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viernes, 23 de febrero de 2018

Sensible a la cruz del prójimo

Desde Dios
Ayer, meditando la quinta estación del Via Crucis, mi corazón se sobresalta y siento un profundo respeto por Simón de Cirene, hombre de fatigas, padre de familia, luchador tenaz… Como él, yo también transito por la vida trampeando según mi voluntad. Pero, en un momento determinado, Jesús fortuitamente le reclama. Y ese encuentro, en contra de su propia voluntad, se convierte en un punto decisivo en la vida. El Cirineo toma la Cruz de Jesús y se niega a si mismo. El débil lleva la cruz del fuerte debilitado por el amor. Y, más impresionante todavía, el que es salvado lleva con entereza la cruz del Salvador. ¡Puede uno imaginarse la enorme dignidad que implica llevar la Cruz de Jesús, el regalo del gran don de participar en la obra de la redención!
¿Como entendería pasado el tiempo el Cireneo aquella oportunidad de ponerse al servicio de Jesús? ¿Cómo entiendo yo el poder ser un Cirineo de Cristo? ¿Comprendo, como entendió Simón de Cirene, que si ofrezco mi vida me convierto en grano que da frutos para mi bien y el de los demás pero que si me aferro a la mundanalidad del mundo mi vida se mustia abrasada por la falta de amor?
¡Cuanto valor tiene en esta estación el ejemplo de Jesús que ha venido a este mundo a servir y no a ser servido!
Hay que llevar la cruz y, cuando sea necesario, llevar también la cruz del hermano porque el dolor llevado con un Cireneo aligera la carga. Estar siempre atentos a la necesidad del otro. Cualquier palabra, llamada, queja o desfallecimiento del hermano es un clamor que proviene del mismo Dios.
Uno contempla en el Cirineo la necesidad de ser sensible a la cruz del prójimo. Saber llevarla con ternura y amor para radicar el egoísmo de nuestro corazón. Ser capaces de descubrir la mirada de Dios en cada necesidad y en cada pena de la persona que reclama nuestro favor.
El Cirineo te enseña a abrir el corazón al amor de Dios para dar al prójimo la felicidad que espera. Pero te recuerda también los rostros de tantos que han cargado tu propia pesada cruz en los momentos de necesidad, de sufrimiento y dificultad. Te enseña a abrirte a la humildad para dejarse siempre ayudar y ser auténticos y humildes Cirineos para aquellos que conviven a nuestro alrededor.

¡Jesús, soy consciente de que necesitas de mis manos para ayudar al prójimo! ¡Que necesitas de mis hombros para cargar con el peso de su sufrimiento y de su dolor! ¡Necesitas de mis pies para llevarlo hacia Ti! ¡Necesitas que abra mi corazón para que lo acoja con amor! ¡Quiero ser tu Cireneo, ese Cireneo decidido, sincero, auténtico y valiente de los otros Cristos perdidos en el camino de la vida y cuyas vidas carecen de sentido! ¡Señor, como Tu, quiero ser un Cireneo de valores objetivos, absolutos, que asuma libre, valiente y conscientemente la necesidad de llevar la Cruz! ¡No quiero rechazar la Cruz, Señor, como hizo inicialmente el Cireneo sino aceptarla y abrazarla con amor; sabiendo cargarla en los momentos de fracaso, de sufrimiento, de debilidad, de tentación, de pena y de dolor pero también en esos momentos en que todas las cosas me van bien! ¡Quiero que cada día sea un encuentro fortuito como el de Simón pero que con el paso de las horas se haga más profundo! ¡Hazme, Cireneo de los demás, Señor, para llevarles tu amor y estar siempre disponible en sus necesidades! ¡Y te doy gracias, Señor, por los Cireneos que has puesto en mi vida, han sido un regalo de tu infinita misericordia; solo tu sabes lo que han supuesto para mi! ¡Y no permitas que falten en este mundo Cireneos que ayuden a tantos a llevar con esperanza las cargas de su cruz, te lo suplico Señor!

Eres mi Cireno, cantamos hoy:



viernes, 2 de junio de 2017

Santo, perfecto y misericordioso

El cristianismo para bien y para mal, es una religión de máximos. Te sitúa en la línea de salida de la vida y te invita a vencer la mediocridad, a hacerte imprescindible para los demás a través del servicio, a dejar de lado lo superfluo y lo relativo; busca la alegría y se aleja del aburrimiento, no desea que nadie se convierta en un permanente aguafiestas o estar siempre refunfuñando. En el cristianismo no se busca lo previsible. Se trata de una religión que invita a la superación permanente, al crecimiento continuado. El cristianismo es una escuela de alegría, de esperanza, de ilusión, de sorpresa, de generosidad, de vida. Es la religión que te lleva a la vida eterna. Hoy me lo ha dejado más claro que nunca una frase del libro del Levítico. Es la invitación a ser algo muy importante, clave en la vida, decisivo en mi devenir como persona: «¡Sed santos!». Este clamor se une a las palabras de Cristo del «¡Sed perfectos!» en el Evangelio de san Mateo y al transformador «sed misericordiosos» que san Lucas refleja en su Evangelio recogiendo esas palabras del Señor en un momento que pronunciar este alegato era toda una revolución para el sentir del hombre.

«Santidad», «perfección» y «misericordia». Las tres pautas del pentagrama de la vida que Dios escribe con letras de oro porque Él mismo es el compositor de esta obra sublime. Así es Dios: santo, perfecto y misericordioso y así quiere que sea yo en mi vida cotidiana. Es una invitación alegre y exigente pero asumible. Es una propuesta de compromiso pero llevadera.
La santidad, que es lo que me identifica como hijo de Dios y como coheredero del reino de Cristo y me distingue de todo aquel que está en el mundo y ama las cosas del mundo, es un meta que está a mi alcance si rechazo mi yo y la mundanalidad que me ofrece lo relativo; es el objetivo y el afán que debo buscar como cristiano. La perfección es la unión sobrenatural con Dios a la que estoy llamado en la vida cristiana desde el momento de mi bautismo; es, en definitiva, hacer siempre la voluntad de Dios. Y la misericordia es esa virtud del ánimo que me invita a tener un corazón compasivo y caritativo entregado al otro relacionado con el amor y que me inclina a la caridad, la entrega y el perdón.

Vivimos en una sociedad que afea lo hermoso, que ensalza lo aborrecible, que celebra lo negativo, que degrada lo que viene de Dios, que desacredita el valor de la santo.

El «sed santos, perfectos y misericordiosos» me obliga a un comprometerme con Cristo. Él no me pide cosas extraordinarias, imposibles de alcanzar. Me pide, sencillamente, unirme a Él, a sus misterios, a hacer míos sus pensamientos, sus comportamientos y sus actitudes. Mi santidad se mide, tan solo, por el grado que Cristo alcance en mi; por mi predisposición a dejarme moldear y transformar por la acción del Espíritu Santo para tratar de parecerme a Él. Una vida santa, perfecta y misericordiosa no es producto de mi solo esfuerzo porque es Dios quien me hace santo, perfecto y misericordioso; es la acción de su Espíritu la que me anima desde lo más profundo de mi corazón. Dios solo quiere que siga a su Hijo ejemplo de sencillez, pobreza y humildad, que tome a cuestas mi cruz cotidiana, camine con ella y conforme mi voluntad a Su voluntad para merecer tener parte en la gloria del cielo.

«Sed santos, perfectos y misericordiosos». Tres palabras que me invitan a no tener miedo a tender hacia lo alto, a no temer que Dios me exija demasiado, a no padecer por lo que Dios me envíe, a dejarme guiar por sus acciones cotidianas. Y aunque sea pequeño, un inútil, pecador, inconstante, egoísta, soberbio, pobre, inadecuado… Él me irá transformando según un único principio: el principio de su Amor.

Hay una hermosa Oración por la santidad que no puede ser superada. Obra del cardenal Mercier, es la que propongo rezar hoy:

Creo en vos, Señor, pero ayúdame a creer con firmeza; espero en vos, pero ayúdame a esperar sin desconfianza; te amo, Señor, pero ayúdame a demostrarte que te quiero; estoy arrepentido, pero ayúdame a no volver a ofenderte.
Te adoro, Señor, porque sos mi creador y te anhelo porque sos mi fin: te alabo, porque no te cansas de hacerme el bien y me refugio en vos, porque sos mi protector.
Que tu sabiduría, Señor, me conduzca y tu justicia me contenga; que tu misericordia me consuele y tu poder me defienda.
Te ofrezco, Señor, mis pensamientos, ayúdame a pensar en vos; te ofrezco mis palabras, ayúdame a hablar de vos; te ofrezco mis obras, ayúdame a cumplir tu voluntad; te ofrezco mis penas, ayúdame a sufrir por vos.
Todo aquello que vos quieras, Señor, lo quiero yo. Te pido, Señor, que ilumines mi entendimiento, que fortalezcas mi voluntad, que purifiques mi corazón y santifiques mi espíritu.
Haceme llorar mis pecados, rechazar las tentaciones, vencer mis inclinaciones al mal y cultivar las virtudes.
Dame tu gracia, Señor, para amarte y olvidarme de mi, para buscar el bien de mi prójimo sin tenerle miedo al mundo.
Dame tu gracia para ser obediente con mis superiores, comprensivo con mis inferiores, solícito con mis amigos y generoso con mis enemigos.
Ayúdame, Señor, a superar con austeridad el placer, con generosidad la avaricia, con amabilidad la ira, con fervor la tibieza. Que yo sepa tener prudencia, Señor, al aconsejar, valor en los peligros, paciencia en las dificultades, sencillez en los éxitos.
Concédeme, Señor, atención al orar, sobriedad al comer, responsabilidad en mi trabajo y firmeza en mis propósitos.
Ayúdame a conservar la pureza del alma, a ser modesto en mis actitudes, ejemplar en mi trato con el prójimo y verdaderamente cristiano en mi conducta.
Concédeme tu ayuda para dominar mis instintos, para fomentar en mí, tu vida de gracia, para cumplir tus mandamientos y obtener mi salvación.
Enséñame, Señor, a comprender la pequeñez de lo terreno, la grandeza de lo divino, la brevedad de esta vida y la eternidad de la futura.
Amén.

Se acerca Pentecostés, y le cantamos al Espíritu Santo eso de Oh, deja que el Señor te envuelva:


lunes, 20 de marzo de 2017

Santidad y realización personal

orar con el corazon abiertoLa vida de cada uno se mide por la grandeza de sus ideales. No importa que estos sean pequeños. Se trata de imitar al Señor a través de las tareas cotidianas. Ser santo donde Dios me quiere y hacerlo siempre con el mayor de los amores. Pero hay muchos defectos que se convierten en obstáculos para alcanzar la santidad –amor propio, soberbia, orgullo, tibieza, pereza, envidia, falta de caridad, alta de recogimiento, vanidad, poca humildad, juicios, malhumor, susceptibilidad, espíritu de murmuración, temperamento fuerte, negatividad, ver las cosas con la botella medio vacía, desaliento…–.
Sin embargo, a pesar de estos defectos del carácter, mi camino es tratar de ser santo. La perfección se obtiene a base de pequeños retoques. Se trata de trabajar bien e ir tomando decisiones en función de mis defectos para evitar que dominen mi carácter. Trabajar, cueste lo que cueste, intentado ser santo con la gracia de Dios. Hacer mío el programa sublime de san Pablo: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí».
Intentar realizar mi vocación eterna aquí en la tierra y convertir mi vida en una permanente entrega a Dios. De su mano tengo la certeza de que siendo pequeño puedo ser capaz de hacer cosas verdaderamente grandes; fe en una creación nueva en mi corazón; fe de que, por muy frágil que sea mi vida, la fuerza del Señor me sostiene y se manifiesta en mi. Y aunque cueste, aunque encuentre mil obstáculos, aunque sea un ideal en apariencia inalcanzable, distante y encomiable, lo digo en voz alta: ¡Quiero ser santo! Quiero ser santo porque esto es a lo que Cristo me llama; a lo que me invita para alcanzar este horizonte pleno e intenso; porque esta es la grandeza de mi vocación; porque este es el camino de plenitud al que Cristo me invita a recorrer para que yo, como cristiano, me realice como persona. Quiero ser santo porque, pese a mis muchas imperfecciones, el santo es aquel abierto siempre al encuentro de Dios.
¡Padre nuestro que estás en el Cielo, santificado sea tu nombre, que no olvide que en esta época de arrepentimiento tu misericordia es infinita! ¡Transforma mi vida, Padre, por medio de mi oración, mi ayuno y mis buenas obras! ¡Quiero ser santo, Señor, es mi grito de hoy y de mañana! ¡Convierte mi egoísmo en generosidad, mis enfados en alegría, mis desesperanzas en confianza, mis poca humildad en entrega, mi falta de caridad en servicio generoso, mi espíritu de negatividad en alegre esperanza…! ¡Abre mi pequeño corazón, Señor, a tu Palabra! ¡Transforma, Padre, todo lo que tenga que ser cambiado por mucho que yo me resista continuamente por vanidad, orgullo o tibieza! ¡Solo Tu, Padre, me haces ver en la oración lo que hay dentro de mi corazón! ¡Moldéame, Señor, con tus manos aunque me resista y el dolor por ver mis faltas me haga gritar de tristeza! ¡Señor, Tú conoces perfectamente mis debilidades, renuévame con la gracia de tu Espíritu para que me haga perfecto como eres Tu perfecto, Padre celestial! ¡Transforma mi corazón, mi memoria, mi mente; ábreme los ojos y lávame las manos! ¡Haz mi corazón más sensible a tu llamada pues son muchas las veces que no te permito entrar cuanto me reclamas! ¡Entra cuando quieras, Señor! ¡Anhelo la vida eterna, Señor, por eso te pido que me conviertas rápido porque el tiempo de Cuaresma pasa volando y no habrá tiempo para cambiarme! ¡Gracias, Padre, porque siento que me amas tanto que te has entregado a través de tu Hijo por mí en la cruz! ¡Gracias también a ti, Jesús, porque eres la razón última de mi conversión!
 Lo que me duele eres tu, una profunda canción que invita a la conversión personal: