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jueves, 15 de febrero de 2018

Tiempo de penitencia… y alegría

Desde DiosOficialmente ayer, miércoles de ceniza, comenzó la Cuaresma. Tuve la ocasión de vivirla en un país musulmán y recibir la ceniza en una pequeña iglesia católica junto a una reducida comunidad de fieles. Fue emotivo. Para muchos la expresión típica de este tiempo es que el cristiano hace «cara de cuaresma» con su rostro con un halo hosco y de tristeza. No era el caso de los que ayer estábamos reunidos en ese pequeño templo. Por eso, ¡Qué pena que tantos vean este período en su aspecto más negativo porque lo consideran un tiempo pretérito y en desuso! Es cierto que es un tiempo de renuncia y sacrificio  —incluso aunque no hagamos ninguno— pero la Cuaresma tiene un valor profundo, valioso y aleccionador.
Aunque la Cuaresma es un tiempo de penitencia para mí lo es también de alegría. Es una invitación a salir de mis caminos de tristeza, de perdición, de desánimo y de desesperación y volver la mirada hacia Cristo. ¡Y qué mayor alegría el poder reconciliarse y ser renovado por la ternura del Padre! ¡Qué mayor alegría que sentir su amor misericordioso que se nos otorga gratuitamente y sin mérito por el Dios que es amor infinito!
En este segundo día de Cuaresma siento que la llamada de Dios es muy clara. Es un clamor que resuena en el corazón y exclama: «¡Ven a mí con todo tu corazón! ¡Reconcíliate conmigo!» Dios es pura misericordia. Por eso, vivir la Cuaresma es devolverle todo su lugar al Señor, que solo nos pide poder llenarnos con su amor y su alegría.
Es cierto que entre las prácticas religiosas de la Cuaresma se presentan la limosna, el ayuno y la oración. Cuando uno ayuna no es por el placer de imponer mortificaciones y sacrificios. Cuando Jesús te pide que lo dejes todo para seguirle es porque tiene mucho mejor para ofrecerte. Este bien superior que se nos propone, es Dios, es su amor y su Reino. Ese es el verdadero propósito de nuestra vida. Y es importante que nos liberemos de cualquier cosa que pueda obstaculizar nuestro viaje de seguimiento a Cristo. Si ayunamos, es para compartir con aquellos que tienen hambre con gestos de caridad y solidaridad con los que demostrar que uno es discípulo de Cristo.
Oración, limosna y ayuno son los tres pilares de la Cuaresma. Pero Cristo recomienda que no actuemos para ser vistos por otros. El objetivo no es la gloria que proviene de los hombres; no se trata de mejorar nuestra reputación. Dios es conocedor de lo que hacemos en secreto. Él nos recompensará. No debemos buscar más. La sinceridad, la discreción y la humildad nos abren a la gracia sobreabundante del Padre.
Este es el camino de conversión que el Evangelio nos muestra, no solo para esta Cuaresma sino también para toda la vida. Nos sigue llamando para que volvamos a Él y demos la bienvenida a su amor, un amor que va más allá de todo lo que podamos imaginar. Me dirijo hoy a Aquel que quiere asociarme con su victoria sobre la muerte y el pecado. Que esta promesa alimente mi esperanza y mi amor en esta Cuaresma.
¡Señor, concédeme la gracia de vivir esta Cuaresma íntimamente unido a Ti porque es un tiempo que tanto me concierne! ¡Ayúdame a vivirla con amor pues soy consciente del gran bien que me hará a mi vida pues este tiempo me ayuda a discernir entre el bien y el mal, entre lo que quieren mis pasiones y lo que es voluntad del Espíritu! ¡Concédeme, Señor, la gracia de que sea para mi un tiempo de gracia, de vida interior, de paz y de serenidad para mi alma, para caminar unido a Ti! ¡Ayúdame, Señor, por medio de tu Santo Espíritu a saber discernir cada día entre el bien y el mal y hazme consciente de que al mal se le vence por medio de la Cruz! ¡Concédeme, Señor, la gracia de convertir esta Cuaresma que me lleva hasta tu Pasión en un tiempo de libertad interior para que mi vida cambie y pueda ser auténtico testimonio cristiano! ¡Concédeme la gracia, Señor, por medio de tu Santo Espíritu de alejar de mi aquellos apegos mundanos que estorban en mi vida, del hacer mi voluntad y no la tuya, de tropezar siempre en la misma piedra, de no hacer el bien y caminar por aguas pantanosas! ¡Renuévame, Señor, por dentro, purifícame y transfórmame; cambia mi corazón! ¡Hazme, Señor, dócil a tu llamada y que acoja cada día en mi vida los signos indelebles de tu amor! ¡Gracias, Señor, por tu paciencia infinita conmigo y no permitas que en esta Cuaresma desfallezca en mi camino de conversión!
Es tiempo de cambiar, de Juanes, muy apropiada para este tiempo de Cuaresma que empezamos a transitar:



lunes, 17 de abril de 2017

Siete palabras de absoluta actualidad

orar con el corazon abiertoViernes Santo. La contemplación de Cristo en la Cruz me deja sin palabras. Mudo. Desconcierta verle en su desnudez, despojado de todo y abandonado por todos. Impresiona su fidelidad al Padre pese a tanto sufrimiento, humillaciones y desprecios humanos. Te das cuenta de la verdad de ese principio de que Dios entregó a su hijo por amor al género humano. Desde lo alto de la Cruz cae sobre los hombres una tormenta de amor impresionante. Un tsunami de perdón eterno que llena de esperanza.

Cuando uno contempla sus propios pecados es consciente plenamente del valor de este rescate desde la Cruz. Cada uno de mis pecados y de mis culpas —nuestros pecados y nuestras culpas— representan un latigazo con tiras de cuero trenzado con bolas de metal sobre el cuerpo de Jesús, un martillazo en los clavos que penetran en sus manos y en sus pies, una lanza que traspasa su costado y una espina clavada en su cabeza...
Miras el cuerpo de Cristo ensangrentado, sufriente, dolorido, con la piel hecha jirones y comprendes la hondura de tu propio pecado, de tus egoísmos, de tus idolatrías, de tu soberbia, de tus autosuficiencias, de tu falta de caridad….
Lo ves en la más grande de las soledades y eres consciente de tus abandonos pero también de su fidelidad amorosa que no tiene fin.
Cristo en la cruz es signo de amor, de perdón y de reconciliación. El amor, el perdón y la reconciliación del mismo Dios. La prueba de que Dios es amor.
Contemplar los brazos de Cristo abiertos abrazando el cielo y la tierra es comprender la bondad de Dios. En esta actitud Jesús abraza la gracia y la purificación del pecado. En la Cruz todo se renueva. Todo cambia. Todo se purifica. Todo se transforma.
Hasta el momento de su último suspiro, Cristo permaneció seis horas colgado de la Cruz. Durante esta interminable agonía sus labios, secos y llagados, solo pronunciaron siete palabras. Es el mensaje de la Cruz.
En el «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» siento la intercesión por amor al enemigo, la disculpa por la entrega, la esperanza de una segunda oportunidad. Cristo excusa al hombre aunque tantas veces despreciemos su súplica.

En el «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso», me siento representado a cada lado de la Cruz. En el que reniega de Él y el que transforma su corazón por Él. Es el gran regalo de su misericordia porque Cristo se compadece del que suplica su perdón de corazón.

En el «Hijo, ahí tiene a tu Madre […] Mujer, ahí tienes a tu hijo», Cristo me entrega lo más valioso para su corazón: a su propia Madre. Y a María le entrega al hombre nuevo que nace a los pies del madero santo. ¡Qué hermoso es sentir el amor y las dádivas del Señor!

En el «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», Cristo me enseña que en el sufrimiento, la angustia y la desesperación cabe siempre el refugio de la oración.

En el «Tengo sed», Cristo me muestra que mi fragilidad la puedo sostener con el agua de la vida que es Él mismo.

En el «Todo está cumplido», aprendo que debo negarme a mi mismo, que todo dolor es gracia, que todo sufrimiento es plenitud, que toda pobreza es riqueza, que mi barro está moldeado por las manos del Alfarero, que mi vida es suya y que la muerte es el inicio de algo mejor.

Y en el «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» siento que todo está en manos de Dios, que me puedo abandonar plenamente a Él que todo lo puede, lo sostiene y lo guarda.

Siete palabras de rabiosa actualidad, que Cristo pronuncia cada día para ser acogidas en mi corazón con el único fin de renovar y transformar mi vida.
¡Señor, tú exclamas “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” y eso es lo que te pido, tu perdón por mis cobardías, por mis egoísmos, por mi falta de compromiso, por mi persistencia en caer en la misma piedra, por mis faltas de caridad, por mis faltas de amor, por mis indiferencias con los demás, por mi corazón cerrados al perdón, por mi prejuicios, por mi tibieza, por mi falta de generosidad, por no seguir con autenticidad las enseñanzas del Evangelio, por mi mundanidad, por mi falta de servicio… por todo ello, perdón Señor! ¡Enséñame a amar como lo haces Tú, a entregarme como lo haces Tú y perdonar como lo haces Tú! ¡Señor, Tú le prometes al buen ladrón que “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” y por eso te pido hoy que sepa mirar a los demás con Tu misma mirada de amor, perdón y misericordia! ¡Hazme, Señor, ver sólo lo bueno de los demás y que no me deje llevar por las apariencias! ¡Concédeme la gracia de acoger siempre al necesitado, de no juzgar ni criticar y tener siempre palabras de amor y consuelo al que lo demanda cerca de mí! ¡Señor, tu exclamas “He aquí a tu hijo: he aquí a tu Madre”, por eso hoy te doy las gracias por esta donación tan grande que es Tu propia Madre! ¡Que sea capaz de imitarlas en todo cada día! ¡Señor, tu gritas angustiado “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, en este grito yo me siento identificado con mi angustias, mis problemas y mis dificultades! ¡Confórtame siempre con tu presencia, Señor! ¡Envía tu Espíritu para que me ilumine siempre y me haga fuerte ante la tentación, seguro en la dificultad, tenaz en la lucha contra el pecado y firme ante los invitaciones al mal de los enemigos de mi alma! ¡Señor, tu suplicaste un “Tengo sed”! ¡Yo también tengo sed de Ti porque son muchas las necesidades que me embargan pero las más grandes son tu amor, tu esperanza, tu consuelo y tu paz! ¡Ayúdame a no desconfiar de Ti, Señor, porque Tú eres la certeza de la Verdad! ¡Que nada me aparte de Ti, Señor, pues es la única manera de saciar mi sed! ¡Señor, tu dices que “Todo está consumado” pero en realidad me queda mucho camino por recorrer! ¡Ayúdame a serte fiel, a tomar la cruz y seguirte, a levantarme cada vez que caigo, de dedicarme más a los demás y menos a mi mismo, a contemplar la Cruz como una gracia y no como una carga, a descubrir que en la cruz todo se renueva, que es el anticipo de la vida eterna! ¡Señor, tu exclamas “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, yo también pongo las mías en tus manos para que las llenes de gracias, dones y bendiciones, para que me agarre a Ti, para sentirme seguro y protegido! ¡Señor, ayudarme a orar más y mejor, a darte gracias y a bendecirte, a maravillarme por tu amor y tu gracia!
Las Siete Palabras de Cristo en la Cruz de Theodore Dubois, una obra profunda e intensa propia de este día en que todo está consumado para dar nueva esperanza al mundo:

jueves, 20 de octubre de 2016

El pecado de omisión.

En ocasiones, hemos oído hablar del "pecado de omisión". ¿Sabemos realmente en qué consiste? Para entenderlo bien, os propongo la lectura de un texto que lo explica:

La defino como "el bien que podemos hacer y no hacemos"; he ahí tal vez el más grande pecado que cometemos, quedándonos de brazos cruzados.
Justificamos nuestra indiferencia diciendo "eso no tiene que ver conmigo", "yo no tengo la culpa" y otras frases de cajón, que adormecen la conciencia ante aquello que pudiéndolo dar, no lo dimos.

La lágrima que vimos rodar en el rostro de quien camina a nuestro lado y por no querernos involucrar, no la enjugamos... El papel que tirado en el piso, no lo recogimos; porque fue otro quien lo arrojó, nosotros no lo hicimos...

El pedazo de pan que no compartimos, porque nadie nos lo regaló, de nuestro propio esfuerzo lo obtuvimos... El no querer trabajar un minuto más, porque el contrato dice el tiempo exacto con el cual nos comprometimos...

La riña que no quisimos evitar, para no meternos en problemas que no son míos, la herida que no quisimos curar, porque no fuimos nosotros quién la hicimos... La palabra de aliento que nunca regalamos, a quien encontramos afligido; por temor o por cualquier cosa que justifique ese bien que pudiéndolo hacer, omitimos...

El tiempo que negamos para escuchar a alguien que necesitaba hablar; diciendo que no hay tiempo que perder, aún hay mucho por hacer y trabajar... La limosna que no ofrecimos, porque no queremos contribuir a la mendicidad y ociosidad; la mano que no estrechamos para que otros no piensen mal y no sentirnos juzgados...

La respuesta igual de desagravio que al que nos hirió le dimos; porque si callamos y no nos vengamos, creerán que somos idiotas y pueden siempre herirnos y pisotearnos...
La sonrisa que no regalamos a aquel que encontramos en el camino, porque no tiene nada que ver conmigo...

La oración que no elevamos por el que nadie oró, el perdón que no ofrecimos, la carta que alguien esperó y nunca escribimos; la visita a ese enfermo que solo quedó en el olvido, tanto pero tanto bien, que pudiéndolo hacer, por mil excusas que inventamos para justificarnos, no lo hicimos...

Esa es la rutina en la que a diario vivimos, ese es el camino que se nos presenta cada día pero que no elegimos; porque nos dejamos llevar por lo que dicen y hacen los demás; pensamos en el bien propio e ignoramos lo que siente, piensa y necesita el resto de la humanidad...

Vivimos creyendo que con hacer lo que nos toca o evitar realizar algún mal, nos hemos ganado el cielo, y ya somos buenos... No nos damos cuenta que estamos haciendo lo que no nos cuesta, somos igual que los demás; es más valioso marcar la diferencia, si nos esforzamos un poco más en regalar amor al que lo ha de necesitar; eso es lo que nos hace semejantes a Dios; quien para salvar la humanidad, hizo realidad el amor, y no se conformó con sanar y predicar; sino que inventó una nueva definición del amor, algo que le da su inigualable valor, y es ser capaz de amar tan al extremo que la vida dar por amor... y no sólo lo dijo, sino que así lo vivió, porque por amor, su vida en la cruz entregó...

Aún estamos a tiempo, hay mucho bien que sin darnos cuenta, podemos realizar...

miércoles, 22 de junio de 2016

5 cosas que hacer en vez de juzgar a los demás

¿Cómo podemos romper con el hábito de juzgar a los demás?


La gente habla de los dichos “difíciles” de Jesús, tales como: “da tu dinero a los pobres y después, ven y sígueme”. Pero entre todos, hay uno que se me hace todavía más difícil: “no juzguen y no serán juzgados”. Sospecho que no soy la única persona que pasa una gran cantidad de tiempo juzgando a los demás.

Jesús sabía que el juzgar a los demás es una tentación constante. En el plano de la vida material el hacer juicios está relacionado directamente con la supervivencia. ¿Puedo cruzar las vías antes que el tren? ¿Debo confiarle a este tipo todos mis fondos de retiro? Sin embargo, a nivel espiritual, el juzgar a los demás detiene todo crecimiento desde el principio. Toda la espiritualidad cristiana está relacionada con el flujo: el flujo de la vida divina hacia todos nosotros por medio de Jesús.

Cuando nos separamos de los demás a causa del juicio, no solamente bloqueamos la comunicación hacia los demás, sino que también bloqueamos el flujo de Dios hacia nosotros. Por eso mismo Jesús nos advierte que no debemos juzgar para que así recibamos la corriente divina. ¿Cómo podemos romper con el hábito de juzgar a los demás? Aquí están cinco cosas que puedes hacer para lograrlo.

Empatía

Si logras imaginarte la situación que vive otra persona, te sentirás menos inclinado a juzgarla. ¡Inténtalo con firmeza!, “ahora comprendo por qué razón esa persona se comporta así”. En lugar de añadir más separación y coraje en el mundo, estarás cultivando la conexión y el entendimiento.

Bendícelo

Hace tiempo trabajé con una mujer que trataba con clientes molestos todo el día. Con frecuencia la escuchaba decir suavemente: “que Dios le bendiga”. En cierta ocasión me dijo: “decirles esto es mejor que decirles lo que estoy tentada a decir”. Y su técnica funcionó muy bien. Siempre estaba serena, y los clientes molestos ya no le preocupaban.

Reza

Cuando descubras que actúas como juez, comienza a orar por la persona a la que estás juzgando. Pídele a Dios que le dé a esa persona lo que deseas para vos y para los que amas. Después de todo, Dios ama a esta persona tanto como a ti. ¿Por qué no seguir el ejemplo de Dios e intentar amar también a la otra persona?

Mira al interior

Si te está molestando algún rasgo o actitud de otra persona, probablemente haya algo en vos de ese rasgo o actitud. Cuando alguien más acapara la atención, esto puede amenazar tu necesidad de atención. Quien está dominando emite una luz que opaca tu propio deseo de controlar la situación. En lugar de juzgar a los demás por su comportamiento, intenta examinar qué es lo que turba tu interior. Pídele a Dios que te sane y transforme por medio de su gracia amorosa.

Si lo anterior falla, distráete

Cuando alguien te enfurece, y te sientes tentando a poner a esa persona en su lugar, sigue el juramento que realizan los practicantes de medicina de no hacer daño a nadie. Si no puedes pronunicar una bendición, manifestar tu empatía, o el amor, por lo menos puedes apartarte de esa situación y centrar tu atención en algo distinto. Tranquilízate un momento antes de juzgar. Dale a Dios la oportunidad de que  haga surgir algo nuevo para la persona que quieres juzgar y para ti mismo.

martes, 21 de junio de 2016

Perdón

Los resentimientos nos impiden vivir plenamente sin saber que un simple acto del corazón puede cambiar nuestras vidas y de quienes nos rodean.


En los momentos que la amistad o la convivencia se rompen por cualquier causa, lo más común es la aparición de sentimientos negativos: la envidia, el rencor, el odio y el deseo de venganza, llevándonos a perder la tranquilidad y la paz interior. Al perder la paz y la serenidad, los que están a nuestro alrededor sufren las consecuencias de nuestro mal humor y la falta de comprensión. Al pasar por alto los detalles pequeños que nos incomodan, no se disminuye la alegría en el trato cotidiano en la familia, la escuela o la oficina.
Sin embargo, no debemos dejar que estos aspectos nos invadan, sino por el contrario, perdonar a quienes nos han ofendido, como un acto voluntario de disculpar interiormente las faltas que han cometido otros.

En ocasiones, estos sentimientos son provocados por acciones o actitudes de los demás, pero en muchas otras, nos sentimos heridos sin una razón concreta, por una pequeñez que ha lastimado nuestro amor propio.

La imaginación o el egoísmo pueden convertirse en causa de nuestros resentimientos:

– Cuando nos damos el lujo de interpretar la mirada o la sonrisa de los demás, naturalmente de manera negativa;

– Por una respuesta que recibimos con un tono de voz, a nuestro juicio indiferente o molesta;

– No recibir el favor que otros nos prestan, en la medida y con la calidad que nosotros habíamos supuesto;

– En el momento que a una persona que consideramos de “una categoría menor”, recibe un favor o una encomienda para lo cual nos considerábamos más aptos y consideramos injusta la acción.
Es evidente que al ser susceptibles, creamos un problema en nuestro interior, y tal vez enjuiciamos a quienes no tenían la intención de lastimarnos.

Para saber perdonar necesitamos:

– Evitar “interpretar” las actitudes.

– No hacer juicios sin antes de preguntarnos el “por qué” nos sentimos agredidos (así encontraremos la causa: imaginación, susceptibilidad, egoísmo).

– Si el malentendido surgió en nuestro interior solamente, no hay porque seguir lastimándonos: no hay que perdonar. Lamentamos bastante cuando descubrimos que no había motivo de disgusto… entonces nosotros debemos pedir perdón.

 Si efectivamente hubo una causa real o no,¿ tenemos claro qué ocurrió?:

– Tener disposición para aclarar o arreglar la situación.

– Pensar la manera de llegar a una solución.

– Buscar el momento más adecuado para hablarlo con calma y tranquilidad, sobre todo de nuestra          parte.  

– Escuchar con paciencia, buscando comprender los motivos que hubo.

– Exponer nuestras razones y llegar a un acuerdo.

– Olvidar en incidente y seguir como si nada hubiera pasado.

El Perdón enriquece al corazón porque le da mayor capacidad de amar; si perdonamos con prontitud y sinceramente, estamos en posibilidad de comprender las fallas de los demás, actuando generosamente en ayudar a que las corrijan.

Es necesario recordar que los sentimientos negativos de resentimiento, rencor, odio o venganza pueden ser mutuos debido a un malentendido, y es frecuente, encontrar familias en donde se forma un verdadero torbellino de odios. Nosotros no perdonamos porque los otros no perdonan. Es necesario romper ese círculo vicioso comprendiendo que “Amor produce amor”. Una actitud valiente de perdón y humildad obtendrá lo que la venganza y el odio nunca pueden, y es lograr restablecer la armonía.

Una sociedad, una familia o un individuo lleno de resentimientos impiden el desarrollo hacia una esfera más alta.

Perdonar es más sencillo de lo que parece, todo está en buscar la forma de mantener una convivencia sana, de la importancia que le damos a los demás como personas y de no dejarnos llevar por los sentimientos negativos.

miércoles, 15 de junio de 2016

¿Confesarse con un hombre? Yo me confieso con Dios y punto

Contestación a varias dudas que pueden plantearse sobre la confesión


Jesús comunicó el poder de perdonar pecados a sus apóstoles. Jesús confió el ejercicio del poder de absolución solamente a sus apóstoles. Jesús quería que la reconciliación con Dios pasara por el camino de la reconciliación con la Iglesia


¿Confesarse con un hombre?

El otro día, hablando de la confesión alguien me dijo: «¿Cómo se le ocurre que yo me voy a confesar con un pecador como yo? Yo me confieso con Dios y punto. Entro en mi habitación, oro con fervor y Dios me perdona». Le contesté que el asunto no es tan simple. Muchas veces acomodamos la religión a nuestra manera, y así pasa también con la confesión. La confesión no es solamente «pecar, orar y listo». Hay que buscar a un sacerdote. Hacer un gran acto de humildad. Decirle sus pecados. Y luego recibir una corrección fraterna y la absolución del sacerdote de la Iglesia. Eso no lo han inventado los curas. Hay claras indicaciones en la Biblia acerca de la confesión delante de un ministro de la Iglesia.

Queridos hermanos católicos, en esta carta quiero explicarles primero lo que nos enseña la Biblia acerca del perdón de los pecados, y luego voy a contestar algunas dudas acerca de la confesión que algunos hermanos de otra religión nos plantean. Muchos católicos, sin mayor formación religiosa, fácilmente se dejan influenciar por estas inquietudes y sin darse cuenta se les van los grandes tesoros que Jesús confió a su Iglesia. Con esta carta no quiero ofender a nadie, pero lo que me mueve a escribir estas líneas es el amor por la verdad. Ya que solamente «la verdad nos hará libres» (Jn. 8, 32).

¿Qué nos enseña la Biblia acerca del perdón de los pecados?

1. Jesús perdona los pecados.

En el Antiguo Testamento el perdón de los pecados era un derecho solamente de Dios. Ningún profeta y ningún sacerdote del Antiguo Testamento pronunció absolución de pecados. Sólo Dios perdonaba el pecado.
En el Nuevo Testamento, por primera vez, aparece alguien, al lado de Dios Padre, que perdona los pecados: Jesús. El Hijo de Dios dijo de sí mismo: «El Hijo del Hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra» (Mc. 2, 10).
Y en verdad Jesús ejerció su poder divino: «Cuando Jesús vio la fe de aquella gente, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc. 2, 5).
Frente a una mujer pecadora Jesús dijo: «Sus pecados, sus numerosos pecados le quedan perdonados, por el mucho amor que mostró» (Lc. 7, 47).
Y en la cruz Jesús se dirigió a un criminal arrepentido: «En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso» (Lc. 23, 43).

2. Jesús comunicó el poder de perdonar pecados a sus apóstoles.

Jesús quiso que todos sus discípulos, tanto en su oración como en su vida y en sus obras, fueran signo e instrumento de perdón. Y pidió a sus discípulos que siempre se perdonaran las ofensas unos a otros (Mt. 18, 15-17).

Sin embargo, Jesús confió el ejercicio del poder de absolución solamente a sus apóstoles. Jesús quería que la reconciliación con Dios pasara por el camino de la reconciliación con la Iglesia. Lo expresó particularmente en las palabras solemnes a Simón Pedro: «A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mat. 16, 19). Esta misma autoridad de «atar» y «desatar» la recibieron después todos los apóstoles (Mt. 18, 18). Las palabras «atar» y «desatar» significan: Aquel a quien excluyen ustedes de su comunión, será excluido de la comunión con Dios. Aquel a quien ustedes reciben de nuevo en su comunión, será también acogido por Dios. Es decir, la reconciliación con Dios pasa inseparablemente por la reconciliación con la Iglesia.
El mismo día de la Resurrección, Jesucristo se apareció a los apóstoles, sopló sobre sus cabezas y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a quienes se los retengan, les quedarán retenidos» (Jn. 20, 22-23).
Y en la Iglesia primitiva ya existía el ministerio de la reconciliación como dice el apóstol Pablo: «Todo eso es la obra de Dios, que nos reconcilió con El en Cristo, y que a mí me encargó la obra de la reconciliación» (2 Cor. 5, 18).

3. Los apóstoles comunicaron el poder divino de perdonar pecados a sus sucesores.

Las palabras de Jesucristo sobre el perdón de los pecados no fueron sólo para los Doce apóstoles, sino para pasarlas a todos sus sucesores. Los apóstoles las comunicaron con la imposición de manos. Escribe el apóstol Pablo a su amigo Timoteo: «Te recomiendo que avives el fuego de Dios que está en ti por la imposición de mis manos» (2 Tim. 1, 6).
Los apóstoles estaban conscientes de que Jesucristo tenía una clara intención de proveer el futuro de la Iglesia; estaban convencidos de que Jesús quería una institución que no podía desaparecer con la muerte de los apóstoles. El Maestro les había dicho: «Sepan que Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28, 20), y «las fuerzas del infierno no podrán vencer a la Iglesia» (Mt. 16, 18). Así las promesas de Jesús a Pedro y a los apóstoles, no sólo valen para sus personas, sino también para sus legítimos sucesores.
Como conclusión podemos decir: Cristo confió a sus apóstoles el ministerio de la reconciliación (Jn. 20, 23; 2 Cor. 5, 18). Los obispos, o sucesores de los apóstoles, y los presbíteros, colaboradores de los obispos, continúan ahora ejerciendo este ministerio. Ellos tienen el poder de perdonar los pecados «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo».

Dudas que plantean otras iglesias acerca de la confesión

1. ¿En qué se basan los católicos para decir que los sacerdotes pueden perdonar los pecados?

La Iglesia Católica lee con atención toda la Biblia y acepta la autoridad divina que Jesús dejó en manos de los Doce apóstoles y sus legítimos sucesores. Esto ya está explicado. El poder divino de perdonar pecados está claramente expresado en lo que hizo y dijo Jesús ante sus apóstoles: El Señor sopló sobre sus cabezas y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retengan les quedan retenidos» (Jn. 20, 22-23).
Los apóstoles murieron y, como Cristo quería que ese don llegara a todas las personas de todos los tiempos, les dio ese poder de manera que fuera transmisible, es decir, que ellos pudieran transmitirlo a sus sucesores. Y así los sucesores de los apóstoles, los obispos, lo delegaron a «presbíteros», o sea, a los sacerdotes. Estos tienen hoy el poder que Jesús dio a sus apóstoles: «A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados» y nunca agradeceremos bastante este don de Dios que nos devuelve su gracia y su amistad

2. ¿Para qué decir los pecados a un sacerdote, si Jesús simplemente los perdonaba?

Es verdad que Jesús perdonaba los pecados sin escuchar una confesión. Pero el Maestro divino leía claramente en los corazones de la gente, y sabía perfectamente quiénes estaban dispuestos a recibir el perdón y quiénes no. Jesús no necesitaba esta confesión de los pecados. Ahora bien, como el pecado toca a Dios, a la comunidad y a toda la Iglesia de Cristo, por eso Jesús quería que el camino de la reconciliación pasara por la Iglesia que está representada por sus obispos y sacerdotes. Y como los obispos y sacerdotes no leen en los corazones de los pecadores, es lógico que el pecador tiene que manifestar los pecados. No basta una oración a Dios en el silencio de nuestra intimidad.
Además el hombre está hecho de tal manera que siente la necesidad de decir sus pecados, de confesar sus culpas, aunque llegado el momento le cuesta. El sacerdote debe tener suficiente conocimiento de la situación de culpabilidad y de arrepentimiento del pecador.
Luego el sacerdote, guiado por el espíritu de Jesús que siempre perdona, juzgará y pronunciará la absolución: «Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo». La absolución es realmente un juicio que se pronuncia sobre el pecador arrepentido. Es mucho más que un sentirse liberado de sus pecados. Es decir, a los ojos de Dios: no existen más esos pecados. Está realmente justificado. Y como consecuencia lógica, dada la delicadeza y la grandeza de este misterio del perdón, el sacerdote está obligado a guardar un secreto absoluto de los pecados de sus penitentes.

3. «Pero el sacerdote es pecador como nosotros», dirán algunos.

Y les respondo: También los Doce apóstoles eran pecadores y sin embargo Jesús les dio poder para perdonar pecados. El sacerdote es humano y dice todos los días: «Yo pecador» y la Escritura dice: «Si alguien dice que no ha pecado, es un mentiroso» (1Jn. 1, 8). Aquí la única razón que aclara todo es esta: Jesús lo quiso así y punto. Jesús fundamentó la Iglesia sobre Pedro sabiendo que Pedro era también pecador. Y Jesús dio el poder de perdonar, de consagrar su Cuerpo y de anunciar su Palabra a hombres pecadores, precisamente para que más aparecieran su bondad y su misericordia hacia todos los hombres. Con razón nosotros los sacerdotes reconocemos que llevamos este tesoro en vasos de barro y sentimos el deber de crecer día a día en santidad para ser menos indignos de este ministerio.

El sacerdote perdona los pecados por una sola razón: porque recibió de Jesucristo el poder de hacerlo. Además, durante la confesión aprovecha para hacer una corrección fraterna y para alentar al penitente. El confesor no es el dueño, sino el servidor del perdón de Dios.
Y otro punto importante es que el sacerdote concede el perdón «en la persona de Cristo»; y cuando dice «Yo te perdono…» no se refiere a la persona del sacerdote sino a la persona de Cristo que actúa en él. Los que se escandalizan y dicen ¿cómo un sacerdote que es un hombre puede perdonar a otro hombre? es que no entienden nada de esto.

¿Qué otras diferencias hay entre católicos y protestantes acerca de la confesión?

El protestante comete pecados, ora a Dios, pide perdón, y dice que Dios lo perdona. Pero ¿cómo sabe que, efectivamente, Dios le ha perdonado? Muy difícilmente queda seguro de haber sido perdonado.

En cambio el católico, después de una confesión bien hecha, cuando el sacerdote levanta su mano consagrada y le dice: «Yo te absuelvo en el nombre del Padre…», queda con una gran seguridad de haber sido perdonado y con una paz en el alma que no encuentra por ningún otro camino.
Por eso decía un no-católico: «Yo envidio a los católicos. Yo cuando peco, pido perdón a Dios, pero no estoy muy seguro de si he sido perdonado o no. En cambio el católico queda tan seguro del perdón que esa paz no la he visto en ninguna otra religión». En verdad, la confesión es el mejor remedio para obtener la paz del alma.
El católico sabe que no es simplemente: «Pecar y rezar, y listo». Pongamos un caso: Una mujer católica comete un aborto. No puede llegar a su pieza, rezar y decir que todo está arreglado. No. Ella tiene que ir a un sacerdote y confesarle su pecado. Y el sacerdote le hará ver lo grave de su pecado, un pecado que lleva a la excomunión de la Iglesia. El sacerdote le aconsejará una penitencia fuerte. Ella quizás hasta llorará en ese momento y antes del próximo aborto seguramente lo pensará tres veces… ¿Y ese señor que compra lo robado? ¿Y esa novia que no se hace respetar por el novio? ¿Y esa mujer que quita la fama con su lengua? ¿Y ese borracho?… Confesando sus pecados, se encontrarán con alguien que les habla en nombre de Dios y les hace reflexionar y cambiar su vida.

Queridos hermanos, termino esta carta con una gran esperanza de que nosotros los católicos seamos capaces de descubrir de nuevo el gran tesoro de la confesión.
Cuántos miles de personas mejoraron su vida sólo con hacer una buena confesión. Un gran psicólogo decía: «Yo no conozco ningún método tan bueno para mejorar una vida como la confesión de los católicos». Espero que este «gran tesoro» que dejó Jesús en su Iglesia, sea también provechoso para el crecimiento de nuestra vida espiritual.

Décima a lo Divino por el Hijo Pródigo:

Padre de mi corazón
aquí estoy arrepentido,
a tus pies estoy rendido,
concédeme tu perdón.
Póngame la bendición
y olvide usted sus enojos
como pisando entre abrojos
hoy he llegado hasta aquí
a hacerle correr por mí
las lágrimas de sus ojos.

Cuestionario

¿Quién podía perdonar los pecados en el Antiguo Testamento? ¿Quién puede perdonarlos en el Nuevo Testamento? ¿A quiénes delegó Jesús este poder? ¿A quiénes lo delegaron los Apóstoles? ¿En nombre de quién perdonan los sacerdotes? ¿Qué significa que el sacerdote perdona en nombre de Cristo? ¿Puede un católico confesar sus pecados directamente a Dios? ¿Cuándo tiene seguridad el católico de que es perdonado por Dios? ¿La tiene igual el evangélico? ¿Cómo se confiesan ellos? ¿Por qué hay que decir los pecados al sacerdote?

Fuente: Para dar razón de nuestra Esperanza, sepa defender su fe.

miércoles, 8 de junio de 2016

Un día con el Padre Pío

Misa, confesiones, comida,... descubre el día a día del santo estigmatizado





Acompañado por sus hermanos capuchinos, el Padre Pío vivía jornadas muy largas, como muestra este vídeo datado en los años 1950.

El santo trabajaba hasta 19 horas diarias en su iglesia. En total se estima que unos 20 millones de fieles asistieron a sus misas, y unos 5 millones se confesaron con él.

El 22 de septiembre de 1968, el capuchino celebró la misa solemne del cincuentenario de sus estigmas, sobre los que se expresó así: “Cincuenta años de vida religiosa, cincuenta años clavado en la cruz, cincuenta años de fuego que devora para ti, Señor, para los seres que tú has redimido”.

La misma tarde, recibió la unción de enfermos y se fue unas horas más tarde, a las 2,30h de la madrugada el 23 de septiembre de 1968.

lunes, 6 de junio de 2016

7 razones para perdonar

¿Estás enfadado con alguien? Entonces, respira hondo y busca motivos para perdonar


1-Al perdonar, acabas con el estrés de la ofensa
Cada vez que recuerdas a la persona que te hirió vuelve esa mala sensación: el corazón se acelera y se te pone un nudo en el estómago, ¿verdad? Naturalmente tu cuerpo reacciona a las emociones negativas y recuerdos angustiosos. En el momento en que dejas de recordar la ofensa y focalizas la atención en las cosas buenas de la vida aprovecharás mejor el presente, dejando de revivir los sufrimientos que ya forman parte del pasado.

2-Al perdonar, pasas a tener una visión correcta de los acontecimientos
Piensa conmigo: cuando una persona está irritada con otra, tiene la tendencia de exagerar las cosas, viéndolo todo peor de lo que es, ¿cierto? ¿Y sabes una cosa? Tu no debes ser muy diferente cuando estás enfadado: la rabia nos ciega y triplica el impacto de las ofensas. Al practicar el perdón, dejas de alimentar la rabia y puedes valorar los acontecimientos con otros ojos.
¿Difícil? ¡Mucho! Pero también es liberador.

3-Al perdonar dejas de darle poder al que te ha ofendido
Vamos a suponer que no se trate de un malentendido: la persona en cuestión realmente estaba queriendo hacerte sentir mal. Entonces, darle vueltas a lo que ha pasado sólo conseguirá que des a esa persona el poder de hacerte sufrir. ¿Es esto lo que quieres? ¿Y no sería eso exactamente lo que la otra persona quiere?
Tenemos que tener más cuidado para evitar el daño. Es necesario proteger nuestros sentimientos. Cuando una persona intenta ofender a otra y no lo consigue, fracasa. Además de tener que convivir con sus propios problemas y con su infelicidad, no conseguirá transmitirte nada de eso a ti.

4-Al perdonar, te apartas emocionalmente de esa persona tóxica
Si la persona que te ofendió es amarga, el tipo de persona tóxica, más razones para no alimentar pensamientos relacionados con ella. Lo mejor es liberarte de la rabia, que acaba manteniéndote ligado a quien no quieres.

5-Al perdonar, convives mejor con quien vale la pena
Pero, ¿y cuando la persona con la que te enfadaste es alguien importante en tu vida? Ahí es bueno recordar que todos nosotros, aunque sea sin querer, también herimos a los demás. A veces en una discusión acalorada, con un comentario impensado o una broma fuera de lugar… la verdad es que todos hemos pasado por esto. Entonces, teniendo presente el pensamiento de que nadie es perfecto, pregunto: ¿vale la pena perder la convivencia con alguien importante por causa de un mal momento?
Personas buenas y que se preocupan verdaderamente por la gente son pocas. Por eso no podemos ser intolerantes. Amar a los demás debe estar por encima de nuestro orgullo. Cambia la rabia por el diálogo e intenta entender los motivos de los demás. ¡Así no tendrás que arrepentirte de romper la relación con alguien importante en tu vida!

6-Al perdonar, dejas de concentrarte en tus angustias
Focalizándonos en el dolor, dejamos de prestar atención a lo que vale la pena. Si quieres que sucedan cosas buenas en tu vida, necesitas mirar con más optimismo al ahora. Alégrate con quien te tiende la mano hoy, perdona y olvida a quien te negó la ayuda ayer. La importancia que des a los acontecimientos define lo que será importante en tu vida. Entonces, ¡deja de dar demasiado valor a las ofensas!

7- Al perdonar, te estás haciendo un bien a ti mismo
Y lo más importante: te sentirás muy bien, ¡ garantizado!

Perdonar es muy difícil, pero también es una de las actitudes más bonitas e inteligentes que el ser humano puede practicar.

El perdón trae una sensación agradable de tranquilidad y autocontrol. Alimentar el rancor y practicar la venganza sólo te traerá enemigos y afectará a tu vida. Valora tu tiempo: ¡pon en corazón en lo que te hace feliz! Perdona a la persona que te ofendió e ignora la ofensa.

jueves, 28 de agosto de 2014

Catequesis de Juan Pablo II sobre el Sacramento de la Reconciliación

1. El camino hacia el Padre, motivo de reflexión en este año de preparación al gran Jubileo, implica también el redescubrimiento del sacramento de la Penitencia en su significado profundo de encuentro con Él, que perdona mediante Cristo en el Espíritu (cf. Tertio Millennio Adveniente, 50).
Son numerosos los motivos por los que es urgente hacer una seria reflexión en la Iglesia sobre este sacramento. Lo exige, ante todo, el anuncio del amor del Padre, como fundamento de la vida y de la acción del cristiano, en el contexto de la sociedad actual, donde con frecuencia se ofusca la visión ética de la existencia humana. Muchos han perdido la dimensión del bien y del mal porque han perdido el sentido de Dios, interpretando la culpa únicamente según perspectivas psicológicas o sociológicas. En segundo lugar, la pastoral debe dar un nuevo impulso a un itinerario de crecimiento en la fe, que subraye el valor del espíritu y de la práctica penitencial en toda la vida cristiana.
2. El mensaje bíblico presenta esta dimensión "penitencial" como compromiso permanente de conversión. Hacer obras de penitencia supone una transformación de la conciencia, que es fruto de la gracia de Dios. Sobre todo, en el Nuevo Testamento, se exige la conversión como decisión fundamental a aquellos a quienes se dirige la predicación del reino de Dios: "Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1,15; cf. Mt 4,17). Con estas palabras Jesús inicia su ministerio, anuncia el cumplimiento de los tiempos y la inminencia del reino. Este "convertíos" (en griego: "metanoéite") es un llamamiento a cambiar de manera de pensar y de comportarse.
3. Esta invitación a la conversión constituye la conclusión vital del anuncio hecho por los apóstoles después de Pentecostés. En él, el objeto del anuncio queda totalmente explícito: ya no es genéricamente el "reino", sino más bien la obra misma de Jesús, integrada en el plan divino predicho por los profetas. Al anuncio de lo que ha tenido lugar con Jesucristo muerto, resucitado y vivo en la gloria del Padre, le sigue la apremiante invitación a la "conversión", a la que está ligada el perdón de los pecados. Todo esto aparece claramente en el discurso que Pedro pronuncia en el pórtico de Salomón: "Dios dio cumplimiento de este modo a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: que su Cristo padecería. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados" (Hch 3,18-19). Este perdón de los pecados, en el Antiguo Testamento, fue prometido por Dios en el contexto de la "nueva alianza", que Él establecerá con su pueblo (cf Jer 31,31-34). Dios escribirá la ley en el corazón. En esta perspectiva, la conversión es un requisito de la alianza definitiva con Dios y al mismo tiempo una actitud permanente de aquel que, acogiendo las palabras del anuncio evangélico, pasa a formar parte del reino de Dios en su dinamismo histórico y escatológico.
4. El sacramento de la Reconciliación transmite y hace visible de manera misteriosa estos valores fundamentales anunciados por la Palabra de Dios. Reintegra al hombre en el contexto salvífico de la alianza y los vuelve a abrir a la vida trinitaria, que es diálogo de gracia, circulación de amor, don y acogida del Espíritu Santo.
Una relectura atenta del "Ordo Paenitentiae" ayudará mucho a profundizar, con motivo del Jubileo, en las dimensiones esenciales de este sacramento. La madurez de la vida eclesial depende en gran parte de su redescubrimiento. El sacramento de la Reconciliación, de hecho, no se circunscribe al momento litúrgico-celebrativo, sino que lleva a vivir la actitud penitencia en cuanto dimensión permanente de la experiencia cristiana. Es "un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro con la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar" ("Reconciliatio et paenitentia", 31,III).
5. Por lo que se refiere a los contenidos doctrinales de este sacramento, me remito a la exhortación apostólica "Reconciliatio et paenitentia" (cf. nn.28-34) y al "Catecismo de la Iglesia Católica" (cf. nn.1420-1484), así como a las demás intervenciones del Magisterio eclesial. En estos momentos deseo recordar la importancia de la atención pastoral necesaria para valorar este sacramento en el pueblo de Dios, para que el anuncio de la reconciliación, el camino de conversión y la misma celebración del sacramento puedan tocar aún más los corazones de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo.
En particular, deseo recordar a los pastores que para ser buenos confesores hay que ser auténticos penitentes. Los sacerdotes saben que son depositarios de una potestad que viene de lo alto: de hecho, el perdón que transmiten es "signo eficaz de la intervención del Padre" ("Reconciliatio et paenitentia", 31,III) que hace resucitar de la muerte espiritual. Por esto, viviendo con humildad y sencillez evangélica una dimensión tan esencial de su ministerio, los confesores no deben descuidar su propia perfección y actualización en su formación para que no desfallezcan en esas cualidades humanas y espirituales que son tan necesarias para la relación con las conciencias.
Pero, junto a los pastores, toda la comunidad cristiana debe quedar involucrada en la renovación pastoral de la Reconciliación. Lo impone el carácter eclesial propio del sacramento. La comunidad eclesial es el seno que acoge al pecador arrepentido y perdonado y, antes aún, crea el ambiente adaptado para el camino de regreso al Padre. En una comunidad reconciliada y reconcialiante los pecadores pueden volver a encontrar el camino perdido y la ayuda de los hermanos. Y, por último, a través de la comunidad cristiana puede volverse a diseñar un sólido camino de caridad, que haga visible a través de las buenas obras el perdón recibido, el mal reparado, la esperanza de poder encontrar todavía los brazos misericordiosos del Padre.