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lunes, 15 de enero de 2018

Escucha el silencio, tiene mucho que decir.

SoledadDesde el domingo pasado me encuentro por motivos profesionales en Irán. El guía que me traduce en centros oficiales del farsi al inglés es un hombre de interesante conversación, culto y leído que, en nuestras conversaciones privadas, permíteme entremezcla muchas expresiones de Rumi, el poeta místico persa por excelencia. Ayer, al despedirse de mi, su última frase fue: «No olvides escuchar en el silencio, tiene mucho que decirte».
En la soledad del avión recordé estas palabras que aparecen en san Mateo y que tienen una gran profundidad: «¡El que tenga oídos, que oiga!». ¿Cuantas veces me encuentro entre los que afirman que si pero no comprendo nada pues no soy capaz de escuchar en el silencio que proviene de Dios? ¿Que leo, analizo, profundizo… y nada cambia en mi interior? ¡Cuantas veces permanezco apegado a lo mío, protegido por mi viejo caparazón, en mi coraza de hierro, buscando la ocasión para tratar de influir en la voluntad de Dios para que cambie aquello que me hace sufrir pero no escucho en el silencio que viene de Él!
Entonces, comprendes que estás lejos del Amor de Dios. Comprendes que vives una religión a la que llamas cristiana pero es que como una especie de religión a medida, con tus propias reglas. «¡El que tenga oídos, que oiga!». Oyes, pero en realidad no escuchas. Ves, pero en realidad estás completamente ciego.
El cristianismo es una religión única, sorprendente, profundamente sublime. Es la única religión que presenta a Dios desde la vertiente del amor pero también del sufrimiento. Y es la única porque el resto de las religiones ofrecen una perspectiva amable de Dios, un Dios saludable que posee gran poder y que es perfecto en todas sus dimensiones. El nuestro también lo es pero nuestro Dios se hace presente en el mundo por medio de Jesucristo, su Hijo amado. Un Dios que sufre en silencio con el hombre, con el enfermo, con el desvalido, con el desarraigado, con el perseguido; un Dios que acompaña en silencio al ser humano en el sufrimiento porque Él mismo sufre el sufrimiento. Esta es la máxima expresión del amor de Dios. Dios vive en silencio activo lo que uno personalmente vive. Por eso es el Dios Amor, el Dios de la disponibilidad y la entrega.
Por medio de Cristo, con sus palabras, con sus hechos y con sus gestos, Dios se acerca en silencio activo a los débiles, a los pequeños, a los pobres y a los perdidos y los rescata. Jesús los enaltece. Y su amor es gratuito. Él hace que nuestro amor y compasión por ellos sea el sello impreso en nuestro corazón para alcanzar el reino de los Cielos. «¡El que tenga oídos, que oiga!».
Comprendes así que tu deber es vivir conscientemente, poniendo tu mano sobre tu corazón, con toda la intensidad espiritual de la cual eres capaz. Tu pobreza, tu debilidad, tu sufrimiento, tu enfermedad, tus problemas, los tuyos y los de tu familia, lo que te afectan y los de tus amigos, deben estar presentes durante estos momentos en comunión con Dios. De esta manera, tu alma enferma y tu corazón roto se abre de par en par al Amor de Dios con todas esas realidades que te hacen sufrir. Nuestro Dios, que es la la ternura infinita, que sufre en tu sufrimiento, lo acoge todo con amor.
Mi corazón sufriente es ese espacio vital que se convierte en el lugar favorito de Dios, ese espacio donde Dios puede realizar el gran milagro de impregnarlo todo desde el silencio de ternura y de amor. «¡Escucha en el silencio, tiene que mucho que decir». ¡Por qué entonces empeñarse en hacer oídos sordos a todo lo que viene de Dios!
¡Señor, quiero en el silencio de la vida escucharte, encontrarte, hablarte para callar, dialogar contigo, convertir mi vida espiritual en un encuentro permanente contigo! ¡Quiero, Señor, comprender que tu eres el protagonista, que en el encuentro contigo lo importante es lo que tu me quieres decir, el haced lo que Él os diga de María, porque tú realmente sabes lo que necesito, lo que anhelo! ¡Espíritu Santo, llena mi corazón para dejarme sorprender por el silencio de Dios! ¡Señor, ayudarme a aceptar tu voluntad permitiéndote que entres en mi corazón para confiando, escuchando y caminando a tu lado sea capaz de descubrir hacia donde me quieres llevar! ¡Espíritu Santo que mis quejas se aplaquen para siempre en el silencio acepte la voluntad de Dios! ¡Señor, cuando las dudas me embarguen que mi razón esté siempre iluminada por la fe dejándome abrazar por tu misericordia, por tu amor y tu plenitud! ¡Espíritu Santo inúndame de la pedagogía silenciosa que proviene de Dios y dame mucha fe! ¡Señor, cuando la inseguridad me embargue ayudarme a abrirme a tu amistad sincera centrándome sólo en Ti con el corazón abierto! ¡Espíritu Santo que esta sea mi actitud en la oración, concédeme la gracia de escuchar en el silencio de la oración al que me da siempre seguridad, cercanía, amor y misericordia! ¡Cuando las cruces, Señor, me embarguen, que no deje de mirar en silencio tu cruz redentora! ¡Espíritu Santo, ayúdame a ser capaz de vivir en unión con Jesús que supo vivir el dolor en el silencio y en permanente ofrecimiento al Padre! ¡Señor, tu sabes que soy poca cosas y que todo lo que soy es gracia a ti, permíteme vivir siempre en la verdad caminando a tu lado! ¡Espíritu Santo, concédeme siempre el don de vivir en el silencio de la humildad para caminar al lado de Jesús! ¡Señor, como tu quiero vivir abandonado al Padre, que en el silencio de la vida y de la oración se hace presente para acogerme, protegerme y cuidarme! ¡Espíritu Santo, que en el silencio del abandono sea capaz de descubrir la ternura que Dios siente por mí!
El sonido del silencio, cantamos con Alex Campos:


lunes, 7 de noviembre de 2016

¡La gloria del Señor brilla sobre mí!

la-gloria-del-senor-brilla-sobre-mi
«¡La gloria del Señor brilla sobre mi! ¡La gloria de Dios maneja mi vida con hilos finos de amor!». Hoy me he levantado con este hermoso pensamiento. Antes de poner los pies en el suelo, la oscuridad en la habitación es absoluta, pero nada puede detener la luz que brilla en mi corazón. Y esa luz, es lo que hoy —como cada día, a pesar de los problemas y las dificultades— me permite levantarme con alegría. La oscuridad no impide en ningún caso detener la luz cuando la gloria de Dios brilla en mi corazón, fundamentalmente porque no hay nada que no pueda superar sin Él.
Así que, como cada mañana, me levanto con esperanza renovada porque el Señor me dice: «levántate y resplandece, que tu luz ha llegado». Ante tan jubilosa invitación, no puedo negarme porque me creo a pies juntillas aquello que dijo Jesús: «Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en la oscuridad».
Mis expectativas vitales están puestas en que la gloria de Dios se manifieste en la realidad de mi vida cotidiana; su luz, es el favor que Dios tiene conmigo —con cada uno de nosotros—, y ese favor arregla ese problema que parecía no tener solución; moviliza a ese amigo o ese familiar para que me ayude; me ofrece una palabra de consuelo; surja esa idea que cambiará una situación negativa; que me enfrente con valentía y resolución a algo imposible; que disfrute de una gracia inesperada; que acepte un imprevisto doloroso...
Estoy resuelto a permitir que la gloria de Dios brille sobre mi: en la medida que la abrace, respete, actúe conforme a la fe, se convertirá en una situación cierta. Lo único necesario es pedirlo, esperar con confianza su favor, tener esperanza cierta, confiar en su misericordia… y la gloria del cielo brillará sobre mi.
Me lo creo. Porque Dios es mi Padre que nunca abandona y porque Él planifica todas las cosas en base a su amor, su misericordia y su poder. Así que hoy, iluminado por esa luz que brilla sobre mí, voy a honrarle con mi fe y mi oración, le voy a pedir con confianza, no me voy a conformar con menos y le voy a glorificar con actitudes de confianza cierta para que su gracia y su favor no me abandonen nunca.

¡Señor, gracias porque hoy siento que tu gloria brilla sobre mi! ¡Que Tú manejas mi vida con hilos finos de amor! ¡Espero tu favor en cada momento, Señor, y decido seguirte y abrazarte con mi adoración! ¡Que así como en el cielo tu gloria brilla cumpliendo tu voluntad, que en este día también suceda en mi vida! ¡Señor, gracias porque tu luz me ilumina, tu amor me envuelve, tu poder me protege y tu presencia me ofrece confianza¡ Gracias, Señor, porque donde quiera que yo estoy, Tu estás conmigo! ¡Gracias, Señor, porque este resplandor no permite que se me acerquen a mi corazón las sombras del mal! ¡Gracias, Señor, porque con tu luz me abres el paso en mi caminar y sigo firme con tu fortaleza, tu Palabra pavimenta mi camino y me ofrece claridad para tomar decisiones, enfrentar los problemas y salir en victorioso de las pruebas! ¡Gracias, Señor, porque estás conmigo y tu presencia es una bendición para mi!
Damos gloria a Dios con el bellísimo Gloria in excelsis Deo RV589 de Antonio Vivaldi:

martes, 16 de agosto de 2016

Ayer celebramos unos de los grandes y hermosos misterios de la Virgen María: su Asunción a los cielos. ¿Qué hizo María para ser merecedora de un privilegio tan grande? ¿Cuál es su mérito para que el Señor le permitiera no ser cubierta por el polvo en la tierra? Algo tan simple como cumplir la voluntad de Dios con humilde entrega.
La Virgen asciende al cielo al son de las fanfarrias celestiales con cánticos similares a los que escucharan todos aquellos que habiendo servido a Dios con amor, prontitud, generosidad, alegría, humildad y sencillez lleguen al cielo.
María es la Señora del Sí y de la mano de Dios fue fiel hasta el último de sus días en su compromiso con el Padre. Encarnó a Cristo y acompañó a Jesús hasta el momento de su muerte en una disposición absoluta para que siempre triunfara el bien sobre la maldad. A María nunca le importó lo que pensaran o dijeran de ella, no le interesaron ni el reconocimiento ni los aplausos, no buscó nunca el beneplácito de la gente, lo único que le intereso a María es cumplir la voluntad de Dios y hacerlo siempre de manera obediente, predispuesta, con amor, con sencillez, con dulzura, con humildad, con esperanza… Soportó con entereza el sufrimiento, el dolor, la soledad, el desprecio, pero ella sabía en lo más profundo de su corazón que con Dios a su lado todo tenía un sentido y que servirle a Él era lo mejor que podía sucederle.
Por eso, su Asunción es su gran triunfo. Es el gran regalo, además de ser Madre de Jesús, que Dios le hizo. Es la fiesta que la engrandece en ese reencuentro con su Hijo amado, acompañada de la mirada de Dios y la gracia del Espíritu Santo.
Y desde el Cielo María, la gran intercesora —abogada, defensora, consuelo de afligidos, auxilio de cristianos, salud de los enfermos…— nos deja una hermosa enseñanza directa a nuestro corazón. Es su camino, su Sí, el seguir la voluntad de Dios el ejemplo que nosotros sus hijos hemos de seguir para alcanzar la gloria eterna. Entrar en el cielo es subirse al podio de la eternidad.
En este día pienso en el cielo, la meta de mi vida cristiana, cúlmen de mi peregrinaje espiritual y humano por la tierra donde podré contemplar en plenitud y paz a Dios. Le pido a la Virgen que me ayude a obtener lo mejor de mí cada día para que mi corazón aspire siempre a agradar a Dios, ser para Él un vaso puro y limpio, y que en el instante de presentarme ante Dios pueda responderle al Padre que siempre intenté hacer su voluntad

En este día la Iglesia nos propone la lectura del Magníficat, el hermoso himno de la Santísima Virgen cuando salió al encuentro de su prima Santa Isabel. Y hoy lo proclamo con el corazón abierto:

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abrahám y su descendencia por siempre.

Magníficat ánima mea Dóminum:
Et exsultávit spíritus meus in Deo, salutári meo.
Quia respéxit humilitátem ancíllae suae:
ecce enim ex hoc beátam me dicent omnes generatiónes.
Quia fecit mihi magna qui potens est:
et sanctum nomen ejus.
Et misericórdia ejus a progénie
in progénies timéntibus eum.
Fecit poténtiam in bráchio suo:
dispérsit supérbos mente cordis sui.
Depósuit poténtes de sede,
et exaltávit húmiles.
Esuriéntes implévit bonis:
et dívites dimísit inánes.
Suscépit Israël, púerum suum,
recordátus misericórdiae suae.
Sicut locútus est ad patres nostros,
Abraham, et sémini ejus in saécula.

Y como no podía ser de otra manera cantamos el Magnificat: