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martes, 16 de agosto de 2016

Ayer celebramos unos de los grandes y hermosos misterios de la Virgen María: su Asunción a los cielos. ¿Qué hizo María para ser merecedora de un privilegio tan grande? ¿Cuál es su mérito para que el Señor le permitiera no ser cubierta por el polvo en la tierra? Algo tan simple como cumplir la voluntad de Dios con humilde entrega.
La Virgen asciende al cielo al son de las fanfarrias celestiales con cánticos similares a los que escucharan todos aquellos que habiendo servido a Dios con amor, prontitud, generosidad, alegría, humildad y sencillez lleguen al cielo.
María es la Señora del Sí y de la mano de Dios fue fiel hasta el último de sus días en su compromiso con el Padre. Encarnó a Cristo y acompañó a Jesús hasta el momento de su muerte en una disposición absoluta para que siempre triunfara el bien sobre la maldad. A María nunca le importó lo que pensaran o dijeran de ella, no le interesaron ni el reconocimiento ni los aplausos, no buscó nunca el beneplácito de la gente, lo único que le intereso a María es cumplir la voluntad de Dios y hacerlo siempre de manera obediente, predispuesta, con amor, con sencillez, con dulzura, con humildad, con esperanza… Soportó con entereza el sufrimiento, el dolor, la soledad, el desprecio, pero ella sabía en lo más profundo de su corazón que con Dios a su lado todo tenía un sentido y que servirle a Él era lo mejor que podía sucederle.
Por eso, su Asunción es su gran triunfo. Es el gran regalo, además de ser Madre de Jesús, que Dios le hizo. Es la fiesta que la engrandece en ese reencuentro con su Hijo amado, acompañada de la mirada de Dios y la gracia del Espíritu Santo.
Y desde el Cielo María, la gran intercesora —abogada, defensora, consuelo de afligidos, auxilio de cristianos, salud de los enfermos…— nos deja una hermosa enseñanza directa a nuestro corazón. Es su camino, su Sí, el seguir la voluntad de Dios el ejemplo que nosotros sus hijos hemos de seguir para alcanzar la gloria eterna. Entrar en el cielo es subirse al podio de la eternidad.
En este día pienso en el cielo, la meta de mi vida cristiana, cúlmen de mi peregrinaje espiritual y humano por la tierra donde podré contemplar en plenitud y paz a Dios. Le pido a la Virgen que me ayude a obtener lo mejor de mí cada día para que mi corazón aspire siempre a agradar a Dios, ser para Él un vaso puro y limpio, y que en el instante de presentarme ante Dios pueda responderle al Padre que siempre intenté hacer su voluntad

En este día la Iglesia nos propone la lectura del Magníficat, el hermoso himno de la Santísima Virgen cuando salió al encuentro de su prima Santa Isabel. Y hoy lo proclamo con el corazón abierto:

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abrahám y su descendencia por siempre.

Magníficat ánima mea Dóminum:
Et exsultávit spíritus meus in Deo, salutári meo.
Quia respéxit humilitátem ancíllae suae:
ecce enim ex hoc beátam me dicent omnes generatiónes.
Quia fecit mihi magna qui potens est:
et sanctum nomen ejus.
Et misericórdia ejus a progénie
in progénies timéntibus eum.
Fecit poténtiam in bráchio suo:
dispérsit supérbos mente cordis sui.
Depósuit poténtes de sede,
et exaltávit húmiles.
Esuriéntes implévit bonis:
et dívites dimísit inánes.
Suscépit Israël, púerum suum,
recordátus misericórdiae suae.
Sicut locútus est ad patres nostros,
Abraham, et sémini ejus in saécula.

Y como no podía ser de otra manera cantamos el Magnificat: