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lunes, 5 de marzo de 2018

Plantearse la propia vocaciónAparte de la introspección interior, la Cuaresma me invita a salir de mi tierra de confort e ir a la casa del Padre. Subir a la montaña del silencio para dedicar un tiempo a la oración y tener una mayor cercanía con Dios. La Cuaresma también es un momento adecuado para plantearse la propia vocación cristiana. La vocación es parte del plan que Dios tiene para cada uno. Si es el plan de Dios es también mi plan; la vocación reajusta mis intereses y mis voluntades, la pobreza de mis proyectos y mis grandes veleidades. La vocación es la aceptación de la voluntad divina en mi propia vida; es una llamada, que puedo aceptar libremente, y desde ese momento mi voluntad queda sometida a la voluntad del Padre. Como la vocación es un proyecto fundado en el amor divino ningún plan humano es mejor que el plan de Dios, aunque a los ojos de los hombres pueda parecer disparatado o sorprendente. Porque lo que Dios ofrece es siempre lo más conveniente para mi y aceptando su plan, aceptando mi vocación, acepto generosamente un encuentro de amor con Dios. Dándole mi sí, también le ofrezco lo mejor de mi propia existencia. Dándole sentido a mi vocación respondo con amor al amor infinito de Dios. Mi vocación personal, de esposo, de padre, de empresario, de buscar la santidad personal… forma parte de mi manera de entender y vivir la vida y, sobre todo, de ordenarla como parte de mi servicio para la mejora de la sociedad. Pero la llamada —origen de la vocación— no emana de la persona. Viene de Dios a través de Cristo, que es quien invita. Uno puede recibirla y es libre o no de aceptarla. Así, mi vocación, comporta una responsabilidad tanto en la sociedad como en la Iglesia, exige de mi una conducta intachable porque vivir la vocación, cualquier que sea, es la respuesta a una llamada divina en la plenitud del amor. Un don de Dios y como tal comprendes que tu vida es una misión en la que vas descubriendo que formas parte del plan divino para el que has sido creado. ¡Ven Espíritu Santo, dame la sabiduría para llevar a cabo mi vocación y las cualidades para llevarla a cabo! orar con el corazon abierto ¡Ven Espíritu Santo, dame la sabiduría para llevar a cabo mi vocación y las cualidades para llevarla a cabo! ¡Espíritu divino, he sido creado en Cristo y para Cristo, concédeme la gracia de responder a la llamada de Dios a la santidad! ¡Ayúdame a comprender que mi vocación forma parte del plan establecido por Dios para mi santidad personal, que forma parte del sentido profundo de mi existencia, la razón de mi ser cristiano! ¡Ayúdame, Espíritu divino, a permanecer siempre en comunión con Dios! ¡Concédeme la sabiduría para saber elegir, libremente, mi vocación para aceptar la elección que Dios ha hecho para mi! ¡Hazme ver que mi vocación tiene una dimensión eterna! ¡Permíteme, Espíritu Santo, entender mi vocación como parte de la llamada amorosa de Dios, estar atento a la llamada de Jesús por medio de su Palabra, mediante terceras personas, por medio de los diferentes acontecimientos de mi vida! ¡Dame, Espíritu Santo, la capacidad de discernimiento para darle autenticidad a mi vocación cristiana! ¡Que sea capaz de leer, Espíritu de Amor, los signos que se me presentan para tener siempre la certeza moral de la llamada del Señor! ¡Hazme ser siempre obediente a la llamada y no permitas que mis obstinación y mi voluntad prevalezcan sobre los planes que Dios tiene pensados para mi! ¡Dame mucha fe, Espíritu consolador, para entregarme a Dios! ¡Concédeme la gracia del sacrificio y del amor para atender la llamada de Jesús y mucha vida interior para ser generoso a esta llamada! ¡Dale relieve y profundidad a mi vida! ¡Dame mucha luz para ver el camino de mi vocación; fortaleza para recorrerlo, gracia para vivirlo, libertad para aceptarlo, carisma para transmitirlo, sencillez y humildad para ejercerlo, certeza para experimentarlo, amor para vivenciarlo, perseverancia para seguirlo, generosidad para compartirlo y fidelidad y compromiso para llevarlo a cabo! ¡Indícame siempre, Espíritu de amor, cuál es la meta a la que me debo dirigir! ¡Ayúdame a ser testimonio de Cristo ante mi prójimo y dirigir todo lo que hago hacia Dios! Vocación al amor, cantamos hoy:


Desde Dios

Aparte de la introspección interior, la Cuaresma me invita a salir de mi tierra de confort e ir a la casa del Padre. Subir a la montaña del silencio para dedicar un tiempo a la oración y tener una mayor cercanía con Dios.
La Cuaresma también es un momento adecuado para plantearse la propia vocación cristiana. La vocación es parte del plan que Dios tiene para cada uno. Si es el plan de Dios es también mi plan; la vocación reajusta mis intereses y mis voluntades, la pobreza de mis proyectos y mis grandes veleidades.
La vocación es la aceptación de la voluntad divina en mi propia vida; es una llamada, que puedo aceptar libremente, y desde ese momento mi voluntad queda sometida a la voluntad del Padre.
Como la vocación es un proyecto fundado en el amor divino ningún plan humano es mejor que el plan de Dios, aunque a los ojos de los hombres pueda parecer disparatado o sorprendente. Porque lo que Dios ofrece es siempre lo más conveniente para mi y aceptando su plan, aceptando mi vocación, acepto generosamente un encuentro de amor con Dios. Dándole mi sí, también le ofrezco lo mejor de mi propia existencia. Dándole sentido a mi vocación respondo con amor al amor infinito de Dios.
Mi vocación personal, de esposo, de padre, de empresario, de buscar la santidad personal… forma parte de mi manera de entender y vivir la vida y, sobre todo, de ordenarla como parte de mi servicio para la mejora de la sociedad. Pero la llamada —origen de la vocación— no emana de la persona. Viene de Dios a través de Cristo, que es quien invita. Uno puede recibirla y es libre o no de aceptarla.
Así, mi vocación, comporta una responsabilidad tanto en la sociedad como en la Iglesia, exige de mi una conducta intachable porque vivir la vocación, cualquier que sea, es la respuesta a una llamada divina en la plenitud del amor. Un don de Dios y como tal comprendes que tu vida es una misión en la que vas descubriendo que formas parte del plan divino para el que has sido creado.
¡Ven Espíritu Santo, dame la sabiduría para llevar a cabo mi vocación y las cualidades para llevarla a cabo!
¡Ven Espíritu Santo, dame la sabiduría para llevar a cabo mi vocación y las cualidades para llevarla a cabo! ¡Espíritu divino, he sido creado en Cristo y para Cristo, concédeme la gracia de responder a la llamada de Dios a la santidad! ¡Ayúdame a comprender que mi vocación forma parte del plan establecido por Dios para mi santidad personal, que forma parte del sentido profundo de mi existencia, la razón de mi ser cristiano! ¡Ayúdame, Espíritu divino, a permanecer siempre en comunión con Dios! ¡Concédeme la sabiduría para saber elegir, libremente, mi vocación para aceptar la elección que Dios ha hecho para mi! ¡Hazme ver que mi vocación tiene una dimensión eterna! ¡Permíteme, Espíritu Santo, entender mi vocación como parte de la llamada amorosa de Dios, estar atento a la llamada de Jesús por medio de su Palabra, mediante terceras personas, por medio de los diferentes acontecimientos de mi vida! ¡Dame, Espíritu Santo, la capacidad de discernimiento para darle autenticidad a mi vocación cristiana! ¡Que sea capaz de leer, Espíritu de Amor, los signos que se me presentan para tener siempre la certeza moral de la llamada del Señor! ¡Hazme ser siempre obediente a la llamada y no permitas que mis obstinación y mi voluntad prevalezcan sobre los planes que Dios tiene pensados para mi! ¡Dame mucha fe, Espíritu consolador, para entregarme a Dios! ¡Concédeme la gracia del sacrificio y del amor para atender la llamada de Jesús y mucha vida interior para ser generoso a esta llamada! ¡Dale relieve y profundidad a mi vida! ¡Dame mucha luz para ver el camino de mi vocación; fortaleza para recorrerlo, gracia para vivirlo, libertad para aceptarlo, carisma para transmitirlo, sencillez y humildad para ejercerlo, certeza para experimentarlo, amor para vivenciarlo, perseverancia para seguirlo, generosidad para compartirlo y fidelidad y compromiso para llevarlo a cabo! ¡Indícame siempre, Espíritu de amor, cuál es la meta a la que me debo dirigir! ¡Ayúdame a ser testimonio de Cristo ante mi prójimo y dirigir todo lo que hago hacia Dios!
Vocación al amor, cantamos hoy:



viernes, 9 de febrero de 2018

Ciudadano del cielo en la tierra

Desde Dios Cada día cuando escucho la Palabra de Dios en la Misa me surgen preguntas que cuestionan mi propia existencia, la realidad de mi propia vida. Las lecturas me llevan a una profundización de mi realidad como cristiano. Cuando centro mi atención en ellas en lo más profundo de mi corazón algo se remueve interiormente porque, de alguna manera, marcan parte de ese itinerario íntimo que delimita mi vida espiritual; me ayudan a crecer espiritual y humanamente y me sirven para orar después de la comunión. Aunque soy consciente de mi pequeñez en esa escucha trato de que haya un avance sereno y gradual hacia la santidad que tanto anhelo y de la que tan alejado estoy.
La santidad es la meta del camino del cristiano. Ser santo en esta vida no es sencillo. El corazón tiene excesivos apegos que te impiden progresar como realmente anhelas. Hay preguntas recurrentes que se plantea mi corazón: ¿es la santidad mi máxima aspiración? ¿A qué aspiro realmente en esta vida? ¿Me alejo con frecuencia de la Cruz de Cristo a consecuencia de mis aspiraciones terrenales? ¿Me marco ideales nobles y sueños y metas grandes? ¿Aspiro a ellas?
En ocasiones las respuestas son decepcionantes. Y lo son porque uno se deja arrastrar con frecuencia por la mediocridad y la falta de autenticidad aún cuando uno sea, como dice el apóstol Pablo, ciudadano del cielo.
¡Ciudadano del cielo en la tierra! Sí, caminamos por la vida terrera aspirando al cielo. Somos peregrinos y nuestro destino es la patria celestial. Pero esta noble aspiración no te impide dejar de lado las obligaciones y responsabilidades que tienes encomendadas. Cada uno debe mirar cuál es su meta. Disfrutar de las maravillas de esta vida, gozar de las cosas buenas que ésta nos ofrece, y ser conscientes de que la plenitud la disfrutaremos únicamente en Dios.
Así, el único que puede ayudarnos a cambiar nuestra vida es Cristo. Él es el que transforma nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa. Él es el que puede ayudarnos a borrar el egoísmo, la soberbia, la autosuficiencia y la vanidad, el considerarnos más que el prójimo, el que puede destruir la esclavitud de las pasiones mundanas y los apegos terrenales, la rutina, las envidias y los rencores… defectos todos que nos alejan de Dios y del prójimo.
¡Se trata de vivir lo que cada uno es verdaderamente: ciudadano del cielo! ¡Transformarse día a día hasta alcanzar el cielo prometido y este proceso comenzó el día mismo del bautismo!
Mi lealtad es para Dios, para el cielo. Y aunque soy consciente de que mi vida está hecha de arcilla, soy del mundo aunque cuento con la carta de ciudadanía del cielo. ¡Que esto me ayude a perseverar en la fe, fundada en fuerza del Espíritu Santo, en la humildad de Jesús y a perseverar como cuerpo de Cristo en la fidelidad de quien me llama a la gloria celestial! ¡Qué dignidad y que responsabilidad ser representante de esta ciudadanía!
¡Señor, sin ti nada soy y nada puedo, nada valgo ni nada tengo; tu sabes que soy un siervo inútil pero quiero ser servidor tuyo pues soy ciudadanos del cielo! ¡Señor, hazme comprender que cualquier renuncia vital debe pasar por entregarme primero a Ti! ¡Señor, anhelo tomar opción por mí aunque muchas veces me desvíe del camino como consecuencia de mi tibieza y mi debilidad! ¡Envía tu Espíritu, Señor, para que me de la fuerza y la sabiduría para convertirme en un auténtico seguidor tuyo sabiendo discernir lo que es mejor para mi! ¡Señor, que no tenga miedo a las renuncias mundanas y que sea siempre consciente que ser cristiano implica renunciar a cosas que pueden ser importantes pero que tienen como fin la eternidad y el encuentro con tu amor! ¡Señor, que no olvide nunca que ser cristiano no permite dobleces sino que tiene una única verdad: el encuentro contigo! ¡Señor, hazme consciente de que la santidad es un mandato tuyo, que tu voluntad es mi santificación y no permitas que me conforme a los deseos que impone mi voluntad; ayúdame a ser santo en todos los aspectos de mi vida a imitación tuya!
Ciudadanos del mundo, cantamos hoy:


martes, 16 de enero de 2018

La santidad no es un ideal reservado a unos pocos.

Plaza de San PedroDesde la plaza de San Pedro que el gran Bernini concluyó a mediados del siglo XVII para unir a católicos y no católicos por expreso deseo del papa Alejandro VII la historia de la Iglesia ha conocido concilios, cónclaves, fumatas blancas, beatificaciones, intentos de asesinato de un Santo Padre, emociones intensas de fervientes católicos, conversiones espirituales…
Como católico me impresiona la belleza de esta plaza por el gran significado que tiene para mi fe. Un lugar que acoge a todas las sensibilidades humanas. Personalmente es un lugar que me reafirma profundamente en mis creencias por medio de la figura del primer Papa de la historia, ese San Pedro rudo y áspero al principio pero dócil y sencillo a la llamada de Dios.
En los grandes acontecimientos retransmitidos desde la plaza de San Pedro hay momentos en que las cámaras ofrecen un plano general de este gran escenario monumental de tan gran significado para los que nos sentimos católicos.
La plaza de San Pedro se halla repleta de estatuas de doctores de la Iglesia, de mártires, de santos, de pontífices, de teólogos. La historia de la Iglesia viene marcada por la vida de estos hombres y mujeres que con su fe, con su caridad y con su ejemplo se han convertido en faros para numerosas generaciones, y lo son también para quienes vivimos en esta época. En la página oficial del Vaticano he averiguado que son 140 estatuas situadas sobre las 284 columnas que conforman el conjunto arquitectónico de la plaza. Todos ellos observan la historia de la Iglesia y de la humanidad desde un mirador privilegiado. Pero en el interior de la basílica existen además decenas de santos en nichos, columnas, capillas que también contemplan la evolución de la sociedad desde una perspectiva de interioridad.
Cada uno de los santos de este gran centro de la espiritualidad católica no dejan de transmitir que el auténtico ideal del cristiano es alcanzar la santidad en medio del mundo y formar una sociedad más humana, más cristiana y más divina según los designios y el corazón de Dios. El verdadero ideal cristiano no es ser feliz, sino ser santo porque el santo es aquel que, a imitación de Cristo, vive del amor de Dios.
En la vida de estos santos Cristo se ha aferrado a su corazón y como san Pablo han podido afirmar: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí». Entrar en comunión con ellos es ir también unidos a Cristo para ser santos en nuestro mundo.
La santidad no es, como muchos creen, un ideal reservado a unos pocos pues Dios nos ha elegido en Cristo antes de la fundación del mundo para ser santos e intachables ante Él por el amor. Pensando en todos los representados en estas estatuas de la plaza de San Pedro comprendes que la santidad, la plenitud de la vida cristiana, no radica solo en realizar grandes empresas sino en caminar unido a Jesús tratando de vivir con autenticidad sus misterios, hacer propias sus palabras, sus gestos, sus pensamientos y sus actitudes. La santidad solo se puede medir por la estatura que Cristo toma en cada uno, por el grado en el que modelamos la vida según la suya con la fuerza arrolladora del Espíritu Santo al que hay que invocar con insistencia para que nos llene de su gracia y exhale en nosotros la vocación hacia la santidad anhelo de Dios para cada hombre.
¡Quiero darte gracias, Señor, por tu Santa Iglesia Católica que tu fundaste y que me llama claramente a la santidad! ¡Te pido, Señor, que tu Santo Espíritu me llene para alcanzar la santidad porque por mis propias fuerzas no puedo! ¡Ven Espíritu Santo, ven para recorrer junto a Ti el camino de la santidad! ¡Ven Santo Espíritu de Dios para hacer fructificar cada una de mis acciones, para cumplir el deseo de Dios de que todos seamos santos! ¡Lléname de Ti, Espíritu divino, anima mi interior, transfórmame para vivir unido a Cristo, restáurame para conservar y llevar a la plenitud la vida de santidad que recibí en el momento de mi bautismo! ¡Ayúdame, Espíritu del Padre, a utilizar siempre bien la libertad que viene de Dios y concédeme la gracia de vivir siempre bajo tu acción liberadora para conformar mi voluntad con la voluntad de Dios! ¡Concédeme, Espíritu renovador, a amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a mi mismo! ¡Ayúdame, Espíritu de Amor, a que mi amor crezca cada día y sea sal y semilla para todos, abierto a la gracia, a la vida de sacramentos, a la oración con el corazón abierto, a la renuncia de mi mismo, a la generosidad hacia el prójimo, al servicio desinteresado, a la entrega sin esperar nada a cambio, a la caridad extrema! ¡Y a ti, Padre, te doy gracias por los santos de la Iglesia que con su verdadera sencillez, grandeza y profundidad de vida me muestran el camino de la santidad! ¡Que como ellos yo también sea capaz de vivir plenamente el amor y la caridad y seguir de verdad a Cristo en mi vida cotidiana! ¡Gracias, Padre, por mostrarme que los rostros concretos la santidad de tu Iglesia! ¡Te doy gracias también por tantas personas a mi lado que no llegaran al altar de la santidad pero son gente buena, pequeñas luces de santidad que me ayudan a crecer humana y espiritualmente, a los que quiero y hoy te pongo ante el altar de la Cruz y de la Eucaristía! ¡Gracias a su bondad, generosidad, piedad y entrega puedo palpar cada día la autenticidad de la fe, la esperanza y el amor! ¡No permitas, Padre, que nada marchite mi vocación hacia la santidad!
Aclaró, una canción para sentir el amor de Dios:



viernes, 2 de junio de 2017

Santo, perfecto y misericordioso

El cristianismo para bien y para mal, es una religión de máximos. Te sitúa en la línea de salida de la vida y te invita a vencer la mediocridad, a hacerte imprescindible para los demás a través del servicio, a dejar de lado lo superfluo y lo relativo; busca la alegría y se aleja del aburrimiento, no desea que nadie se convierta en un permanente aguafiestas o estar siempre refunfuñando. En el cristianismo no se busca lo previsible. Se trata de una religión que invita a la superación permanente, al crecimiento continuado. El cristianismo es una escuela de alegría, de esperanza, de ilusión, de sorpresa, de generosidad, de vida. Es la religión que te lleva a la vida eterna. Hoy me lo ha dejado más claro que nunca una frase del libro del Levítico. Es la invitación a ser algo muy importante, clave en la vida, decisivo en mi devenir como persona: «¡Sed santos!». Este clamor se une a las palabras de Cristo del «¡Sed perfectos!» en el Evangelio de san Mateo y al transformador «sed misericordiosos» que san Lucas refleja en su Evangelio recogiendo esas palabras del Señor en un momento que pronunciar este alegato era toda una revolución para el sentir del hombre.

«Santidad», «perfección» y «misericordia». Las tres pautas del pentagrama de la vida que Dios escribe con letras de oro porque Él mismo es el compositor de esta obra sublime. Así es Dios: santo, perfecto y misericordioso y así quiere que sea yo en mi vida cotidiana. Es una invitación alegre y exigente pero asumible. Es una propuesta de compromiso pero llevadera.
La santidad, que es lo que me identifica como hijo de Dios y como coheredero del reino de Cristo y me distingue de todo aquel que está en el mundo y ama las cosas del mundo, es un meta que está a mi alcance si rechazo mi yo y la mundanalidad que me ofrece lo relativo; es el objetivo y el afán que debo buscar como cristiano. La perfección es la unión sobrenatural con Dios a la que estoy llamado en la vida cristiana desde el momento de mi bautismo; es, en definitiva, hacer siempre la voluntad de Dios. Y la misericordia es esa virtud del ánimo que me invita a tener un corazón compasivo y caritativo entregado al otro relacionado con el amor y que me inclina a la caridad, la entrega y el perdón.

Vivimos en una sociedad que afea lo hermoso, que ensalza lo aborrecible, que celebra lo negativo, que degrada lo que viene de Dios, que desacredita el valor de la santo.

El «sed santos, perfectos y misericordiosos» me obliga a un comprometerme con Cristo. Él no me pide cosas extraordinarias, imposibles de alcanzar. Me pide, sencillamente, unirme a Él, a sus misterios, a hacer míos sus pensamientos, sus comportamientos y sus actitudes. Mi santidad se mide, tan solo, por el grado que Cristo alcance en mi; por mi predisposición a dejarme moldear y transformar por la acción del Espíritu Santo para tratar de parecerme a Él. Una vida santa, perfecta y misericordiosa no es producto de mi solo esfuerzo porque es Dios quien me hace santo, perfecto y misericordioso; es la acción de su Espíritu la que me anima desde lo más profundo de mi corazón. Dios solo quiere que siga a su Hijo ejemplo de sencillez, pobreza y humildad, que tome a cuestas mi cruz cotidiana, camine con ella y conforme mi voluntad a Su voluntad para merecer tener parte en la gloria del cielo.

«Sed santos, perfectos y misericordiosos». Tres palabras que me invitan a no tener miedo a tender hacia lo alto, a no temer que Dios me exija demasiado, a no padecer por lo que Dios me envíe, a dejarme guiar por sus acciones cotidianas. Y aunque sea pequeño, un inútil, pecador, inconstante, egoísta, soberbio, pobre, inadecuado… Él me irá transformando según un único principio: el principio de su Amor.

Hay una hermosa Oración por la santidad que no puede ser superada. Obra del cardenal Mercier, es la que propongo rezar hoy:

Creo en vos, Señor, pero ayúdame a creer con firmeza; espero en vos, pero ayúdame a esperar sin desconfianza; te amo, Señor, pero ayúdame a demostrarte que te quiero; estoy arrepentido, pero ayúdame a no volver a ofenderte.
Te adoro, Señor, porque sos mi creador y te anhelo porque sos mi fin: te alabo, porque no te cansas de hacerme el bien y me refugio en vos, porque sos mi protector.
Que tu sabiduría, Señor, me conduzca y tu justicia me contenga; que tu misericordia me consuele y tu poder me defienda.
Te ofrezco, Señor, mis pensamientos, ayúdame a pensar en vos; te ofrezco mis palabras, ayúdame a hablar de vos; te ofrezco mis obras, ayúdame a cumplir tu voluntad; te ofrezco mis penas, ayúdame a sufrir por vos.
Todo aquello que vos quieras, Señor, lo quiero yo. Te pido, Señor, que ilumines mi entendimiento, que fortalezcas mi voluntad, que purifiques mi corazón y santifiques mi espíritu.
Haceme llorar mis pecados, rechazar las tentaciones, vencer mis inclinaciones al mal y cultivar las virtudes.
Dame tu gracia, Señor, para amarte y olvidarme de mi, para buscar el bien de mi prójimo sin tenerle miedo al mundo.
Dame tu gracia para ser obediente con mis superiores, comprensivo con mis inferiores, solícito con mis amigos y generoso con mis enemigos.
Ayúdame, Señor, a superar con austeridad el placer, con generosidad la avaricia, con amabilidad la ira, con fervor la tibieza. Que yo sepa tener prudencia, Señor, al aconsejar, valor en los peligros, paciencia en las dificultades, sencillez en los éxitos.
Concédeme, Señor, atención al orar, sobriedad al comer, responsabilidad en mi trabajo y firmeza en mis propósitos.
Ayúdame a conservar la pureza del alma, a ser modesto en mis actitudes, ejemplar en mi trato con el prójimo y verdaderamente cristiano en mi conducta.
Concédeme tu ayuda para dominar mis instintos, para fomentar en mí, tu vida de gracia, para cumplir tus mandamientos y obtener mi salvación.
Enséñame, Señor, a comprender la pequeñez de lo terreno, la grandeza de lo divino, la brevedad de esta vida y la eternidad de la futura.
Amén.

Se acerca Pentecostés, y le cantamos al Espíritu Santo eso de Oh, deja que el Señor te envuelva:


jueves, 13 de abril de 2017

Lavarme las manos ante Jesús

orar con el corazon abierto
Hoy la imagen se dirige hacia el pretorio. Allí Pilatos ordena que le traigan una jofaina llena de agua y se lava las manos. Ante el tumulto ensordecedor y el gentío que exige la muerte de Jesús, al que contempla sereno y con mucha paz interior, levanta su mano para que cese el ruido y exclama timorato: «Soy inocente de la sangre de este hombre». Y pienso: ¡Ay, Señor, cuántas veces me he lavado las manos y no he dado testimonio de la verdad!

Todo porque ante su insistencia Jesús no le niega su condición de Rey. ¡Es que es el Rey del Universo pero, sobre todo, es el rey de nuestro corazón, de ese corazón que tantas veces exclama: «¡crucifícale, crucifícale!»!
Y es que Cristo anhela ser el Rey de nuestros corazones. Acepta por amor —un amor tal vez incomprensible a los ojos humanos— a pasar por el suplicio de la Pasión, a entregarse sin queja alguna a sufrir el oprobio de sus verdugos. Prisionero, escupido, humillado, vejado, flagelado, coronado de espinas, insultado, arrastrado... ¡Señor mío, te ofrezco mi corazón consciente de lo que padeciste por mí!
Pronunciar esta frase tiene muchas implicaciones para mí. Y las tiene porque de verdad creo, siento y deseo que Jesús, el Rey de Reyes, sea Rey de mi corazón; a Él le debo y le someto mi vida, mis anhelos, mi voluntad, mi querer.
No deseo ser ambiguo como Pilatos. Quiero complacer a Jesús. Lavarme las manos ante Jesús, mi Rey y mi Salvador, es un acto de cobardía, de ambigüedad, de falta de compromiso con él. No quiero cometer la misma falta que tuvo Pilatos, no deseo mantenerme neutral ante la verdad de las cosas por eso deseo ardientemente entregarle mi corazón, mi vida y mi alma a Cristo. Sobre todo, porque Cristo desea mi santidad y esta se alcanza con el compromiso veraz. No lavándose las manos en la jofaina de la ambigüedad.

¡Señor, tu imagen preso en las manos de Pilatos me conmueve y me sobresalta! ¡Observo mientras Pilatos se lava las manos para ofrecerte como mercancía que mis pecados se hacen presente en el odio cerril de aquellos que exigen tu crucifixión! ¡Pero yo, Señor, quiero que reines en mi corazón, no quiero ofenderte ni condenarte! ¡Quiero, Señor, que seas mi Rey y mi Soberano! ¡Señor, tu sabes lo que anida en lo más íntimo de corazón, me das la libertad para actuar; no permitas que me lave las manos mostrándote indiferencia y cobardía! ¡Señor, tu eres mi Dios y no tengo más rey que tu! ¡No permitas que te juzgue pecando contra ti y contra los demás! ¡No permitas, Señor, que te abandone nunca pues deseo acompañarte en el dolor y la contrariedad y aprender de Ti a tener siempre mucha paciencia para afrontar los vaivenes cotidianos y ofrecerlos por amor a Ti y a los demás! ¡Ayúdame a no eludir mis responsabilidades ni la verdad, a tener siempre el coraje de estar junto a lo que es cierto, a no buscar argumentos para quedar bien! ¡Ayúdame a que mis intenciones sean siempre bendecidas por Ti, a no justificar mis conductas y que mis hechos vayan acorde con mi buena voluntad! ¡Señor, envía tu Espíritu sobre mi, para que mi corazón sea dócil a la voz de la conciencia que anuncia siempre la verdad y haz que tu Santo Espíritu me indique siempre el camino a seguir!
Un bellísimo Ecce Homo («He aquí al hombre»), palabras de Pilatis antes de lavarse las manos y la conciencia ante el Señor:

miércoles, 5 de abril de 2017

No quiero que mi corazón se acostumbre al amor de Dios

orar-con-el-corazon-abierto
En ocasiones es imprescindible dar pequeños pasos para lograr grandes cambios. Sin embargo, son escasas las veces que asumimos el riesgo de hacer cosas distintas. Vivimos acomodados en la rutina y no permitimos que nada nos sorprenda. Y eso ocurre también con nuestra vida espiritual en la que damos por hecho que todo lo que nos sucede es consecuencia de nuestros méritos y acciones y los beneficios que se obtienen son el fruto de nuestra generosidad, perseverancia, caridad, santidad y, sobre todo, de la grandeza de nuestro buen corazón.
Tengo un anhelo profundo: no quiero que mi corazón se acostumbre al amor de Dios. Convertirlo en algo rutinario. Quiero vislumbrar sus milagros cotidianos como su gran obra en mi. No deseo que pasen sin darles la relevancia debida ante la ingratitud de mi corazón creyendo torpemente que son consecuencia de los lances de la vida, hechos casuales que suceden porque sí.
Cada mañana amanece de nuevo. Cada nuevo despertar es una grata ocasión para agradecerle a Dios su gran fidelidad. Cada nuevo día es la oportunidad para dar gracias y alabar al Dios de la vida y exclamar con gozo que de nada me puedo quejar porque «todo» lo que acontece en mi vida me convierte en un privilegiado en las manos amorosas de Dios.
A Dios lo quiero contemplar en la cercanía. En la proximidad del corazón. Ansío y anhelo que mi corazón palpite de alegría y de amor y mi alma se conmueva por tanta inmerecida gratitud.
Quiero que Dios me sorprenda cada día con la gratuidad de su amor y su misericordia, que no dude en seguirle con la confianza consciente de que solo Él es capaz de transformar mi vida y obrar cada día un milagro en mí.
Ansío de verdad fijar mi mirada en Él, luz de luz, para que ilumine y guíe mis pasos indecisos y los lleve a un lugar seguro.
Anhelo que mire mi interior y pueda descubrir la verdad que anida en mi corazón, mi deseo de hacerme pequeño, porque Él es el Todopoderoso que siente predilección por los débiles y humilla a los poderosos.
No. No me quiero acostumbrar a ver a Dios desde la rutina porque cuando lo hago relativizo su amor, sus favores, sus gracias, su bondad y su misericordia y no permito que renueve en mi su obra santa.
En ocasiones es imprescindible dar pequeños pasos para lograr grandes cambios. Es la primera frase de este texto. Mi pequeño paso es permitir que Dios se manifieste en mi vida para que haga algo nuevo en ella. Dios siempre sorprende. Y sorprende porque es el Dios que hace posible lo imposible.
Tomo esta mañana el vaso de alabastro de mi vida y derramo el perfume de mi corazón para que, quebrada mi alma, sea inundada por el penetrante aroma del amor de Dios.

¡Señor, antes de crearme ya me tenías en tu pensamiento! ¡Cada vez que me pierdo, ahí estás tú para encontrarme! ¡que a la vez que caigo, me levantas! ¡Tú, Señor, eres el único que hace que mi existencia tengas verdadero sentido, tu llenas de luces la oscuridad que en ocasiones sobre escuela mi vida! ¡Todo lo mío te pertenece, señor, aunque tantas veces me cueste recordarlo! ¡Hoy quiero cantarte cánticos de alabanza para manifestar tu grandeza, tu bondad y todas tus maravillas! ¡Quiero elevar mi voz para que mis plegarias lleguen a ti y las acojas con tu corazón misericordioso! ¡Quiero que mis palabras suenen veraces porque tu sabes que muchas veces mis labios escupen palabras vacías que surgen de un corazón seco! ¡Quiero, Señor, que ocupes cada uno de los espacios de mi vida; que no olvide nunca quién eres, todo lo que haces por mí y lo mucho que me amas! ¡Haz que germinen conflictos abundantes aquellos espacios que tristemente aún permanece yermos en mi vida! ¡Hoy te quiero dar gracias por tu amor infinito, por tu misericordia abundante, por tu bondad generosa, por tu cariño desbordante, por tu paciencia así límite, por redimirme constantemente de mis caídas y de mis abandonos! ¡Señor, hoy te pido que tomes el timón de mi vida, que la hagas fecunda Y evites que me desvíes del camino! ¡ayúdame a mirar como mirarías tú, escuchar, acabarías tú, a pensar como lo harías tú, hablar como lo harías tú, a sentir como lo harías tú… amar como amas tú! ¡Revísteme de tu Espíritu, Señor, para que permitas que me despoje de esa piel tan dura que impide que me moldees cada día!
Dios está aquí, tan cierto como el aire que respiro:

lunes, 20 de marzo de 2017

Santidad y realización personal

orar con el corazon abiertoLa vida de cada uno se mide por la grandeza de sus ideales. No importa que estos sean pequeños. Se trata de imitar al Señor a través de las tareas cotidianas. Ser santo donde Dios me quiere y hacerlo siempre con el mayor de los amores. Pero hay muchos defectos que se convierten en obstáculos para alcanzar la santidad –amor propio, soberbia, orgullo, tibieza, pereza, envidia, falta de caridad, alta de recogimiento, vanidad, poca humildad, juicios, malhumor, susceptibilidad, espíritu de murmuración, temperamento fuerte, negatividad, ver las cosas con la botella medio vacía, desaliento…–.
Sin embargo, a pesar de estos defectos del carácter, mi camino es tratar de ser santo. La perfección se obtiene a base de pequeños retoques. Se trata de trabajar bien e ir tomando decisiones en función de mis defectos para evitar que dominen mi carácter. Trabajar, cueste lo que cueste, intentado ser santo con la gracia de Dios. Hacer mío el programa sublime de san Pablo: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí».
Intentar realizar mi vocación eterna aquí en la tierra y convertir mi vida en una permanente entrega a Dios. De su mano tengo la certeza de que siendo pequeño puedo ser capaz de hacer cosas verdaderamente grandes; fe en una creación nueva en mi corazón; fe de que, por muy frágil que sea mi vida, la fuerza del Señor me sostiene y se manifiesta en mi. Y aunque cueste, aunque encuentre mil obstáculos, aunque sea un ideal en apariencia inalcanzable, distante y encomiable, lo digo en voz alta: ¡Quiero ser santo! Quiero ser santo porque esto es a lo que Cristo me llama; a lo que me invita para alcanzar este horizonte pleno e intenso; porque esta es la grandeza de mi vocación; porque este es el camino de plenitud al que Cristo me invita a recorrer para que yo, como cristiano, me realice como persona. Quiero ser santo porque, pese a mis muchas imperfecciones, el santo es aquel abierto siempre al encuentro de Dios.
¡Padre nuestro que estás en el Cielo, santificado sea tu nombre, que no olvide que en esta época de arrepentimiento tu misericordia es infinita! ¡Transforma mi vida, Padre, por medio de mi oración, mi ayuno y mis buenas obras! ¡Quiero ser santo, Señor, es mi grito de hoy y de mañana! ¡Convierte mi egoísmo en generosidad, mis enfados en alegría, mis desesperanzas en confianza, mis poca humildad en entrega, mi falta de caridad en servicio generoso, mi espíritu de negatividad en alegre esperanza…! ¡Abre mi pequeño corazón, Señor, a tu Palabra! ¡Transforma, Padre, todo lo que tenga que ser cambiado por mucho que yo me resista continuamente por vanidad, orgullo o tibieza! ¡Solo Tu, Padre, me haces ver en la oración lo que hay dentro de mi corazón! ¡Moldéame, Señor, con tus manos aunque me resista y el dolor por ver mis faltas me haga gritar de tristeza! ¡Señor, Tú conoces perfectamente mis debilidades, renuévame con la gracia de tu Espíritu para que me haga perfecto como eres Tu perfecto, Padre celestial! ¡Transforma mi corazón, mi memoria, mi mente; ábreme los ojos y lávame las manos! ¡Haz mi corazón más sensible a tu llamada pues son muchas las veces que no te permito entrar cuanto me reclamas! ¡Entra cuando quieras, Señor! ¡Anhelo la vida eterna, Señor, por eso te pido que me conviertas rápido porque el tiempo de Cuaresma pasa volando y no habrá tiempo para cambiarme! ¡Gracias, Padre, porque siento que me amas tanto que te has entregado a través de tu Hijo por mí en la cruz! ¡Gracias también a ti, Jesús, porque eres la razón última de mi conversión!
 Lo que me duele eres tu, una profunda canción que invita a la conversión personal:

lunes, 3 de octubre de 2016

Yo confieso que…

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Misa dominical ayer. Rezo con atención el «Yo confieso» en el que todos pedimos perdón «porque he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». Me quedo toda la ceremonia profundamente conmovido. Como en un trailer de una película pasan frente a mis ojos a toda velocidad todos mis pecados, y aunque ya he realizado varias veces una confesión general, me doy cuenta de mi miseria, de mi pequeñez y de mi insignificancia pero al mismo tiempo de la grandeza y profundidad de la gracia de Dios que siempre perdona. Tristemente he pecado mucho de «pensamiento, palabra, obra y omisión» por mi egoísmo, mi soberbia, mi orgullo, mi vanidad... pero allí está la infinita ternura de la misericordia de Dios que acoge a sus hijos pecadores.

He pecado mucho de «pensamiento, palabra, obra y omisión» y aunque me había propuesto no volver a pecar y caer en la misma piedra vuelvo a las andanzas pocos minutos después de ponerme gozoso de rodillas para rezar la oración que en el confesionario el sacerdote me ha impuesto como penitencia: Esa discusión, esa palabra hiriente, ese gesto torcido, esa falta de caridad, esa omisión voluntaria, ese pensamiento inadecuado, esa cosa a medio hacer... El ser humano es muy reincidente en su pecado, siempre convencido de que limpio por la gracia la tentación no te vencerá y que ganarás al mal. Y caes, y vuelves a caer, abonado al convencimiento de que tu sólo —con tus fuerzas— puedes sostenerte. Y te das cuenta de lo pequeño que eres, lo frágiles que son tus propósitos, lo débil que es tu oración, lo delicado que es tu camino a la santidad y lo mucho que te cuesta amar a Dios. La vida cristiana exige esfuerzo continuado. Y mucha oración auténtica.
«He pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». Y lo hago porque mi corazón se cierra al Amor, se relame en gustarse a si mismo, se gusta en su orgullo y se convierte en una especie de cubo de basura que recoge todo lo negativo de mi. Y me da pena. De mi mismo y del Señor porque cada pecado mío es un latigazo más, una espina en su corona, una llaga en su cuerpo lacerado, un dolor insufrible en el madero santo.
«He pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». Señor, perdón porque no mereces tanto dolor por mi pecado. Pero miras la Cruz y sientes el abrazo amoroso de Cristo que todo lo perdona. Y te comprometes, renovado, a cambiar interiormente para no volver a pecar. ¡Señor pequé, ten piedad y misericordia de mi!
¡Señor pequé, ten piedad y misericordia de mi! ¡Mi sacrificio, Señor, es mi corazón arrepentido! ¡Crea en mí, Señor, un corazón puro! ¡Ten piedad de mí, Señor, y por tu bondad y por tu gran compasión borra mi culpa y purifícame del pecado, de mis faltas y de mis errores! ¡Yo reconozco mi culpa, Señor, tengo siempre presente mi pecado; contra ti pequé haciendo lo que es malo a tus ojos! ¡Señor, Tú amas el corazón sincero y me enseñas la verdad en mi interior; por eso te pido que me purifiques para quedar limpio! ¡Señor, crea en mí un corazón puro y renueva la fuerza de mi alma; no me alejes, Señor, de tu presencia, ni retires de mí tu Santo Espíritu! ¡Concédeme, Señor, la alegría del perdón! Y por ello hago ante ti este Acto de Contrición: «Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío; por ser vos quien sois, bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido; también me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno. Ayudado de vuestra divina gracia, propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Amén».

Escuchamos hoy esta canción francesa de Maurice Cocagnac, L'enfant prodigue:

lunes, 12 de septiembre de 2016

El recurso de la queja

la queja constante
Hay días que las cosas son tan complicadas que el único recurso que parece que queda es la queja. Y en otros la queja es un comodín a nuestro estado de ánimo. Uno se queja porque tiene frío o hace mucho calor. Porque es lunes o porque el domingo, el día de descanso, va a llover. Porque me duele la cabeza o se me ha estropeado el ordenador. Porque un funcionario ha demorado mi expediente o no me han entregado a tiempo una documentación. Por el retraso del autobús o porque alguien se ha comido el último yogur de fresa que me estaba reservando para merendar. Porque tengo muy mala suerte y todo me sale rematadamente mal...

Quejas amargas que no sólo amargan a los que uno tiene al lado sino que amargan también lo más profundo del corazón. Toda queja hiere el alma.
Cada vez que me quejo —y no son pocas las ocasiones— me olvido que tengo el ejemplo de Cristo, que no se quejaba nunca de nada. Sin embargo, con frecuencia obvio este detalle esencial de su vida. Como cuando unas turbas trataban de apedrearlo en la puerta del templo y Él, con toda la tranquilidad, con todo el sosiego de Su corazón, les formula esta pregunta: «con todas las cosas que hecho buenas, ¿por cuál de ellas me vais a apedrear?».
La queja más dramática podría haber venido cuando fue abofeteado por uno de los guardias de Anás poco antes de la Pasión, pero Jesús contesta serenamente: «si por alguna razón he hablado mal dime en qué, y si no ¿por qué me abofeteas?».
Y la mas terrible hubiera podido ocurrir en la Cruz. Allí, con los brazos extendidos, flagelado y vilipendiado, los escribas y los fariseos se burlan de un hombre indefenso cuyos labios amoratados sólo se abren para exclamar: «¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!».
Cada vez que me quejo me alejo un poco de Dios. Cada vez que mi boca pronuncia una palabra de queja me vuelvo ingrato con el Señor y la ingratitud, lamentablemente, es uno de los grandes enemigos del alma y ahuyenta de nuestro corazón las virtudes de la humildad y la sencillez.
Muchas veces pienso que estas quejas cotidianas son las que más me alejan de la santidad porque los santos son aquellos que dan gracias a Dios incluso por las cruces que el Señor les manda cada día. ¡Cuánto me cuesta a mí mostrar mi gratitud a Dios con mis palabras, con mis pensamientos, con mis actos, y sirviéndome de sus dones para manifestarle mi amor, mi confianza y mi fidelidad!

¡Señor, perdona cada vez que me quejo porque contradice tu bondad conmigo! ¡Tu me muestras el camino y la disposición de Jesús aceptar las limitaciones, humilde sumisión, su vida perfecta, como no se quejó nunca por nada! ¡señor, si yo me acordara de todo lo que tú has hecho por mí —tu amor, tu perdón, la vida, mi familia, mis cualidades...— no me quejaría nunca viviría a la luz de la verdad! ¡Dios mío, tú esperas que sea siempre paciente en los tiempos de prueba y de dificultad, que no me queje, que crea en ti, que sea capaz de comprender que tu velas por mis intereses! ¡Cada vez que me quejo demuestro que no creo que tú puedes ayudarme que el Espíritu Santo actúa en mi vida! ¡Dios mío, yo digo siempre que tú eres lo más importante para mí pero debería demostrártelo en la manera en que vivo! ¡La Biblia dice que debo vivir por la fe y esto no significa que en mi vida no surjan los problemas pero tú me has prometido toda clase de bendiciones por eso me enseñas a creer en tus promesas y a no quejarme jamás! ¡Señor, no puedo decir que se haga tu voluntad y esperar que se haga la mía, no puedo decir que tengo confianza en la oración y quejarme cuando no recibo lo que te pido o las cosas no salen como a mí me gustarían! ¡Perdona cuando en mi vida la queja es permanente porque mi mente se ocupa en pensar en otras cosas y no en Ti y en tu Palabra y además me hace inútil en el servicio a los demás!
Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado: