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miércoles, 17 de enero de 2018

La amabilidad del amor

CorazónEs imposible amar si uno tiene el corazón de piedra. Es imposible amar si hay aspereza en los gestos o en las palabras, en las miradas y en los sentimientos. El amor es la universidad de la amabilidad, del desinterés y de la entrega. El amor vincula a las personas, estrecha las relaciones, genera lazos de esperanza, construye ilusiones, regenera rupturas. El amor te permite ser amable y cuando uno lo llena todo de amabilidad los demás no dudan en acercarse.
Sí, el amor está revestido de amabilidad. Y esa amabilidad puede comenzar con una palabra cordial —sencilla pero cordial—al estilo de Cristo. Con un disponibilidad absoluta para con los que nos rodean, al estilo de Cristo. Siendo accesibles a las necesidades del prójimo, al estilo de Cristo. Sin quejas ni malas caras, al estilo de Cristo.
Dar testimonio no siempre es sencillo. Cuesta por los agobios personales, el cansancio, la necesidad de encontrar momentos de soledad y silencio… pero la evangelización exige cristianos amables —comprometidos pero amables—, entregados en su amabilidad para hacer más sencilla la convivencia al prójimo. Es difícil imaginar a Jesús con un sonrisa que no estuviera impregnada de dulzura, con una mirada que no fuese comprensiva, con una palabra que no fuese delicada, con un gesto que no fuese acogedor. Todo en Jesús traslucía amabilidad, bondad, consuelo, ánimo, dulzura, benevolencia y afabilidad. Incluso en aquellos momentos en que corregía a alguien lo hacía desde la óptica del respeto y la amabilidad.
Y yo, ¿me esfuerzo en ser amable con los demás? ¿Pienso más en mis circunstancias que en las del prójimo cuando respondo o actúo? ¿Qué pueden llegar a pensar de mi quienes conmigo conviven respecto a mi amabilidad y mi cortesía?
Si Cristo lo cubría todo de amabilidad y llegaba a la gente —ahí están como ejemplo las conversiones de Zaqueo y Mateo— por medio de actos concretos de generosa amabilidad, ¿por qué resulta tan difícil impregnar todas las obras de amabilidad, delicadeza y sensibilidad?
¡Señor, aleja de mi corazón todas aquellas inseguridades, miedos o temores que me impiden ser amable con los demás! ¡No permitas, Señor, crear juicios ajenos porque eso me impide ser amable con el prójimo! ¡Transforma mi corazón, Señor, con la fuerza de tu Santo Espíritu, para que la rudeza y torpeza con la que a veces actúo me haga ser más dulce, delicado, sereno y amable con los que me rodean! ¡Señor, tu me has creado para el amor, ayúdame a ser como tu! ¡Suaviza, Señor, cada uno de mis gestos, mis palabras y mis miradas con el don de la alegría, la amabilidad, la compasión y la escucha y no permitas que ni la intolerancia, ni el egoísmo, ni el desinterés, ni la severidad, ni el rigor, ni la ira, ni la dureza sean la seña de mi corazón! ¡Soy pequeño, Señor, pero por medio de tu Santo Espíritu tu puedes hacer grandes mis pensamientos, mis palabras y mis gestos! ¡Ayúdame a impregnarlo todo de amabilidad y permíteme crecer en serenidad y mansedumbre! ¡Enséñame, Señor, con la ayuda del Espíritu Santo a poner en valor todas mis acciones y hazme alguien honrado en las virtudes! ¡Concédeme la gracia, Señor, de entender que son las pequeñas cosas de la vida las que hacen grande al ser humano! ¡Que no olvide nunca tu ejemplo, Señor, y que todos mis actos estén revestidos de tu amor y tu amabilidad! ¡Que mi rostro sea siempre una imagen tuya, un rostro alegre, una sonrisa amable, unas palabras amorosas, un corazón gozoso que alegre el corazón de los demás! ¡Espíritu Santo, alma de mi alma, ilumíname, guíame, fortifícame, consuélame y dime siempre como debo actuar!
Nada me separará del amor de Dios:



miércoles, 5 de abril de 2017

Unido a Cristo en la Eucaristía

orar-con-el-corazon-abierto
A pocos minutos de comenzar la  misa de hoy siento que no hay nada tan sublime, hermoso e iluminador como recibir a Cristo en la comunión diaria. Es como colocarse a los pies de Cristo en el monte Calvario contemplando la Cruz. Instantes hermosos que unen mi alma, insignificante y pecadora, a la suya, amorosa y misericordiosa.
No me puedo imaginar la alegría desbordante que se debe vivir en el cielo entre el ejército de ángeles y la comunidad de los santos en el momento en que el sacerdote eleva la Hostia y el cáliz mientras me encuentro apaciguado en oración y contemplación en el reclinatorio. En ese momento uno siente esa trascendental prueba de Amor al escuchar las palabras del Señor que te susurra: «Ven, sígueme, acompáñame en este sufrimiento tuyo; en esta desazón que te embarga; en este problema que te ahoga. Ven y entrégamelo. También es mío». En un instante como este no puedes más que emocionarte y desgarrarte por dentro. Así es la Misa. Así es la Comunión. La unidad con Cristo. Por eso sólo puedes exclamar, agradecido y emocionado: «Señor mío y Dios mío, aquí me tienes. Lo mío es tuyo. Tómalo».
Son instantes muy breves de intenso recogimiento, llenos de amor profundo. Instantes en que la cercanía con Cristo es lo mejor de la jornada. Momentos de emoción viva. Y te sientes como el paralítico de Cafarnaún o como el ciego de Jericó o como la mujer del pozo de Sicar. Cristo pasó al lado de todos ellos y cambió lo profundo de sus almas. No su vida… ¡sus almas!
Sin embargo, tristemente este sentimiento ardiente de Dios se desmorona pronto debido a la mundanidad que me embarga, mi egoísmo, mi soberbia, mis faltas de caridad y de amor. Por mi resistencia a entregarme de verdad a Dios. De humillarme de verdad a los pies de la Cruz donde la humillación es amor.
«Señor, no soy digno de que entres en mi casa» exclamamos antes de comulgar. ¡Quiero cambiar, Señor, quiero cambiar para estar más unido a Ti y a través tuyo en los demás!

¡Gracias, Señor, porque en la Eucaristía te nos haces presente cada día! ¡Gracias, Jesús, porque en cada trozo de pan y en cada gota de vino sacias nuestra hambre y nuestra sed y te haces presente en el corazón de persona! ¡Gracias, Señor, porque eres Tú mismo quien está en cada día en la Eucaristía entregándote a ti mismo de manera real y personal para enseñarnos que hemos de dar nuestra vida a los demás! ¡Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía nos reunimos en torno al altar como hicieron tus apóstoles en la Santa Cena! ¡Gracias, Señor, porque es el mayor gesto de amor en el que nos enseñas a amar y a dar amor! ¡Gracias, Señor, porque cada vez que comulgamos nos unimos estrechamente a Ti! ¡Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía podemos rememorar tu sacrificio en la Cruz! ¡Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía está presente el Espíritu Santo! ¡Gracias por estos momentos de intimidad, por esta fiesta del amor, que nos anticipa la vida eterna cuando Tu, Señor, mi Dios, serás todo en todos! ¡Gracias, Señor, porque cada vez que me acerco a la Eucaristía siento que se alimenta mi alma! ¡Gracias, porque la Eucaristía me da fuerzas porque soy débil y con mis fuerzas no me basto! ¡Gracias, Señor, por la fe porque gracias a ella creo que realmente estás presente en la Eucaristía y como dice la oración te amo sobre todas las cosas y deseo ardientemente recibirte dentro de mi alma!
Un hermoso Pange Lingua para honrar a Cristo Eucaristía:

sábado, 3 de diciembre de 2016

¿Qué es hacer algo extraordinario?

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«Un discurso extraordinario», «Una jugada extraordinaria», «Un libro extraordinario», «Ha logrado un triunfo extraordinario»… Atribuimos lo «extraordinario» a muchos aspectos de la vida porque «extraordinario» es todo aquello digno de llamar la atención y que sobresale por ser algo fuera de lo común. Pues yo, como cristiano, cada día puedo hacer algo extraordinario. Convertir mi vida —desde que abro los ojos por la mañana hasta que los cierro por la noche—, en algo excepcional. Pero lo extraordinario es que no se necesitan hacer grandes cosas sino, simplemente, vivir el presente poniendo a Dios en el centro y tratando de encontrarle en cada una de las experiencias cotidianas.
Hacer algo extraordinariamente es realizar lo ordinario bien hecho por amor a Dios. Ir por el mundo con el corazón abierto a la entrega, no dejarse vencer por el desánimo, por el desconcierto, por la rutina, por la monotonía, por la desidia…
Hacer algo extraordinario es vivir el presente inmediato como si tratara de la primera vez, con ilusión y alegría, proponiéndose vencer los desafíos con una confianza ciega en la voluntad de Dios, sirviendo sin esperar nada a cambio, venciendo con esperanza las incertidumbres de la vida, afrontando los miedos con serenidad...
Hacer algo extraordinario es vivir como lo haría un niño pequeño: entregado a la seguridad del Padre, buscando su protección y su consejo.
Hacer algo extraordinario implica vivir buscando a Dios en todos los detalles de lo cotidiano de cada jornada tratando de encontrar la belleza incluso en esas pequeñas pinceladas del cuadro de nuestra vida para convertir lo viejo en nuevo y lo triste en alegre.
Hacer algo extraordinario supone no vivir en el tactismo ni en el cálculo de las oportunidades porque de tanto esperar uno acaba alejándose de las personas y de lo que es importante.
Hacer algo extraordinario es renovar cada nuevo amanecer el amor por la vida, cambiar la manera de amar para hacerla más auténtica y generosa, despojarse del yo para llenarse del otro.
Hacer algo extraordinario es evitar que la rutina, los automatismos y la tibieza hagan creer que todos los días son iguales.
Convertir mi vida en algo extraordinario solo depende de mí. Lo tengo claro. El problema radica en que muchas veces no creo que lo extraordinario pueda ser posible porque no me creo que Dios me ama con un amor extraordinario; que si pidiera con fe se producirían en mi vida cosas extraordinarias; que cada una de mis palabras, de mis acciones, de mis gestos, de mis miradas pueden tener efectos extraordinarios en los otros; que Dios actúa siempre —anhela actuar siempre— y quiere hacerlo de una manera extraordinaria; que cada vez que me vacío de mi mismo para llenarme del Señor logro efectos extraordinarios.
Lo que es extraordinario es que con las veces que me olvido de Él, lo ignoro, lo olvido y lo menosprecio Dios sigue actuando en mi vida de una manera extraordinaria: con un amor incorruptible, personal y misericordioso.
Y, aunque soy poca cosa —y cada día me doy más cuenta de mi pequeñez— es extraordinario saber que puedo convertir mi camino de santidad en algo extraordinariamente extraordinario.

¡Señor, quiero convertir la sencillez de mi vida en algo extraordinario! ¡Ayúdame, Señor, a afrontar la vida como tu deseas, que no sea mi voluntad sino lo tuya la que prevalezca siempre! ¡Señor, ayúdame a comprender que no puedo convertir mi vida en algo extraordinario si afronto las circunstancias como lo hago normalmente! ¡Ayúdame a serte fiel siempre para convertir lo cotidiano en algo extraordinario! ¡Qué tu seas, Señor, el centro de mi vida, con eso ya logro que todo lo demás sea extraordinario! ¡Ayúdame, Señor, a crecer en humildad y sencillez para convertir la pequeña obra de mi vida en algo extraordinario! ¡Que toda mi vida esté iluminada por ti, Señor, no necesito luces de neón me basta una pequeña vela pequeña! ¡Te abro mi pobre corazón, Señor, porque quiere que entres en él para enamorarme más de ti! ¡No permitas, Señor, que la indolencia y la monotonía inunden mi vida cristiana porque no puedo ser templo del Espíritu Santo con una vida tibia y perezosa! ¡Ayúdame, Señor, a darme más, a entregarme más! ¡Ayúdame a llevar una vida extraordinariamente genuina, es decir, en ti, contigo y para ti! ¡Gracias, Señor, por tu amor y misericordia!

martes, 22 de noviembre de 2016

Consagrarse a Dios para vivir en su querer

orar-con-el-corazon-abierto
Ayer celebramos la Presentación en el Templo de la Virgen María. Es una antigua tradición que se recoge en el «Protoevangelio de Santiago», un escrito apócrifo que narra que siendo la Virgen María muy niña sus padres San Joaquín y Santa Ana la llevaron al templo de Jerusalén para consagrarla a Dios, para instruirla delicadamente respecto a la religión y en los deberes para con Dios. Es un gesto de acción de gracias al Dios de la vida. Del mismo modo actuará María con su propio Hijo Jesús cuando, al presentarlo en el Templo de Jerusalén, dará públicas gracias por el don de su maternidad y de la vida nueva de Jesús.
¡Qué hermoso es celebrar la fiesta de nuestra Madre, revestida de gracia desde el mismo día de su concepción, para dar su «sí» temprano a Dios impulsado por la fuerza del Espíritu Santo y aceptando la entrega a los planes divinos que tendrán su culmen, años más tarde, en aquella frase sencilla y humilde del «Hágase en mí según tu palabra», respuesta clara a los planes que Dios tenía pensado para Ella!
¡Es un día para felicitar a la Virgen y darle gracias por esa entrega confiada y esa disponibilidad firme a la voluntad divina, origen de tantas gracias con las que le colmó el Señor y, desde de Ella, ha vertido a todos los hombres!
¡Es un día para, a imitación de María, saber vivir siempre según los requerimientos de Dios, ponerme a disposición del Padre en completa disponibilidad para aceptar sus planes y su querer conmigo, para amarle como hizo la Virgen cumpliendo su voluntad incluso cuando ésta se aleje de mis necesidades y el camino no sea precisamente de rosas!
¡Es un día para recordar que soy templo del Espíritu Santo; que María también fue templo que llevó en su interior al Hijo de Dios y aceptó siempre su Palabra desde el anuncio del ángel, que se alimentó de la Palabra de Jesús y vivenció el sabor triste y agridulce de lo que esta Palabra en ocasiones implica; y que como creyente he de aprender a pronunciar un «amén» confiado lleno de fe y de esperanza!
¡Es un día para acoger de nuevo el amor de Jesús en mi vida, ponerme en absoluta disponibilidad a la voluntad de Dios y pedirle a María para que, en esta fiesta en la que entrega su vida a Dios, sepa poner también yo mi corazón en lo que es verdaderamente importante, el Amor de los Amores, y no en los amores mundanos!
¡Es un día para, a imitación de la Virgen María, impregnar mis obras de amor, para que mi corazón sea un corazón puro capaz de amar a Dios en todos los gestos de mi vida, en cada uno de mis quehaceres cotidianos; que todas mis obras estén impregnadas de la pequeñez de lo sencillo y que no trate de hacer cosas extraordinarias para complacer mi ego o el aplauso de los demás!
¡Y, sobre todo, pedirle a María que me ayude a ser un valiente seguidor de su Hijo, anunciándolo en cada momento desde una generosa y firme respuesta al Plan que Dios tiene pensado para mi pobre persona!

¡Que a imitación tuya, María, mi vida sea una consagración a Dios para vivir en sintonía siempre con su querer! ¡Te pido, Señora, que subas cada día conmigo las escalinatas de la vida, cogidos de la mano y siempre me proveas del equipaje interior necesario para caminar cristianamente y ayúdame a mantenerlo cuidado siguiendo tu ejemplo, tus virtudes y tus enseñanzas! ¡Ayúdame, María, a ser generoso, a no buscarme a mí mismo nunca! ¡Que en este día y todos los días mi única intención de lo que haga sea cumplir la voluntad del Padre y darte alegrías, servirte a Ti y —por Ti— servir con amor y generosidad a todos los que me rodean! ¡Ayúdame a imitarte siempre en las tareas cotidianas de la vida, en la familia, en el trabajo, en la parroquia, en los grupos de amigos, en las asociaciones culturales... en las numerosas dificultades que se presentan en la vida diaria, que busque hacer siempre y en todo la voluntad del Padre y poder pronunciar contigo el «hágase en mí según tu palabra»! ¡María, Madre del Amor hermoso, tú supiste corresponder con generosidad lo que te pedía Dios en cada momento, ayúdame a poner siempre por delante la voluntad de Dios! ¡No permitas, Madre, que mi pereza, mi comodidad, mi tibieza, mi orgullo, mi soberbia, mi vanidad y los tantos defectos que regularmente me tientan me esclavicen y me lleven al desaliento! ¡Ayúdame a darme cuenta de que la mejor manera de ejercer el don de la libertad es obedecer la voluntad divina y no dejarme esclavizar por mis pasiones o defectos! ¡Y te pido hoy especialmente por todas las personas consagradas a Dios para que sean fieles a su vocación!
Del compositor bielorruso Sergey Khvoshchinsky escuchamos esta bella Ave Maria en honor de la Virgen:

lunes, 21 de noviembre de 2016

La indiferencia que destruye el amor

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En nuestras sociedades hay un decidido objetivo de destruir el matrimonio en todos los sentidos y se minusvalora a esta iglesia doméstica que fundamenta los pilares de nuestra sociedad. A este ataque contra la familia se le une un problema de fondo que se extiende entre las parejas: la indiferencia. La indiferencia es el cáncer terminal de cualquier matrimonio. Es la enfermedad crónica que destruye el núcleo central de una pareja. Durante el noviazgo, él y ella ponían como eje la necesidad del otro; ese encuentro furtivo; esos cinco últimos minutos que pasaban volando pero que uno quería que fueran como una eternidad; esa llamada telefónica de conversación irrelevante en contenido pero que duraba horas; ese estar pensando continuamente en el otro y saber que el otro tenía también la mente puesta en ti; el dejar de lado a esos amigos o amigas con los que compartir cervezas, tarde de compras u horas de gimnasio porque ahora lo importante era encontrarse con la persona amada...

Entonces llega la felicidad del matrimonio, el anhelo de vivir juntos, la ceremonia, los hijos… y con paso del tiempo la rutina y con la rutina la indiferencia gélida. Esa llamada de teléfono que se producía cada hora ahora se espacia en el tiempo; esas ganas de llegar pronto a casa ahora se reducen porque otras ocupaciones son más prioritarias; la preocupación del saber cómo está el otro ya ni se pregunta porque se presupone que la persona se encuentra bien y ya no se es capaz de leer lo que anida en el interior de su corazón; esas ganas de explicar las cosas ahora se convierten en silencios existenciales porque cuesta hablar ya que uno se siente cansado, agobiado por los problemas, molesto por alguna actitud del otro, ensimismado en el propio mundo; antes los dos se sentaban juntos agarrados en el mismo sofá, pero ahora cada uno se concentra en su móvil, en sus programas de televisión o en su propia luna.
La indiferencia mata el amor de manera lenta y agónica. La indiferencia destruye los sentimientos del corazón. Es como si sobre la pareja cayera una gélida capa de hielo o como si a un árbol frondoso se le cayeran todas las hojas en otoño y no volvieran a reverdecer en primavera. Si el amor surge de la comunicación afectiva, de las ganas de verse, de la ternura de los detalles, de las palabras cautivadoras y motivadoras del vocabulario cotidiano, no se puede ser feliz cuando se ama alguien que no te valora, que no te presta atención, que no pronuncia un «te quiero», que asesina poco a poco el amor robotizando la relación con la ausencia de palabras dulces, gestos delicados, miradas de complicidad, perdones sinceros, caricias tiernas, besos furtivos, tiempo robado dedicado a cosas sin importancia pero que unen sentimientos y experiencias personales...
Ninguna persona puede vivir sin recibir estímulos afectivos sinceros o mendigando sentimientos cotidianos. Al amor se le mata cuando se ignora la dicha y la bendición que Dios, en un momento determinado de nuestra vida, puso en nuestras manos.
¡Que hermoso es encontrar el amor de tu vida todos los días en la misma persona!
Ahora miro mi corazón ¿y?...

¡Sagrada Familia de Nazaret, pongo en vuestras manos todos los matrimonios del mundo, especialmente aquellos que pasan dificultades o viven en la indiferencia para que seáis vosotros el ejemplo de recogimiento, interioridad, perdón, afecto, complicidad, predisposición a la escucha, inspiración de buenas obras, generosidad, palabras amables...! ¡Enseñadnos, Sagrada Familia de Nazaret, la necesidad del trabajo de reparación, de la vida interior personal, de la oración, de la entrega generosa, de buscar lo mejor del otro, del apoyo y la entrega como don! ¡Ayudadnos a ser, Sagrada Familia de Nazaret, imagen de Cristo y de la Iglesia en la sociedad para que nuestros corazones puedan elevarse siempre hacia el Padre! ¡Iluminadnos, Sagrada Familia de Nazaret, y fortalecednos en la tarea de la formación de nuestros hijos para que sean auténticos cristianos! ¡Espíritu Santo, llena con la fuerza de tu gracia a todos los matrimonios del mundo para que no caigan en la indiferencia, en el desdén, en la rutina, en la falta de estímulos personales y espirituales, y se conviertan en auténticos hacedores de amor, de alegría y de paz! ¡Que todos los corazones de los matrimonios se unan al corazón de la Sagrada Familia de Nazaret!
Y hoy acompañamos la meditación con una canción sobre la familia:

viernes, 18 de noviembre de 2016

Basta una mirada....

En  casa, basta una mirada a mis hermanos para saber cuáles son sus necesidades. Basta una mirada para saber lo que sienten, lo que necesitan, lo que les angustia, lo que les alegra, lo que les preocupa... Es la mirada del amor. La mirada de la comprensión. La mirada del compromiso. La mirada de la complicidad.

Muchas veces, en la oración, en el silencio de una capilla, ante la idea de saberme mirado por Dios, mi corazón siente una fuerte emoción. Al que miro está en la Cruz, aparentemente muerto, pero con una presencia viva. Fijar su mirada en Él es fijar la mirada en el amigo.
Más que cualquier otro gesto, las miradas tienen una fuerte expresividad y son capaces de comunicar muchos más sentimientos que las propias palabras. Cuando te presentas ante Cristo, en la intimidad de la oración, con el corazón abierto, y lo miras, no puedes más que caerte inerte ante tu incapacidad de amar y de comprender ese amor sublime de Cristo y no puedes más que agradecerle esa forma tan maravillosa con la que te mira y te observa con ojos de misericordia.
Hace unos quince días una mujer de mediana edad me pidió dinero en la calle. Le dije «lo siento» con un movimiento de cabeza. Me miró decepcionada. Con una mirada de profunda tristeza. Llevaba conmigo dos barras de pan calientes, recién compradas. Unos cincuenta metros más adelante me di la vuelta para ir a su encuentro. Ésa mirada me había conmovido. Sentí necesidad de darle aquellas dos barras de pan. Pero ya no la encontré. Me pareció un signo. Como si le hubiera negado algo al mismo Cristo. En un entorno tan superficial como el que vivimos de pronto reparamos algo en el interior de las personas... en los ojos de aquella mujer sentí que había una profunda bondad. Me sentí profundamente triste y pensé las muchas veces que negamos algo a las personas que más lo necesitan. Y lo agradecido que es cuando puedes acudir a alguien para pedir y no te lo niega. Y el agradecimiento es mayor cuando el que posa en ti los ojos es el mismo Cristo que no te abandona nunca. Entonces el corazón se te sobrecoge porque sus ojos tienen una manera de mirar muy diferente que no se fija en nuestras múltiples debilidades ni imperfecciones, ni en las dobleces con las que actuamos tantas veces y hace caso omiso de las máscaras que nos colocamos al salir de nuestros hogares. Es una mirada que lee directamente en el interior del corazón. Que sólo se detiene a mirar la belleza de lo que poseemos.
Vivimos tiempos de zozobra, repletos de individualismo, en los que la vida se vuelve muy triste cuando no eres capaz de encontrar a tu alrededor miradas de complicidad, en los que mientras caminas los ojos con los que te cruzas tienen miradas llenas de prejuicios, de indiferencia, de desdén, de crítica, de soledad, de desprecio… lamentablemente vivimos en una sociedad en la que hay cientos de personas con las que nos cruzamos cada día a las que ni siquiera les miramos a los ojos: vecinos, compañeros de trabajo, cajeras del supermercado, desheredados, conductores de autobús, barrenderos… Nuestras miradas se dirigen a otros lugares, la mayoría de las veces a nuestro propio corazón y muy pocas veces esas miradas tienen halos de misericordia. La mirada de aquella mujer caló profundamente en mi corazón. El no poder encontrarla me invitó a pensar que Cristo sí advierte mi presencia. Por eso hoy en la oración sólo me sale darle gracias al Señor porque Él no se detiene a mirar el caparazón que cubre mi cuerpo y mi corazón, sino que entra en lo más íntimo de mi para, sabiendo como soy, dejarme saber que me ama y que está a mi entera disposición para cuanto requiera de Él.

¡Señor, que sea capaz de verte en la mirada de los demás, en los rostros ajenos, las personas que se cruzan en mi camino! ¡Señor, contemplo la Cruz, en esa soledad en la que te encuentras, y que tantas veces miro sin verte y trato de oírte sin escucharte porque en el fondo no estoy cerca de ti sino que estoy en mi propio mundo, centrado en mí yo, centrado en que se haga mi voluntad y no la tuya! ¡Señor, dame la confianza plena de saber que tú caminas a mi lado, que mi fe sea fuerte y confiada para saber que puedo encontrarte cada día y que tú estás vivo, muy presente en nuestro mundo! ¡Señor, que mi razón para vivir y para morir sea el amor, la entrega, la generosidad, el servicio desinteresado a los demás que, en definitiva, fue el ideal que defendiste con tu sangre! ¡Señor, Tú me miras desde la Cruz y tu mirada penetrante llega al fondo de mi alma porque tú conoces lo que anida en ella, en mis pensamientos, en mis sentimientos, en mi proceder, en mi forma de actuar y de darme los demás; tú sabes lo que anida en lo más profundo de mi corazón y por eso te pido que me ayudes en la oración a conocerme más, para dar lo mejor de mi, para contigo tratar de alcanzar la santidad cotidiana! ¡Señor, no permitas que esquive tu mirada; no permitas que cuando golpes en la puerta de mi corazón te cierre la puerta para que no entres en él y no de respuestas a tu llamada! ¡Señor, no quiero ignorarte nunca, no quiero condenarte como hicieron aquellos en Jerusalén, especialmente los Sumos Sacerdotes, o Pilatos, o el pueblo enfurecido al que tanto bien hicistes, como te negó Pedro, o cómo te traicionó Judas, o como te dejaron abandonado los apóstoles antes de Tu Pasión! ¡Señor, basta una mirada tuya para sanarme, por eso quiero llevar mis pequeñas cruces cotidianas junto a ti, con paciencia, con amor, con generosidad, con perdón, con compasión, con servicio desinteresado, para vivir coherente mi vida cristiana y hacer de mis pequeñas cruces un camino de santificación! ¡Señor, desgarra de mi corazón el pesimismo, el orgullo, la soberbia, la disconformidad, la queja, la tristeza, el egoísmo, la tibieza, y haz de mi vida una alegría permanente, una búsqueda constante de ti, para que en ese encuentro diario mi confianza sea infinita! ¡Señor, hazme humilde, sencillo, consciente de que no soy nada y de que tu, Rey de Reyes, entraste en Jerusalén a lomos de un asnillo! ¡Señor, que mirándote en la cruz sea capaz de comprender que nunca estoy solo, que tú estás siempre conmigo, que no me canse de seguirte, de acompañarte, de pedirte, y de ser uno contigo que es lo más grande que una persona puede ser en este mundo!
Tu mirada, con Marcos Witt, acompaña hoy esta meditación:

sábado, 12 de noviembre de 2016

Si Dios es feliz… yo también

 Si Dios es feliz, yo también
La felicidad es una gracia inmensa. Para ser feliz son imprescindibles dos principios: saber qué es la felicidad y saber alcanzarla. Todos queremos ser felices. Todos necesitamos que nuestro corazón exulte de alegría. Un corazón alegre tiene paz, serenidad interior, esperanza... pero, en muchas ocasiones, la medimos mal porque no la alcanzamos por no saber qué es lo que más nos conviene. ¡Hay mundanidad que me aleja de la alegría!
Pienso en Dios. Lo inmensamente feliz que es. ¿Es feliz porque es el Rey del Universo? ¿por que conoce todo lo bueno? ¿por que tiene en sus manos la capacidad de lograrlo todo? Por todo esto y por algo más: porque Él es el Amor y todo lo ha creado por amor. Y nos ha dado a su Hijo por amor, el desprendimiento más grande en la historia de la humanidad.
Antes de crearlo todo, Dios ya era feliz. No creó la naturaleza, ni a los animales ni a los hombres para que le hiciésemos feliz si no para que pudiéramos ser partícipes de su felicidad.
Por eso la felicidad sólo la puedo encontrar en Dios. Y en Jesús. Dios me ha creado a su imagen y semejanza. Me ha creado para ser feliz. Me ha creado para compartir su alegría, su sabiduría y su felicidad. Si sólo Jesús me ofrece la felicidad, ¿para qué pierdo el tiempo buscándola fuera de Él!

¡Quiero ser feliz, Señor! ¡Pero quiero ser feliz a tu manera pero no como entendemos los hombres la felicidad! ¡Quiero ser feliz basándome en el amor, en el amor sin límites, en la entrega, en el desprendimiento de mi yo, en el servicio generoso, en la caridad bien entendida, en la paciencia de dadivosa! ¡Señor, quiero participar de tu felicidad encontrándome cada día contigo y desde ti con los demás! ¡Señor, me has creado para compartir tu alegría! ¡Envía tu Espíritu para que me haga llegar el don de la alegría y transmitirla al mundo! ¡No permitas, Espíritu Santo, distracciones innecesarias en mi vida que me alejan de la libertad y la felicidad de auténticas! ¡Señor, ayúdame a que encuentre felicidad en dar felicidad a los que me rodean, que abra mis manos para dar siempre, que abra mis labios para compartir tu verdad, y que abra mi corazón para amar profundamente! ¡Señor, sé que me amas y que deseas que yo sea feliz; acompáñame Señor siempre porque eres el autor de mi felicidad y la razón de mi existir!
Descansar en ti, cantamos hoy al Señor:

martes, 8 de noviembre de 2016

Una Madre que ama

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Una de las cosas hermosas de la vida es sentir que la Virgen es nuestra Madre. Mi Madre. Y como Madre me ama. Y así lo siento yo, hijo díscolo en tantas cosas. María siente por mí por cada uno de nosotros un amor maternal y lleno de misericordia. Pero María no me nos ama por nuestra bondad, ni por nuestros gestos, ni por nuestra vida de oración, por nuestro servicio, porque seamos más o menos simpáticos… nos ama simplemente porque somos sus hijos. Porque Ella, llena de la fuerza del Espíritu Santo, tiene un corazón inmenso que es la manifestación misma del corazón de Dios en clave femenina.
Hoy me pongo en presencia de María y siento su amor maternal. Siento como se entrega por mí por todo el género humano para transmitirnos la plenitud de Dios que Ella misma recibió de Cristo porque por mi nuestra condición de pecadores carecemos de ella. El fin de María es impregnar en nuestro corazón la imagen de su Hijo amado. ¡Qué bello es sentir esto!
Lo impresionante de la Virgen es que su amor es un bálsamo de gracia. Es un amor que acoge, que redime, que sostiene, que embarga, que alienta, que comprende, que diviniza, que consuela, que llena los vacíos del corazón, que ilumina en la oscuridad, que eleva el ánimo, que te conduce siempre hacia lo más alto, que ensalza la humildad…
Es un amor el de María que me impide tener miedo de la vida, de las circunstancias negativas que se presentan de vez en cuando por el camino, de los problemas que atenazan nuestra vida. Es un amor que nos permite sentirnos acogidos y protegidos… ¡Cómo no voy a sentirme huérfano de esperanza si tengo a María como Madre!
¡Santa María, Señora del Santo Rosario, ruega por mi y por el mundo entero!

¡María, Reina del cielo y de la tierra, la más hermosa de las criaturas, Madre ejemplar y bondadosa, me confío a ti! ¡Te quiero, María, y ruego hoy por todas aquellas personas que no te conocen o no te aman, míralas a todas con la bondad de tu mirada y tu amor siempre maternal! ¡Quiero, María, honrarte, servirte y alabarte y trabajar para que todos en este mundo te honren, te sirvan y te alaben! ¡María, tu fuiste la elegida por Dios para dar luz a Cristo que es nuestra luz que ilumina el camino, tu eres la belleza exquisita y el amor puro, te doy gracias por todo lo que representas en mi vida! ¡Te quiero amar siempre, María, pero quiero hacerlo de verdad! ¡Ayúdame a seguir tu ejemplo de humildad, generosidad, entrega, servicio, amor, misericordia, perseverancia…! ¡Tú, Señora, que eres la fuente del amor eterno y supiste entregarte siempre por amor a Dios y a los demás, bendice a mi familia, mi hogar, a mis amigos y la gente que me rodea con la fuerza de tu amor! ¡Que a través tuyo pueda ser un canal de amor para convertir la sociedad en un lugar impregnado de amor! ¡Corazón de María, que eres la perfecta imagen del Corazón de Cristo, haz que mi corazón sea semejante al tuyo y al de tu Hijo!
Del compositor ingles John Cornysh disfrutamos de su breve pero emotivo motete «Ave Maria, mater Dei», a cuatro voces:

martes, 1 de noviembre de 2016

En Las Manos de Maria

felicesÚltimo día de octubre, mes el Rosario, con María en nuestro corazón. Hay semanas que el esfuerzo de tu trabajo no rinde y el ánimo flaquea. Antes de desfallecer mejor cogerse a las manos santas, suaves y tiernas de María, ejemplo de sacrificio y mujer trabajadora. Manos de una mujer de su hogar que lo dio todo por su familia. Que no se quejaba por el sobre esfuerzo de la jornada aunque ésta se prorrogara hasta altas horas de la noche. Manos que amasaban el pan cotidiano, que pelaba las patatas, que zurcían las ropas rasgadas de los hombres de la casa, que lavaban los vestidos en el agua fría del lavandero de Nazaret, que limpiaban el polvo de la casa, que ayudaba a trasladar las maderas del taller de José... manos siempre dispuestas al esfuerzo del trabajo.
Contemplo a María, que no debió tener ni un minuto de su vida para cuidar sus manos, y comprendo cuántas veces pierdo el tiempo quejándome porque no me rinde el trabajo, preocupándome sólo de lo mío, sin santificar las pequeñas y grandes cosas de la jornada de la que dependen tantas alegrías y la ventura y el bienestar de mi familia, de las personas con las que trabajo, en la comunidad, en el grupo de oración. ¡De tantas cosas!
Por eso, cuando el ánimo decae y las fuerzas merman, hay que agarrarse a las manos de María, esas manos delicadas y consoladoras que te llevan al mismo Dios, que con su delicada finura, están siempre abiertas a acoger las preocupaciones de sus hijos. Manos que en su vida terrena limpiaban las cosas sucias de la casa y ahora blanquean la suciedad del corazón humano.
En esas manos siempre dispuestas y entregadas pongo los decaimientos de mi vida porque esas manos han estado siempre abiertas, antes en Nazaret y ahora desde el cielo, a acoger la debilidad y los problemas de los hombres, las preocupaciones de los marginados, el agotamiento de los enfermos, las esperanzas de los desesperanzados.
Las manos de María, siempre discretas y prudentes, reservadas y generosas, calladas y desprendidas, son fuente de gracia divina para quien se agarra a ellas. Son manos que abiertas en oración han dado siempre gloria y alabanza a Dios para que sea el Padre quien derrame su gracia sobre los hombres.
Miro ahora mis manos pequeñas. Las abro y vuelco hacia arriba las palmas para, brevemente, contemplar que uso cotidiano les doy cada día. Qué manchas esconden. Qué esfuerzos realizan. Qué obras de caridad hacen. Qué obras de misericordia llevan a cabo. Qué limpias están de pecado. Cuánto amor reparten. Cuanto gloria a Dios transmiten. A qué otras manos consuelan. Cuantos denarios reparten. Cuantos frutos generan. Qué honestidad transpiran. Cuántas veces prefiero llevarlas limpias antes de «ensuciármelas» por servicio al prójimo, para llevar a término mis responsabilidades o para ser un auténtico cristiano. Es preferible tener las manos sucias que tener indecorosa la conciencia.
De la Virgen María siempre se aprende. Y de su mano, ¡qué sosiego se siente y cuánta fecundidad le puedo dar a mi vida!
¡Virgen María, junto mis manos para orar contigo, para buscar tu protección materna! ¡Junto mis manos en oración contigo para hacer siempre la voluntad de Tu Hijo! ¡Junto mis manos en oración contigo para pedirte tu intercesión en tantas cosas que Tú sabes que necesito! ¡María, uno mis manos para junto a las tuyas, que acunaron al Hijo de Dios en Belén, sea capaz de arrullar con las mías a todos aquellos sencillos que buscan mi consuelo y mi oración! ¡Virgen María, uno mis manos a las tuyas en oración, para al igual que tu saludaste a los novios en las Bodas de Caná, sea yo capaz de ser amable con todos los que me rodean! ¡Virgen María, junto mis manos para orar contigo, y siguiendo tu ejemplo de servicio que sea capaz de servir siempre con humildad y sencillez a los demás a imitación tuya! ¡Virgen María, uno mis manos a las tuyas para orar contigo, y al igual que tus manos mecieron el cabello del cuerpo inerte Jesús al bajarlo del madero, que sea capaz de mecer los de los más necesitados de la sociedad! ¡Virgen María, tus manos son milagrosas; haz el milagro de transformar por completo mi vida! ¡María, tus manos pasan las cuentas del Rosario, que cada misterio sea para mí un encuentro cotidiano contigo y con tu Hijo! ¡Manos orantes de María, me uno a ti para pedirte por mi santidad, por mi alegría cristiana, por mi entrega auténtica, para no quejarme nunca y ser un verdadero hijo de Tu Hijo!
Levanto mis manos, aunque no tenga fuerzas, cantamos hoy con Jesús Adrián Romero:

domingo, 25 de septiembre de 2016

Ser prójimo para el prójimo

El Año de la Misericordia sigue avanzando. Y como la misericordia es esa disposición del corazón a compadecerse de los sufrimientos y las necesidades ajenas no puedo permitir quedarme impertérrito ante una llamada tan decidida como la que me ha hecho el Santo Padre. Y hoy me pregunto: desde que se convocó este año jubilar, ¿qué he hecho yo por mi prójimo, hasta qué punto he tratado de curar sus llagas abiertas, sus necesidades, sus sufrimientos, acoger en mi corazón todos sus anhelos? La señal por la que se conocerá que soy discípulo de Cristo es mi capacidad de amar y mi capacidad para pensar y vivir en cristiano. A los demás, claro. Entonces, ¿quién es el prójimo para mi?

Jesucristo ya dejó claro que el cristiano no nace prójimo, se hace prójimo. Y, por tanto, surge de inmediato una segunda pregunta: ¿en qué medida estoy dispuesto a hacerme prójimo de quien me necesite?
Ya sabemos que mi prójimo es mi esposo, mi esposa, mis hijos, mis parientes, mis amigos, mis parroquianos, mis vecinos, mis compañeros de trabajo, mis jefes, mis empleados, mis colegas del equipo de fútbol, los miembros de mi grupo de oración, el tendero de la esquina.... los que no me caen bien, los que me han hecho daño, los que hablan mal de mí.
Pero sobre todo, el prójimo es aquel que me obliga a salir de mi yo y abrir mi corazón para entregarme de verdad; es el que exige poner en práctica mi fe para que esta no se quede en una mera teoría si no en una realidad viva fruto de mi testimonio cristiano. Es el que me permite interpelarme cada día que hecho yo por Cristo, para Cristo y por Cristo.
El prójimo es aquel que necesitando una palabra de consuelo, un abrazo, un consejo, una esperanza, una sola presencia aunque silenciosa he estado allí aunque me faltara el tiempo o tuviera cosas más importantes que hacer en lugar de salir corriendo, cruzar de acera o hacer ver que no me enteré.
El prójimo es aquel por el que rezo con el corazón abierto, al que pongo a los pies del altar, el que me hago uno con él en su dolor y sufrimiento y me lleva a una oración viva y no a al intrascendente «ya rezaré por tí».
El prójimo es aquel al que todo el mundo abandona, o crítica, o se olvida y yo, a sabiendas de su soledad y de lo que puede perjudicarme socialmente, la acojo en mi corazón, en mi vida y en mi oración por qué no me importa el qué dirán.
El prójimo es aquel que se acerca a mí, espera un trato humano, cristiano, con detalles sencillos impregnados de amor y misericordia y no sermones, peroratas o lecciones de gran sabio oriental.
Prójimo es aquel al que las cosas le iban también, y no se acordaba de nosotros porque vivía en la materialidad y cuando lo hacía nos miraba por encima del hombro, pero la crisis, las dificultades personales, económicas... lo han zarandeado de tal manera que lo ha perdido todo y ahora se vuelve hacia nosotros mendigando nuestra amistad buscando un halo de esperanza o desasirse el desencanto de la vida o del desconcierto que le ha producido su nueva situación.
Prójimo es aquel... y aquel... y aquel... cada uno sabe quien es su prójimo y qué necesita porque prójimos son todas aquellas personas que se cruzan en nuestro camino, que tienen nombre y apellidos, una circustancia, un entorno, una vida más o menos llena, una fe más o menos firme pero todos ellos están al borde del camino sentados esperando que a nuestro paso les demos la mano con amor en este Año de la Misericordia. Este amor de caridad nos hace valorar el hecho de que todo hombre es nuestro prójimo y por tanto no puedo esperar tranquilamente a que el prójimo se cruce en mi camino sino que me corresponde a mi estar en predisposición de percibir quién es y de descubrirlo cada día. ¡Prójimo es a lo que estoy llamado a convertirme en esta vida! Echo la mirada hacia atrás y tengo la impresión de haber dejado pasar muchas oportunidades.

¡Señor Dios, Padre nuestro, te damos gracias porque nos has dado el mandamiento del amor, para que nos amemos unos a otros, te amemos a Tí y reconozcamos a todas las personas que nos rodean como nuestros hermanos, creados a tu imagen y semejanza! ¡Ayúdanos, Padre de bondad a amarnos unos a otros ya que así mostramos a la sociedad que somos tus hijos con el con el fin de que con nuestro ejemplo crean en tí, Dios de bondad y de Paz, de Amor y Misericordia! ¡Envíame, Señor, Tu Espíritu para que mis ojos se impregnen de tu misericordia y sea capaz de ver en los demás su dignidad y la belleza que hay en su interior, los vea como me ves Tú a mí y no juzgue nunca por las apariencias porque solo tu Señor sabes lo que anida en su corazón! ¡Envíame, Señor, Tu Espíritu para que este siempre atento a las necesidades del prójimo y mis oídos estén abiertos a su llamada y su clamor como me escuchas Tú siempre a mí, y no haga oídos sordos a sus dolores, su sufrimiento, su tristeza o a su llanto acercándome a ellos con ternura y compasión! ¡Envíame, Señor, Tu Espíritu para que de mi boca sólo surgen palabras de aliento, de misericordia, de consuelo, de paz, de perdón y de cariño y ayúdame a no juzgar ni a ser injusto con los que me rodean! ¡Que mi mente, Señor, se vuelva siempre hacia el más cercano para que pueda entender su necesidad como Tú entiendes siempre la mía! ¡Que mis manos, Dios mío, sean como las tuyas tiernas y generosas, acogedoras y sensibles, entregadas y puras, para que todas mis acciones sean para levantar, abrazar, acoger y llevar a cabo esas tareas que los otros no quieren realizar! ¡Que mi corazón se Vuelva siempre hacia el corazón del prójimo para que sea capaz de amarlo siempre como me amas Tú, con ese amor clemente, amorosos, paciente y misericordioso! ¡Que en cada prójimo vea a un hermano; que su dolor sea el mío y dame, Padre bueno, el don para suavizar sus penas y compartir su espíritu! ¡Ayúdame a vivir en el amor, a vivir para el amor y a vivir de amor! ¡Que mi vida no tenga ya otra motivación, ni otro sentido, ni otra meta que el amarte en los demás!
Cantamos hoy la canción del Buen Samaritano:

En compañía de san José

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Último fin de semana de septiembre con la Sagrada Familia en nuestro corazón. Cada vez que medito la figura de San José, al que tengo gran estima y devoción, me sorprende su actitud en el amor, una actitud de negación total, un amor repleto de renuncias pero repleto de los valores supremos del amor humano. Porque a San José le sobrepasaba el destino dispuesto por Dios a la Virgen. Sin embargo, él fue el compañero generoso, fiel, comprensivo, fuerte, amoroso, honrado, entregado, sacrificado, profundamente amante, valedor de la gloria de Dios… A José todo le vino por la Virgen María y en María encontró a la mujer perfecta, el camino para llevarle a Dios en la plenitud de la pureza. Dios puso en manos de San José la custodia de Jesús y de María, a la Iglesia misma, del que convirtió en patrono supremo. A San José se le exigió humildad, sumisión a la voluntad de Dios, una fe ciega difícil de aceptar, una entrega absoluta y total. Tuvo la recompensa de que Cristo —al que formó humanamente— le llamó «papá» y María «esposo mío» y los tres juntos recorrieron con amor y armonía los caminos de su vida.
José, esposo de María, padre adoptivo de Jesús, te doy también a ti el corazón y el alma mía.

Acompaño a esta meditación la oración que cada día rezo a san José: Concédenos tu protección paternal, te lo suplicamos por el Sagrado Corazón de Jesús y el Corazón Inmaculado de María.

Oh, tú, cuyo poder se extiende a todas nuestras necesidades y sabes hacer posibles las cosas más imposibles, abre tus ojos de padre sobre las necesidades de tus hijos.
En la angustia y la pena que nos oprimen,recurrimos a ti confianza.
Dígnate tomar bajo tu caritativa dirección este importante y difícil asunto, causa de nuestra inquietud (mencionar la necesidad).
Haz que su feliz desenlace redunde en la gloria de Dios y para el bien de sus devotos servidores.
Oh tú, que nunca has sido invocado en vano, amable San José, tú que eres tan influyente ante Dios que de ti se ha podido decir: “En el Cielo, san José más que implorar, manda”, tierno padre, ruega a Jesús por nosotros, ora a María por nosotros.
Sé nuestro abogado ante ese divino Hijo de quien has sido el padre adoptivo aquí en la Tierra, tan atento, tan amante y su fiel protector.
Sé nuestro abogado ante María, de quien has sido esposo tan amante y tan tiernamente amado.
Agrega a todas tus glorias la de ganar la difícil causa que te confiamos.
Nosotros creemos sí, nosotros creemos que puedes cumplir nuestros deseos, liberándonos de las penas que nos agobian y de las amarguras que impregnan nuestra alma.
Tenemos, además, la firme certeza de que no escatimarás nada a favor de los afligidos que te imploran.
Humildemente postrados a tus pies, buen San José, te conjuramos, ten piedad de nuestros gemidos y de nuestras lágrimas.
Cúbrenos con el manto de tus misericordias y bendícenos. Amén.


Y como no podía ser menos acompañamos hoy esta oración con un hermoso cántico a san José:

domingo, 14 de agosto de 2016

Cuando el Señor te mira con amor eterno…

Sentado ante el Santísimo siento en mi corazón reconfortado, lleno de paz y de amor. A ese Cristo presente en el Santísimo no le puedes ocultar lo que tu corazón siente. Puedes permanecer en silencio, con la mente perdida, con el corazón silente, con el alma rota… No importa. El conoce mis agobios, mis alegrías, mis penas, mis caídas, mis torpezas… Todo. Yo puedo tener una gran habilidad para evitar mostrar mis sentimientos a los demás pero con Él todo es diferente. ¿Cuántas veces te postras delante del Señor y le dices con el corazón abierto «Señor, ¿que te puedo decir que no conozcas?». Me gusta mirar fijamente a los ojos de la gente. En la mirada del hombre está el reflejo de su alma y muchas veces me cuestiono que ocultará esa mirada. En la oración es el Señor quien me mira, el que logra traspasar el iris de mis ojos para auscultar lo que siente mi corazón. A él no puedo engañarle.
Es en estos momentos cuando puedes exclamar: «¡Señor, ven y mírame! ¡ven y mírame, Señor, para que no me desvíes del camino, para que no me aleje de ti, para que sienta el poder de tu gracia, para ser consciente de cuales son mis pecados!».
Hay algo muy hermoso en la oración ante el Santísimo: el Señor te mira con amor eterno y por su gran misericordia te perdona sin necesidad de descubrir a nadie le inmundicia de tu pecado. Es en la confesión, ante el Santísimo y en la Eucaristía donde el Señor sana muchos corazones.

¡Señor, me produce una enorme emoción postrarme ante ti en el Santísimo Sacramento, donde hay tanto amor esperando, tanta entrega generosa, tanta necesidad de acogimiento! ¡Señor, yo creo que estás aquí, que me ves, que me oyes y te adoro profundamente desde la pequeñez de mi vida! ¡Y te doy gracias por todo lo que me regalas! ¡Y sobre todo, Señor, me siento amado! ¡Quiero en este momento darte gracias por tan precioso regalo, por poder compartir contigo un tiempo de mi vida con mis alegrías y mis penas! ¡También para descargarte de tantas ofensas que recibes porque yo también te he ofendido muchas veces! ¡Tu gracia me llena de paz y me invita a creer en ti y mejorar como persona! ¡Me consagro a ti y a tu Santísima Madre porque con vuestras manos santísimas mis deseos, mis afectos, mis ocupaciones, todo lo que tengo están a buen recaudo! ¡Eres mi Dios, Señor, y por eso te pido que no ceje de amarte y de quererte!

Pange Lingua, cantamos hoy al Señor en esta bella versión:

lunes, 8 de agosto de 2016

A la vera del necesitado… ¡misericordia!

Contemplo una imagen que me conmueve. La canícula a las cuatro de la tarde es intensa en mi ciudad. Un mendigo medio desnudo de avanzada edad se encuentra tumbado en las escaleras que dan acceso a la puerta de una entidad bancaria. Parece que ha perdido la conciencia cuando una joven cruza la calle y se acerca a él. Intercambian unas palabras. Le ofrece una botella de agua que lleva en el bolso. Le da de beber y le refresca la cara. Me acerco para ofrecer mi colaboración. El anciano estaba como deshidratado, sin fuerzas. Rezuma un intenso hedor a alcohol, suciedad y soledad. Su estado le imposibilita levantarse. Este es el ejemplo vivo de la misericordia. Esta joven es una samaritana anónima que siendo o no cristiana ha sentido en su corazón la llamada a arropar, amar, servir y proveer al necesitado. Cuando acaricias, sostienes y abrazas dignificas. En silencio oro por ambos mientras contemplo la escena. Por el que ofrece amor y por el que recibe ese amor. Dios, en su escucha, obra su poder. Con la oración también se logra cubrir la desnudez del hombre.
Cuando alguien como esta joven extiende su mano para cubrir amorosamente la desnudez del desvalido se regala silenciosamente la presencia de Dios en el corazón del necesitado. Aunque no sea consciente de ello. Un gesto de amor, unas palabras de afecto, un testimonio de cariño es un guiño que Dios hace al que sufre.
En esta vida se trata de ser cobijo, paraguas, regazo, columna…
En esta vida se trata de acunar, abrazar, acariciar, sonreír…
Cada vez que alguien abandona su comodidad —aunque sea momentánea— para sentarse a la vera del necesitado logra que el perfume de Dios lo inunde todo. Vivimos en un jardín perfumado por el aroma de Dios. Es nuestro egoísmo el que impide disfrutar de Él.

¡Señor, tú sabes que tal vez no tengo muchas cosas materiales que ofrecer y compartir con los demás pero tengo mi corazón pequeño y mis ganas de servir! ¡Señor, sé que esto es lo que más aprecias! ¡Hacerlo sin recibir halagos o parabienes! ¡Espíritu Santo, enséñame a no ser egoísta y a pensar siempre primero en el prójimo y después en mi! ¡A compartir mi tiempo con la alegría del servicio! ¡Espíritu divino, enséñame a compartir lo poco que soy y lo poco que tengo! ¡Hazme una persona poco apegada a las cosas materiales y que sea capaz de ofrecerme siempre para que todos puedan compartir conmigo la alegría del amor! ¡Señor, pocas cosas materiales son las que tengo pero mucho quedar desde el corazón! ¡Haz que todo eso se pueda multiplicar compartiéndolo! ¡Hazme apóstol del desprendimiento! ¡Hazme discípulo de los pequeños gestos de amor hacia los demás! ¡Quiero fijarme en ti, Jesús de la misericordia, para que mi actitud de misericordia hacia los demás se extienda a todos los factores de la vida porque nada puede hacerme más imitador tuyo que preocupándome por los demás! ¡Señor, que tu vida sea el espejo en el que mirarme para descubrir cuánto debo cambiar y como debo salir al encuentro del necesitado y el excluido! ¡Señor, tu acogiste a los despreciados y marginados, tú atendiste las necesidades de la gente, les enseñaste a compartir y vivir unidos, tú entregaste la vida por amor, que sea yo capaz de seguir tu ejemplo siempre y hacerme cercano a todos los que me rodean para ser un servidor generoso, dispuesto, amable, alegre y fraternal!

Un cuarteto del compositor Arriaga para profundizar en el texto de la meditación de hoy: