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martes, 6 de febrero de 2018

En la escuela del dar




Desde DiosDar. Verbo de profunda intensidad. Es el verbo de la economía del amor. El verbo que te invita a salirte de ti mismo. El verbo que conjuga a las mil maravillas con tantas palabras en los que impera el lenguaje del corazón: entrega, solidaridad, donación, estima, generosidad, felicidad, perdón, acogida…
En los Evangelios existen varios preceptos que sintetizan el espíritu del verbo dar: «Dad y se os dará» o «Gratis lo recibisteis, dadlo gratis».
Ahora, ¿En qué medida soy yo capaz de dar? ¿Soy generoso y magnánimo en la donación de mi tiempo, de mis bienes, de mi corazón, de mi escucha…? ¿Doy porque espero recibir algo a cambio? ¿Doy para que sepan que doy? ¿Doy desde el compromiso o desde el interés? Como siempre en la vida la naturaleza es sabia. Cuando el dar surge desde el corazón retorna la donación con sobreabundancia de dones.
Lo fundamental es saber dar. Setenta veces dar. Mil veces dar. Y no parar de dar…. porque en definitiva cuando das siempre recibes y aunque a veces lo que esperas es puramente material y humano en realidad lo que te proporciona es gracia en abundancia. ¡Y la gracia es la mayor riqueza que te puede enviar Dios!
 ¡Señor, hazme comprender siempre que en mi dar desde la generosidad y la gratuidad recibiré de ti en abundancia! ¡Concédeme la gracia, Señor, de ser generoso en todo momento y que la generosidad basada en el amor sea el signo de mi vida! ¡Concédeme la gracia, Señor, de ser generoso en el dar y hacerlo con amor, afecto, ternura y alegría! ¡Ayúdame, con la fuerza de tu Santo Espíritu, a poner siempre el corazón en cada gesto, en cada palabra, en cada acción! ¡Hazme comprender, Señor, que compartir no es sólo dar lo material sino que es dar mi tiempo, mi amor, mis atenciones, mis sentimientos! ¡Concédeme la gracia, Señor, de dejar de centrarme en mi mismo y aprender a darme a los demás, no dar lo que me sobra sino darme lo que soy aprovechando las cualidades y los dones que he recibido del Padre! ¡Ayúdame, Señor, con la gracia de tu Santo Espíritu, a estar atento a las necesidades del prójimo, a reconocer lo que falta y lo que necesita, a abrirme siempre a los demás y ser sensible a sus carencias! ¡Que mi entrega, Señor, esté basada en la solidaridad y no anteponga nunca mi propio beneficio! ¡Concédeme la gracia, Señor, de apartar mis comodidades e intereses personales y ponerme siempre al servicio de la comunidad! ¡Me abandono a Ti, Señor, para que me hagas instrumento de tu amor!
Siervo por amor, cantamos hoy:


miércoles, 17 de enero de 2018

La amabilidad del amor

CorazónEs imposible amar si uno tiene el corazón de piedra. Es imposible amar si hay aspereza en los gestos o en las palabras, en las miradas y en los sentimientos. El amor es la universidad de la amabilidad, del desinterés y de la entrega. El amor vincula a las personas, estrecha las relaciones, genera lazos de esperanza, construye ilusiones, regenera rupturas. El amor te permite ser amable y cuando uno lo llena todo de amabilidad los demás no dudan en acercarse.
Sí, el amor está revestido de amabilidad. Y esa amabilidad puede comenzar con una palabra cordial —sencilla pero cordial—al estilo de Cristo. Con un disponibilidad absoluta para con los que nos rodean, al estilo de Cristo. Siendo accesibles a las necesidades del prójimo, al estilo de Cristo. Sin quejas ni malas caras, al estilo de Cristo.
Dar testimonio no siempre es sencillo. Cuesta por los agobios personales, el cansancio, la necesidad de encontrar momentos de soledad y silencio… pero la evangelización exige cristianos amables —comprometidos pero amables—, entregados en su amabilidad para hacer más sencilla la convivencia al prójimo. Es difícil imaginar a Jesús con un sonrisa que no estuviera impregnada de dulzura, con una mirada que no fuese comprensiva, con una palabra que no fuese delicada, con un gesto que no fuese acogedor. Todo en Jesús traslucía amabilidad, bondad, consuelo, ánimo, dulzura, benevolencia y afabilidad. Incluso en aquellos momentos en que corregía a alguien lo hacía desde la óptica del respeto y la amabilidad.
Y yo, ¿me esfuerzo en ser amable con los demás? ¿Pienso más en mis circunstancias que en las del prójimo cuando respondo o actúo? ¿Qué pueden llegar a pensar de mi quienes conmigo conviven respecto a mi amabilidad y mi cortesía?
Si Cristo lo cubría todo de amabilidad y llegaba a la gente —ahí están como ejemplo las conversiones de Zaqueo y Mateo— por medio de actos concretos de generosa amabilidad, ¿por qué resulta tan difícil impregnar todas las obras de amabilidad, delicadeza y sensibilidad?
¡Señor, aleja de mi corazón todas aquellas inseguridades, miedos o temores que me impiden ser amable con los demás! ¡No permitas, Señor, crear juicios ajenos porque eso me impide ser amable con el prójimo! ¡Transforma mi corazón, Señor, con la fuerza de tu Santo Espíritu, para que la rudeza y torpeza con la que a veces actúo me haga ser más dulce, delicado, sereno y amable con los que me rodean! ¡Señor, tu me has creado para el amor, ayúdame a ser como tu! ¡Suaviza, Señor, cada uno de mis gestos, mis palabras y mis miradas con el don de la alegría, la amabilidad, la compasión y la escucha y no permitas que ni la intolerancia, ni el egoísmo, ni el desinterés, ni la severidad, ni el rigor, ni la ira, ni la dureza sean la seña de mi corazón! ¡Soy pequeño, Señor, pero por medio de tu Santo Espíritu tu puedes hacer grandes mis pensamientos, mis palabras y mis gestos! ¡Ayúdame a impregnarlo todo de amabilidad y permíteme crecer en serenidad y mansedumbre! ¡Enséñame, Señor, con la ayuda del Espíritu Santo a poner en valor todas mis acciones y hazme alguien honrado en las virtudes! ¡Concédeme la gracia, Señor, de entender que son las pequeñas cosas de la vida las que hacen grande al ser humano! ¡Que no olvide nunca tu ejemplo, Señor, y que todos mis actos estén revestidos de tu amor y tu amabilidad! ¡Que mi rostro sea siempre una imagen tuya, un rostro alegre, una sonrisa amable, unas palabras amorosas, un corazón gozoso que alegre el corazón de los demás! ¡Espíritu Santo, alma de mi alma, ilumíname, guíame, fortifícame, consuélame y dime siempre como debo actuar!
Nada me separará del amor de Dios:



viernes, 14 de julio de 2017

Renunciar no es perder

src=https;//desdedios.blogspot,com
Perder algo que me pertenece y que por justicia me corresponde y a lo que tengo derecho pero que, por las circunstancias, no puedo seguir disponiendo. Ocurre muchas más veces de las que pensamos.Aparcar una actitud de comodidad consciente de que no agrada a Dios.

Cuando uno anhela avanzar en la vida el principio no siempre es ir escalando peldaños, saltar obstáculos, superar escollos, solventar situaciones desagradables y avanzar para prosperar. Hay momentos en que es necesario detenerse, desprenderse de ciertas cosas, recular y observar, desde otra perspectiva, las circunstancias que te han conducido hasta allí.
La renuncia no tiene porque significar pérdida pues cualquier renuncia puede ir acompañada de grandes dosis de libertad; el despojarse de aquellos pensamientos, sentimientos e ideas que hieren, bloquean y estancan para ayudar a subir a un nivel superior en el que resulte más fácil elegir.
Enseguida te viene a la memoria la figura de ese joven del Evangelio que entregó al Señor sus tres panes y cinco peces; gracias a esa renuncia pudo Jesús realizar un prodigioso milagro. Eso me demuestra que cuando renuncio a esas actitudes que solo me benefician a mí permito que se expanda la gracia de Dios sobre mi prójimo. Una renuncia pura, hecha desde el corazón, tiene la virtud de alentar a los demás; mi desapego por la comodidad permite que otro se pueda ver favorecido de mi desprendimiento.
No deseo ser como ese custodio del talento que el dueño de la hacienda le entrega para hacerlo rendir y que éste cava en la tierra y esconde por miedo a defraudar a su señor. No es mi intención devolverle intacto lo que tan generosamente me entrega pues deseo hacer que produzca el fruto deseado. Pero si no soy capaz de renunciar a mis intereses, a mis comodidades, a mi bienestar, a mi yoes, a mis apetencias, estoy indicando a los que me necesitan que nada voy a hacer nada por ayudarles pues lo único que me interesa es lo que gira a mi alrededor y es mi única necesidad.
Pero hay algo muy maravilloso; a través de las renuncias también se manifiesta el amor de Dios. Y más cerca estoy de Él cuando aparco mi voluntad y acepto plenamente la suya. Cuando alejo de mi todo individualismo y la centralidad de mí yo permito a Dios llevar el timón de mi vida. Con ello Él marca el destino, guía la embarcación que avanza impertérrita ante cualquier tormenta que se presente. Toda renuncia va acompañada de un aprendizaje; la renuncia del yo me acerca cada vez a un encuentro más personal e íntimo con el Señor.

¡Señor, mi abandono a ti y le pido al Espíritu Santo que me moldee en los momentos de oscuridad, búsqueda, fracaso y turbación! ¡Ven, Espíritu Santo, ven a mi corazón, Espíritu de Amor y haz que yo sea Uno con Cristo para vivir siempre por Él, con Él y en Él! ¡Ven, Espíritu Santo, por medio de la poderosa intercesión del Inmaculado Corazón de María, a derramar tu efusión divina en mi pequeña alma para que me poseas y yo te posea totalmente con El fin de renunciar a mi voluntad y aceptar siempre la voluntad de Dios! ¡Ven, Espíritu Santo, y concédeme la gracia de conocer tu Voluntad para que la ame y la acoja como acto de mi búsqueda de la santidad! ¡Ven, Padre Eterno, y haz que tu Reino se manifieste enteramente en mi vida! ¡Espíritu Santo dame la clarividencia de conocer mis propios limites personales y sociales y la clarividencia de mi necesidad de Dios! ¡Padre bueno, me pongo en tus manos, haz de mí lo que Tú quieras, sea lo que sea te doy gracias, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo con tal de que tu Santa Voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas! ¡Dame luz para conocer tu Voluntad y fuerza para cumplirla!
Jaculatoria a María : ¡Ven, oh María Santísima, Madre de Jesús y Madre mía, a repetir en mi vida la santidad de tus acciones!
Santa es la verdadera luz (Holy is the light) es una preciosa obra de William Harris que invita a la reflexión interior:

jueves, 6 de julio de 2017

El pecado que vive en mi

desde dios
Uno de los aspectos que más me impresionan de la figura del apóstol san Pablo, ese espejo que tenemos los cristianos para fortalecer nuestra fe, es su confesión de que de una manera reiterada tenía que luchar contra los demonios que combatían su espíritu. San Pablo se declara en la carta los Filipenses como un ser imperfecto, consciente de su absoluta vulnerabilidad, confesión que reitera en la carta a los Corintios; se considera el primero de los pecadores, aspecto que incide cuando escribe a Timoteo; e, incluso, duda de que algún día pueda llegar a salvarse, como manifiesta en la epístola a los Romanos. Si Paulo de Tarso, apóstol del cristianismo y uno de los mayores protagonistas de su expansión tras la muerte de Cristo, mantiene consigo mismo una idea tan profunda de su pequeñez, ¿en qué situación me encuentro yo, hombre con pies de barro, que se cree tan perfecto, con una vida interior tan ínfima, tan pobre, tan angostada?Pensar en san Pablo es entender que el pecado vive en mí a pesar de mis desvelos por desterrarlo de mi alma y de mi corazón, cautivo como estoy a los estímulos del pecado, con una experiencia espiritual que no es más que una retahíla de fracasos y de caídas permanentes, con negaciones constantes al Señor…
Asumiendo la vida del apóstol siempre hay esperanza. Y esa esperanza viene de Dios. De ese Dios hecho carne, de esa salvación prometida, de ese cumplimiento para que yo pueda salvarme, de ese gesto impresionante de morir en mi lugar para que yo pueda redimirme del pecado. Contemplo la Cruz y veo la grandeza de ese Cristo yaciente, su santidad, su muerte redentora, la grandeza de ese gesto y no me queda más que exclamar con convincente gozo: ¡Gracias, Dios mío, por darme a Jesucristo, que se ha ofrecido a si mismo sin mancha, y me hace entender que estoy en este mundo para servirte a Ti como un verdadero hijo tuyo!
Mi camino es imperfecto aunque tantas veces me crea un ser superior pero si hay algo que Dios tiene claro es lo que quiere de mí y cómo conseguirlo. Y todo pasa por desterrar la soberbia del corazón para vivir entregados a Él y a los demás con humildad, amor, servicio y generosidad. Y cuando me crea perfecto… basta con tratar de leer los renglones torcidos que Dios escribe en mi vida para entender por donde debe ir mi transformación interior.

¡Señor, sé que lo que te agrada de mi es que sea sencillo, mi pequeñez, mi humildad, mi camino paso a paso! ¡Bendice, Tú Señor, mi caminar! ¡Perdóname, Señor, por las ocasiones en que no me someto a tu voluntad sino que hago lo que creo que es más conveniente para mí si tenerte en cuenta a Ti! ¡Perdóname, Señor, por esas obras pecaminosas que me apartan de tu corazón inmaculado! ¡Perdóname, por los acuerdos con el enemigo que me hacen ver el pecado como algo liviano y trivial! ¡Te pido, Señor, que selles mi mente, mi espíritu, mi cuerpo y mi alma con tu sangre! ¡Señor de misericordia, abre mi ojos para que siempre sea capaz de descubrir el mal que hago! ¡Toca con tus manos mi corazón para que me convierta sinceramente a Ti! ¡Restaura en mi corazón tu amor, Señor, para que en mi vida resplandezca con gozo la imagen de tu Hijo Jesucristo! ¡Señor, tu exclamaste que querías la conversión del pecador; aquí estoy yo Señor para confesar mis pecados y reclamar tu perdón! ¡Ayúdame, Señor, a escuchar tu Palabra, a hacerla mía! ¡Ayúdame, Espíritu Santo, dador de vida, a comportarme con sinceridad en el camino del amor y la entrega a los demás, y a crecer en Jesús en todos los acontecimientos de mi vida! ¡No tengas en cuenta mis negaciones, Señor, y mírame cada vez que caiga con tu mirada de amor misericordioso porque sabes que esto mueve a mi corazón a prometerte fidelidad!
Himno al amor, para acompañar el pensamiento de hoy:

domingo, 23 de abril de 2017

Unir mis manos a las de Cristo

desde Dios
En el pequeño crucifijo que me acompaña siempre no se distinguen las manos de Jesús. Pero hoy me las imagino. Son las manos recias de un carpintero que tanto bien hicieron pero que llevan el signo de la crucifixión.

Quiero unir mis manos a las de Él. A esas manos que se posaron sobre las cabezas de tantos para sanar sus vidas y curar sus enfermedades, que tocaron los ojos de los ciegos para darles la vista, que tomaron las manos de los paralíticos para levantarlos, que apaciguaban a los que sufrían, que acariciaban a los niños que se encontraba por el camino, que secaban las lágrimas de aquellos que estaban desesperados, que cogían las manos de su Madre para pasear por Nazaret, que desenrollaban serenamente los rollos de aquellas escrituras que leía en las sinagogas de Galilea, que dejaban un sencillo trazo en la arena antes de invitar a tirar la primera piedra, que elevadas al cielo oraban ante el Padre. Pero, sobre todo, eran las manos que multiplicaron los panes y los peces y bendijeron el pan y el vino en la Santa Cena.
Las manos de Cristo transmitían amor, esperanza, ternura, generosidad, misericordia. Eran manos siempre dispuestas a la entrega y al servicio. Todo está resumido en la Cruz.
Cristo prefirió dejar en sus manos y en sus pies las cicatrices de la Pasión. Es la evidencia de que desde el cielo Dios se hace cargo de nuestro dolor y de nuestros sufrimientos, pero también como un signo de escucha de nuestras plegarias y nuestras aclamaciones.
Tomo el crucifijo y beso cuidadosamente esas dos manos y esos pies heridos por mi y perforados en la cruz. Me siento compungido por esas manos bañadas en sangre pero también alegre porque esas manos con la huella de la Cruz sirvieron para anunciar la victoria de Cristo sobre la muerte.
Son manos llagadas que sólo rebosan un amor inconmensurable. Así pueden ser también mis pequeñas manos, manos que rebosen esperanza, amor, misericordia, generosidad, servicio... manos que abiertas, como las de Jesús, acojan al prójimo, al necesitado, al sufriente. Manos que humildemente abiertas sean testimonio de oración, de acción de gracias, de alabanza y de súplica.
Hoy más que nunca deseo unir mis manos heridas a las manos llegadas de Cristo. Sólo él sabe de verdad cuánto duele el sufrimiento pero unidas mis manos a las de Él llegará la sanación que mi corazón tanto necesita.

¡Señor, quiero ser tus manos extendidas y abiertas para coger al prójimo! ¡Señor, quiero ser tus manos para abrazar con cariño aquel que se acerca a mi para buscar consuelo! ¡Señor, quiero ser tus manos para retirar la venda de aquellos que no sean capaces de ver tu misericordia, tu amor y tu perdón porque tienen los ojos cerrados a la fe! ¡Señor, quiero ser tus manos para llevar alegría a los que sufren, a los que están solos, a los enfermos y a los desesperados! ¡Señor, quiero ser tus manos que forjaron esperanza, manos de carpintero desgastadas por el uso, encallecidas, pero que labraron vida y dieron esperanza a tantos! ¡Señor, quiero ser como esas manos tuyas bañadas de sangre que muestran el signo de la Cruz pero que rebosan paz, amor, misericordia, perdón, amistad y salvación! ¡Que mis manos, Señor, sirvan sólo para bendecir y no para inmovilizar, agarrar y destruir! ¡Mi destino, mi futuro y mi vida está en sus manos, Señor, en ti confío! ¡Señor, un día tus manos marcadas por las cicatrices que duraran toda la eternidad se abrirán en las puertas del cielo para recibirnos a todos en la vida celestial; eso es lo que deseo Señor, que me acojas con tus manos santas, que me bendigas cada día a mí y a todas aquellas personas que caminan junto a mí por las sendas de la vida! ¡No permitas, Señor, que caiga en tentación; ya Satanás intentó destruir tus manos santas que llevan escritas en su palma todos los nombres de los hombres! ¡Eleva tus manos, Señor, para librarme de la tentación! ¡Pongo en tus manos mi vida y mis cosas para vivir acorde a tu voluntad! ¡Entrego mis manos abiertas a tus proyectos, Señor, y el servicio de la comunidad! ¡Me pongo a tus pies, Señor, y dispongo mi corazón para que tus manos me bendigan y me llenes de tu vida en este tiempo de conversión!
Abiertos los brazos es el título de la canción que presentamos hoy:

miércoles, 5 de abril de 2017

Unido a Cristo en la Eucaristía

orar-con-el-corazon-abierto
A pocos minutos de comenzar la  misa de hoy siento que no hay nada tan sublime, hermoso e iluminador como recibir a Cristo en la comunión diaria. Es como colocarse a los pies de Cristo en el monte Calvario contemplando la Cruz. Instantes hermosos que unen mi alma, insignificante y pecadora, a la suya, amorosa y misericordiosa.
No me puedo imaginar la alegría desbordante que se debe vivir en el cielo entre el ejército de ángeles y la comunidad de los santos en el momento en que el sacerdote eleva la Hostia y el cáliz mientras me encuentro apaciguado en oración y contemplación en el reclinatorio. En ese momento uno siente esa trascendental prueba de Amor al escuchar las palabras del Señor que te susurra: «Ven, sígueme, acompáñame en este sufrimiento tuyo; en esta desazón que te embarga; en este problema que te ahoga. Ven y entrégamelo. También es mío». En un instante como este no puedes más que emocionarte y desgarrarte por dentro. Así es la Misa. Así es la Comunión. La unidad con Cristo. Por eso sólo puedes exclamar, agradecido y emocionado: «Señor mío y Dios mío, aquí me tienes. Lo mío es tuyo. Tómalo».
Son instantes muy breves de intenso recogimiento, llenos de amor profundo. Instantes en que la cercanía con Cristo es lo mejor de la jornada. Momentos de emoción viva. Y te sientes como el paralítico de Cafarnaún o como el ciego de Jericó o como la mujer del pozo de Sicar. Cristo pasó al lado de todos ellos y cambió lo profundo de sus almas. No su vida… ¡sus almas!
Sin embargo, tristemente este sentimiento ardiente de Dios se desmorona pronto debido a la mundanidad que me embarga, mi egoísmo, mi soberbia, mis faltas de caridad y de amor. Por mi resistencia a entregarme de verdad a Dios. De humillarme de verdad a los pies de la Cruz donde la humillación es amor.
«Señor, no soy digno de que entres en mi casa» exclamamos antes de comulgar. ¡Quiero cambiar, Señor, quiero cambiar para estar más unido a Ti y a través tuyo en los demás!

¡Gracias, Señor, porque en la Eucaristía te nos haces presente cada día! ¡Gracias, Jesús, porque en cada trozo de pan y en cada gota de vino sacias nuestra hambre y nuestra sed y te haces presente en el corazón de persona! ¡Gracias, Señor, porque eres Tú mismo quien está en cada día en la Eucaristía entregándote a ti mismo de manera real y personal para enseñarnos que hemos de dar nuestra vida a los demás! ¡Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía nos reunimos en torno al altar como hicieron tus apóstoles en la Santa Cena! ¡Gracias, Señor, porque es el mayor gesto de amor en el que nos enseñas a amar y a dar amor! ¡Gracias, Señor, porque cada vez que comulgamos nos unimos estrechamente a Ti! ¡Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía podemos rememorar tu sacrificio en la Cruz! ¡Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía está presente el Espíritu Santo! ¡Gracias por estos momentos de intimidad, por esta fiesta del amor, que nos anticipa la vida eterna cuando Tu, Señor, mi Dios, serás todo en todos! ¡Gracias, Señor, porque cada vez que me acerco a la Eucaristía siento que se alimenta mi alma! ¡Gracias, porque la Eucaristía me da fuerzas porque soy débil y con mis fuerzas no me basto! ¡Gracias, Señor, por la fe porque gracias a ella creo que realmente estás presente en la Eucaristía y como dice la oración te amo sobre todas las cosas y deseo ardientemente recibirte dentro de mi alma!
Un hermoso Pange Lingua para honrar a Cristo Eucaristía:

