Me niego a querer a un Dios que tolera impávido la injusticia, la desigualdad, la muerte, la enfermedad
Me
cuesta aceptar el mal. No entiendo la maldad que veo y toco. No
comprendo las injusticias que me hieren. Me rebelo ante la muerte de un
niño inocente. Ante las calamidades provocadas por la naturaleza
indómita.
Busco a Dios como juez culpable de todo lo que pasa. Porque Él lo ha creado todo. Culpo su poder, su omnipotencia.
Me dicen para calmarme: “Está en su plan”, “Dios lo ha querido así”, “tendrá algún sentido en su corazón”.
Pero yo sigo sin comprenderlo. Y aún más me rebelo con estas explicaciones, porque no lo entiendo.
Tampoco logran consolarme los que no han sufrido mis mismos males. Yo solo conozco mi dolor: “Porque
al que sufre, los consuelos de un consolador dichoso no le resultan de
gran ayuda, y su mal no es para nosotros lo que es para él”[1].
No saben lo que yo sufro. Y no acepto un consuelo de quien no padece mi mal.
También me dicen que Dios me lo ha mandado y que habrá algún sentido escondido detrás del sinsentido. Que viene de su mano y es bondadoso. Y me quiere con locura aunque no lo note en mi desgarro.
Sé que el bien está unido a su amor. ¡Cuántas veces le agradezco por todo lo bueno que me ocurre! ¿Pero el mal? No lo entiendo.
El mal parece que solo lo permite. Pero me niego a querer a un Dios que tolera impávido la injusticia, la desigualdad, la muerte, la enfermedad. Un Dios que lo tolera todo sin hacer nada por solucionarlo.
Eso se llama omisión.
Es como un padre que abandona a su hijo en medio de una injusticia
permitiendo su dolor. O lo deja ahogarse sin tenderle una mano
salvadora. ¿Cómo no voy a condenar a ese padre injusto, cómplice del
mal? Lo condeno.
Condeno a Dios por su pasividad. No lo puedo amar. Me parece un Dios
débil, pusilánime. No sé muy bien cómo explicar entonces el sentido del
mal a quien me pregunta. Yo mismo me turbo y me duele muy dentro.
En la película La Cabaña escucho una afirmación sobre Dios que me da algo de luz: “Puede hacer un bien enorme a partir de tragedias, pero eso no significa que Él orqueste esas tragedias”.
Sí, Dios puede sacar un bien inmenso de un mal que Él no ha querido.
Él no lo ha orquestado. Él no quiere que yo sufra. Eso me da paz.
El otro día leía: “Los cristianos saben que Dios no desea el mal. Y si ese mal existe, Dios es su primera víctima. El mal existe porque no se recibe su amor. Un amor ignorado, rechazado y combatido. Cuando más monstruoso es el mal más evidente se hace que Dios es, en nosotros, la primera víctima”[2].
Dios mismo es víctima del mal. Dios participa de mi mal. Herido por
mi mal. No lo entiendo, pero sé que Dios está ahí, en medio de mi cruz.
Su amor se hace presente en mi dolor.
No me gusta el sacrificio, ni renunciar, ni sufrir. Me dicen que en el mal Dios me educa para hacerme fuerte.
Pero me hace daño esa forma de educar. Yo no educo
así, al menos. No me gusta castigar con dureza para que aprendan. No
hago daño para que mi hijo comprenda cuánto lo amo. No lo dejo solo en
su desgracia para que se haga fuerte sin mi ayuda.
Dios no es así. Él me sostiene en mi dolor, solo eso. Sólo quiere que sea feliz.
Pero también sé que ese sufrimiento del que huyo es el lugar en el que aprendo a vivir.
Porque cuando sufro, me curto, me hago más fuerte. En las duras
batallas me hago resistente al desánimo. Más resiliente para no caer en
la depresión.
Cuando mi vida no es fácil me esfuerzo y crezco y me hago más hombre. Dejo de ser un niño dependiente y frágil.
Me recuerda a ese gusano que lucha por salir del capullo y al final
lo consigue. Ese esfuerzo imposible fortalece sus alas y así la mariposa
en la que se ha convertido puede volar.
Si yo le ayudara a salir evitando su esfuerzo, sus alas no le permitirían volar. Eso lo entiendo.
Al luchar por vencer en la tormenta, por salir de las desgracias, por
vencer en el abandono y en el fracaso, veo cómo mis alas se hacen más
fuertes.
Mis músculos, mi alma. Y puedo volar más alto, llegar más lejos. Me hago fuerte, con más resistencia al desánimo.
Salir adelante en medio del temporal me da más capacidad para tolerar la frustración. Puede hacerlo el dolor, el sufrimiento.
Las dificultades que me abruman me acaban haciendo más fuerte. La comodidad y la vida fácil me debilitan. Lo he visto tantas veces. Sé que me cuesta la cruz.
[1] Paul Claudel, La anunciación a María, 34
[2] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66