Señor es bondadoso y compasivo. No podía ignorar la buena voluntad del muchacho y su generosidad en querer seguirlo. Por eso le dio un consejo y otra oportunidad.

-Vuelve sobre tus pasos. Seguramente en el camino encontrarás a alguno que ya no puede más, y ha quedado aplastado bajo su cruz. Ayúdale tú a traerla. De esta manera tú le posibilitarás que logre hacer su camino y llegue. Y él te ayudará a ti a que puedas entrar...Una vez una persona andaba buscando al Señor. Le habían hablado de una invitación que hacía a todos para llegar hasta su Reino, donde dicen que tenía reservada una morada para cada uno de sus amigos, y él también tenía ganas de ser amigo del Señor. ¿Por qué no? Si otros lo habían logrado, ¿qué le impedía a él llegar a ser uno de ellos?

Averiguando acerca del paradero, se enteró de que el Señor se había ido monte adentro con un hacha, a fin de preparar para cada uno de sus amigos, lo que necesitaría para el viaje y se marchó a buscarlo. Los golpes del hacha lo fueron guiando hasta una isleta. Atravesó el bosque tratando de acercarse al lugar de donde provenían los golpes. Al fin llegó y se encontró con el mismísimo Señor que estaba preparando las cruces para cada uno de sus amigos, antes de partir hacia su casa, a fin de disponer un lugar para cada uno.

-¿ Qué estás haciendo? -le preguntó el joven al Señor.

-Estoy preparando a cada uno de mis amigos la cruz con la que tendrán que cargar para seguirme y así poder entrar en mi Reino.

-¿Puedo ser yo también uno de tus amigos? -volvió a preguntar el muchacho-

-¡Claro que sí! -le dijo Jesús-. Es lo que estaba esperando que me pidieras. Si quieres serlo de verdad, tendrás que tomar también tu cruz y seguir mis huellas. Yo tengo que adelantarme para ir a prepararles un lugar.

-¿Cuál es mi cruz, Señor?

-Esta que acabo de hacer. Sabiendo que venías y viendo que los obstáculos no te detenían, me dispuse a preparártela especialmente y con cariño para ti.

La verdad que muy, muy preparada no estaba. Se trataba prácticamente de dos troncos cortados a hacha, sin ningún tipo de terminación ni arreglos. Las ramas de los troncos habían sido cortadas de abajo hacia arriba, por lo que sobresalían pedazos por todas partes. Era una cruz de madera dura, bastante pesada, y sobre todo muy mal terminada. El joven al verla pensó que el Señor no se había esmerado demasiado en preparársela. Pero como quería realmente entrar en el Reino, se decidió a cargarla sobre sus hombros, comenzando el largo camino, con la mirada en las huellas del Maestro. Y cargó la incómoda cruz. Hizo también su aparición el diablo, es su costumbre hacerse presente en estas ocasiones, y en aquella circunstancia no fue diferente, porque donde anda Dios, acude el diablo.

Desde atrás le pegó el grito al joven que ya se había puesto en camino.

-¡Olvidaste algo! Extrañado por aquella llamada, miró hacia atrás y vio al diablo muy comedido, que se acercaba sonriente con el hacha en la mano para entregársela.

-Pero ¿cómo? ¿ También tengo que llevarme el hacha? - preguntó molesto el muchacho.

-No sé -dijo el diablo haciéndose el inocente. Pero creo es conveniente que te la lleves por lo que pueda pasar en el camino. Por lo demás, sería una lástima dejar abandonada un hacha tan bonita.

La propuesta le pareció tan razonable, que sin pensar demasiado, tomó el hacha y reanudó su camino. Duro camino, por varios motivos. Primero, y sobre todo, por la soledad. Él creía que lo haría con la visible compañía del Maestro. Pero resulta que se había ido, dejando solo sus huellas.

Siempre la cruz encierra la soledad, y a veces la ausencia que más duele en este camino es la de no sentir a Dios a nuestro lado. Algo así como si nos hubiera abandonado.

El camino también era duro por otros motivos. En realidad no había camino. Simplemente eran huellas por el monte. Hacía frío en aquel invierno y la cruz era pesada. Sobre todo, era molesta por su falta de terminación. Parecía como que las salientes se empeñaran en engancharse por todas partes a fin de retenerlo. Y se le incrustaban en la piel para hacerle más doloroso el camino.

Una noche particularmente fría y llena de soledad, se detuvo a descansar en un descampado. Depositó la cruz en el suelo, a la vez que tomó conciencia de la utilidad que podría brindarle el hacha. Quizá el Maligno -que lo seguía a escondidas- ayudó un poco arrimándole la idea mediante el brillo del instrumento.

Lo cierto es que el joven se puso a arreglar la cruz. Con calma y despacito le fue quitando los nudos que más le molestaban, suprimiendo aquellos muñones de ramas mal cortadas, que tantos disgustos le estaban proporcionando en el camino. Y consiguió dos cosas.

Primero, mejorar el madero. Y segundo, consiguió reunir un montoncito de leña que le vino como mandado a pedir para prepararse una hoguera con el que calentar sus manos ateridas. Y así esa noche durmió tranquilo.

A la mañana siguiente reanudó su camino. Y noche a noche su cruz fue mejorada, pulida por el trabajo que en ella iba realizando.

Mientras su cruz mejoraba y se hacía más llevadera, conseguía también tener la madera necesaria para hacer fuego cada noche.

Casi se sintió agradecido al demonio porque le había hecho traerse el hacha consigo. Después de todo había sido una suerte contar con aquel instrumento que le permitía el trabajo sobre su cruz.

Estaba satisfecho con la tarea, y hasta sentía un pequeño orgullo por su obra de arte. La cruz tenía ahora un tamaño razonable y un peso mucho menor. Bien pulida, brillaba a los rayos del sol, y casi no molestaba al cargarla sobre sus hombros. Achicándola un poco más, llegaría finalmente a poder levantarla con una sola mano como un estandarte para así identificarse ante los demás como seguidor del crucificado. Y si le daban tiempo, podría llegar a acondicionarla hasta tal punto que llegaría al Reino con la cruz colgada de una cadenita al cuello como un adorno sobre su pecho, para alegría de Dios y testimonio ante los demás.

Y de este modo consiguió su meta, es decir, sus metas. Porque para cuando llegó a las murallas del Reino, se dio cuenta de que gracias a su trabajo, estaba descansado y además podía presentar una cruz muy bonita, que ciertamente quedaría como recuerdo en la Casa del Padre.

Pero no todo fue tan sencillo. Resulta que la puerta de entrada al Reino estaba colocada en lo alto de la muralla. Se trataba de una puerta estrecha, abierta casi como una ventana a un altura imposible de alcanzar.

Llamó a gritos, anunciando su llegada. Y desde lo alto se le apareció el Señor invitándolo a entrar.

-Pero, ¿cómo, Señor? No puedo. La puerta está demasiado alta y no la alcanzo.

-Apoya la cruz contra la muralla y luego trepa por ella utilizándola como escalera -le respondió Jesús-. Yo te dejé a propósito los nudos para que te sirviera. Además tiene el tamaño justo para que puedas llegar hasta la entrada.

En ese momento el joven se dio cuenta de que realmente la cruz recibida habia tenido sentido y que de verdad el Señor la había preparado bien. Sin embargo, ya era tarde. Su pequeña cruz, pulida, y recortada, le parecía ahora un juguete inútil. Era muy bonita pero no le servía para entrar. El diablo, astuto como siempre, había resultado mal consejero y peor amigo.

Pero, el Señor es bondadoso y compasivo. No podía ignorar la buena voluntad del muchacho y su generosidad en querer seguirlo. Por eso le dio un consejo y otra oportunidad.

-Vuelve sobre tus pasos. Seguramente en el camino encontrarás a alguno que ya no puede más, y ha quedado aplastado bajo su cruz. Ayúdale tú a traerla. De esta manera tú le posibilitarás que logre hacer su camino y llegue. Y él te ayudará a ti a que puedas entrar...Una vez una persona andaba buscando al Señor. Le habían hablado de una invitación que hacía a todos para llegar hasta su Reino, donde dicen que tenía reservada una morada para cada uno de sus amigos, y él también tenía ganas de ser amigo del Señor. ¿Por qué no? Si otros lo habían logrado, ¿qué le impedía a él llegar a ser uno de ellos?

Averiguando acerca del paradero, se enteró de que el Señor se había ido monte adentro con un hacha, a fin de preparar para cada uno de sus amigos, lo que necesitaría para el viaje y se marchó a buscarlo. Los golpes del hacha lo fueron guiando hasta una isleta. Atravesó el bosque tratando de acercarse al lugar de donde provenían los golpes. Al fin llegó y se encontró con el mismísimo Señor que estaba preparando las cruces para cada uno de sus amigos, antes de partir hacia su casa, a fin de disponer un lugar para cada uno.

-¿ Qué estás haciendo? -le preguntó el joven al Señor.

-Estoy preparando a cada uno de mis amigos la cruz con la que tendrán que cargar para seguirme y así poder entrar en mi Reino.

-¿Puedo ser yo también uno de tus amigos? -volvió a preguntar el muchacho-

-¡Claro que sí! -le dijo Jesús-. Es lo que estaba esperando que me pidieras. Si quieres serlo de verdad, tendrás que tomar también tu cruz y seguir mis huellas. Yo tengo que adelantarme para ir a prepararles un lugar.

-¿Cuál es mi cruz, Señor?

-Esta que acabo de hacer. Sabiendo que venías y viendo que los obstáculos no te detenían, me dispuse a preparártela especialmente y con cariño para ti.

La verdad que muy, muy preparada no estaba. Se trataba prácticamente de dos troncos cortados a hacha, sin ningún tipo de terminación ni arreglos. Las ramas de los troncos habían sido cortadas de abajo hacia arriba, por lo que sobresalían pedazos por todas partes. Era una cruz de madera dura, bastante pesada, y sobre todo muy mal terminada. El joven al verla pensó que el Señor no se había esmerado demasiado en preparársela. Pero como quería realmente entrar en el Reino, se decidió a cargarla sobre sus hombros, comenzando el largo camino, con la mirada en las huellas del Maestro. Y cargó la incómoda cruz. Hizo también su aparición el diablo, es su costumbre hacerse presente en estas ocasiones, y en aquella circunstancia no fue diferente, porque donde anda Dios, acude el diablo.

Desde atrás le pegó el grito al joven que ya se había puesto en camino.

-¡Olvidaste algo! Extrañado por aquella llamada, miró hacia atrás y vio al diablo muy comedido, que se acercaba sonriente con el hacha en la mano para entregársela.

-Pero ¿cómo? ¿ También tengo que llevarme el hacha? - preguntó molesto el muchacho.

-No sé -dijo el diablo haciéndose el inocente. Pero creo es conveniente que te la lleves por lo que pueda pasar en el camino. Por lo demás, sería una lástima dejar abandonada un hacha tan bonita.

La propuesta le pareció tan razonable, que sin pensar demasiado, tomó el hacha y reanudó su camino. Duro camino, por varios motivos. Primero, y sobre todo, por la soledad. Él creía que lo haría con la visible compañía del Maestro. Pero resulta que se había ido, dejando solo sus huellas.

Siempre la cruz encierra la soledad, y a veces la ausencia que más duele en este camino es la de no sentir a Dios a nuestro lado. Algo así como si nos hubiera abandonado.

El camino también era duro por otros motivos. En realidad no había camino. Simplemente eran huellas por el monte. Hacía frío en aquel invierno y la cruz era pesada. Sobre todo, era molesta por su falta de terminación. Parecía como que las salientes se empeñaran en engancharse por todas partes a fin de retenerlo. Y se le incrustaban en la piel para hacerle más doloroso el camino.

Una noche particularmente fría y llena de soledad, se detuvo a descansar en un descampado. Depositó la cruz en el suelo, a la vez que tomó conciencia de la utilidad que podría brindarle el hacha. Quizá el Maligno -que lo seguía a escondidas- ayudó un poco arrimándole la idea mediante el brillo del instrumento.

Lo cierto es que el joven se puso a arreglar la cruz. Con calma y despacito le fue quitando los nudos que más le molestaban, suprimiendo aquellos muñones de ramas mal cortadas, que tantos disgustos le estaban proporcionando en el camino. Y consiguió dos cosas.

Primero, mejorar el madero. Y segundo, consiguió reunir un montoncito de leña que le vino como mandado a pedir para prepararse una hoguera con el que calentar sus manos ateridas. Y así esa noche durmió tranquilo.

A la mañana siguiente reanudó su camino. Y noche a noche su cruz fue mejorada, pulida por el trabajo que en ella iba realizando.

Mientras su cruz mejoraba y se hacía más llevadera, conseguía también tener la madera necesaria para hacer fuego cada noche.

Casi se sintió agradecido al demonio porque le había hecho traerse el hacha consigo. Después de todo había sido una suerte contar con aquel instrumento que le permitía el trabajo sobre su cruz.

Estaba satisfecho con la tarea, y hasta sentía un pequeño orgullo por su obra de arte. La cruz tenía ahora un tamaño razonable y un peso mucho menor. Bien pulida, brillaba a los rayos del sol, y casi no molestaba al cargarla sobre sus hombros. Achicándola un poco más, llegaría finalmente a poder levantarla con una sola mano como un estandarte para así identificarse ante los demás como seguidor del crucificado. Y si le daban tiempo, podría llegar a acondicionarla hasta tal punto que llegaría al Reino con la cruz colgada de una cadenita al cuello como un adorno sobre su pecho, para alegría de Dios y testimonio ante los demás.

Y de este modo consiguió su meta, es decir, sus metas. Porque para cuando llegó a las murallas del Reino, se dio cuenta de que gracias a su trabajo, estaba descansado y además podía presentar una cruz muy bonita, que ciertamente quedaría como recuerdo en la Casa del Padre.

Pero no todo fue tan sencillo. Resulta que la puerta de entrada al Reino estaba colocada en lo alto de la muralla. Se trataba de una puerta estrecha, abierta casi como una ventana a un altura imposible de alcanzar.

Llamó a gritos, anunciando su llegada. Y desde lo alto se le apareció el Señor invitándolo a entrar.

-Pero, ¿cómo, Señor? No puedo. La puerta está demasiado alta y no la alcanzo.

-Apoya la cruz contra la muralla y luego trepa por ella utilizándola como escalera -le respondió Jesús-. Yo te dejé a propósito los nudos para que te sirviera. Además tiene el tamaño justo para que puedas llegar hasta la entrada.

En ese momento el joven se dio cuenta de que realmente la cruz recibida habia tenido sentido y que de verdad el Señor la había preparado bien. Sin embargo, ya era tarde. Su pequeña cruz, pulida, y recortada, le parecía ahora un juguete inútil. Era muy bonita pero no le servía para entrar. El diablo, astuto como siempre, había resultado mal consejero y peor amigo.

Pero, el Señor es bondadoso y compasivo. No podía ignorar la buena voluntad del muchacho y su generosidad en querer seguirlo. Por eso le dio un consejo y otra oportunidad.

-Vuelve sobre tus pasos. Seguramente en el camino encontrarás a alguno que ya no puede más, y ha quedado aplastado bajo su cruz. Ayúdale tú a traerla. De esta manera tú le posibilitarás que logre hacer su camino y llegue. Y él te ayudará a ti a que puedas entrar...Una vez una persona andaba buscando al Señor. Le habían hablado de una invitación que hacía a todos para llegar hasta su Reino, donde dicen que tenía reservada una morada para cada uno de sus amigos, y él también tenía ganas de ser amigo del Señor. ¿Por qué no? Si otros lo habían logrado, ¿qué le impedía a él llegar a ser uno de ellos?

Averiguando acerca del paradero, se enteró de que el Señor se había ido monte adentro con un hacha, a fin de preparar para cada uno de sus amigos, lo que necesitaría para el viaje y se marchó a buscarlo. Los golpes del hacha lo fueron guiando hasta una isleta. Atravesó el bosque tratando de acercarse al lugar de donde provenían los golpes. Al fin llegó y se encontró con el mismísimo Señor que estaba preparando las cruces para cada uno de sus amigos, antes de partir hacia su casa, a fin de disponer un lugar para cada uno.

-¿ Qué estás haciendo? -le preguntó el joven al Señor.

-Estoy preparando a cada uno de mis amigos la cruz con la que tendrán que cargar para seguirme y así poder entrar en mi Reino.

-¿Puedo ser yo también uno de tus amigos? -volvió a preguntar el muchacho-

-¡Claro que sí! -le dijo Jesús-. Es lo que estaba esperando que me pidieras. Si quieres serlo de verdad, tendrás que tomar también tu cruz y seguir mis huellas. Yo tengo que adelantarme para ir a prepararles un lugar.

-¿Cuál es mi cruz, Señor?

-Esta que acabo de hacer. Sabiendo que venías y viendo que los obstáculos no te detenían, me dispuse a preparártela especialmente y con cariño para ti.

La verdad que muy, muy preparada no estaba. Se trataba prácticamente de dos troncos cortados a hacha, sin ningún tipo de terminación ni arreglos. Las ramas de los troncos habían sido cortadas de abajo hacia arriba, por lo que sobresalían pedazos por todas partes. Era una cruz de madera dura, bastante pesada, y sobre todo muy mal terminada. El joven al verla pensó que el Señor no se había esmerado demasiado en preparársela. Pero como quería realmente entrar en el Reino, se decidió a cargarla sobre sus hombros, comenzando el largo camino, con la mirada en las huellas del Maestro. Y cargó la incómoda cruz. Hizo también su aparición el diablo, es su costumbre hacerse presente en estas ocasiones, y en aquella circunstancia no fue diferente, porque donde anda Dios, acude el diablo.

Desde atrás le pegó el grito al joven que ya se había puesto en camino.

-¡Olvidaste algo! Extrañado por aquella llamada, miró hacia atrás y vio al diablo muy comedido, que se acercaba sonriente con el hacha en la mano para entregársela.

-Pero ¿cómo? ¿ También tengo que llevarme el hacha? - preguntó molesto el muchacho.

-No sé -dijo el diablo haciéndose el inocente. Pero creo es conveniente que te la lleves por lo que pueda pasar en el camino. Por lo demás, sería una lástima dejar abandonada un hacha tan bonita.

La propuesta le pareció tan razonable, que sin pensar demasiado, tomó el hacha y reanudó su camino. Duro camino, por varios motivos. Primero, y sobre todo, por la soledad. Él creía que lo haría con la visible compañía del Maestro. Pero resulta que se había ido, dejando solo sus huellas.

Siempre la cruz encierra la soledad, y a veces la ausencia que más duele en este camino es la de no sentir a Dios a nuestro lado. Algo así como si nos hubiera abandonado.

El camino también era duro por otros motivos. En realidad no había camino. Simplemente eran huellas por el monte. Hacía frío en aquel invierno y la cruz era pesada. Sobre todo, era molesta por su falta de terminación. Parecía como que las salientes se empeñaran en engancharse por todas partes a fin de retenerlo. Y se le incrustaban en la piel para hacerle más doloroso el camino.

Una noche particularmente fría y llena de soledad, se detuvo a descansar en un descampado. Depositó la cruz en el suelo, a la vez que tomó conciencia de la utilidad que podría brindarle el hacha. Quizá el Maligno -que lo seguía a escondidas- ayudó un poco arrimándole la idea mediante el brillo del instrumento.

Lo cierto es que el joven se puso a arreglar la cruz. Con calma y despacito le fue quitando los nudos que más le molestaban, suprimiendo aquellos muñones de ramas mal cortadas, que tantos disgustos le estaban proporcionando en el camino. Y consiguió dos cosas.

Primero, mejorar el madero. Y segundo, consiguió reunir un montoncito de leña que le vino como mandado a pedir para prepararse una hoguera con el que calentar sus manos ateridas. Y así esa noche durmió tranquilo.

A la mañana siguiente reanudó su camino. Y noche a noche su cruz fue mejorada, pulida por el trabajo que en ella iba realizando.

Mientras su cruz mejoraba y se hacía más llevadera, conseguía también tener la madera necesaria para hacer fuego cada noche.

Casi se sintió agradecido al demonio porque le había hecho traerse el hacha consigo. Después de todo había sido una suerte contar con aquel instrumento que le permitía el trabajo sobre su cruz.

Estaba satisfecho con la tarea, y hasta sentía un pequeño orgullo por su obra de arte. La cruz tenía ahora un tamaño razonable y un peso mucho menor. Bien pulida, brillaba a los rayos del sol, y casi no molestaba al cargarla sobre sus hombros. Achicándola un poco más, llegaría finalmente a poder levantarla con una sola mano como un estandarte para así identificarse ante los demás como seguidor del crucificado. Y si le daban tiempo, podría llegar a acondicionarla hasta tal punto que llegaría al Reino con la cruz colgada de una cadenita al cuello como un adorno sobre su pecho, para alegría de Dios y testimonio ante los demás.

Y de este modo consiguió su meta, es decir, sus metas. Porque para cuando llegó a las murallas del Reino, se dio cuenta de que gracias a su trabajo, estaba descansado y además podía presentar una cruz muy bonita, que ciertamente quedaría como recuerdo en la Casa del Padre.

Pero no todo fue tan sencillo. Resulta que la puerta de entrada al Reino estaba colocada en lo alto de la muralla. Se trataba de una puerta estrecha, abierta casi como una ventana a un altura imposible de alcanzar.

Llamó a gritos, anunciando su llegada. Y desde lo alto se le apareció el Señor invitándolo a entrar.

-Pero, ¿cómo, Señor? No puedo. La puerta está demasiado alta y no la alcanzo.

-Apoya la cruz contra la muralla y luego trepa por ella utilizándola como escalera -le respondió Jesús-. Yo te dejé a propósito los nudos para que te sirviera. Además tiene el tamaño justo para que puedas llegar hasta la entrada.

En ese momento el joven se dio cuenta de que realmente la cruz recibida habia tenido sentido y que de verdad el Señor la había preparado bien. Sin embargo, ya era tarde. Su pequeña cruz, pulida, y recortada, le parecía ahora un juguete inútil. Era muy bonita pero no le servía para entrar. El diablo, astuto como siempre, había resultado mal consejero y peor amigo.

Pero, el Señor es bondadoso y compasivo. No podía ignorar la buena voluntad del muchacho y su generosidad en querer seguirlo. Por eso le dio un consejo y otra oportunidad.

-Vuelve sobre tus pasos. Seguramente en el camino encontrarás a alguno que ya no puede más, y ha quedado aplastado bajo su cruz. Ayúdale tú a traerla. De esta manera tú le posibilitarás que logre hacer su camino y llegue. Y él te ayudará a ti a que puedas entrar...