No quiero que mi corazón se acostumbre al amor de Dios

orar-con-el-corazon-abierto
En ocasiones es imprescindible dar pequeños pasos para lograr grandes cambios. Sin embargo, son escasas las veces que asumimos el riesgo de hacer cosas distintas. Vivimos acomodados en la rutina y no permitimos que nada nos sorprenda. Y eso ocurre también con nuestra vida espiritual en la que damos por hecho que todo lo que nos sucede es consecuencia de nuestros méritos y acciones y los beneficios que se obtienen son el fruto de nuestra generosidad, perseverancia, caridad, santidad y, sobre todo, de la grandeza de nuestro buen corazón.
Tengo un anhelo profundo: no quiero que mi corazón se acostumbre al amor de Dios. Convertirlo en algo rutinario. Quiero vislumbrar sus milagros cotidianos como su gran obra en mi. No deseo que pasen sin darles la relevancia debida ante la ingratitud de mi corazón creyendo torpemente que son consecuencia de los lances de la vida, hechos casuales que suceden porque sí.
Cada mañana amanece de nuevo. Cada nuevo despertar es una grata ocasión para agradecerle a Dios su gran fidelidad. Cada nuevo día es la oportunidad para dar gracias y alabar al Dios de la vida y exclamar con gozo que de nada me puedo quejar porque «todo» lo que acontece en mi vida me convierte en un privilegiado en las manos amorosas de Dios.
A Dios lo quiero contemplar en la cercanía. En la proximidad del corazón. Ansío y anhelo que mi corazón palpite de alegría y de amor y mi alma se conmueva por tanta inmerecida gratitud.
Quiero que Dios me sorprenda cada día con la gratuidad de su amor y su misericordia, que no dude en seguirle con la confianza consciente de que solo Él es capaz de transformar mi vida y obrar cada día un milagro en mí.
Ansío de verdad fijar mi mirada en Él, luz de luz, para que ilumine y guíe mis pasos indecisos y los lleve a un lugar seguro.
Anhelo que mire mi interior y pueda descubrir la verdad que anida en mi corazón, mi deseo de hacerme pequeño, porque Él es el Todopoderoso que siente predilección por los débiles y humilla a los poderosos.
No. No me quiero acostumbrar a ver a Dios desde la rutina porque cuando lo hago relativizo su amor, sus favores, sus gracias, su bondad y su misericordia y no permito que renueve en mi su obra santa.
En ocasiones es imprescindible dar pequeños pasos para lograr grandes cambios. Es la primera frase de este texto. Mi pequeño paso es permitir que Dios se manifieste en mi vida para que haga algo nuevo en ella. Dios siempre sorprende. Y sorprende porque es el Dios que hace posible lo imposible.
Tomo esta mañana el vaso de alabastro de mi vida y derramo el perfume de mi corazón para que, quebrada mi alma, sea inundada por el penetrante aroma del amor de Dios.

¡Señor, antes de crearme ya me tenías en tu pensamiento! ¡Cada vez que me pierdo, ahí estás tú para encontrarme! ¡que a la vez que caigo, me levantas! ¡Tú, Señor, eres el único que hace que mi existencia tengas verdadero sentido, tu llenas de luces la oscuridad que en ocasiones sobre escuela mi vida! ¡Todo lo mío te pertenece, señor, aunque tantas veces me cueste recordarlo! ¡Hoy quiero cantarte cánticos de alabanza para manifestar tu grandeza, tu bondad y todas tus maravillas! ¡Quiero elevar mi voz para que mis plegarias lleguen a ti y las acojas con tu corazón misericordioso! ¡Quiero que mis palabras suenen veraces porque tu sabes que muchas veces mis labios escupen palabras vacías que surgen de un corazón seco! ¡Quiero, Señor, que ocupes cada uno de los espacios de mi vida; que no olvide nunca quién eres, todo lo que haces por mí y lo mucho que me amas! ¡Haz que germinen conflictos abundantes aquellos espacios que tristemente aún permanece yermos en mi vida! ¡Hoy te quiero dar gracias por tu amor infinito, por tu misericordia abundante, por tu bondad generosa, por tu cariño desbordante, por tu paciencia así límite, por redimirme constantemente de mis caídas y de mis abandonos! ¡Señor, hoy te pido que tomes el timón de mi vida, que la hagas fecunda Y evites que me desvíes del camino! ¡ayúdame a mirar como mirarías tú, escuchar, acabarías tú, a pensar como lo harías tú, hablar como lo harías tú, a sentir como lo harías tú… amar como amas tú! ¡Revísteme de tu Espíritu, Señor, para que permitas que me despoje de esa piel tan dura que impide que me moldees cada día!
Dios está aquí, tan cierto como el aire que respiro:

domingo, 26 de marzo de 2017

Me he propuesto ser muy egoísta

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Una gran variedad de pecados los cometemos por puro egoísmo y por una ausencia de visión sobrenatural. El egoísmo es un pecado capital, grave por tanto, porque nos lleva a amarnos más de lo que debemos amar a Dios. Y, aún así, hoy me he propuesto ser profundamente egoísta. Muy egoísta. Y aunque el egoísmo se enfrenta al verdadero amor, y me invita a salir de mi mismo para darme a los demás haciéndome uno con ellos, aún así no desisto de mi idea de ser egoísta.
¿Y para qué y por qué quiero ser una persona egoísta? Simple y llanamente para convertirme en alguien mucho mejor. Quiero convertirme en un «egoísta del bien», invertir en mí lo máximo que pueda, porque quiero mejorar como ser humano; porque anhelo vivir y crecer en virtud; porque quiero amar más; servir con más generosidad; santificar mejor mi trabajo; ser más auténtico con mi manera de pensar, hablar y actuar; convertirme en mejor esposo, mejor padre, mejor amigo, mejor compañero de trabajo; ser más fiel a mis principios y valores cristianos; ser más firme en mis creencias para que no se conviertan en veletas que se mueve en función del ambiente en el que me encuentro; ser siempre leal a las personas y a los compromisos adquiridos; estar más preocupado por las necesidades de los demás que de las mías; ser fiel cumplidor de las normas sociales...
Quiero ser egoísta para buscar mi bien desde el corazón, para acoger en él el amor de Dios y darlo a los demás pero sin buscar ventajas sino por mero amor. Quiero invertir en mí todos los recursos de la vida cristiana porque así mi ser estará acorde con la imagen y semejanza de Dios que me corresponde por ser hijo suyo. Quiero ser egoísta para dejarme acariciar por su ternura y sabiduría y cantar así un cántico nuevo; cantar con alegría que el Señor me ha transformado en alguien diferente con la fuerza de su Espíritu.
¿Egoísta? Sí, porque invirtiendo en mí en el camino de la virtud seguro que lograré una gran transformación interior, creceré humana y espiritualmente y mejoraré como cristiano que lleva la impronta de Cristo en su corazón.

¡Señor, concédeme la gracia de ser un cristiano comprometido, consciente, que siempre busque la verdad y el amor, que sea capaz de conocer cuáles son mis limitaciones y mis defectos, que sea valiente defendiendo los valores cristianos y la verdad, que no me hunda ante las dificultades y los problemas, que sea siempre humilde y sencillo, que sea capaz de descubrir siempre tu voluntad en mi vida, que sepa llevar la cruz con entereza y con amor, que convierta mi vida en un dar y no en un recibir! ¡Con tu ayuda, Señor, y con la fuerza del Espíritu Santo sé que será más sencillo conseguirlo! ¡Cuando se me presente la prueba y el dolor en mi vida, Señor, que lo vea siempre como un acto de amor hacia mi y no como un castigo! ¡Concédeme la gracia de verlo como una oportunidad de crecer y caminar más estrechamente unido a Ti y poder demostrarte lo mucho que te amo, la profundidad de mi amor hacia Ti, como una manera de testimoniar de verdad la fe que profeso! ¡Te pido la gracia de la fortaleza, de la sabiduría, de la serenidad, de la fe para madurar como persona y como cristiano, para ser consciente de mi yo, de las cosas que debo cambiar, para ser siempre más comprensivo con las personas que me rodean, para no juzgar, para ser siempre más humano y amable, más misericordioso y condescendiente! ¡Ayúdame a crecer para hacer siempre el bien, para transformar todas aquellas cosas que en mi vida deben ser cambiadas y para que en lo más profundo de mi corazón estés siempre Tu!
Todos valemos lo mismo a los ojos de Dios, cantamos hoy acompañando esta meditación:

jueves, 23 de marzo de 2017

No hay lugar más elevado que estar a los pies de la Cruz

orar-con-el-corazon-abierto
El lunes, al finalizar la misa, una pareja joven se pone de rodillas ante un crucifijo  situado en una capilla lateral. Ella se acerca a los pies llagados de Jesús y los besa amorosamente. Luego lo hace él y juntos musitan una oración que deseo hacer mía porque, aunque no los escucho, observo su ferviente devoción al Cristo crucificado. Hay abrazos y besos que tienen un gran poder de sanación, de curar heridas, de ahuyentar desasosiegos, de calmar pesares, de aminorar desesperanzas… hoy lo he sentido en estos dos jóvenes.
El amor auténtico puede vestirse de innumerables maneras; en ocasiones es una mano apoyada en el hombro, un abrazo cálido, una sonrisa cómplice, una palabra que llega al alma, un beso sencillo... Pero no siempre todas estás formas están teñidas de autenticidad.
El ejemplo clave es ese beso crucial en la historia de la humanidad que se dio en una mejilla. Un beso que marcó la historia de la Salvación. Es el beso de una traición, un beso repleto de falsedad, de rencor, producto de la avidez, de la hipocresía... es el beso trágico que entregó a Cristo para ser condenado a la muerte en la Cruz. Juzgamos con pesar tan traicionero beso. Lo juzgamos como juzgamos tantas cosas en nuestra vida, sólo sabemos ver como aquel beso mancilló una amistad que se sustentaba en el amor fraterno. La deslealtad de Judas, en la oscuridad de la noche, ha quedado grabada en la impronta de la historia y en la de los propios corazones de los cristianos. Convirtió la belleza de un gesto repleto de hermosura en uno de los actos más despreciables que ha conocido el género humano.
El beso es como un diálogo que transmite amor, ternura, compromiso, afecto, búsqueda, cariño, complicidad... Judas, en su sinsentido, le puso el sello de la traición y la deslealtad. Y eso nos ocurre muchas veces a todos. De manera consciente o inconsciente también nosotros dejamos la impronta del amor «aparente» cuando, en realidad, en lo más profundo de nuestro corazón los sentimientos que anidan son otros generando dolor, tristeza, insatisfacción o amargura en el receptor.
Tras aquel beso trágico hay una enseñanza. Nadie puede dar lo que no tiene. Y en el caso del amor uno solo puede dar amor si está lleno de él. Quien no tiene amor verdadero, tampoco puede donar un amor auténtico.
En este día mi sentimiento es muy intenso. Te ves reflejado en algunos actos de tu vida en el beso de Judas, pero también en la devoción ardiente de estos dos jóvenes que colman de besos amorosos los pies de Cristo, como hizo aquella mujer pecadora del Evangelio. Hoy me pongo a los pies del Señor y trato de besarle sus pies llegados con devoción manifestándole lo mucho que necesito de su gracia, de su amor, de su perdón y de su misericordia. No hay lugar más elevado que postrarse a los pies de la Cruz.

¡Señor, hazme dócil siempre a la bondad y las buenas intenciones de corazón! ¡No permitas, Señor, que utilice tu amor en mi contra! ¡No permites que te bese como hizo Judas, Señor, porque soy tu amigo, te quiero y te necesito! ¡Señor, el beso de Judas fue intencionado y meditado, apoyado en su propia seguridad! ¡Señor, ¿cuántas veces me apoyo en mis propios medios y no pierdo la confianza en que Tú me sostienes?! ¡Señor, al igual que Judas yo nunca estoy dejado de tu mano, más al contrario hasta el último suspiro luchaste para acercarlo a tu corazón con los lazos de tu amor infinito! ¡Perdón, Señor, porque cada vez que peco te estoy besando como Judas; cada vez que trato de hacer mi propia voluntad, te beso como Judas; cada vez que no doy amor a mis semejantes te estoy te beso como Judas! ¡Señor, te beso los pies derramando mis lágrimas, me rindo ante Ti que eres el único que puede perdonar mis pecados! ¡Me postro ante Ti, Señor, con toda mi humildad y mi pequeñez para reconocerte mi pobre condición y mi gran necesidad de Ti! ¡Envíame la gracia de tu honra, Señor, que no merezco¡ ¡Hay algo, Señor, que te quiero agradecer: cuando más comprendo tu perdón, tu amor y tu misericordia más grande es el amor que siento por Ti! ¡Gracias, Señor, porque hoy me invitas a mirar hacia adelante, a vivir de la esperanza en Ti, a hacer grande mi pequeña vida, a renovar mi amor por Ti, a mirarme menos a mi mismo y a aprender a confiar más en Ti que me amas con amor eterno! ¡Que mi amor por Ti, Señor, tenga siempre la frescura del primer amor!
Hoy le cantamos al Señor esto tan bello de «A tus pies arde mi corazón/ A tus Pies entrego lo que soy / Es el lugar de mi seguridad»

lunes, 21 de noviembre de 2016

La indiferencia que destruye el amor

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En nuestras sociedades hay un decidido objetivo de destruir el matrimonio en todos los sentidos y se minusvalora a esta iglesia doméstica que fundamenta los pilares de nuestra sociedad. A este ataque contra la familia se le une un problema de fondo que se extiende entre las parejas: la indiferencia. La indiferencia es el cáncer terminal de cualquier matrimonio. Es la enfermedad crónica que destruye el núcleo central de una pareja. Durante el noviazgo, él y ella ponían como eje la necesidad del otro; ese encuentro furtivo; esos cinco últimos minutos que pasaban volando pero que uno quería que fueran como una eternidad; esa llamada telefónica de conversación irrelevante en contenido pero que duraba horas; ese estar pensando continuamente en el otro y saber que el otro tenía también la mente puesta en ti; el dejar de lado a esos amigos o amigas con los que compartir cervezas, tarde de compras u horas de gimnasio porque ahora lo importante era encontrarse con la persona amada...

Entonces llega la felicidad del matrimonio, el anhelo de vivir juntos, la ceremonia, los hijos… y con paso del tiempo la rutina y con la rutina la indiferencia gélida. Esa llamada de teléfono que se producía cada hora ahora se espacia en el tiempo; esas ganas de llegar pronto a casa ahora se reducen porque otras ocupaciones son más prioritarias; la preocupación del saber cómo está el otro ya ni se pregunta porque se presupone que la persona se encuentra bien y ya no se es capaz de leer lo que anida en el interior de su corazón; esas ganas de explicar las cosas ahora se convierten en silencios existenciales porque cuesta hablar ya que uno se siente cansado, agobiado por los problemas, molesto por alguna actitud del otro, ensimismado en el propio mundo; antes los dos se sentaban juntos agarrados en el mismo sofá, pero ahora cada uno se concentra en su móvil, en sus programas de televisión o en su propia luna.
La indiferencia mata el amor de manera lenta y agónica. La indiferencia destruye los sentimientos del corazón. Es como si sobre la pareja cayera una gélida capa de hielo o como si a un árbol frondoso se le cayeran todas las hojas en otoño y no volvieran a reverdecer en primavera. Si el amor surge de la comunicación afectiva, de las ganas de verse, de la ternura de los detalles, de las palabras cautivadoras y motivadoras del vocabulario cotidiano, no se puede ser feliz cuando se ama alguien que no te valora, que no te presta atención, que no pronuncia un «te quiero», que asesina poco a poco el amor robotizando la relación con la ausencia de palabras dulces, gestos delicados, miradas de complicidad, perdones sinceros, caricias tiernas, besos furtivos, tiempo robado dedicado a cosas sin importancia pero que unen sentimientos y experiencias personales...
Ninguna persona puede vivir sin recibir estímulos afectivos sinceros o mendigando sentimientos cotidianos. Al amor se le mata cuando se ignora la dicha y la bendición que Dios, en un momento determinado de nuestra vida, puso en nuestras manos.
¡Que hermoso es encontrar el amor de tu vida todos los días en la misma persona!
Ahora miro mi corazón ¿y?...

¡Sagrada Familia de Nazaret, pongo en vuestras manos todos los matrimonios del mundo, especialmente aquellos que pasan dificultades o viven en la indiferencia para que seáis vosotros el ejemplo de recogimiento, interioridad, perdón, afecto, complicidad, predisposición a la escucha, inspiración de buenas obras, generosidad, palabras amables...! ¡Enseñadnos, Sagrada Familia de Nazaret, la necesidad del trabajo de reparación, de la vida interior personal, de la oración, de la entrega generosa, de buscar lo mejor del otro, del apoyo y la entrega como don! ¡Ayudadnos a ser, Sagrada Familia de Nazaret, imagen de Cristo y de la Iglesia en la sociedad para que nuestros corazones puedan elevarse siempre hacia el Padre! ¡Iluminadnos, Sagrada Familia de Nazaret, y fortalecednos en la tarea de la formación de nuestros hijos para que sean auténticos cristianos! ¡Espíritu Santo, llena con la fuerza de tu gracia a todos los matrimonios del mundo para que no caigan en la indiferencia, en el desdén, en la rutina, en la falta de estímulos personales y espirituales, y se conviertan en auténticos hacedores de amor, de alegría y de paz! ¡Que todos los corazones de los matrimonios se unan al corazón de la Sagrada Familia de Nazaret!
Y hoy acompañamos la meditación con una canción sobre la familia:

viernes, 18 de noviembre de 2016

Basta una mirada....

En  casa, basta una mirada a mis hermanos para saber cuáles son sus necesidades. Basta una mirada para saber lo que sienten, lo que necesitan, lo que les angustia, lo que les alegra, lo que les preocupa... Es la mirada del amor. La mirada de la comprensión. La mirada del compromiso. La mirada de la complicidad.

Muchas veces, en la oración, en el silencio de una capilla, ante la idea de saberme mirado por Dios, mi corazón siente una fuerte emoción. Al que miro está en la Cruz, aparentemente muerto, pero con una presencia viva. Fijar su mirada en Él es fijar la mirada en el amigo.
Más que cualquier otro gesto, las miradas tienen una fuerte expresividad y son capaces de comunicar muchos más sentimientos que las propias palabras. Cuando te presentas ante Cristo, en la intimidad de la oración, con el corazón abierto, y lo miras, no puedes más que caerte inerte ante tu incapacidad de amar y de comprender ese amor sublime de Cristo y no puedes más que agradecerle esa forma tan maravillosa con la que te mira y te observa con ojos de misericordia.
Hace unos quince días una mujer de mediana edad me pidió dinero en la calle. Le dije «lo siento» con un movimiento de cabeza. Me miró decepcionada. Con una mirada de profunda tristeza. Llevaba conmigo dos barras de pan calientes, recién compradas. Unos cincuenta metros más adelante me di la vuelta para ir a su encuentro. Ésa mirada me había conmovido. Sentí necesidad de darle aquellas dos barras de pan. Pero ya no la encontré. Me pareció un signo. Como si le hubiera negado algo al mismo Cristo. En un entorno tan superficial como el que vivimos de pronto reparamos algo en el interior de las personas... en los ojos de aquella mujer sentí que había una profunda bondad. Me sentí profundamente triste y pensé las muchas veces que negamos algo a las personas que más lo necesitan. Y lo agradecido que es cuando puedes acudir a alguien para pedir y no te lo niega. Y el agradecimiento es mayor cuando el que posa en ti los ojos es el mismo Cristo que no te abandona nunca. Entonces el corazón se te sobrecoge porque sus ojos tienen una manera de mirar muy diferente que no se fija en nuestras múltiples debilidades ni imperfecciones, ni en las dobleces con las que actuamos tantas veces y hace caso omiso de las máscaras que nos colocamos al salir de nuestros hogares. Es una mirada que lee directamente en el interior del corazón. Que sólo se detiene a mirar la belleza de lo que poseemos.
Vivimos tiempos de zozobra, repletos de individualismo, en los que la vida se vuelve muy triste cuando no eres capaz de encontrar a tu alrededor miradas de complicidad, en los que mientras caminas los ojos con los que te cruzas tienen miradas llenas de prejuicios, de indiferencia, de desdén, de crítica, de soledad, de desprecio… lamentablemente vivimos en una sociedad en la que hay cientos de personas con las que nos cruzamos cada día a las que ni siquiera les miramos a los ojos: vecinos, compañeros de trabajo, cajeras del supermercado, desheredados, conductores de autobús, barrenderos… Nuestras miradas se dirigen a otros lugares, la mayoría de las veces a nuestro propio corazón y muy pocas veces esas miradas tienen halos de misericordia. La mirada de aquella mujer caló profundamente en mi corazón. El no poder encontrarla me invitó a pensar que Cristo sí advierte mi presencia. Por eso hoy en la oración sólo me sale darle gracias al Señor porque Él no se detiene a mirar el caparazón que cubre mi cuerpo y mi corazón, sino que entra en lo más íntimo de mi para, sabiendo como soy, dejarme saber que me ama y que está a mi entera disposición para cuanto requiera de Él.

¡Señor, que sea capaz de verte en la mirada de los demás, en los rostros ajenos, las personas que se cruzan en mi camino! ¡Señor, contemplo la Cruz, en esa soledad en la que te encuentras, y que tantas veces miro sin verte y trato de oírte sin escucharte porque en el fondo no estoy cerca de ti sino que estoy en mi propio mundo, centrado en mí yo, centrado en que se haga mi voluntad y no la tuya! ¡Señor, dame la confianza plena de saber que tú caminas a mi lado, que mi fe sea fuerte y confiada para saber que puedo encontrarte cada día y que tú estás vivo, muy presente en nuestro mundo! ¡Señor, que mi razón para vivir y para morir sea el amor, la entrega, la generosidad, el servicio desinteresado a los demás que, en definitiva, fue el ideal que defendiste con tu sangre! ¡Señor, Tú me miras desde la Cruz y tu mirada penetrante llega al fondo de mi alma porque tú conoces lo que anida en ella, en mis pensamientos, en mis sentimientos, en mi proceder, en mi forma de actuar y de darme los demás; tú sabes lo que anida en lo más profundo de mi corazón y por eso te pido que me ayudes en la oración a conocerme más, para dar lo mejor de mi, para contigo tratar de alcanzar la santidad cotidiana! ¡Señor, no permitas que esquive tu mirada; no permitas que cuando golpes en la puerta de mi corazón te cierre la puerta para que no entres en él y no de respuestas a tu llamada! ¡Señor, no quiero ignorarte nunca, no quiero condenarte como hicieron aquellos en Jerusalén, especialmente los Sumos Sacerdotes, o Pilatos, o el pueblo enfurecido al que tanto bien hicistes, como te negó Pedro, o cómo te traicionó Judas, o como te dejaron abandonado los apóstoles antes de Tu Pasión! ¡Señor, basta una mirada tuya para sanarme, por eso quiero llevar mis pequeñas cruces cotidianas junto a ti, con paciencia, con amor, con generosidad, con perdón, con compasión, con servicio desinteresado, para vivir coherente mi vida cristiana y hacer de mis pequeñas cruces un camino de santificación! ¡Señor, desgarra de mi corazón el pesimismo, el orgullo, la soberbia, la disconformidad, la queja, la tristeza, el egoísmo, la tibieza, y haz de mi vida una alegría permanente, una búsqueda constante de ti, para que en ese encuentro diario mi confianza sea infinita! ¡Señor, hazme humilde, sencillo, consciente de que no soy nada y de que tu, Rey de Reyes, entraste en Jerusalén a lomos de un asnillo! ¡Señor, que mirándote en la cruz sea capaz de comprender que nunca estoy solo, que tú estás siempre conmigo, que no me canse de seguirte, de acompañarte, de pedirte, y de ser uno contigo que es lo más grande que una persona puede ser en este mundo!
Tu mirada, con Marcos Witt, acompaña hoy esta meditación:

martes, 8 de noviembre de 2016

Una Madre que ama

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Una de las cosas hermosas de la vida es sentir que la Virgen es nuestra Madre. Mi Madre. Y como Madre me ama. Y así lo siento yo, hijo díscolo en tantas cosas. María siente por mí por cada uno de nosotros un amor maternal y lleno de misericordia. Pero María no me nos ama por nuestra bondad, ni por nuestros gestos, ni por nuestra vida de oración, por nuestro servicio, porque seamos más o menos simpáticos… nos ama simplemente porque somos sus hijos. Porque Ella, llena de la fuerza del Espíritu Santo, tiene un corazón inmenso que es la manifestación misma del corazón de Dios en clave femenina.
Hoy me pongo en presencia de María y siento su amor maternal. Siento como se entrega por mí por todo el género humano para transmitirnos la plenitud de Dios que Ella misma recibió de Cristo porque por mi nuestra condición de pecadores carecemos de ella. El fin de María es impregnar en nuestro corazón la imagen de su Hijo amado. ¡Qué bello es sentir esto!
Lo impresionante de la Virgen es que su amor es un bálsamo de gracia. Es un amor que acoge, que redime, que sostiene, que embarga, que alienta, que comprende, que diviniza, que consuela, que llena los vacíos del corazón, que ilumina en la oscuridad, que eleva el ánimo, que te conduce siempre hacia lo más alto, que ensalza la humildad…
Es un amor el de María que me impide tener miedo de la vida, de las circunstancias negativas que se presentan de vez en cuando por el camino, de los problemas que atenazan nuestra vida. Es un amor que nos permite sentirnos acogidos y protegidos… ¡Cómo no voy a sentirme huérfano de esperanza si tengo a María como Madre!
¡Santa María, Señora del Santo Rosario, ruega por mi y por el mundo entero!

¡María, Reina del cielo y de la tierra, la más hermosa de las criaturas, Madre ejemplar y bondadosa, me confío a ti! ¡Te quiero, María, y ruego hoy por todas aquellas personas que no te conocen o no te aman, míralas a todas con la bondad de tu mirada y tu amor siempre maternal! ¡Quiero, María, honrarte, servirte y alabarte y trabajar para que todos en este mundo te honren, te sirvan y te alaben! ¡María, tu fuiste la elegida por Dios para dar luz a Cristo que es nuestra luz que ilumina el camino, tu eres la belleza exquisita y el amor puro, te doy gracias por todo lo que representas en mi vida! ¡Te quiero amar siempre, María, pero quiero hacerlo de verdad! ¡Ayúdame a seguir tu ejemplo de humildad, generosidad, entrega, servicio, amor, misericordia, perseverancia…! ¡Tú, Señora, que eres la fuente del amor eterno y supiste entregarte siempre por amor a Dios y a los demás, bendice a mi familia, mi hogar, a mis amigos y la gente que me rodea con la fuerza de tu amor! ¡Que a través tuyo pueda ser un canal de amor para convertir la sociedad en un lugar impregnado de amor! ¡Corazón de María, que eres la perfecta imagen del Corazón de Cristo, haz que mi corazón sea semejante al tuyo y al de tu Hijo!
Del compositor ingles John Cornysh disfrutamos de su breve pero emotivo motete «Ave Maria, mater Dei», a cuatro voces:

domingo, 25 de septiembre de 2016

Ser prójimo para el prójimo

El Año de la Misericordia sigue avanzando. Y como la misericordia es esa disposición del corazón a compadecerse de los sufrimientos y las necesidades ajenas no puedo permitir quedarme impertérrito ante una llamada tan decidida como la que me ha hecho el Santo Padre. Y hoy me pregunto: desde que se convocó este año jubilar, ¿qué he hecho yo por mi prójimo, hasta qué punto he tratado de curar sus llagas abiertas, sus necesidades, sus sufrimientos, acoger en mi corazón todos sus anhelos? La señal por la que se conocerá que soy discípulo de Cristo es mi capacidad de amar y mi capacidad para pensar y vivir en cristiano. A los demás, claro. Entonces, ¿quién es el prójimo para mi?

Jesucristo ya dejó claro que el cristiano no nace prójimo, se hace prójimo. Y, por tanto, surge de inmediato una segunda pregunta: ¿en qué medida estoy dispuesto a hacerme prójimo de quien me necesite?
Ya sabemos que mi prójimo es mi esposo, mi esposa, mis hijos, mis parientes, mis amigos, mis parroquianos, mis vecinos, mis compañeros de trabajo, mis jefes, mis empleados, mis colegas del equipo de fútbol, los miembros de mi grupo de oración, el tendero de la esquina.... los que no me caen bien, los que me han hecho daño, los que hablan mal de mí.
Pero sobre todo, el prójimo es aquel que me obliga a salir de mi yo y abrir mi corazón para entregarme de verdad; es el que exige poner en práctica mi fe para que esta no se quede en una mera teoría si no en una realidad viva fruto de mi testimonio cristiano. Es el que me permite interpelarme cada día que hecho yo por Cristo, para Cristo y por Cristo.
El prójimo es aquel que necesitando una palabra de consuelo, un abrazo, un consejo, una esperanza, una sola presencia aunque silenciosa he estado allí aunque me faltara el tiempo o tuviera cosas más importantes que hacer en lugar de salir corriendo, cruzar de acera o hacer ver que no me enteré.
El prójimo es aquel por el que rezo con el corazón abierto, al que pongo a los pies del altar, el que me hago uno con él en su dolor y sufrimiento y me lleva a una oración viva y no a al intrascendente «ya rezaré por tí».
El prójimo es aquel al que todo el mundo abandona, o crítica, o se olvida y yo, a sabiendas de su soledad y de lo que puede perjudicarme socialmente, la acojo en mi corazón, en mi vida y en mi oración por qué no me importa el qué dirán.
El prójimo es aquel que se acerca a mí, espera un trato humano, cristiano, con detalles sencillos impregnados de amor y misericordia y no sermones, peroratas o lecciones de gran sabio oriental.
Prójimo es aquel al que las cosas le iban también, y no se acordaba de nosotros porque vivía en la materialidad y cuando lo hacía nos miraba por encima del hombro, pero la crisis, las dificultades personales, económicas... lo han zarandeado de tal manera que lo ha perdido todo y ahora se vuelve hacia nosotros mendigando nuestra amistad buscando un halo de esperanza o desasirse el desencanto de la vida o del desconcierto que le ha producido su nueva situación.
Prójimo es aquel... y aquel... y aquel... cada uno sabe quien es su prójimo y qué necesita porque prójimos son todas aquellas personas que se cruzan en nuestro camino, que tienen nombre y apellidos, una circustancia, un entorno, una vida más o menos llena, una fe más o menos firme pero todos ellos están al borde del camino sentados esperando que a nuestro paso les demos la mano con amor en este Año de la Misericordia. Este amor de caridad nos hace valorar el hecho de que todo hombre es nuestro prójimo y por tanto no puedo esperar tranquilamente a que el prójimo se cruce en mi camino sino que me corresponde a mi estar en predisposición de percibir quién es y de descubrirlo cada día. ¡Prójimo es a lo que estoy llamado a convertirme en esta vida! Echo la mirada hacia atrás y tengo la impresión de haber dejado pasar muchas oportunidades.

¡Señor Dios, Padre nuestro, te damos gracias porque nos has dado el mandamiento del amor, para que nos amemos unos a otros, te amemos a Tí y reconozcamos a todas las personas que nos rodean como nuestros hermanos, creados a tu imagen y semejanza! ¡Ayúdanos, Padre de bondad a amarnos unos a otros ya que así mostramos a la sociedad que somos tus hijos con el con el fin de que con nuestro ejemplo crean en tí, Dios de bondad y de Paz, de Amor y Misericordia! ¡Envíame, Señor, Tu Espíritu para que mis ojos se impregnen de tu misericordia y sea capaz de ver en los demás su dignidad y la belleza que hay en su interior, los vea como me ves Tú a mí y no juzgue nunca por las apariencias porque solo tu Señor sabes lo que anida en su corazón! ¡Envíame, Señor, Tu Espíritu para que este siempre atento a las necesidades del prójimo y mis oídos estén abiertos a su llamada y su clamor como me escuchas Tú siempre a mí, y no haga oídos sordos a sus dolores, su sufrimiento, su tristeza o a su llanto acercándome a ellos con ternura y compasión! ¡Envíame, Señor, Tu Espíritu para que de mi boca sólo surgen palabras de aliento, de misericordia, de consuelo, de paz, de perdón y de cariño y ayúdame a no juzgar ni a ser injusto con los que me rodean! ¡Que mi mente, Señor, se vuelva siempre hacia el más cercano para que pueda entender su necesidad como Tú entiendes siempre la mía! ¡Que mis manos, Dios mío, sean como las tuyas tiernas y generosas, acogedoras y sensibles, entregadas y puras, para que todas mis acciones sean para levantar, abrazar, acoger y llevar a cabo esas tareas que los otros no quieren realizar! ¡Que mi corazón se Vuelva siempre hacia el corazón del prójimo para que sea capaz de amarlo siempre como me amas Tú, con ese amor clemente, amorosos, paciente y misericordioso! ¡Que en cada prójimo vea a un hermano; que su dolor sea el mío y dame, Padre bueno, el don para suavizar sus penas y compartir su espíritu! ¡Ayúdame a vivir en el amor, a vivir para el amor y a vivir de amor! ¡Que mi vida no tenga ya otra motivación, ni otro sentido, ni otra meta que el amarte en los demás!
Cantamos hoy la canción del Buen Samaritano:

viernes, 9 de septiembre de 2016

Libre como María

Libre como María
Todos sabemos que la libertad es la libre disposición de uno mismo. Te fijas en la figura de María y comprendes que era la mujer libre por excelencia. Su gran libertad consistió en decidir su maternidad en el momento de la Anunciación. El suyo es un «Sí» absoluto a Dios, sin consejos de sus padres o parientes y sin consultar a José, con quien se había desposado. María recibe el ofrecimiento de Dios y, libremente, decide colaborar voluntariamente en ese plan divino entregando su persona, su maternidad y todo su ser para convertirse en corredentora de la salvación del hombre.
Toma la libertad de viajar a las montañas de Judea para visitar a Isabel. Decide libremente quedarse allí, aún estando preñada, para servir a su prima. En aquel lugar, que debió estar envuelto de una gracia incontestable del Espíritu Santo, proclama libremente el Magnificat, anunciando de una manera preciosa la nueva humanidad.
Libremente también asume con respeto todas las decisiones de San José: el viaje a Belén embarazada como estaba de Jesús, el viaje a Egipto, la vida en Nazaret... La Virgen vivió junto a San José una vida esponsal santa donde la libertad iba al unísono con su esposo, apoyándose humana y materialmente, espiritual y santamente, para que Jesús no apareciera ante los ojos de la sociedad de aquella época como hijo de una mujer sin marido. Esto, de por sí, muestra como María era una mujer libre.
Contemplas la libertad de María y te planteas si eres realmente una persona libre, libre desde el punto de vista humano y social, si la maraña de tus relaciones humanas, familiares, de amistad, profesionales te conceden esa libertad... Si eres capaz de vivir de manera plena el amor, la generosidad, la caridad, la obediencia, una vida cristiana en santa libertad como fue la vida de María predispuesta siempre a hacer y aceptar la voluntad de «Dios» y si eres capaz de entender la libertad desde Cristo, en Cristo y por Cristo a imitación de María, la Virgen.

¡Señor, que a imitación de tu Madre sepa utilizar la libertad para mi bien! ¡Señor, te pido un corazón libre para evitar esas ataduras que me unen al mundo y no a ti! ¡Dame, Señor, un corazón libre que no se vea sometido a las esclavitudes de este mundo, a las comodidades, a los vicios, a la buena vida, a la mundanidad, a las falsas libertades, al «yoismo»! ¡Dame Espíritu Santo la libertad de amar, de creer, de esperar, de servir en caridad, de cuidar a los que sufren y lo pasan mal, de confortar a los enfermos, de alimentar a los hambrientos, de refugiar a los desamparados, de proclamar el Evangelio, de caminar con autenticidad, de rechazar el pecado, la falsedad, las tentaciones del mal y la injusticia¡ ¡Ayúdame, María, a ser auténticamente libre, a seguir tu ejemplo, a dar siempre mi sí! ¡Gracias, Madre, porque tú me enseñas que el obrar de Dios en el mundo va íntimamente unido a mi libertad porque es en la fe, en la palabra divina, donde hay una auténtica transformación y mi vida apostólica y cristiana será eficaz en la medida que aprenda de Ti a dejarme plasmar por la obra de Dios en mi corazón!
Te saludo, María, cantamos hoy a la Virgen:

viernes, 5 de agosto de 2016

El perdón es la forma más desprendida de ser misericordiosos. La pregunta «¿Cuántas veces debo perdonar?» que Pedro le formula a Jesús me ha removido el corazón ayer saliendo de Misa. Cuatro bancos por delante, asistiendo a la Eucaristía, se encuentra una persona que me ha provocado mucho daño. Hace meses que no la veía.
Durante el rezo del Padre Nuestro resuenan con fuerza estas palabras de la oración más hermosa jamás escrita: «perdónanos nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden», es decir a aquellos que nos han hecho daño, nos han ofendido y nos han desprestigiado. Ese «como» tiene una fuerza brutal. Tiene un claro sentido de igualdad. Pone el listón del por qué debo perdonar al prójimo que me ha dañado. Si Dios, en su infinita misericordia me perdona, ¿quién soy yo por mucho dolor que me embargue, para no perdonar y hacerlo «como» el mismo Dios lo haría? Cada gesto de perdón auténtico nos convierte en seres misericordiosos, tal «como» es el Padre.
Eso me lleva en los momentos de oración, concluida la Misa, a un sentimiento más profundo: la gracia del perdón recibida de Dios —acompañada de la misericordia— me une más a Él, el único que es realmente bondad infinita. Yo no soy bueno porque perdono, soy bueno porque Dios se hace uno en mí y me ayuda a perdonar.
Para darme a los demás y reconciliarme con alguien solo lo puedo lograr con mucha oración, con fuerte espíritu de contemplación y mucha gracia del Espíritu. Es a través de Él como Dios trasmite la sobreabundancia de sus dones, entre ellos la misericordia. Y para llegar a ella, primero siento la mirada indulgente del Padre y su misericordia, su amor y su perdón para luego más tarde recorrer el camino inverso: miro con amor y un sentimiento de acogimiento al que me dañado y con el perdón desde el corazón traslado la misericordia de Dios que todo lo perdona.
Cuando sale y me observa le extiendo la mano y él me la aprieta con fuerza. No decimos nada. La misericordia y el perdón no necesitan palabras. Él prosigue su camino, yo el mío. Pero Dios ha actuado a su manera, en su hogar y durante la Eucaristía, esencia de su amor generoso. Regreso a casa contento. No por mí ni por este hombre sino porque una vez más he comprobado la grandeza simple del Dios de la vida.

perdon

¡Señor de la misericordia y el amor, te doy gracias por tu bondad y tu paciencia! ¡Gracias por como manifiestas tu misericordia conmigo! ¡Te pido humildemente tu perdón cuando cometa actos contra ti, cuando te ofenda, cuando actúe contra los demás con mis palabras, con mis hechos e, incluso, con mis pensamientos! ¡Padre de bondad, envía tu Espíritu para que aprenda a perdonar a todas las personas que me han dañado u ofendido y dame la fuerza para vivir siempre rodeado del perdón y la misericordia para conmigo y para con los demás! ¡Te doy gracias, Señor, porque siento en mi corazón perdón y con ese perdón puedo perdonar también a los demás! ¡Señor, no soy perfecto y también yo hecho daño a los demás y he sido merecedor de tu perdón y tu misericordia! ¡Hazme abierto al amor! ¡Padre de bondad, gracias porque cada día siento tu presencia y porque me muestras el camino de la reconciliación, de la misericordia y el amor! ¡Te amo, Dios mío, porque eres un Padre que ama y perdona, que acoge y abraza! ¡Quiero ser como tú, Señor!

Hoy, perdóname la cantamos a Dios: