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miércoles, 15 de junio de 2016

Papa Francisco: La indiferencia y la hostilidad nos ciegan

Texto completo de la catequesis del Papa Francisco 





  RADIO VATICANO  15 JUNIO, 2016





Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Un día Jesús, acercándose a la ciudad de Jericó, realizó el milagro de restituir la vista a un ciego que mendigaba a lo largo del camino (Cfr. Lc 18,35-43). Hoy queremos aferrar el significado de este signo porque también nos toca directamente. El evangelista Lucas dice que aquel ciego estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna (Cfr. v. 35). Un ciego en aquellos tiempos – incluso hasta hace poco tiempo atrás – podía vivir sólo de la limosna. La figura de este ciego representa a tantas personas que, también hoy, se encuentran marginadas a causa de una discapacidad física o de otro tipo. Está separado de la gente, está ahí sentado mientras la gente pasa ocupada, en sus pensamientos y tantas cosas… Y el camino, que puede ser un lugar de encuentro, para él en cambio es el lugar de la soledad. Tanta gente que pasa. Y él está solo.

Es triste la imagen de un marginado, sobre todo en el escenario de la ciudad de Jericó, la espléndida y prospera oasis en el desierto. Sabemos que justamente a Jericó llegó el pueblo de Israel al final del largo éxodo de Egipto: aquella ciudad representa la puerta de ingreso a la tierra prometida. Recordemos las palabras que Moisés pronunció en aquella circunstancia; decía así: “Si hay algún pobre entre tus hermanos, en alguna de las ciudades del país que el Señor, tu Dios, te da, no endurezcas tu corazón ni le cierres tu mano. Es verdad que nunca faltarán pobres en tu país. Por eso yo te ordeno: abre generosamente tu mano al pobre, al hermano indigente que vive en tu tierra” (Deut. 15,7.11). Es agudo el contraste entre esta recomendación de la Ley de Dios y la situación descrita en el Evangelio: mientras el ciego grita – tenia buena voz, ¿eh? – mientras el ciego grita invocando a Jesús, la gente le reprocha para hacerlo callar, como si no tuviese derecho a hablar. No tienen compasión de él, es más, sienten fastidio por sus gritos. Eh… Cuantas veces nosotros, cuando vemos tanta gente en la calle – gente necesitada, enferma, que no tiene que comer – sentimos fastidio. Cuantas veces nosotros, cuando nos encontramos ante tantos prófugos y refugiados, sentimos fastidio. Es una tentación: todos nosotros tenemos esto, ¿eh? Todos, también yo, todos. Es por esto que la Palabra de Dios nos enseña. La indiferencia y la hostilidad los hacen ciegos y sordos, impiden ver a los hermanos y no permiten reconocer en ellos al Señor. Indiferencia y hostilidad. Y cuando esta indiferencia y hostilidad se hacen agresión y también insulto – “pero échenlos fuera a todos estos”, “llévenlos a otra parte” – esta agresión; es aquello que hacia la gente cuando el ciego gritaba: “pero tú vete, no hables, no grites”.

Notamos una característica interesante. El Evangelista dice que alguien de la multitud explicó al ciego el motivo de toda aquella gente diciendo: “Que pasaba Jesús de Nazaret” (v. 37). El paso de Jesús es indicado con el mismo verbo con el cual en el libro del Éxodo se habla del paso del ángel exterminador que salva a los Israelitas en las tierras de Egipto (Cfr. Ex 12,23). Es el “paso” de la pascua, el inicio de la liberación: cuando pasa Jesús, siempre hay liberación, siempre hay salvación. Al ciego, pues, es como si fuera anunciada su pascua. Sin dejarse atemorizar, el ciego grita varias veces dirigiéndose a Jesús reconociéndolo como Hijo de David, el Mesías esperado que, según el profeta Isaías, habría abierto los ojos a los ciegos (Cfr. Is 35,5). A diferencia de la multitud, este ciego ve con los ojos de la fe. Gracias a ella su suplica tiene una potente eficacia. De hecho, al oírlo, “Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran” (v. 40). Haciendo así Jesús quita al ciego del margen del camino y lo pone al centro de la atención de sus discípulos y de la gente. Pensemos también nosotros, cuando hemos estado en situaciones difíciles, también en situaciones de pecado, como ha estado ahí Jesús a tomarnos de la mano y a sacarnos del margen del camino a la salvación. Se realiza así un doble pasaje. Primero: la gente había anunciado la buena noticia al ciego, pero no quería tener nada que ver con él; ahora Jesús obliga a todos a tomar conciencia que el buen anuncio implica poner al centro del propio camino a aquel que estaba excluido. Segundo: a su vez, el ciego no veía, pero su fe le abre el camino a la salvación, y él se encuentra en medio de cuantos habían bajado al camino para ver a Jesús. Hermanos y hermanas, el paso del Señor es un encuentro de misericordia que une a todos alrededor de Él para permitir reconocer quien tiene necesidad de ayuda y de consolación. También en nuestra vida Jesús pasa; y cuando pasa Jesús, y yo me doy cuenta, es una invitación a acercarme a Él, a ser más bueno, a ser mejor cristiano, a seguir a Jesús.

Jesús se dirige al ciego y le pregunta: “¿Qué quieres que haga por ti?” (v. 41). Estas palabras de Jesús son impresionantes: el Hijo de Dios ahora está frente al ciego como un humilde siervo. Él, Jesús, Dios dice: “Pero, ¿Qué cosa quieres que haga por ti? ¿Cómo quieres que yo te sirva?” Dios se hace siervo del hombre pecador. Y el ciego responde a Jesús no más llamándolo “Hijo de David”, sino “Señor”, el título que la Iglesia desde los inicios aplica a Jesús Resucitado. El ciego pide poder ver de nuevo y su deseo es escuchado: “¡Señor, que yo vea otra vez! Y Jesús le dijo: Recupera la vista, tu fe te ha salvado” (v. 42). Él ha mostrado su fe invocando a Jesús y queriendo absolutamente encontrarlo, y esto le ha traído el don de la salvación. Gracias a la fe ahora puede ver y, sobre todo, se siente amado por Jesús. Por esto la narración termina refiriendo que el ciego «recuperó la vista y siguió a Jesús, glorificando a Dios» (v. 43): se hace discípulo. De mendigo a discípulo, también este es nuestro camino: todos nosotros somos mendigos, todos. Tenemos necesidad siempre de salvación. Y todos nosotros, todos los días, debemos hacer este paso: de mendigos a discípulos. Y así, el ciego se encamina detrás del Señor y entrando a formar parte de su comunidad. Aquel que querían hacer callar, ahora testimonia a alta voz su encuentro con Jesús de Nazaret, y  “todo el pueblo alababa a Dios” (v. 43). Sucede un segundo milagro: lo que había sucedido al ciego hace que también la gente finalmente vea. La misma luz ilumina a todos uniéndolos en la oración de alabanza. Así Jesús infunde su misericordia sobre todos aquellos que encuentra: los llama, los hace venir a Él, los reúne, los sana y los ilumina, creando un nuevo pueblo que celebra las maravillas de su amor misericordioso. Pero dejémonos también nosotros llamar por Jesús, y dejémonos curar por Jesús, perdonar por Jesús, y vayamos detrás de Jesús alabando a Dios. ¡Así sea!

miércoles, 1 de junio de 2016

¿Eres como el fariseo corrupto, soberbio e hipócrita del Evangelio?

Catequesis Papa Francisco sobre la parábola del fariseo y el publicano

El Papa Francisco dedicó la catequesis de la Audiencia General del miércoles a la parábola del fariseo y el publicano y denunció las actitudes de aquellos que, como el fariseo, son falsas y corruptas. “Y además, su actitud y sus palabras están lejos del modo de actuar y de hablar de Dios, quien ama a todos los hombres y no desprecia a los pecadores. Éste desprecia a los pecadores, también cuando señala al otro que está ahí. Aquel fariseo, que se considera justo, descuida el mandamiento más importante: el amor a Dios y al prójimo”, explicó.

CATEQUESIS, texto completo.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El miércoles pasado hemos escuchado la parábola del juez y la viuda, sobre la necesidad de orar con perseverancia. Hoy, con otra parábola, Jesús quiere enseñarnos cuál es la actitud justa para orar e invocar la misericordia del Padre: cómo se debe orar. Una actitud justa para orar. Es la parábola del fariseo y del publicano (Cfr. Lc 19,9-14).

Ambos protagonistas suben al templo a orar, pero actúan de modos muy diferentes, obteniendo resultados opuestos. El fariseo ora «de pie» (v. 11), y usa muchas palabras. La suya, si, es una oración de agradecimiento dirigida a Dios, pero en realidad es un alarde de sus propios méritos, con sentido de superioridad hacia los «demás hombres», calificándolos como «ladrones, injustos y adúlteros», como, por ejemplo – y señala a aquel otro que estaba ahí - «como ese publicano» (v. 11). Pero precisamente aquí está el problema: aquel fariseo ora a Dios, pero en verdad mira a sí mismo. ¡Ora a si mismo! En vez de tener delante a sus ojos al Señor, tiene un espejo. A pesar de encontrarse en el templo, no siente la necesidad de postrarse delante de la majestad de Dios; está de pie, se siente seguro, ¡casi fuera él, el dueño del templo! Él enumera las buenas obras cumplidas: es irreprensible, observante de la Ley más de lo debido, ayuna «dos veces por semana» y paga la “decima” parte de todo aquello que posee. En conclusión, más que orar, el fariseo se complace de la propia observancia de los preceptos. Y además, su actitud y sus palabras están lejos del modo de actuar y de hablar de Dios, quien ama a todos los hombres y no desprecia a los pecadores. Éste desprecia a los pecadores, también cuando señala al otro que está ahí. Aquel fariseo, que se considera justo, descuida el mandamiento más importante: el amor a Dios y al prójimo.

No basta pues preguntarnos cuánto oramos, debemos también examinarnos cómo oramos, o mejor, cómo es nuestro corazón: es importante examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos, y extirpar la arrogancia y la hipocresía. Pero, yo pregunto: ¿se puede orar con arrogancia? No. ¿Se puede orara con hipocresía? No. Solamente, debemos orar ante Dios como nosotros somos. Pero éste oraba con arrogancia e hipocresía. Estamos todos metidos en la agitación del ritmo cotidiano, muchas veces a merced de sensaciones, desorientadas, confusas. Es necesario aprender a encontrar el camino hacia nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es ahí que Dios nos encuentra y nos habla. Solamente a partir de ahí podemos nosotros encontrar a los demás y hablar con ellos. El fariseo se ha encaminado hacia el templo, está seguro de sí, pero no se da cuenta de haber perdido el camino de su corazón.

El publicano en cambio se presenta en el templo con ánimo humilde y arrepentido: «manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho» (v. 13). Su oración es breve, no es tan larga como aquella del fariseo: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador». Nada más. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. Bella oración, ¿eh? Podemos decirla tres veces, todos juntos. Digámosla: “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. De hecho, los cobradores de impuestos – llamados justamente, publicanos – eran considerados personas impuras, sometidas a los dominadores extranjeros, eran mal vistos por la gente y generalmente asociados a los “pecadores”. La parábola enseña que se es justo o pecador no por la propia pertenencia social, sino por el modo de relacionarse con Dios y por el modo de relacionarse con los hermanos. Los gestos de penitencia y las pocas y simples palabras del publicano testimonian su conciencia acerca de su mísera condición. Su oración es esencial. Actúa como un humilde, seguro solo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque tenía ya todo, el publicano puede solo mendigar la misericordia de Dios. Y esto es bello, ¿eh? Mendigar la misericordia de Dios. Presentándose “con las manos vacías”, con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final justamente él, despreciado así, se convierte en icono del verdadero creyente.

Jesús concluye la parábola con una sentencia: «Les aseguro que este último – es decir, el publicano - volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado» (v. 14). De estos dos, ¿Quién es el corrupto? El fariseo. El fariseo es justamente el icono del corrupto que finge orar, pero solamente logra vanagloriarse de sí mismo delante de un espejo. Es un corrupto pero finge orar. Así, en la vida quien se cree justo y juzga a los demás y los desprecia, es un corrupto y un hipócrita. La soberbia compromete toda acción buena, vacía la oración, aleja a Dios y a los demás. Si Dios prefiere la humildad no es para desanimarnos: la humildad es más bien la condición necesaria para ser ensalzados por Él, así poder experimentar la misericordia que viene a colmar nuestros vacíos. Si la oración del soberbio no alcanza el corazón de Dios, la humildad del miserable lo abre. Dios tiene una debilidad: la debilidad por los hombres. Delante a un corazón humilde, Dios abre su corazón totalmente. Es esta humildad que la Virgen María expresa en el cantico del Magníficat: «Ha mirado la humillación de su esclava. […] Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen» (Lc 1,48.50). Que Ella nos ayude, nuestra Madre, a orar con un corazón humilde. Y nosotros, repitamos tres veces más, aquella bella oración: “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. Gracias. 

jueves, 26 de mayo de 2016

LOS SACRAMENTOS


 
27.1) La sacramentalidad en la economía de la salvación.
27.2) Concepto y número de los sacramentos.
27.3) Elementos que integran el signo sacramental.
27.4) Cristo, autor de los sacramentos.
27.5) La potestad e intención del ministro.
27.6) La capacidad e intención del sujeto.
27.7) Efectos de los sacramentos. 
27.1 La sacramentalidad en la economía de la salvación.
La economía de la salvación es sacramental. La revelación que empieza con la creación ya es sacramental- por signos - porque la creación nos lleva a conocer la sabiduría, providencia divina, etc.
Pero Dios no se conforma y se manifiesta al hombre a través de hechos y palabras.
En Cristo, la sacramentalidad llega a su culmen. Cristo sacramento primordial, sacramento del Padre, ‘quien me ve...’, Cristo no sólo da a conocer al Padre sino que nos pone en contacto con El.
‘La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo y instrumento de la unión íntima con Dios’ LG 1. La Iglesia hace presente a Cristo comunicando la vida divina por medio de los sacramentos, los sacramentos son actos de Cristo, no mero símbolo, algo vital a través de lo que Dios actúa. Son huellas de la Encarnación del Verbo.
27.2 Concepto y número de los sacramentos.
‘ El sacramento de la Nueva Ley es una cosa sensible que por institución divina, tiene la virtud de significar y obrar la santidad y la justicia’ (Cat. Rom., II,1,II).
S. Pío X lo define en el Catecismo Mayor como ‘un signo sensible y eficaz de la gracia, instituido por Jesucristo para santificar nuestras almas’ (n. 519).
‘ Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina. Los ritos visibles bajo los cuales los sacramentos son celebrados significan y realizan las gracias propias de cada sacramento. Dan fruto en quienes los reciben con las disposiciones requeridas’ Cat. 1131.
En definitiva, son medios por lo que Dios nos concede la gracia. No porque en sí mismas esas cosas sensibles tengan una cualidad especial, sino que la poseen en virtud de una voluntad expresa de Dios.
Hay en la Iglesia siete sacramentos:
1.- Bautismo.
2.- Confirmación o Crismación.
3.- Eucaristía.
4.- Penitencia.
5.- Unción de los enfermos.
6.- Orden sacerdotal.
7.- Matrimonio. Cat. 1113.
 
27.3 Elementos que integran el signo sacramental.
Signo compuesto de dos elementos:
- res = materia.
- verbum= forma.
Res, es la parte del signo sacramental más indeterminada en cuanto al simbolismo.
Verbum, es la parte del signo más determinada, que concreta el sentido de la res.
La materia puede ser: remota: La cosa sensible con la que se realiza el sacramento. Próxima: La acción que resulta de aplicar la cosa sensible. ej, ablución, unción, imposición de manos, etc.
Esta composición tiene inspiración bíblica, Ef 5, 26 ‘para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra". Cristo toma pan y vino y a continuación dice unas palabras.
Tradición: S. Cirilo ( Cateq. Mistag. 3) " El pan después de la invocación no es pan común".
Magisterio: Con. Florencia y Trento, res y verbum son esenciales del sacramento.
Hay una unión estrecha entre los dos elementos. Por tanto el signo sacramental es inmutable. Quien realiza un cambio sustancial de la materia o de la forma, hace inválido el sacramento; y si lo realiza conscientemente, peca gravemente. Quien realiza un cambio accidental, no hace inválido el sacramento; pero pecará grave o levemente, si lo realiza conscientemente y sin causa suficiente.  
27.4 Cristo, autor de los sacramentos.
Dios es el autor principal de los sacramentos, los sacramentos confieren la gracia por ser participación de la naturaleza divina. La Iglesia ha considerado siempre que ha recibido los sacramentos de Cristo. El concilio de Trento (Dz 844) definió como de fe divina y católica la institución de todos los sacramentos por Cristo.
Al estudiar cada uno en particular, se verán los textos en que se apoya esta afirmación. Jesucristo no sólo instituyó todos los sacramentos de la Nueva Ley de manera inmediata, sino que también determinó su materia y su forma, aunque de distinto modo: unos sacramentos los instituyó con su uso (Bautismo, Eucaristía), otros, prometiendo sus efectos (Confirmación), otros, confiriendo una potestad (Orden, Penitencia).
La Iglesia no tiene ninguna potestad sobre lo que pertenece a la sustancia del sacramento, que es -en cada caso- lo que Cristo mismo ha fijado.
27.5 Potestad e intención del minstro.
Con. Florencia: para que exista un sacramento debe haber: res, verbum, ministrum.
Cristo ha querido servirse de ministros secundarios, siendo Él el ministro principal , para realizar la santificación de las almas.
El ministro puede ser consagrado o no consagrado, según el sacramento de que se trate. Ordinario o extraordinario, según le corresponda por oficio o por necesidad y especial delegación respectivamente.
Para la válida administración del sacramento, se requiere en el ministro: Potestad debida: no todos pueden administrar todos los sacramentos. Debida intención: de hacer lo que hace la Iglesia ( al menos virtual ). Recta aplicación: de la forma a la materia.
Para la lícita administración del sacramento se requiere en el ministro: fe, estado de gracia, debida jurisdicción o licencia oportuna, inmunidad de censuras y de irregularidad.
Para la válida realización del sacramento, se requiere en el ministro tenga intención al menos, de hacer lo que quiere la Iglesia. Esto se recoge en Trento (Dz 854). Esa intención debe ser al menos virtual; debe recaer sobre una materia y sujetos determinados y no basta con que sea externa, debe ser también interna.
27.6 Capacidad e intención del sujeto.
Para la recepción válida de los sacramentos, se requiere la capacidad del sujeto, esto es, solus homo viator, es sujeto capaz de los sacramentos.
Pero no todo hombre vivo puede recibir todos los sacramentos. Se requiere el Bautismo para recibir los demás sacramentos; cada sacramento tiene sus particularidades para recibirlo válidamente; para la recepción válida de los sacramentos no se requieren, en general, ni la fe -excepto en la penitencia- ni la probidad del sujeto (estado de gracia).
En los adultos que tienen uso de razón, para la validez de todos los sacramentos (exceptuada la Eucaristía), se requieren la intención, que es diversa para los diversos sacramentos: habitual (tenida alguna vez y no retractada), salvo en el matrimonio, orden y penitencia , que requieren una intención al menos virtual.
Para la lícita recepción de los sacramentos, se requiere, aunque ya se verá en cada uno en particular: el adulto con uso de razón, al recibir un sacramento de muertos: la intención requerida y la atrición sobrenatural de los pecados cometidos. el adulto con uso de razón, al recibir un sacramento de vivos: estar en gracia. El adulto con uso de razón debe recibir cualquier sacramento con reverencia y devoción actual.
27.7 Efectos de los sacramentos.
Los sacramentos producen, la gracia (todos ellos) y el carácter sacramental ( el bautismo, la confirmación y el orden).
Los sacramentos confieren la gracia "ex opere operato", es decir, por la virtud del mismo sacramento recibida de Dios (Trento, Dz 851).
Como no producen la gracia por propia virtud, sino en virtud de la voluntad de Dios, se dice que los sacramentos son causa instrumentales de la gracia que confieren, siendo Dios la causa eficiente principal. Esa virtud instrumental proviene de la Pasión del Señor. La virtud instrumental de la Pasión del Señor alcanza a cada uno de los hombres, de todos los lugares y tiempos, mediante los sacramentos.

domingo, 22 de mayo de 2016

Prepárate para alabar a Dios

¿Cuál es mi experiencia más honda de Dios?


Hablar de la Trinidad no es tan sencillo, es un misterio. Hablar de un solo Dios y tres personas, de un amor que se construye en un silencio eterno, de un misterio que mi corazón no abarca,… no logro comprender el misterio.

Me gusta pensar en un hombre hecho a imagen de la Trinidad. En un hombre que es reflejo del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Un hombre inhabitado por Dios Trino. Bendecido.
Estoy llamado a ser un hombre trinitario. Un hombre pobre, vacío de mí y lleno de Dios. Un hombre anclado en lo más profundo del cielo y al mismo tiempo con los pies muy en la tierra.
Una persona rezaba: “Me da miedo que el espíritu pierda la fuerza y dejar de soñar con las cosas imposibles. Me da miedo ser demasiado del mundo y demasiado poco del cielo. Pero sé que Tú estás ahí para recordarme de dónde vengo y adónde voy”.

Soy ciudadano del cielo en la tierra. Con esa tensión que provoca ser templo de Dios entre los hombres. Lleno de luces y de sombras. Volcado en la tierra y abierto a la luz del cielo.
Quiero vivir así. Anclado y enraizado. Sujeto y atado. Perteneciendo a Dios. Siendo parte de los hombres. Es el misterio de la vida. Es el misterio de Dios. Siempre me supera. Un misterio de amor que no comprendo.El amor de Dios es imposible. Me desborda. Sin Él no puedo vivir. Tanto me amó Dios que me creó con infinito cuidado, soñando conmigo desde siempre.Me buscó, me esperó, salió a mi encuentro en tantas esquinas de mi vida. Me perdonó, me abrazó. Lo dejó todo, todos sus privilegios, para hacerse hombre y caminar a mi lado. Para tocarme con manos humanas, sanar, darlo todo y morir.

Tanto me amó que se quedó conmigo en su cuerpo y en su Espíritu. Tanto me ama que quiere habitar en mí, para que sea más suyo. A pesar de mi pobreza, quiere que mi corazón sea su morada. Y ser luz para mis pasos. Susurrarme por dónde puedo ser más feliz, hacer más feliz a otros, amar más.

¿Quién es Dios para mí? ¿Cuál es mi experiencia más honda de Dios? Seguro que tiene que ver con mi sed de amor, con mi herida de amor. Justo ahí Dios se ha derramado en mi vida. Me ha sostenido. Me ha querido más todavía. Ha vuelto a morir por mí.En los momentos de desaliento sus ojos no se apartan de mí. Llena mi pozo vacío. Se derrama en la grieta de mi roca. En mi pecado. En mi dolor más hondo ahí está Dios abrazándome y diciéndome que vuelva.
Me dice que me quiere, que me perdona, que me cuida. Me recuerda que no hay nada que haya podido hacer en mi vida que no pueda perdonarme. Todo es motivo para amarme y esperarme.

Si me abro, si me dejo, Él entra. Él puede cambiar en mi vida lo gris en azul. Él tiene ese poder que me parece increíble, es el mayor milagro.Él ha convertido mis momentos de cruz en momentos de apertura. La amargura en paz. La renuncia en crecimiento interior. El dolor en ocasión para pedir ayuda y sentir que no estoy solo. La oscuridad en búsqueda. La angustia en esperanza.
Él ha salido a mi encuentro tantas veces en mi desaliento… En tantos caminos de Emaús Él ha ido a buscarme. Porque me quiere.¡Cuántas veces en mi vida he sentido que Dios volvía a buscarme y lo hacía sólo por mí! ¡Cuántas veces en mi vida he sentido su mirada de amor cuando yo le había negado previamente como Pedro!
¿Cuál es ese rostro de Dios que me busca? Ese rostro que me pide habitar en mi alma. ¿Cómo puedo vivir siempre a su lado? ¿Cómo puedo ser de verdad templo de la Trinidad?

Si no hago más que ir y venir, si no hago más que buscar fuera de mí al que está muy dentro, si no me abro permaneceré vacío y roto.Me gustaría que hoy, cada uno de nosotros, se hiciera esta pregunta: ¿Cómo han sido los pasos de Dios en mi camino, en mi alma, en la tierra más honda y árida de mi corazón?
Dios, a veces delante, a veces detrás, a veces a mi lado, ha caminado siempre conmigo. ¿Cómo ha sido su mano, su mirada sobre mi vida?

Quiero adorarlo. Alabarlo. Darle gracias. Hoy es un día de darle gracias por sus huellas ocultas en mi alma. Por su fidelidad. Adorarlo de rodillas, en silencio, mirarlo.¡Cuántas veces me miro a mí mismo al rezar! Quiero mirarlo a Él y decirle que le quiero. ¿Cuál es mi oración de alabanza hoy? ¿Por qué le quiero dar gracias de forma especial?
Una persona rezaba: “Gracias, Dios mío, por ir a mi lado, por esperarme, por ir a buscarme, por llegar a mí. Pasa dentro. Muy dentro. Hasta la hondonada de mi alma. Y quédate. Enséñame a sentirme querido por ti, a veces no me siento así, me cuesta creerlo. Y necesito creerlo. Enséñame a amar. Hasta que nos encontremos en el cielo, camina junto a mí”.
Le doy gracias porque nunca está lejos, porque es el Dios de mi vida, y se acerca cada día hasta mí. Porque toma mi corazón y lo va modelando, con mi pobreza y mi riqueza, con mis montes y mis valles, con mis sueños y mis miedos. Con mis caminos de luz y mis caminos de renuncia. Con mis odios y mis amores. Con mis síes y mis noes.

Hoy alabo a Dios porque su amor es más fuerte. Porque me ama desde siempre, porque cada día lo deja todo por mí para llenar mi pozo vacío, mi alma seca. Porque me ama como soy y no como debería ser.Ser hijo es lo más bonito que puedo ser. Hoy de nuevo quiero ser hijo y decirle a Dios que tome el timón de mi vida. Él sabe mejor que yo el rumbo hacia el cielo. Le entrego mis proyectos y decisiones. Sin condiciones. Sin pedirle que lo haga a mí manera.

Quiero estar junto a Él, tal como soy. Quiero que me lleve en sus manos, que sea mi descanso, mi refugio, mi roca. Que me enseñe a amar un poco según Él. Amar sin medida, sin límite, sin condiciones.Parece imposible. Pero la cruz lo hizo posible para mí. Le doy gracias porque mi vida sin Él estaría vacía, y con Él está tan llena. El templo de mi alma lleno de Dios. De ese Dios Trino que hace morada en mí.
Hoy es un día para mirar cuánto me ama Dios a mí de forma concreta. ¿Conozco su forma de llegar a mí? Esa forma que sólo usa conmigo. Porque conmigo usa un camino que nadie sabe, que sólo es para mí…

Sí, quiero ser templo de Dios. Quiero vaciarme de mí mismo para llenarme sólo de Él. Le pido hoy a Dios ese milagro.

5 revelaciones sorprendentes del “tercer secreto” de Fátima


En el 2000, el entonces cardenal Joseph Ratzinger explicó los signos y los símbolos de las apariciones marianas


El 13 de mayo es el 99° aniversario de las apariciones marianas en Fátima, en Portugal. Durante todo el siglo pasado, individuos de todas partes del mundo han elaborado teorías para descifrar el mensaje oculto en los “tres secretos” de Fátima, pero sor Lucía dijo que la interpretación pertenecía no al vidente, sino a la Iglesia. Toca a la Iglesia interpretar los diversos signos y símbolos de Nuestra Señora de Fátima para ofrecer a los fieles una guía clara en la comprensión de lo que Dios quiere revelar.

La Iglesia hizo exactamente esto en el 2000, cuando el entonces cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, escribió un largo comentario-interpretación a nivel teológico del famoso “tercer secreto”. Al cardenal se le encargó que aclarara los signos y símbolos que se encontraban en las visiones de la Virgen, e hizo algunos descubrimientos extraordinarios.

Aquí cinco revelaciones sorprendentes que se desprenden del “tercer secreto” de Nuestra Señora de Fátima tal y como lo interpretó el cardenal Ratzinger (ahora papa emérito Benedicto XVI).


¡Penitencia, penitencia, penitencia!

“La palabra clave de este “secreto” es el triple grito: “¡Penitencia, Penitencia, Penitencia!”. Nos vuelve a la mente el inicio del Evangelio: paenitemini et credite evangelio (Mc 1, 15). Comprender los signos del tiempo significa: comprender la urgencia de la penitencia – de la conversión – de la fe. Esta es la respuesta correcta al momento histórico, que está caracterizado por grandes peligros, los cuales serán delineados en las imágenes sucesivas”.
El mensaje central de Nuestra Señora de Fátima era “Penitencia”. Ha querido recordar al mundo la necesidad de alejarse del mal y de reparar los daños provocados por nuestros pecados. Esta es la “clave” para comprender el resto del “secreto”. Todo gira en torno a la necesidad de penitencia.

Nosotros hemos forjado la espada de fuego

“El ángel con la espada de fuego a la izquierda de la Madre de Dios recuerda imágenes análogas del Apocalipsis. Este representa la amenaza del juicio, que se cierne sobre el mundo. La perspectiva que el mundo podría ser carbonizado en un mar de llamas, hoy no parece ya que sea una pura fantasía: el hombre mismo ha preparado con sus inventos la espada de fuego. La visión muestra después la fuerza que se contrapone al poder de la destrucción — el esplendor de la Madre de Dios, y, procedente en cierto modo de ello, la llamada a la penitencia”.
Esta parte de la aparición tiende a ser la más angustiosa. Parece que Dios puede destruirnos a todos con una “espada de fuego”.

Pero el cardenal Ratzinger, sin embargo, subraya que la “espada de fuego” sería algo que creamos nosotros (como la bomba atómica) más que un fuego que desciende del cielo. La buena noticia es que la visión afirma que la espada de fuego se extingue al contacto con el esplendor de la Virgen, en conexión con la llamada a la penitencia. La Virgen tiene la última palabra, y su esplendor puede detener cualquier cataclisma.


El futuro no está grabado en piedra

“Se subraya la importancia de la libertad del hombre: el futuro no está de hecho determinado de modo inmutable, y la imagen, que los niños vieron, no es un film anticipado del futuro, del que nada podría ser cambiado. Toda la visión sucede en realidad sólo para apelar a la libertad humana, para encaminarla en una dirección positiva… El sentido de la visión … es… el de movilizar las fuerzas del cambio al bien”.
Contrariamente a la convicción popular, las intensas visiones ofrecidas por Nuestra Señora de Fátima no son una previsión de lo que sucederá. Son una previsión de lo que podría suceder si no respondemos al llamamiento a la penitencia y a la conversión del corazón que la Virgen hace. Tenemos aún nuestro libre albedrío, y se nos exhorta a usarlo por el bien de toda la humanidad.

La sangre de los mártires es semilla de la Iglesia


“La conclusión del ‘secreto’… es una visión consoladora, que quiere hacer permeable al poder curador de Dios una historia de sangre y lágrimas. Los ángeles recogen bajo los brazos de la cruz la sangre de los mártires y riegan así las almas, que se acercan a Dios… Como por la muerte de Cristo, de su costado abierto, nació la Iglesia, así la muerte de los testigos es fecunda para la vida de la Iglesia. La visión de la tercera parte del ‘secreto’, tan angustiosa al principio, se concluye con una imagen de esperanza: ningún sufrimiento es vano, y precisamente una Iglesia sufriente, una Iglesia de mártires, se convierte en signo indicador para la búsqueda de Dios por parte del hombre”
Es verdad que la visión contiene mucho sufrimiento, pero no es en vano. La Iglesia puede tener que sufrir mucho en los años venideros, y esto puede no ser una sorpresa. La Iglesia ha vivido la persecución desde la crucifixión, y nuestro sufrimiento en la época actual producirá efectos positivos solo en el futuro.


Tened valor, yo he vencido al mundo

“‘Mi Corazón Inmaculado triunfará’. ¿Qué significa? El Corazón abierto a Dios, purificado por la contemplación de Dios, es más fuerte que los fusiles y que las armas de todo tipo … El maligno tiene poder en este mundo … tiene poder porque nuestra libertad se deja continuamente separar de Dios. Pero… la libertad para el mal no tiene la última palabra. Desde entonces vale la palabra: ‘En el mundo tendréis tribulaciones, pero ánimo, yo he vencido al mundo’ (Jn 16, 33). El mensaje de Fátima nos invita a confiar en esta promesa”
Para concluir, el “secreto” de Fátima nos da esperanza en este mundo lacerado por el odio, por el egoísmo y por la guerra. Satanás no triunfará, y sus planes malvados serán obstaculizados por el Corazón Inmaculado de María. Podrá haber sufrimiento en el futuro próximo, pero si nos agarramos a Jesús y a Su Madre saldremos victoriosos.

miércoles, 18 de mayo de 2016

Juan Pablo II, Catequesis

El infierno como rechazo definitivo de Dios

1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en «un infierno».
Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida.
2. Para describir esta realidad, a sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).
El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.
Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Le 16, 19-31).
También el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de fuego» a los que no se hallan inscritos en el Ebro de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda muerte» (Ap 20, 13 ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1,9).
3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de, la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033).
Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.
4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «o». Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios.
La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, si los seres humanos, y cuáles, han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno —y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas— no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6).
Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por ejemplo, las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa ( ... ), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos».

Juan Pablo II, Catequesis

El «cielo» como plenitud de intimidad con Dios

1 . Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, "esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama 'el cielo'. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones mas profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha"(n. 1024).
Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.
2. En el lenguaje bíblico el «cielo», cuando va unido a la «tierra», indica una parte del universo. A propósito de la creación, la Escritura dice: «En un principio creo Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1).
En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Sal, 104, 2 s; 115, 16; Is 66, l). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7. 10; 144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el cielo» es simplemente un nombre de Dios (cf. 1M 3, 18. 19. 50. 60; 4, 24. 55).
A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos» (Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; cf. 19, 21).
3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar qué el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.
Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.
4. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolados, pues, mutuamente con estas palabras» (1Ts 4, 17-18).
En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.
Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.
El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha abierto» el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026).
5. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, ,tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20).

jueves, 28 de agosto de 2014

Catequesis de Juan Pablo II sobre el Sacramento de la Reconciliación

1. El camino hacia el Padre, motivo de reflexión en este año de preparación al gran Jubileo, implica también el redescubrimiento del sacramento de la Penitencia en su significado profundo de encuentro con Él, que perdona mediante Cristo en el Espíritu (cf. Tertio Millennio Adveniente, 50).
Son numerosos los motivos por los que es urgente hacer una seria reflexión en la Iglesia sobre este sacramento. Lo exige, ante todo, el anuncio del amor del Padre, como fundamento de la vida y de la acción del cristiano, en el contexto de la sociedad actual, donde con frecuencia se ofusca la visión ética de la existencia humana. Muchos han perdido la dimensión del bien y del mal porque han perdido el sentido de Dios, interpretando la culpa únicamente según perspectivas psicológicas o sociológicas. En segundo lugar, la pastoral debe dar un nuevo impulso a un itinerario de crecimiento en la fe, que subraye el valor del espíritu y de la práctica penitencial en toda la vida cristiana.
2. El mensaje bíblico presenta esta dimensión "penitencial" como compromiso permanente de conversión. Hacer obras de penitencia supone una transformación de la conciencia, que es fruto de la gracia de Dios. Sobre todo, en el Nuevo Testamento, se exige la conversión como decisión fundamental a aquellos a quienes se dirige la predicación del reino de Dios: "Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1,15; cf. Mt 4,17). Con estas palabras Jesús inicia su ministerio, anuncia el cumplimiento de los tiempos y la inminencia del reino. Este "convertíos" (en griego: "metanoéite") es un llamamiento a cambiar de manera de pensar y de comportarse.
3. Esta invitación a la conversión constituye la conclusión vital del anuncio hecho por los apóstoles después de Pentecostés. En él, el objeto del anuncio queda totalmente explícito: ya no es genéricamente el "reino", sino más bien la obra misma de Jesús, integrada en el plan divino predicho por los profetas. Al anuncio de lo que ha tenido lugar con Jesucristo muerto, resucitado y vivo en la gloria del Padre, le sigue la apremiante invitación a la "conversión", a la que está ligada el perdón de los pecados. Todo esto aparece claramente en el discurso que Pedro pronuncia en el pórtico de Salomón: "Dios dio cumplimiento de este modo a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: que su Cristo padecería. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados" (Hch 3,18-19). Este perdón de los pecados, en el Antiguo Testamento, fue prometido por Dios en el contexto de la "nueva alianza", que Él establecerá con su pueblo (cf Jer 31,31-34). Dios escribirá la ley en el corazón. En esta perspectiva, la conversión es un requisito de la alianza definitiva con Dios y al mismo tiempo una actitud permanente de aquel que, acogiendo las palabras del anuncio evangélico, pasa a formar parte del reino de Dios en su dinamismo histórico y escatológico.
4. El sacramento de la Reconciliación transmite y hace visible de manera misteriosa estos valores fundamentales anunciados por la Palabra de Dios. Reintegra al hombre en el contexto salvífico de la alianza y los vuelve a abrir a la vida trinitaria, que es diálogo de gracia, circulación de amor, don y acogida del Espíritu Santo.
Una relectura atenta del "Ordo Paenitentiae" ayudará mucho a profundizar, con motivo del Jubileo, en las dimensiones esenciales de este sacramento. La madurez de la vida eclesial depende en gran parte de su redescubrimiento. El sacramento de la Reconciliación, de hecho, no se circunscribe al momento litúrgico-celebrativo, sino que lleva a vivir la actitud penitencia en cuanto dimensión permanente de la experiencia cristiana. Es "un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro con la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar" ("Reconciliatio et paenitentia", 31,III).
5. Por lo que se refiere a los contenidos doctrinales de este sacramento, me remito a la exhortación apostólica "Reconciliatio et paenitentia" (cf. nn.28-34) y al "Catecismo de la Iglesia Católica" (cf. nn.1420-1484), así como a las demás intervenciones del Magisterio eclesial. En estos momentos deseo recordar la importancia de la atención pastoral necesaria para valorar este sacramento en el pueblo de Dios, para que el anuncio de la reconciliación, el camino de conversión y la misma celebración del sacramento puedan tocar aún más los corazones de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo.
En particular, deseo recordar a los pastores que para ser buenos confesores hay que ser auténticos penitentes. Los sacerdotes saben que son depositarios de una potestad que viene de lo alto: de hecho, el perdón que transmiten es "signo eficaz de la intervención del Padre" ("Reconciliatio et paenitentia", 31,III) que hace resucitar de la muerte espiritual. Por esto, viviendo con humildad y sencillez evangélica una dimensión tan esencial de su ministerio, los confesores no deben descuidar su propia perfección y actualización en su formación para que no desfallezcan en esas cualidades humanas y espirituales que son tan necesarias para la relación con las conciencias.
Pero, junto a los pastores, toda la comunidad cristiana debe quedar involucrada en la renovación pastoral de la Reconciliación. Lo impone el carácter eclesial propio del sacramento. La comunidad eclesial es el seno que acoge al pecador arrepentido y perdonado y, antes aún, crea el ambiente adaptado para el camino de regreso al Padre. En una comunidad reconciliada y reconcialiante los pecadores pueden volver a encontrar el camino perdido y la ayuda de los hermanos. Y, por último, a través de la comunidad cristiana puede volverse a diseñar un sólido camino de caridad, que haga visible a través de las buenas obras el perdón recibido, el mal reparado, la esperanza de poder encontrar todavía los brazos misericordiosos del Padre.