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sábado, 3 de marzo de 2018

¿Te atribuyes resposabilidades inexistentes?

Quiero dejar de juzgar, a los demás, a mí, al mundo y a Dios

Me gusta juzgar y juzgo sin ningún problema. Me detengo delante de la vida. Observo en silencio. Decido lo que está bien y lo que está mal. Destaco la palabra oportuna y condeno la que está fuera de lugar.
Decido yo los comportamientos que corresponden y me indigno con los que se salen de mi norma. Agredo al que infringe la ley. Me obsesiono con el que no cumple.
Cuando juzgo me siento superior, es la condición para el juicio: Juzgar requiere que te creas superior a quien juzgas.
Pero tengo que reconocer que muchas veces son mis complejos y límites los que me hacen juzgar y condenar. Tal vez por eso caigo con tanta frecuencia en el juicio.
En la película La Cabaña el protagonista se erige en juez de todo. Y en un momento dado se pregunta: “¿Qué derecho tenía él a juzgar a nadie? Cierto, tal vez era culpable, en alguna medida, de juzgar a casi todas las personas que había conocido, y muchas que no. Supo que era absolutamente culpable de ser egocéntrico. ¿Cómo se atrevía a juzgar a quienquiera? Todos sus juicios habían sido superficiales, basados en actos y apariencias, cosas fáciles de interpretar por cualquier estado anímico o prejuicio que sustentara la necesidad de exaltarse a sí mismo, sentirse seguro o pertenecer”.
Es como si mi juicio me hiciera sentirme mejor. Me fijo en la apariencia. En la forma de mirar. En el lenguaje corporal. Y juzgo.
“Has juzgado a muchas personas a lo largo de tu vida. Has juzgado los actos, e incluso los motivos de los demás, como si supieras cuáles son en realidad. Has juzgado el color de piel y el lenguaje corporal y el olor. Has juzgado la historia y las relaciones”.
Me atrevo a juzgar las motivaciones ocultas. Y me creo con la habilidad para asociar la conducta de una persona con alguna causa arrinconada en un lugar escondido dentro de su historia personal.
Y todo sin apenas conocer a quien condeno.
Al sentirme juez me creo importante. Es como si alguien me hubiera dado el poder de juzgar la realidad. Me siento seguro.
Interpreto los comportamientos de los demás. Aunque no me incumban. Aunque no tengan nada que ver conmigo. Suelo ser inmisericorde cuando juzgo comportamientos y actitudes ajenas.
Y de ese juicio tampoco escapo yo. Siempre me encuentro culpable. Y no me perdono los errores, olvidos y caídas. Soy implacable con mi debilidad. No hay misericordia. Mi juicio es duro.
Me atribuyo responsabilidades inexistentes. Y creo que soy yo el responsable de muchos males. Yo dejé de hacer. O no cuidé. O pasé por alto. Soy yo el que debe pagar. No hay perdón posible. ¿Cómo se pueden perdonar tantas debilidades? Implacable es mi mirada.
Y también juzgo el mundo y decido lo que no es justo. Veo lo que tendría que cambiar. Y hago responsable a Dios. Porque Él en definitiva es el último responsable de todo.
Si Él es todopoderoso tiene que ser capaz de cambiar las cosas. Y si no lo hace es que no puede, o no quiere que es mucho peor. Casi prefiero a un Dios impotente antes que a un Dios injusto. No lo conozco. No lo amo.
En la misma película: “Son ustedes, los seres humanos, quienes han abrazado el mal, y Dios ha respondido con bondad. Renuncia a ser su juez y conoce a Dios tal como es. Entonces podrás abrazar su amor en medio de tu dolor, en vez de alejarlo con tu egocéntrica percepción de cómo debería ser el universo. Dios se ha introducido en tu mundo para estar contigo”.
No conozco a Dios. No creo en ese amor lleno de bondad que me ama en un mundo injusto. ¡Cuántas veces en mi vida he condenado a Dios!
He sentido que no me quería y que su proceder no era justo. Y me he llenado los labios de rabia. Y el alma de oscuridad.
No he perdonado a ese Dios que ha permitido que mi vida sea como es hoy. Con sus carencias y sus pérdidas.Quiero cambiar mi mirada. Quiero dejar de ser juez.



miércoles, 7 de febrero de 2018

¡Misericordia quiero y no sacrificio!

Desde Dios«Si comprendierais lo que significa «quiero misericordia y no sacrificio», no condenaríais a los que no tienen culpa». Me impresionan estas palabras de Cristo. Hoy llegan a lo más profundo de mi corazón porque he abierto la Biblia en busca de una palabra y he comprendido la gran actualidad que tienen estas palabras del Señor. Pronunciadas hace más de dos mil años son de una rabiosa actualidad.
¡Misericordia quiero y no sacrificio! ¡Qué sencillo es condenar a alguien y que complicado es comprender su realidad! ¡Que difícil es ser misericordioso y cuánto cuesta perdonar! ¡Cuánta carencia de misericordia en el corazón que nos lleva a juzgar, condenar, criticar y minusvalorar al prójimo! ¡Nuestra falta de misericordia nos convierte en abogados de la «verdad», jueces estrictos de la ley, faltos de amor ante cualquier circunstancia o situación! ¡Cuánto vacío en el corazón que nos impide comprender a los demás y qué ceguera para mirar en nuestro propio interior! ¡Nos convertimos en «los intocables» de la verdad porque hablamos en nombre de la justicia pero en nuestras miradas falta el amor, en los sentimientos la comprensión, en las manos el acogimiento y en el corazón la misericordia!
Miramos al que ha errado, al que se ha equivocado o al que ha pecado con desprecio o indiferencia como si el pecador no pudiera cambiar nunca su comportamiento y tener que cargar de por vida con la culpa encima. Convertimos a muchos en leprosos sociales pero olvidamos que Jesús impuso sus manos sobre tantos enfermos de cuerpo y de alma, que hizo bajar a Zaqueo del árbol para entrar en su casa, que a la mujer adúltera le recondujo hacia el bien y tantos ejemplos que podríamos recordar. En todos los casos Jesús se acerca a ellos, personas vulnerables y estigmatizadas, para dignificarles gracias a su fe.
¡Misericordia quiero y no sacrificio! Hoy quiero llenar mi vida de la bondad de Jesús. Poner el amor en el centro de todo, que sea el corazón el que haga latir mi vida cristiana. Que la misericordia sea hija de mi amor por los demás. Hacer que mi corazón se llene de bondad, que mis actitudes y sentimientos, que mi forma de actuar y de sentir me convierta en alguien más compasivo y misericordioso. Entender que por encima de las normas está el bien del ser humano. Eso me impide crucificar al prójimo relegándolo en nombre de Dios porque por encima de la condena está el consolar, el atender, el aliviar y el perdonar.


¡Señor, me dices misericordia quiero y no sacrificio! ¡Haz, Señor, que el error del prójimo lo mire con misericordia para demostrar que Tu te haces presente en mi corazón! ¡Quiero dar las gracias que recibo de Ti a los demás! ¡Yo te amo, Señor, y este amor que tu sientes por nosotros, tu misericordia y tu compasión quiero hacerla mía para darla los demás! ¡No permitas, Señor, que la rutina de mi vida y las normas abonen mi orgullo para ver solo lo negativo de los demás y que eso me impida responder a la vida llena de amor que nos envías por medio de tu Santo Espíritu! ¡Hazme comprender, Señor, que el fluir de la vida divina tiene su máxima expresión en el amor y la Misericordia que siento por los demás! ¡Ayúdame, por medio de tu Santo Espíritu, a expresar el amor hacia los demás de acuerdo con tu plan divino porque tu nos recuerdas que estamos hechos para las obras buenas! ¡Ayúdame a amar como amas Tu; haz que el Espíritu Santo llene mi vida y me otorgue entrañas de amor y misericordia! ¡Haz, Señor, que el Espíritu Santo me transforme para que mis ojos sean misericordioso, mis oídos sean misericordiosos, mi lengua sea misericordiosa, mis manos sean misericordiosas, mi corazón sea misericordioso y todo mi ser se transforme en Tu misericordia para convertirme en un vivo reflejo tuyo! ¡Que Tu misericordia, oh Señor, repose dentro de mí!

Del compositor escocés James MacMillan escuchamos su motete Sedebit Dominus Rex:



miércoles, 14 de junio de 2017

Ayúdate, que yo te ayudaré

Con cierta frecuencia tendemos a apoyarnos en nosotros mismos y en nuestras propias fuerzas en lo que atañe a la vida, la salud, la pobreza o la riqueza, las empresas, el apostolado, las relaciones con las personas que nos rodean.Es lo que denominamos confianza; algo tan humano y tan natural cuando las cosas van sobre ruedas, cuando la vida sonríe, y cuando todo brilla alrededor de uno.

Hay un proverbio popular que no aparece en la Biblia pero que muchos ponen en boca de Dios que dice así: «Ayúdate, que yo te ayudaré»; esta frase pone de relieve la importancia de la iniciativa propia. El problema, es que imbuidos como estamos de un manto materialista, relativista, egoísta, interesado… hacemos indirectamente un uso de este proverbio, creyéndolo y exagerándolo. Damos gran importancia a la primera parte de la frase —«ayúdate»—, pero damos insignificancia a la segunda que llega a perder el verdadero sentido. Y en un momento determinado, lo que antes sonreía ahora produce lágrimas: sufrimientos, peligros, soledad, dolor, enfermedad, fracasos, desencuentros, problemas… y esa gran confianza que uno tenía en sí mismo desaparece diluyéndose paulatinamente. En la tribulación, ya no se busca la autosuficiencia si no la omnipotencia, la Providencia, la misericordia y el amor de Dios que en las dificultades ejerce un papel fundamental y que se acerca a nosotros por una senda diametralmente opuesta a la que nosotros teníamos concebida.
Con el tiempo vas comprendiendo que el camino de la vida cristiana es creer en Dios y no en uno mismo. Es confiar en Cristo y no en tus propias fuerzas. Que no se trata de contentar a Dios con tus propios esfuerzos pues la confianza perfecta es aquella que deposita todo el peso no en uno si no en el otro. La fe no es creencia sin pruebas; es confianza sin reservas. La fuerza llega entonces cuando uno escoge confiar y lo pone todo en manos de Dios en la oración, sobre la mesa del altar y en el corazón sin dejar de poner su propio empeño. Las circunstancias y las situaciones tal vez no cambien pero uno si cambia interiormente.

¡Me pongo en tus manos como nunca, Dios mío, para en mi mediocridad entregarme a Ti! ¡Unido a Ti no tengo miedo! ¡Te ofrezco en mi vida el Cuerpo Místico de Cristo, haciéndolo mío para mi propia santificación! ¡Ruega por mí, Madre de la esperanza, que soy un pobre pecador y necesito de tu maternal protección! ¡Fundo mi vida en tu bondad y en tu poder, Padre mío, y en toda circunstancia de mi vida confío y creo en Ti! ¡Quiero en este día, darte gracias Señor, porque me siento fortalecido en Ti, experimento la alegría, la confianza y la paz, de alguien que se sabe amado y bendecido por Ti! ¡Qué gozo es estar a tu lado, Señor, que tranquilidad es estar cerca de Ti mi Dios porque Tu eres grande, eres misericordioso, eres poderoso, eres mi Dios y mi rey! ¡Señor, pongo en Ti mi confianza, pues Tú eres mi fortaleza, eres mi protector y en Ti confío! ¡Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío!

Honramos hoy a María con este bellísimo Magnificat del compositor alemán Johann Kuhnau:

viernes, 2 de junio de 2017

Santo, perfecto y misericordioso

El cristianismo para bien y para mal, es una religión de máximos. Te sitúa en la línea de salida de la vida y te invita a vencer la mediocridad, a hacerte imprescindible para los demás a través del servicio, a dejar de lado lo superfluo y lo relativo; busca la alegría y se aleja del aburrimiento, no desea que nadie se convierta en un permanente aguafiestas o estar siempre refunfuñando. En el cristianismo no se busca lo previsible. Se trata de una religión que invita a la superación permanente, al crecimiento continuado. El cristianismo es una escuela de alegría, de esperanza, de ilusión, de sorpresa, de generosidad, de vida. Es la religión que te lleva a la vida eterna. Hoy me lo ha dejado más claro que nunca una frase del libro del Levítico. Es la invitación a ser algo muy importante, clave en la vida, decisivo en mi devenir como persona: «¡Sed santos!». Este clamor se une a las palabras de Cristo del «¡Sed perfectos!» en el Evangelio de san Mateo y al transformador «sed misericordiosos» que san Lucas refleja en su Evangelio recogiendo esas palabras del Señor en un momento que pronunciar este alegato era toda una revolución para el sentir del hombre.

«Santidad», «perfección» y «misericordia». Las tres pautas del pentagrama de la vida que Dios escribe con letras de oro porque Él mismo es el compositor de esta obra sublime. Así es Dios: santo, perfecto y misericordioso y así quiere que sea yo en mi vida cotidiana. Es una invitación alegre y exigente pero asumible. Es una propuesta de compromiso pero llevadera.
La santidad, que es lo que me identifica como hijo de Dios y como coheredero del reino de Cristo y me distingue de todo aquel que está en el mundo y ama las cosas del mundo, es un meta que está a mi alcance si rechazo mi yo y la mundanalidad que me ofrece lo relativo; es el objetivo y el afán que debo buscar como cristiano. La perfección es la unión sobrenatural con Dios a la que estoy llamado en la vida cristiana desde el momento de mi bautismo; es, en definitiva, hacer siempre la voluntad de Dios. Y la misericordia es esa virtud del ánimo que me invita a tener un corazón compasivo y caritativo entregado al otro relacionado con el amor y que me inclina a la caridad, la entrega y el perdón.

Vivimos en una sociedad que afea lo hermoso, que ensalza lo aborrecible, que celebra lo negativo, que degrada lo que viene de Dios, que desacredita el valor de la santo.

El «sed santos, perfectos y misericordiosos» me obliga a un comprometerme con Cristo. Él no me pide cosas extraordinarias, imposibles de alcanzar. Me pide, sencillamente, unirme a Él, a sus misterios, a hacer míos sus pensamientos, sus comportamientos y sus actitudes. Mi santidad se mide, tan solo, por el grado que Cristo alcance en mi; por mi predisposición a dejarme moldear y transformar por la acción del Espíritu Santo para tratar de parecerme a Él. Una vida santa, perfecta y misericordiosa no es producto de mi solo esfuerzo porque es Dios quien me hace santo, perfecto y misericordioso; es la acción de su Espíritu la que me anima desde lo más profundo de mi corazón. Dios solo quiere que siga a su Hijo ejemplo de sencillez, pobreza y humildad, que tome a cuestas mi cruz cotidiana, camine con ella y conforme mi voluntad a Su voluntad para merecer tener parte en la gloria del cielo.

«Sed santos, perfectos y misericordiosos». Tres palabras que me invitan a no tener miedo a tender hacia lo alto, a no temer que Dios me exija demasiado, a no padecer por lo que Dios me envíe, a dejarme guiar por sus acciones cotidianas. Y aunque sea pequeño, un inútil, pecador, inconstante, egoísta, soberbio, pobre, inadecuado… Él me irá transformando según un único principio: el principio de su Amor.

Hay una hermosa Oración por la santidad que no puede ser superada. Obra del cardenal Mercier, es la que propongo rezar hoy:

Creo en vos, Señor, pero ayúdame a creer con firmeza; espero en vos, pero ayúdame a esperar sin desconfianza; te amo, Señor, pero ayúdame a demostrarte que te quiero; estoy arrepentido, pero ayúdame a no volver a ofenderte.
Te adoro, Señor, porque sos mi creador y te anhelo porque sos mi fin: te alabo, porque no te cansas de hacerme el bien y me refugio en vos, porque sos mi protector.
Que tu sabiduría, Señor, me conduzca y tu justicia me contenga; que tu misericordia me consuele y tu poder me defienda.
Te ofrezco, Señor, mis pensamientos, ayúdame a pensar en vos; te ofrezco mis palabras, ayúdame a hablar de vos; te ofrezco mis obras, ayúdame a cumplir tu voluntad; te ofrezco mis penas, ayúdame a sufrir por vos.
Todo aquello que vos quieras, Señor, lo quiero yo. Te pido, Señor, que ilumines mi entendimiento, que fortalezcas mi voluntad, que purifiques mi corazón y santifiques mi espíritu.
Haceme llorar mis pecados, rechazar las tentaciones, vencer mis inclinaciones al mal y cultivar las virtudes.
Dame tu gracia, Señor, para amarte y olvidarme de mi, para buscar el bien de mi prójimo sin tenerle miedo al mundo.
Dame tu gracia para ser obediente con mis superiores, comprensivo con mis inferiores, solícito con mis amigos y generoso con mis enemigos.
Ayúdame, Señor, a superar con austeridad el placer, con generosidad la avaricia, con amabilidad la ira, con fervor la tibieza. Que yo sepa tener prudencia, Señor, al aconsejar, valor en los peligros, paciencia en las dificultades, sencillez en los éxitos.
Concédeme, Señor, atención al orar, sobriedad al comer, responsabilidad en mi trabajo y firmeza en mis propósitos.
Ayúdame a conservar la pureza del alma, a ser modesto en mis actitudes, ejemplar en mi trato con el prójimo y verdaderamente cristiano en mi conducta.
Concédeme tu ayuda para dominar mis instintos, para fomentar en mí, tu vida de gracia, para cumplir tus mandamientos y obtener mi salvación.
Enséñame, Señor, a comprender la pequeñez de lo terreno, la grandeza de lo divino, la brevedad de esta vida y la eternidad de la futura.
Amén.

Se acerca Pentecostés, y le cantamos al Espíritu Santo eso de Oh, deja que el Señor te envuelva:


domingo, 23 de abril de 2017

Unir mis manos a las de Cristo

desde Dios
En el pequeño crucifijo que me acompaña siempre no se distinguen las manos de Jesús. Pero hoy me las imagino. Son las manos recias de un carpintero que tanto bien hicieron pero que llevan el signo de la crucifixión.

Quiero unir mis manos a las de Él. A esas manos que se posaron sobre las cabezas de tantos para sanar sus vidas y curar sus enfermedades, que tocaron los ojos de los ciegos para darles la vista, que tomaron las manos de los paralíticos para levantarlos, que apaciguaban a los que sufrían, que acariciaban a los niños que se encontraba por el camino, que secaban las lágrimas de aquellos que estaban desesperados, que cogían las manos de su Madre para pasear por Nazaret, que desenrollaban serenamente los rollos de aquellas escrituras que leía en las sinagogas de Galilea, que dejaban un sencillo trazo en la arena antes de invitar a tirar la primera piedra, que elevadas al cielo oraban ante el Padre. Pero, sobre todo, eran las manos que multiplicaron los panes y los peces y bendijeron el pan y el vino en la Santa Cena.
Las manos de Cristo transmitían amor, esperanza, ternura, generosidad, misericordia. Eran manos siempre dispuestas a la entrega y al servicio. Todo está resumido en la Cruz.
Cristo prefirió dejar en sus manos y en sus pies las cicatrices de la Pasión. Es la evidencia de que desde el cielo Dios se hace cargo de nuestro dolor y de nuestros sufrimientos, pero también como un signo de escucha de nuestras plegarias y nuestras aclamaciones.
Tomo el crucifijo y beso cuidadosamente esas dos manos y esos pies heridos por mi y perforados en la cruz. Me siento compungido por esas manos bañadas en sangre pero también alegre porque esas manos con la huella de la Cruz sirvieron para anunciar la victoria de Cristo sobre la muerte.
Son manos llagadas que sólo rebosan un amor inconmensurable. Así pueden ser también mis pequeñas manos, manos que rebosen esperanza, amor, misericordia, generosidad, servicio... manos que abiertas, como las de Jesús, acojan al prójimo, al necesitado, al sufriente. Manos que humildemente abiertas sean testimonio de oración, de acción de gracias, de alabanza y de súplica.
Hoy más que nunca deseo unir mis manos heridas a las manos llegadas de Cristo. Sólo él sabe de verdad cuánto duele el sufrimiento pero unidas mis manos a las de Él llegará la sanación que mi corazón tanto necesita.

¡Señor, quiero ser tus manos extendidas y abiertas para coger al prójimo! ¡Señor, quiero ser tus manos para abrazar con cariño aquel que se acerca a mi para buscar consuelo! ¡Señor, quiero ser tus manos para retirar la venda de aquellos que no sean capaces de ver tu misericordia, tu amor y tu perdón porque tienen los ojos cerrados a la fe! ¡Señor, quiero ser tus manos para llevar alegría a los que sufren, a los que están solos, a los enfermos y a los desesperados! ¡Señor, quiero ser tus manos que forjaron esperanza, manos de carpintero desgastadas por el uso, encallecidas, pero que labraron vida y dieron esperanza a tantos! ¡Señor, quiero ser como esas manos tuyas bañadas de sangre que muestran el signo de la Cruz pero que rebosan paz, amor, misericordia, perdón, amistad y salvación! ¡Que mis manos, Señor, sirvan sólo para bendecir y no para inmovilizar, agarrar y destruir! ¡Mi destino, mi futuro y mi vida está en sus manos, Señor, en ti confío! ¡Señor, un día tus manos marcadas por las cicatrices que duraran toda la eternidad se abrirán en las puertas del cielo para recibirnos a todos en la vida celestial; eso es lo que deseo Señor, que me acojas con tus manos santas, que me bendigas cada día a mí y a todas aquellas personas que caminan junto a mí por las sendas de la vida! ¡No permitas, Señor, que caiga en tentación; ya Satanás intentó destruir tus manos santas que llevan escritas en su palma todos los nombres de los hombres! ¡Eleva tus manos, Señor, para librarme de la tentación! ¡Pongo en tus manos mi vida y mis cosas para vivir acorde a tu voluntad! ¡Entrego mis manos abiertas a tus proyectos, Señor, y el servicio de la comunidad! ¡Me pongo a tus pies, Señor, y dispongo mi corazón para que tus manos me bendigan y me llenes de tu vida en este tiempo de conversión!
Abiertos los brazos es el título de la canción que presentamos hoy:

jueves, 23 de marzo de 2017

No hay lugar más elevado que estar a los pies de la Cruz

orar-con-el-corazon-abierto
El lunes, al finalizar la misa, una pareja joven se pone de rodillas ante un crucifijo  situado en una capilla lateral. Ella se acerca a los pies llagados de Jesús y los besa amorosamente. Luego lo hace él y juntos musitan una oración que deseo hacer mía porque, aunque no los escucho, observo su ferviente devoción al Cristo crucificado. Hay abrazos y besos que tienen un gran poder de sanación, de curar heridas, de ahuyentar desasosiegos, de calmar pesares, de aminorar desesperanzas… hoy lo he sentido en estos dos jóvenes.
El amor auténtico puede vestirse de innumerables maneras; en ocasiones es una mano apoyada en el hombro, un abrazo cálido, una sonrisa cómplice, una palabra que llega al alma, un beso sencillo... Pero no siempre todas estás formas están teñidas de autenticidad.
El ejemplo clave es ese beso crucial en la historia de la humanidad que se dio en una mejilla. Un beso que marcó la historia de la Salvación. Es el beso de una traición, un beso repleto de falsedad, de rencor, producto de la avidez, de la hipocresía... es el beso trágico que entregó a Cristo para ser condenado a la muerte en la Cruz. Juzgamos con pesar tan traicionero beso. Lo juzgamos como juzgamos tantas cosas en nuestra vida, sólo sabemos ver como aquel beso mancilló una amistad que se sustentaba en el amor fraterno. La deslealtad de Judas, en la oscuridad de la noche, ha quedado grabada en la impronta de la historia y en la de los propios corazones de los cristianos. Convirtió la belleza de un gesto repleto de hermosura en uno de los actos más despreciables que ha conocido el género humano.
El beso es como un diálogo que transmite amor, ternura, compromiso, afecto, búsqueda, cariño, complicidad... Judas, en su sinsentido, le puso el sello de la traición y la deslealtad. Y eso nos ocurre muchas veces a todos. De manera consciente o inconsciente también nosotros dejamos la impronta del amor «aparente» cuando, en realidad, en lo más profundo de nuestro corazón los sentimientos que anidan son otros generando dolor, tristeza, insatisfacción o amargura en el receptor.
Tras aquel beso trágico hay una enseñanza. Nadie puede dar lo que no tiene. Y en el caso del amor uno solo puede dar amor si está lleno de él. Quien no tiene amor verdadero, tampoco puede donar un amor auténtico.
En este día mi sentimiento es muy intenso. Te ves reflejado en algunos actos de tu vida en el beso de Judas, pero también en la devoción ardiente de estos dos jóvenes que colman de besos amorosos los pies de Cristo, como hizo aquella mujer pecadora del Evangelio. Hoy me pongo a los pies del Señor y trato de besarle sus pies llegados con devoción manifestándole lo mucho que necesito de su gracia, de su amor, de su perdón y de su misericordia. No hay lugar más elevado que postrarse a los pies de la Cruz.

¡Señor, hazme dócil siempre a la bondad y las buenas intenciones de corazón! ¡No permitas, Señor, que utilice tu amor en mi contra! ¡No permites que te bese como hizo Judas, Señor, porque soy tu amigo, te quiero y te necesito! ¡Señor, el beso de Judas fue intencionado y meditado, apoyado en su propia seguridad! ¡Señor, ¿cuántas veces me apoyo en mis propios medios y no pierdo la confianza en que Tú me sostienes?! ¡Señor, al igual que Judas yo nunca estoy dejado de tu mano, más al contrario hasta el último suspiro luchaste para acercarlo a tu corazón con los lazos de tu amor infinito! ¡Perdón, Señor, porque cada vez que peco te estoy besando como Judas; cada vez que trato de hacer mi propia voluntad, te beso como Judas; cada vez que no doy amor a mis semejantes te estoy te beso como Judas! ¡Señor, te beso los pies derramando mis lágrimas, me rindo ante Ti que eres el único que puede perdonar mis pecados! ¡Me postro ante Ti, Señor, con toda mi humildad y mi pequeñez para reconocerte mi pobre condición y mi gran necesidad de Ti! ¡Envíame la gracia de tu honra, Señor, que no merezco¡ ¡Hay algo, Señor, que te quiero agradecer: cuando más comprendo tu perdón, tu amor y tu misericordia más grande es el amor que siento por Ti! ¡Gracias, Señor, porque hoy me invitas a mirar hacia adelante, a vivir de la esperanza en Ti, a hacer grande mi pequeña vida, a renovar mi amor por Ti, a mirarme menos a mi mismo y a aprender a confiar más en Ti que me amas con amor eterno! ¡Que mi amor por Ti, Señor, tenga siempre la frescura del primer amor!
Hoy le cantamos al Señor esto tan bello de «A tus pies arde mi corazón/ A tus Pies entrego lo que soy / Es el lugar de mi seguridad»

martes, 21 de marzo de 2017

La mirada interior

mirada-interior
No hay que pensar que las personas de bien son las que subrayan forzosamente la injusticia, la sinrazón, la maldad, la falta de criterio o la deshonestidad que hay en los otros. Con frecuencia, los que poseen esos defectos son los que tienden a verlos por doquier en cualquier esquina; su actitud es la de la crítica permanente, sospechando y prejuzgando a los demás a través de su propia realidad. E, inversamente, los que atesoran grandes cualidades morales evitan resaltar los defectos ajenos porque son capaces de observar a los demás a través de sus propias cualidades.

Las personas sólo deberíamos mirar desde una óptica: la de nuestra mirada interior. Que nuestros ojos miren desde lo profundo; que sean el espejo de nuestros sentimientos, emociones y pensamientos. Si me encuentro en el grupo de los que al hablar sólo soy capaz de resaltar los defectos de los demás, estaré revelando lo que siente mi corazón. Si mi interior estuviera lleno de justicia, de bondad, de generosidad, de paciencia, de misericordia, de nobleza, de honestidad y, sobre todo, de amor, sería capaz de ver en los demás estas cualidades tan elevadas.
Ver la vida ajena con los ojos de Cristo es hacer de la propia vida un proyecto de Salvación. Es aprender de la mirada del Señor y de sus encuentros con tantos con los que se cruzó. Es orientar mis valores, mis sentimientos y mis pensamientos en la autenticidad para convertir mis relaciones con los demás en unas relaciones basadas en el respeto y en el amor.
Es lo que le pido hoy al Señor, que pueda experimentar la gracia de esta convicción, ensanchar mi corazón para que se abra por completo a su acción transformadora que tiene en el pecado su principal enemigo.
Y antes de terminar la oración miro el pequeño crucifijo que me acompaña en este tiempo de oración y me pregunto, ¿hasta qué punto me inquieta que Cristo muriera en la cruz para redimirme del pecado?

¡Padre, tu nos dices “volved a mí de todo corazón”! ¡Soy consciente, Padre de bondad, que no puedo regresar a Ti de verdad si no lo hago desde el corazón pero también tengo claro, Padre, que me es imposible vivir si no es desde el corazón! ¡Tú me llamas en el corazón pero bien sabes que muchas veces me olvido de Ti por el trasiego de la vida, por mis faltas y mis pecados, por lo mucho que me cuesta a veces llegar a la profundo del corazón donde Tú anidas y quieres que escuche tu voz! ¡Padre, sabes que mi corazón se distrae con lo mundano, que me cuesta regresar a lo esencial, que dudo muchas veces porque no sé ver tu mano providente en cada uno de los sucesos de mi vida! ¡Cuánto me cuesta, Padre, contemplar tu presencia que me llama para que yo regrese a lo esencial, a mi interior, para ser la persona auténtica que Tú quieres que sea! ¡Espíritu Santo, ayúdame a examinarme desde la autenticidad y la verdad, a medir mi vida, a pensar las cosas desde la dimensión interior! ¡Concédeme la gracia de descubrir lo importante de encontrarme a mi mismo para ser un cristiano auténtico sin dobleces que corrija sus constantes defectos desde la sencillez y con una gran capacidad de amar, de servir y de darse a los demás! ¡Ayúdame a no enmascarar mi vida con maquillajes inútiles para descubrir en mi corazón la mirada amorosa y misericordiosa de Dios! ¡Concédeme la gracia de engrandecer mi espíritu para que Tú puedas obrar en mi corazón, para que Dios pueda entrar en él con serenidad, para que se rompan todas aquellas barreras que me impiden tener con Cristo una relación de amistad! ¡Ayúdame a que mi vida de oración sea un momento en el que Dios llene de verdad mi alma con su presencia y con sus silencios! ¡Y a Tí, Jesús, no permitas que nunca puedas gritarme desde la Cruz el “¿Por qué me has abandonado?” pues esta frase me sitúa ante autentica medida del pecado y es la expresión de hasta que punto me amas, el ejemplo de que Tu amas hasta despojarse de todo por amor!
Me sanaste con tu bien, cantamos hoy dando gracias al Señor porque nos ha amado hasta morir por nosotros en la Cruz y porque su amor nos sanó:

lunes, 20 de marzo de 2017

Reconocerle en lo cotidiano

orar con el corazon abiertoHay días que las jornadas son un trasiego de gestiones, yendo de un lugar a otro tratando de resolver mil cuestiones y poner solución a tantos desajustes de lo cotidiano. Tiempo de sortear obstáculos y dificultades. Pones todo tu empeño para que todo llegue a buen fin pero todo ese trabajo resulta en balde si uno no es capaz de reconocer en cada uno de estos momentos la mano providente del Señor. Y la luz del Espíritu. Si uno no es capaz de ver la silueta de Cristo marcada en el horizonte.


Entre tanto ir y venir siento la necesidad de reconocer al Señor en lo cotidiano, en las labores de la jornada, en los esfuerzos del día, en los sudores del trabajo. Por eso, uno se llena de profunda alegría cuando siente que Cristo se manifiesta a través de sus gestos amables, de sus esfuerzos, de sus palabras, de la sencillez de su servicio, del trato con las personas que le rodean, en las acciones concretas, en los sentimientos cordiales…
Mientras uno recorre de un lado a otro la ciudad adopta el perfil de aquel discípulo sin nombre que iba de camino hacia Emaús. Con la mirada perdida y el alma cansada pero al final de la jornada acabas reconociendo a ese Cristo que ha partido el pan junto a ti. Está a mi lado, no lo he sabido ver durante el día pero lo reconozco en la penumbra de la noche. Ha partido el pan cotidiano conmigo pudiendo disfrutar de las pequeñas cosas de la vida y porque ese pan no falta en la mesa de mi familia.
Comprendes, entonces, que cuando mi pequeña humanidad roza suavemente la divinidad de Cristo en ese momento se derrama sobre mí una misericordia infinita, un amor inmenso, una esperanza grande porque Cristo me mira cada día con una ternura inmerecida, con ojos de perdón, con una sonrisa de amigo, con una palabra amable, gestos cotidianos que tantas veces me cuesta a mi dar al prójimo que tengo al lado.
En este día, le pido al Señor que a lo largo de esta Cuaresma sea capaz de ir caminando convirtiendo mi corazón, para que mis palabras sólo trasmitan amor y sabiduría, que mis gestos estén rebosantes de misericordia y de esperanza, que mis sentimientos y pensamientos sean siempre puros e inmaculados, que mi vida esté delineada con una escritura bien definida y que cada paso que de tenga como principio la excelencia cristiana.
¡Señor Jesús, amigo, hermano, compañero, el camino de la vida es muchas veces incierto y lleno de obstáculos, pero cuando no estoy solo en tu compañía y sea cual sea mi estado de ánimo, todo resulta más sencillo, más claro y más nítido! ¡Acompáñame, Señor, en esta Cuaresma para que me ayudes a discernir los acontecimientos de mi vida, a profundizar con humildad cuál es tu voluntad, a comprender el significado de lo que siente mi corazón, a dar un nuevo impulso a mi vida! ¡Señor, en este tiempo de convierte mi corazón para que no se desanime en los trasiegos de lo cotidiano! ¡Ayúdame a ver, con la gracia de tu Santo Espíritu, ese amor que sientes por mi y por los míos, para que sea capaz de descubrir aquellas heridas de los que me rodean y poder sanarlas si he sido yo su causante, para que sea capaz de afrontar con coraje y esperanza los problemas que se me presentan! ¡Conviérteme, Señor, porque la conversión es compromiso, es crecer, es tratar de ser un poco mejor! ¡Concédeme la gracia, Señor, de ser más fuerte ante la adversidad! ¡Dame la fuerza que viene del Espíritu Santo para luchar por lo importante! ¡Ayúdame a ser más comprometido por mis ideales, a vivir más volcado en mi familia y menos en mi yo, en los que me necesitan en lugar de mis egoísmos! ¡Concédeme, Señor, el coraje necesario para ser perseverante cada día cuando los caminos de mi vida se llenen de obstáculos! ¡Concédeme la virtud de la paciencia para saber sobrellevar con entereza y sin caer en el desánimo mis caídas, mis fragilidades, los problemas que se presentan! ¡Dame la alegría que viene de sentirme cerca tuya para no perder la fe, la esperanza y la confianza cuando las fuerzas mermen! ¡Hazme, buen Jesús, tu que lo puedes todo, una persona comprometida!
Honor y gloria a ti Jesús, entonamos hoy este canto cuaresmal:

martes, 8 de noviembre de 2016

Oración sencilla ante el Crucifijo de san Damián

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San Francisco de Asís, un santo al que me siento muy unido por diferentes circunstancias de mi vida y, de hecho, una de sus oraciones es el corazón de esta página de meditaciones.
Su ejemplo y el de muchos franciscanos me inspiran en mi vida personal y en mi vida de oración. En la vida de san Francisco la oración y la meditación son dos pilares esenciales. Son el secreto íntimo de su ser. Todo en san Francisco es espíritu de oración, alabanza y devoción, y amor ferviente y abandonado a Dios y a los que le rodeaban. A excepción de la Oración ante el Crucifijo de san Damián y la Carta a toda la orden, todas las demás oraciones de san Francisco rezuman el perfume de la alabanza, de la acción de gracias, de la caridad, de la fe, de la esperanza y la devoción. Orar para darse a Dios. Orar para entregar por completo su alma a Dios. Orar para vaciarse de sí y, en la humildad, llenarse del Señor. Orar para dominar su voluntad y llenarse de Dios.
La breve Oración ante el Crucifijo de san Damián me llena de emoción cada vez que la pronuncio. Escrita en tiempo de lucha interior es profundamente conmovedora porque es una oración de conversión.

Sumo, glorioso Dios,

ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame fe recta,
esperanza cierta y caridad perfecta,
sentido y conocimiento, Señor,
para que cumpla
tu santo y verdadero mandamiento.

El joven Francisco encuentra la felicidad en el autoconocimiento de si mismo. Y desde este profundizar en si mismo siente que debe cambiar su vida. En el horizonte de su vida brilla la perspectiva de la eternidad. Todo encuentro con Dios y, en el caso de san Francisco, también con los más pobres de los pobres, los leprosos, percibe nuevos valores que transforman su ser. Caridad y amor, misericordia y servicio. Y en esa búsqueda anhelante entra en la iglesia de san Damián, casi destruida. Solo, guiado únicamente por la fuerza del Espíritu Santo, se postra de rodillas ante lo único que se mantiene en pie: un crucifijo de madera. Y allí ora, y ora y ora. Al salir, su corazón se ha transformado para siempre. ¿Por qué no me ocurre a mí cuando rezo ante el Cristo crucificado? ¿Qué debe cambiar en mi corazón para experimentar un sentimiento tan profundo?
Francisco escuchara de aquel Cristo suspendido en el madero, con los brazos extendidos para acoger el corazón del hombre, esta frase: «Francisco, ¿no ves que mi casa se derrumba? Anda, pues, y repárala». Y Francisco obedece. Nuestra casa es también nuestro corazón. Mira la imagen que acompaña esta meditación. Es en si misma una escuela de oración, especialmente en momentos en que nuestra vida está pasando por momentos de debilidad, de dolor, de sufrimiento, de turbación o de perplejidad. En ese momento en que debemos afrontar un problema y no sabemos cómo solventarlo o en el momento de tomar una decisión fundamental en nuestra vida. Con la mirada atenta en el crucifijo hay que dejarse amar por el Cristo que dirige su mirada llena de amor y acoger en lo más íntimo de nuestro corazón el mandamiento que nos transmite desde la Cruz. Y, en el silencio de la oración, contemplando la cruz, comenzar a recitar la oración para hacerse uno con Cristo, uno en Cristo, imagen de su imagen:

Sumo, glorioso Dios...
¡Es que tu lo eres, Dios mío, glorioso, altísimo y sumo, grande y ominipotente, santísimo y eterno! ¡Porque quien está en la Cruz eres tu, Dios mío! ¡Eres el Dios que está en todos los lugares del mundo, donde hay riqueza y pobreza, alegría y tristeza, caridad y amor, guerra y paz! ¡Eres el Dios sencillo que nació en Belén, el Dios humilde que transforma el pan y el vino en su cuerpo y su sangre para nuestra redención, el Dios generoso que entrega su vida y muere en la Cruz! ¡Eres el Dios de las pequeñas y las grandes cosas! ¡Eres el Dios amor! ¡El que todo lo puede y todo lo acoge! ¡Eres el Dios que ama a las criaturas que ha creado y que envuelto en la majestad del cielo nos da la libertad para peregrinar hasta el vida eterna! ¡Eres el Dios Altísimo que obra milagros! ¡Eres el Dios de la Pasión, el Dios de la Resurrección y la Vida, el Dios que resplandece en nuestros corazones y que nos da la paz, el Dios que nos inspira con la fuerza del Espíritu, el Dios que acoge los sufrimientos del hombre y los hace suyos! ¡Gracias, Sumo y Glorioso Dios por la vida que me das!
Ilumina las tinieblas de mi corazón
¡Dios mío, mi vida no es fácil y lo sabes! ¡Tengo caídas, y dudas, y problemas, y oscuridad! ¡Pero tu estás ahí, Dios mío, para darme la luz, para convertir las tinieblas de mi corazón en un lugar de luz y brillo! ¡Transforma mi corazón, Señor! ¡Transfórmalo para que nada me endurezca el corazón, para que la amargura no me invada en los momentos de dificultad, que la dulzura se impregne en mi ser, para transpirar alegría y felicidad, para ser capaz de dar amor como tú lo das! ¡Solo Tú puedes iluminar mi vida, Señor! ¡Sólo Tú puedes transformar mi corazón y darle la luz que me permita caminar! ¡Lléname de Ti, Señor, e ilumina las tinieblas de mi corazón!
Dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta
¡Señor, quiero llenarme completamente de Ti! ¡Quiero ser otro Cristo, un alter christuspara Ti y para los demás! ¡Quiero desprenderme de mi yo, de mi soberbia, de mi egoísmo, de mis seguridades, de mi incapacidad de amar, de mi falta de servicio, de mi poca autenticidad! ¡Quiero entregarme como te entregaste Tú! ¡Quiero fundamentar mi vida cristiana en los tres pilares de la fe, esperanza y caridad! ¡Dame una fe recta, Señor, una fe firme, una fe auténtica, una fe cierta que no admita la duda! ¡Dame, Señor, la fe de Tu Madre, la fe de Abraham, la fe de san Pablo, la fe de Pedro, la fe de san Mateo…! ¡Señor, dame mucha esperanza para creer en Ti, para entregar mi vida, para dar respuesta a tu llamada, para ser auténticamente yo contigo! ¡Dame la esperanza de creer en Ti y de creer esperando contra toda esperanza! ¡Ayúdame a ser caritativo, dar amor y perfeccionarme en el amor! ¡Ayúdame a darme en la entrega a los demás, en la caridad perfecta! ¡Ayúdame a servir contigo a mi lado porque es la única manera de servir de corazón!
Sentido y conocimiento, Señor
¡Señor, dame el conocimiento y la capacidad para comprender! ¡Dame la virtud de la sensibilidad para amar, acoger, escuchar, abrazar…! ¡Dame el conocimiento para comprender tu Palabra, tus Mandamientos, tus enseñanzas y tu ejemplo! ¡Ayúdame a sentir en la oración aquello que quieres para mí y lo que esperas de mí! ¡Hazme receptivo a tu llamada, que no me haga el sordo cuando Tú me dejas claro cuáles son tus planes! ¡Solo contigo, Señor, seré capaz de conocer lo que viene de Ti!
Para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento
¡Señor, no soy nada sin Ti! ¡Nada soy, Señor, porque soy pequeño! ¡Pero como soy fruto de tu amor y tu creación que mi vida se ajuste a tus mandatos, Señor! ¡Señor, ayúdame a caminar por esta vida cumpliendo tus mandamientos y no permitas que viaje con las alforjas llenas de mi egoísmo y de mi única voluntad! ¡Que todo lo espere de Ti, Señor! ¡Que se haga en mi vida tu voluntad, Señor! ¡Que mi corazón guarde tus mandamientos, Señor! ¡Quiero contar con tu protección, con tu guía y con tu bendición, Señor! ¡Quiero someterme a tu autoridad, Señor, y sujetarme a tu santa Voluntad porque en la obediencia está el amor!
Oramos cantando la oración de san Francisco:

Una Madre que ama

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Una de las cosas hermosas de la vida es sentir que la Virgen es nuestra Madre. Mi Madre. Y como Madre me ama. Y así lo siento yo, hijo díscolo en tantas cosas. María siente por mí por cada uno de nosotros un amor maternal y lleno de misericordia. Pero María no me nos ama por nuestra bondad, ni por nuestros gestos, ni por nuestra vida de oración, por nuestro servicio, porque seamos más o menos simpáticos… nos ama simplemente porque somos sus hijos. Porque Ella, llena de la fuerza del Espíritu Santo, tiene un corazón inmenso que es la manifestación misma del corazón de Dios en clave femenina.
Hoy me pongo en presencia de María y siento su amor maternal. Siento como se entrega por mí por todo el género humano para transmitirnos la plenitud de Dios que Ella misma recibió de Cristo porque por mi nuestra condición de pecadores carecemos de ella. El fin de María es impregnar en nuestro corazón la imagen de su Hijo amado. ¡Qué bello es sentir esto!
Lo impresionante de la Virgen es que su amor es un bálsamo de gracia. Es un amor que acoge, que redime, que sostiene, que embarga, que alienta, que comprende, que diviniza, que consuela, que llena los vacíos del corazón, que ilumina en la oscuridad, que eleva el ánimo, que te conduce siempre hacia lo más alto, que ensalza la humildad…
Es un amor el de María que me impide tener miedo de la vida, de las circunstancias negativas que se presentan de vez en cuando por el camino, de los problemas que atenazan nuestra vida. Es un amor que nos permite sentirnos acogidos y protegidos… ¡Cómo no voy a sentirme huérfano de esperanza si tengo a María como Madre!
¡Santa María, Señora del Santo Rosario, ruega por mi y por el mundo entero!

¡María, Reina del cielo y de la tierra, la más hermosa de las criaturas, Madre ejemplar y bondadosa, me confío a ti! ¡Te quiero, María, y ruego hoy por todas aquellas personas que no te conocen o no te aman, míralas a todas con la bondad de tu mirada y tu amor siempre maternal! ¡Quiero, María, honrarte, servirte y alabarte y trabajar para que todos en este mundo te honren, te sirvan y te alaben! ¡María, tu fuiste la elegida por Dios para dar luz a Cristo que es nuestra luz que ilumina el camino, tu eres la belleza exquisita y el amor puro, te doy gracias por todo lo que representas en mi vida! ¡Te quiero amar siempre, María, pero quiero hacerlo de verdad! ¡Ayúdame a seguir tu ejemplo de humildad, generosidad, entrega, servicio, amor, misericordia, perseverancia…! ¡Tú, Señora, que eres la fuente del amor eterno y supiste entregarte siempre por amor a Dios y a los demás, bendice a mi familia, mi hogar, a mis amigos y la gente que me rodea con la fuerza de tu amor! ¡Que a través tuyo pueda ser un canal de amor para convertir la sociedad en un lugar impregnado de amor! ¡Corazón de María, que eres la perfecta imagen del Corazón de Cristo, haz que mi corazón sea semejante al tuyo y al de tu Hijo!
Del compositor ingles John Cornysh disfrutamos de su breve pero emotivo motete «Ave Maria, mater Dei», a cuatro voces:

lunes, 7 de noviembre de 2016

¡La gloria del Señor brilla sobre mí!

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«¡La gloria del Señor brilla sobre mi! ¡La gloria de Dios maneja mi vida con hilos finos de amor!». Hoy me he levantado con este hermoso pensamiento. Antes de poner los pies en el suelo, la oscuridad en la habitación es absoluta, pero nada puede detener la luz que brilla en mi corazón. Y esa luz, es lo que hoy —como cada día, a pesar de los problemas y las dificultades— me permite levantarme con alegría. La oscuridad no impide en ningún caso detener la luz cuando la gloria de Dios brilla en mi corazón, fundamentalmente porque no hay nada que no pueda superar sin Él.
Así que, como cada mañana, me levanto con esperanza renovada porque el Señor me dice: «levántate y resplandece, que tu luz ha llegado». Ante tan jubilosa invitación, no puedo negarme porque me creo a pies juntillas aquello que dijo Jesús: «Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en la oscuridad».
Mis expectativas vitales están puestas en que la gloria de Dios se manifieste en la realidad de mi vida cotidiana; su luz, es el favor que Dios tiene conmigo —con cada uno de nosotros—, y ese favor arregla ese problema que parecía no tener solución; moviliza a ese amigo o ese familiar para que me ayude; me ofrece una palabra de consuelo; surja esa idea que cambiará una situación negativa; que me enfrente con valentía y resolución a algo imposible; que disfrute de una gracia inesperada; que acepte un imprevisto doloroso...
Estoy resuelto a permitir que la gloria de Dios brille sobre mi: en la medida que la abrace, respete, actúe conforme a la fe, se convertirá en una situación cierta. Lo único necesario es pedirlo, esperar con confianza su favor, tener esperanza cierta, confiar en su misericordia… y la gloria del cielo brillará sobre mi.
Me lo creo. Porque Dios es mi Padre que nunca abandona y porque Él planifica todas las cosas en base a su amor, su misericordia y su poder. Así que hoy, iluminado por esa luz que brilla sobre mí, voy a honrarle con mi fe y mi oración, le voy a pedir con confianza, no me voy a conformar con menos y le voy a glorificar con actitudes de confianza cierta para que su gracia y su favor no me abandonen nunca.

¡Señor, gracias porque hoy siento que tu gloria brilla sobre mi! ¡Que Tú manejas mi vida con hilos finos de amor! ¡Espero tu favor en cada momento, Señor, y decido seguirte y abrazarte con mi adoración! ¡Que así como en el cielo tu gloria brilla cumpliendo tu voluntad, que en este día también suceda en mi vida! ¡Señor, gracias porque tu luz me ilumina, tu amor me envuelve, tu poder me protege y tu presencia me ofrece confianza¡ Gracias, Señor, porque donde quiera que yo estoy, Tu estás conmigo! ¡Gracias, Señor, porque este resplandor no permite que se me acerquen a mi corazón las sombras del mal! ¡Gracias, Señor, porque con tu luz me abres el paso en mi caminar y sigo firme con tu fortaleza, tu Palabra pavimenta mi camino y me ofrece claridad para tomar decisiones, enfrentar los problemas y salir en victorioso de las pruebas! ¡Gracias, Señor, porque estás conmigo y tu presencia es una bendición para mi!
Damos gloria a Dios con el bellísimo Gloria in excelsis Deo RV589 de Antonio Vivaldi:

domingo, 6 de noviembre de 2016

En adoración con el Señor

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Espero cada semana con ilusión que llegue el día de la Adoración ante el Santísimo. Es un grupo pequeño, pero lleno de amor a Cristo, a María, y muy ungido por el Espíritu Santo al que nos encomendamos en el momento mismo que se expone la custodia.
En el silencio de la capilla, frente a ese Cristo que nos llena con su amor y en compañía de María (ver fotografía) es posible ver como el corazón se transforma por su amor misericordioso en plenitud de vida, en esperanza firme y en confianza plena.
A los pies del altar, entre silencio y alabanza, de rodillas en oración y contemplación, uno dona sus heridas a Cristo para que sea Él el que las acoja con su misericordia. Nuestra pequeñez y nuestra miseria se entrecruzan con la misericordia de Cristo y obran el gran milagro del amor. Es Dios quien penetra en el pobre corazón del hombre.
A medida que pasan los minutos y que el corazón se va abriendo, el espíritu se llena de alegría, el alma se desnuda por completo, las heridas abiertas empiezan a cicatrizarse al sentir el amor y la misericordia de Dios, el verdadero médico de cuerpos y almas.
Es tiempo también de acción de gracias, de decirle al Señor que uno no es merecedor de todo lo que nos regala, y también de aquellas cosas que en apariencia nos hemos tenido que desprender y que pensamos que no se ha arrebatado pero que en realidad no nos convenían.
Entonces va emergiendo del corazón esa fina línea de arrepentimiento, de tristeza, de contrición, por las ofensas cometidas, por sentir tanta imperfección, tantos defectos, tantas faltas y tantas infidelidades con el más fiel de nuestros amigos.
Pero como toda enfermedad puede ser curada, uno acude al Dios del perdón y del amor para sanar sus heridas y entonces surge la alegría y el gozo de sentirse curados por Cristo, de sentir como nos entrega su amor de la manera más generosa y gratuita. Es la alegría de percibir su amor y sentir en su mirada misericordia y en su sonrisa amor.
Y Cristo nos renueva su amistad con ese abrazo tierno que transforma el corazón.
Y al final de la Adoración sales con el corazón lleno de gozo con el firme propósito de amar más, amar mejor, amar con el corazón, desprenderte de tu yo y no ofender más al Señor.

¡Señor, quiero renovar mi amistad contigo! ¡Quiero sentir tu amor y tu misericordia! ¡Quiero que mi vida sea un total acto de amor! ¡Transforma, Señor, mi corazón! ¡Cura mis heridas, Señor! ¡Necesito experimentar tu abrazo misericordioso que apenas me deja respirar! ¡Señor, te doy gracias porque me acompañas en el camino de la vida y me perdonas cada vez que mis infidelidades me alejan de ti! ¡Señor, gracias por todo lo bueno que he vivido y por todo lo que he podido hacer con tu ayuda! ¡Gracias, Señor, por las personas que me rodean y a las que tanto quiero y te pido por la gente a quien me cuesta más amar! ¡Gracias, Señor, por la fe y por todas los personas que me han ayudado a conocerte y amarte! ¡Ayúdame a ser cada día mejor cristiano y mejor persona tanto en mi vida ordinaria como en medio de la sociedad! ¡Señor, te entrego mi vida y la de mi familia, mi trabajo, mis preocupaciones, mis alegrías y mis tristezas, mi anhelo es ser fiel al compromiso cristiano! ¡Todo mi agradecimiento por lo que de ti, Señor, recibo cada día! ¡Que toda mi vida sea un testimonio de amor como lo fue la tuya!
«Levanto mis manos», cantamos en alabanza al Señor:

Salve, Reina de la Misericordia

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En este mes que concluye el mes del Rosario pongo mis manos en María, Reina de la Misericordia. El mes de octubre ha volado y con él los días nos han dejado un encuentro con María a través de la contemplación de los misterios del Rosario. Coincide este mes con el fin del Año Santo de la Misericordia convocado por el Santo Padre y eso me invita a meditar sobre la gran misericordia que surge de la Virgen María.
Misericordia que se encuentra representada en sus manos siempre plegadas en oración, colocadas amorosamente en su pecho, como ocurría en los momentos de oración o cuando recibió aquella gran noticia de la Encarnación y su corazón dio el «Hágase» más generoso y hermoso de la Historia o cuando acoge con sus manos abiertas nuestras plegarias para elevarlas al Padre. Manos abiertas y un «Hágase» que nos enseñan que hay que cumplir siempre la voluntad de Dios y no la nuestra, repleta de mezquindad, egoísmo, «yoísmo» y falta de caridad.
Misericordia que se muestra también en ese ponerse en camino, cuando la Virgen se dirige hacia la pequeña aldea donde vivía su prima santa Isabel que nos demuestra que hay que servir siempre, para ir al encuentro del que lo necesita, para ser apóstoles de la caridad y la entrega. En esto consiste en gran parte el Año de la Misericordia, vivir la caridad desde el desprendimiento, desde el silencio del corazón, desde la entrega desinteresada, desde el compromiso cristiano, desde el servir a cambio de nada y no quedarse parado pensando en las propias cosas, en las propias necesidades, en el propio relativismo, en el egoísmo de pensar que lo de uno es lo único importante.
Misericordia de María que emerge de lo más íntimo del corazón, mostrando sensibilidad por los problemas ajenos, como ocurrió en aquellas bodas de Caná cuando de los labios de la Virgen surgió aquella frase tan directa: «Haced lo que Él os diga». Una frase que ayuda a comprender que nuestra fe tiene que ser una fe firme, sustentada en la confianza en Dios, que no se desmorone cuando nuestras peticiones no parecen ser escuchadas o cuando el Señor no nos concede aquello que voluntariosamente le pedimos.
Misericordia de María que tiene en la oración su máxima expresión para meditar desde lo más profundo de su corazón y de su alma todo aquello que venía de Dios. Éste es uno de los puntos clave de su misericordia porque ella conservaba todas las cosas en su corazón, para comprender los misterios de Dios en su vida, para dejarlo todo en sus manos y no en las suyas, para poner sus fuerzas en las manos de Dios y no en la voluntad propia, para fiarse de los designios del Padre y no en su propia inteligencia, para dejar que sea él quien lleve las riendas de nuestra vida y no nuestra propia voluntad. Oración para meditar, para profundizar, para comprender, para sentir, para disfrutar y para que el eco de la Palabra de Dios resuene fuerte y decidido como palabra y gesto de perdón, de soporte, de ayuda y se pueda repetir con confianza y sin descanso: «Acuérdate, Señor, de tu misericordia y de tu amor; que son eternos».

¡Dichosa eres, María, Reina de la misericordia, dichosa te llaman todas las generaciones! ¡Te damos gracias por tu infinita misericordia y por tantos signos de tu presencia en mi pequeña vida! ¡Tú eres, María, el signo vivo de la misericordia! ¡Quiero aprender de ti, María, a ser más cercano a los humildes y a los que necesitan de la misericordia, hacer contigo el camino para revestir mis actos de amor y generosidad, para asumir con alegría mi desempeño misionero en el entorno en el que me muevo y compartir con todos la alegría de Dios! ¡Quiero experimentar contigo la misericordia divina, tu que acogiste en tu seno la fuente misma de esta misericordia: Jesucristo; que viviste siempre íntimamente unida a Él y sabes mejor que nadie lo que Él quiere: que todos los hombres se salven, que a ninguna persona le falte nunca la ternura y el consuelo de Dios! ¡María, eres Madre del perdón en el amor, y del amor en el perdón, ayúdame a perdonar siempre como perdonaste a Pedro cuando negó a Jesús, o a Judas el traidor o a los que crucificaron a Cristo y acudiste al Padre para repetir con tu Hijo: “Padre, perdónalos…”! ¡María tu me ofreces la Misericordia de Tu Hijo y me diriges hacia Él por medio del rezo del Rosario, por la confesión y la Eucaristía! ¡María, Madre de misericordia, de dulzura y de ternura, gracias por tu compañía, ayuda, mirada y compasión!
Salve, María, Madre de Misericordia: