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viernes, 19 de enero de 2018

Yo, yo, yo… (mil veces yo)

YO
Yo, yo, yo… ¡Cuántas veces digo y repito interiormente esta palabra! ¡Qué actitud tan egocéntrica, tan soberbia, tan indolente! ¡Pero así soy yo, así somos los hombres, con el «yo» siempre por delante!
Es la soberbia la que conjuga de manera reiterada ese yo, yo, yo que nos convierte en criaturas yermas de amor, infecundas para servir con el corazón, infructuosas cuando se trata de ponerse al servicio del Señor, áridas en la oración, nulas para la caridad, ineficaces para aprovechar al máximo los frutos de nuestros dones.
Yo, yo, yo… ¿Por qué tendemos a pensar que la vida es para uno mismo? La vida es un regalo de Dios. Y como don encierra un propósito para de cada uno de nosotros. Mi vida —tu vida—, es para Dios. Y desde el amor a Dios para el bien de los demás.
Cuesta enterrar el yo para desempolvar del corazón el talento del mandamiento del amor, quitar las telarañas de nuestros propios deseos y llenar de brillo la razón de nuestra vida.
Lo difícil es vivir una vida con corazón, alma, mente y fuerza para Dios y, actuando como Él, amando a los demás. Hay que entregar lo que uno es y posee para dar los mayores frutos. ¡Pero con el yo, yo, yo como estandarte… yerma resulta cualquier tarea!
¡Señor, Dios de bondad, deseo vivir para Ti! ¡Buscar desde Tu Palabra la verdad! ¡Espíritu Santo guía mi camino para aplicar la Palabra en mi vida y renunciar a mí mismo y desear la voluntad de Dios por encima de todo! ¡Contra el otro yo soberbio que jalona mi vida, envíame el Don de Temor de Dios, que me libre del orgullo, la vanidad y la presunción! ¡Señor, tú me invitas a perder la vida por tu causa y por el Evangelio! ¡Pero Tú sabes bien, Señor, el miedo que me produce gastar la vida, entregarla sin reservas, por ese egoísmo que me atenaza! ¡Señor, en el fondo soy un cobarde por eso me cuesta trabajar y servir a los demás, hacer un favor al que no lo va a devolver, lanzarse a fracasar, quemar las naves por el prójimo! ¡Me avergüenzo, Señor, pero así es mi vida! ¡Por eso te pido me ayudes, Señor, a distinguir entre el bien y el mal, a separar la verdad de la mentira, a diferenciar la humildad de la soberbia y el pecado de la perfección! ¡Porque, Tú eres mi ley, Señor, te pido que me ayudes a que nada ni nadie distraiga mi atención y pueda, en la medida de mis posibilidades, ser instrumento de tu amor y de tu gracia aparcando para siempre mi yo!
El que muere por mí, cantamos hoy al Señor, para morir de nuestros yos.

miércoles, 14 de junio de 2017

Ayúdate, que yo te ayudaré

Con cierta frecuencia tendemos a apoyarnos en nosotros mismos y en nuestras propias fuerzas en lo que atañe a la vida, la salud, la pobreza o la riqueza, las empresas, el apostolado, las relaciones con las personas que nos rodean.Es lo que denominamos confianza; algo tan humano y tan natural cuando las cosas van sobre ruedas, cuando la vida sonríe, y cuando todo brilla alrededor de uno.

Hay un proverbio popular que no aparece en la Biblia pero que muchos ponen en boca de Dios que dice así: «Ayúdate, que yo te ayudaré»; esta frase pone de relieve la importancia de la iniciativa propia. El problema, es que imbuidos como estamos de un manto materialista, relativista, egoísta, interesado… hacemos indirectamente un uso de este proverbio, creyéndolo y exagerándolo. Damos gran importancia a la primera parte de la frase —«ayúdate»—, pero damos insignificancia a la segunda que llega a perder el verdadero sentido. Y en un momento determinado, lo que antes sonreía ahora produce lágrimas: sufrimientos, peligros, soledad, dolor, enfermedad, fracasos, desencuentros, problemas… y esa gran confianza que uno tenía en sí mismo desaparece diluyéndose paulatinamente. En la tribulación, ya no se busca la autosuficiencia si no la omnipotencia, la Providencia, la misericordia y el amor de Dios que en las dificultades ejerce un papel fundamental y que se acerca a nosotros por una senda diametralmente opuesta a la que nosotros teníamos concebida.
Con el tiempo vas comprendiendo que el camino de la vida cristiana es creer en Dios y no en uno mismo. Es confiar en Cristo y no en tus propias fuerzas. Que no se trata de contentar a Dios con tus propios esfuerzos pues la confianza perfecta es aquella que deposita todo el peso no en uno si no en el otro. La fe no es creencia sin pruebas; es confianza sin reservas. La fuerza llega entonces cuando uno escoge confiar y lo pone todo en manos de Dios en la oración, sobre la mesa del altar y en el corazón sin dejar de poner su propio empeño. Las circunstancias y las situaciones tal vez no cambien pero uno si cambia interiormente.

¡Me pongo en tus manos como nunca, Dios mío, para en mi mediocridad entregarme a Ti! ¡Unido a Ti no tengo miedo! ¡Te ofrezco en mi vida el Cuerpo Místico de Cristo, haciéndolo mío para mi propia santificación! ¡Ruega por mí, Madre de la esperanza, que soy un pobre pecador y necesito de tu maternal protección! ¡Fundo mi vida en tu bondad y en tu poder, Padre mío, y en toda circunstancia de mi vida confío y creo en Ti! ¡Quiero en este día, darte gracias Señor, porque me siento fortalecido en Ti, experimento la alegría, la confianza y la paz, de alguien que se sabe amado y bendecido por Ti! ¡Qué gozo es estar a tu lado, Señor, que tranquilidad es estar cerca de Ti mi Dios porque Tu eres grande, eres misericordioso, eres poderoso, eres mi Dios y mi rey! ¡Señor, pongo en Ti mi confianza, pues Tú eres mi fortaleza, eres mi protector y en Ti confío! ¡Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío!

Honramos hoy a María con este bellísimo Magnificat del compositor alemán Johann Kuhnau:

viernes, 31 de marzo de 2017

Esas cosas que tanto me molestan

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El individualismo —primo hermano del «ser» soberbio— se va impregnando cada vez más en nuestros corazones. En el seno de las familias. De la comunidad. De los ambientes laborales. De la vida social. Y aunque no nos damos cuenta las personas nos vamos acomodando a nuestro yo convirtiendo todo lo que nos rodea en secundario porque lo que nos interesa es lo nuestro.
Así, nos molesta mucho que organicen nuestro tiempo porque lo hemos programado para hacer otra actividad. Nos fastidia cuando queremos hacer las cosas a nuestra manera y tenemos que someternos a los dictados y a las sugerencias de otros que nos parecen menos valiosas que las nuestras. Nos produce un profundo malestar cuando alguien habla de cosas que desconoce o de las que no tiene el más mínimo conocimiento porque nosotros si sabemos de lo que hablamos. Nos provoca una profunda desazón cuando nos cambian de improviso los planes o no podemos controlar las cosas o las situaciones. Nos descorazona cuando nuestro orgullo y amor propio queda herido. Juzgamos a este y aquel por lo que hace, dice y piensa que tanto difiere de nuestra manera de hacer, decir y pensar.
En definitiva, si las cosas no son como yo las quiero, las he pensado, las tengo organizadas o las digo me siento molesto. Y ahí surge el orgullo que nos acompaña.
Estas situaciones son tan comunes en nuestra vida que uno se plantea si realmente se producen porque uno no es capaz de amar con esa fuerza y esa plenitud que tiene el amor cristiano. Cuando esto sucede lo más conveniente es pedirle al Espíritu Santo luz para que derrame sobre nosotros la gracia de su amor, la sabiduría y la inteligencia para llenar y transformar nuestro corazón y convertirnos en auténticos apóstoles del amor de Dios. Con esta perspectiva es mucho más sencillo tener paz en el corazón y ver las cosas ajenas con una perspectiva diferente, con mayor sencillez y humildad. A la luz del Espíritu lo que nos molesta de los demás se puede convertir en un mirarnos a nosotros mismos y comprender que el egoísmo nos ciega y nos limita el horizonte de los demás; la humildad es la que abre el camino a la caridad en detalles sencillos, prácticos y concretos de entrega y de servicio.
La soberbia infecta por completo cualquier esfera de la vida. Es como un cáncer interior. Donde se pasea un soberbio todo acaba finalmente malherido: la familia, los círculos de amistad, el ambiente laboral, la comunidad parroquial...
Le pido hoy al Señor que me permita ser siempre una persona humilde que cuando observe algo malo en mi vida sea capaz de corregirlo por mucho dolor interior que produzca. No ser alguien soberbio porque quien lo es no acepta nunca o no es capaz de ver los defectos personales y siempre magnifica los ajenos. ¡Que sea, Señor, capaz de seguirte e imitarte siempre y poner un candado a la soberbia para que no entre en mi corazón!

¡Que sea, Señor, capaz de seguirte e imitarte siempre! ¡Ayúdame a olvidarme de mi mismo, a que todo gire en torno a mí, ya sé que es difícil alcanzar este nivel, porque casi siempre vivo pensando en mí mismo, dándole vueltas a todos esos problemas que jalonan mi vida! ¡Tú, Señor, puedes ayudarme, para que no le no coja regusto a las lamentaciones de mis sufrimientos! ¡Que sea, Señor, capaz de seguirte e imitarte siempre! ¡Señor, ayúdame a superar el pensar demasiado en mi mismo, a darle demasiada importancia a los problemas, a relativizar las cosas y a darles su justo grado! ¡Que sea, Señor, capaz de seguirte e imitarte siempre! ¡Ayúdame a darme siempre para vivir la caridad y vivir de amor y superar el yo como eje de todos mis pensamientos! ¡Señor, examina mi corazón y revélame cualquier orgullo que se albergue allí para que ningún pecado me interfiera en mi relación contigo y con los demás, para que el orgullo o la soberbia lo endurezcan más! ¡Ayúdame a conocerme mejor y muéstrame siempre el camino de la humildad que, en definitiva, es el camino de la verdad! ¡Hazme ver, Señor, mis pecados y ayúdame a valorar siempre lo bueno de los demás y a valorarlo para mejorar cada día!
«Hazme como Tú, Jesús» es nuestra canción de hoy:

miércoles, 22 de marzo de 2017

¡Pongo tantas veces freno al amor de Dios en mi vida!

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Pienso hoy como gozaría más mi corazón con la fuerza de la fe si fuera verdaderamente consciente del amor que Dios siente por mí; cada vez que el Padre me abraza —y lo hace con frecuencia porque soy como el hijo pródigo que regresa con frecuencia hogar— mi corazón se debería encoger de alegría; si fuera consciente del sentir de Dios que me ha dado la vida y ha pensado en mí antes de mi existencia; si fuera consciente de hasta qué punto habita en mí la presencia del Padre pues soy templo del Espíritu Santo; si fuera realmente consciente de que Dios busca mi amistad, tiene necesidad de relacionarse íntimamente conmigo como Padre, como amigo, como confidente, como huésped del alma... mi corazón debería estar siempre rebosante de alegría.

Pero con mi cabezonería, mis mundanidades, mi fragilidad humana, mis egoísmos… ¡pongo tantas veces freno al amor de Dios en mi vida! ¿Por que cuesta tanto abrirse al amor de Dios y comprender que sin su amor yo no viviría, no existiría? ¿por qué cuesta tanto abrir la puertas del corazón a ese Dios que nos ama, que busca nuestra mirada, que quiere ser invitado para entrar en lo más profundo del alma?
El problema es que ni siquiera me siento como aquel centurión del Evangelio, consciente de quien tenía delante y consciente también de su pequeñez pero con una fe grande, que le dijo al Señor aquello tan impresionante del «no soy digno de que entres en mi casa». Al contrario, yo pienso que sí, que lo soy, cuando en realidad estoy repleto de miseria e iniquidad.
En este día lo único que le pido al Señor es que no cese de llamar constantemente a la puerta de mi corazón, porque quiero invitarle a entrar. Está en su derecho. Es su hogar. Por el bautismo soy templo del Espíritu Santo, es decir, morada de Dios. Pero le pido también que no llame a la puerta única y exclusivamente porque tiene derecho entrar sino porque yo necesito que entre pues soy pequeño, pecador, frágil y débil y necesito de su perdón, de su amor y de su misericordia. Anhelo ser testigo de su esperanza y de esa misma generosidad que le llevó a mirar misericordiosamente a Zaqueo, invitarle a bajar del árbol para invitarse a cenar con él en su hogar.
Sí, Dios no excluye a nadie. Dios no se deja condicionar por nuestros prejuicios tan humanos y mundanos. Al contrario, quiere morar en el corazón del ser humano porque ve en cada persona un alma que tiene necesidad de ser salvada, y se siente profundamente atraído por aquellas almas que considera perdidas y las que, además, lo consideran de sí mismas.
Como cada día Cristo me muestra la grandeza de su misericordia y me da la oportunidad de renovarme interiormente, te recomenzar, te buscar una conversión auténtica, de convertirme con el corazón abierto y de abrirle, humildemente, de par en par las puertas de mi pobre y sencillo corazón.

¡Señor, hazme pequeño porque es la manera de comprobar que Tú eres lo más grande! ¡Quiero, buen Jesús, abrirte las puertas de mi corazón y disfrutar de tu compañía porque cuando tú entras en él me das mucha paz, mucha serenidad, mucho sosiego y mucho amor pero sobre todo me traes la salvación que es el gran tesoro que puedo recibir del Padre a través de Ti! ¡Deseo, Señor, que mi corazón se convierta en tu morada permanente para que me traigas el alimento y la salud que mi corazón necesita! ¡Señor, tocas tantas veces las puertas en mi corazón y yo hago oídos sordos que no te quiero dejar fuera; necesito que transformes mi vida y me llenes de amor, de tu bondad, tu misericordia y de tu generosidad; ven Señor Jesús! ¡Señor, me invitas a abrir la puerta de mi corazón a la misericordia del Padre; tu y yo sabemos que las puertas siempre se abren hacia afuera porque si las abro hacia dentro solamente quedan mi egoísmo, mi soberbia, todas aquellas cosas que me separan de ti; permite que se abra la puerta hacia fuera para poder recibir tu amor en mi propia pequeñez y miseria pero abrirlas también para darte todo lo que tengo de bueno a los demás y convertirme también es portador de misericordia con el corazón abierto y las manos entregadas al bien! ¡Señor, concédeme también ser grande en lo que yo que soy pequeñito y pequeño en aquello que soy grande! No pases de largo cuando estés cerca de mi, Señor, porque bien sabes que son constantes los tropiezos y muchos los obstáculos que tengo que superar para llegarme hasta tu encuentro!
¿Cómo podré estar triste? cantamos hoy con la soprano Kathleen Battle:

miércoles, 30 de noviembre de 2016

¡No soy digno!

orarcorazon-abierto
Me explicaba un indio que reside en Benarés, situada a orillas del río Ganges, una de las siete ciudades sagradas del hinduismo, cómo es la vida en su país. Me habla de las castas, de la enorme desigualdad que existe entre sus ciudadanos, de la pobreza endémica de millones de compatriotas y de la cantidad de leprosos que todavía pululan por este inmenso país. ¡Leprosos en el siglo XXI!
En realidad, leprosos somos todos que, aunque no tenemos lepra corporal, si la tenemos espiritual. Es la lepra del alma. La lepra del alma herida. La lepra del alma egoísta e intransigente. El alma dormida dispuesta a no seguir la voluntad de Dios. La lepra es el cáncer del espíritu del hombre. El cáncer mina la bondad del alma. Me cuenta el sufrimiento doloroso e infernal del que padece lepra; como sus llagas despedazan a jirones la piel desfigurando rostros y miembros. Así es también el cáncer del alma. Por eso no puedo más que pensar en tener un alma noble y no con lepra. ¡Noble para hacer el bien e interpretar concienzudamente las consecuencias del mal! ¡Noble para no dejarse dominar por la tentación! ¡Noble para no desfallecer ante las pruebas! ¡Noble para aspirar a la comunión espiritual! ¡Noble para que Cristo pueda reinar en mi interior! ¡Noble para, poniéndome humildemente en oración, presentarle al Dios del Amor las debilidades de mi corazón y confesarlas en el sacramento de la penitencia y en la dirección espiritual! ¡Noble para no aparentar virtud! ¡Noble para acoger a Dios con pureza de alma! ¡Noble para exclamar, como aquel pobre, pero rico en gracia, leproso del Evangelio: «Señor no soy digno, pero si tú quieres puede sanarme»!

¡Padre, me acerco a ti consciente de mi miseria y mi pequeñez, de mi indignidad y mi pecado y de la lepra que levanta a jirones mi corazón! ¡Me acerco a ti, Padre, porque no soy digno y anhelo tu perdón y tu sanación interior! ¡No soy digno, Señor, pero te amo y quiero tener contigo encuentros de intimidad! ¡Señor, soy como un leproso de alma y sólo tú puedes curarme! ¡Señor, te contemplo y comprendo que es tu misericordia y tu amor el que me salvan! ¡Señor, si quieres puedes sanarme! ¡Dame tus ojos, tu corazón, tu empatía, tus entrañas, tu compasión y líbrame del mal! ¡Espíritu de Dios, ayúdame a ser cada día mejor para que Cristo pueda reinar cada día en mi corazón! ¡Purifícame, Espíritu Santo, renuévame, límpiame, transfórmame! ¡Y a ti, María, Señora del corazón puro inmaculado, que pueda imitarte siempre en tu pureza de acción y de intención!
Del maestro cordobés Fernando de las Infantas escuchamos hoy su Credo in Deum, a 5 voces de su colección Sacrarum cantionum:

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Esas cosas que tanto me molestan

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El individualismo —primo hermano del «ser» soberbio— se va impregnando cada vez más en nuestros corazones. En el seno de las familias. De la comunidad. De los ambientes laborales. De la vida social. Y aunque no nos damos cuenta las personas nos vamos acomodando a nuestro yo convirtiendo todo lo que nos rodea en secundario porque lo que nos interesa es lo nuestro.
Así, nos molesta mucho que organicen nuestro tiempo porque lo hemos programado para hacer otra actividad. Nos fastidia cuando queremos hacer las cosas a nuestra manera y tenemos que someternos a los dictados y a las sugerencias de otros que nos parecen menos valiosas que las nuestras. Nos produce un profundo malestar cuando alguien habla de cosas que desconoce o de las que no tiene el más mínimo conocimiento porque nosotros si sabemos de lo que hablamos. Nos provoca una profunda desazón cuando nos cambian de improviso los planes o no podemos controlar las cosas o las situaciones. Nos descorazona cuando nuestro orgullo y amor propio queda herido. Juzgamos a este y aquel por lo que hace, dice y piensa que tanto difiere de nuestra manera de hacer, decir y pensar.
En definitiva, si las cosas no son como yo las quiero, las he pensado, las tengo organizadas o las digo me siento molesto. Y ahí surge el orgullo que nos acompaña.
Estas situaciones son tan comunes en nuestra vida que uno se plantea si realmente se producen porque uno no es capaz de amar con esa fuerza y esa plenitud que tiene el amor cristiano. Cuando esto sucede lo más conveniente es pedirle al Espíritu Santo luz para que derrame sobre nosotros la gracia de su amor, la sabiduría y la inteligencia para llenar y transformar nuestro corazón y convertirnos en auténticos apóstoles del amor de Dios. Con esta perspectiva es mucho más sencillo tener paz en el corazón y ver las cosas ajenas con una perspectiva diferente, con mayor sencillez y humildad. A la luz del Espíritu lo que nos molesta de los demás se puede convertir en un mirarnos a nosotros mismos y comprender que el egoísmo nos ciega y nos limita el horizonte de los demás; la humildad es la que abre el camino a la caridad en detalles sencillos, prácticos y concretos de entrega y de servicio.
La soberbia infecta por completo cualquier esfera de la vida. Es como un cáncer interior. Donde se pasea un soberbio todo acaba finalmente malherido: la familia, los círculos de amistad, el ambiente laboral, la comunidad parroquial...
Le pido hoy al Señor que me permita ser siempre una persona humilde que cuando observe algo malo en mi vida sea capaz de corregirlo por mucho dolor interior que produzca. No ser alguien soberbio porque quien lo es no acepta nunca o no es capaz de ver los defectos personales y siempre magnifica los ajenos. ¡Que sea, Señor, capaz de seguirte e imitarte siempre y poner un candado a la soberbia para que no entre en mi corazón!

¡Que sea, Señor, capaz de seguirte e imitarte siempre! ¡Ayúdame a olvidarme de mi mismo, a que todo gire en torno a mí, ya sé que es difícil alcanzar este nivel, porque casi siempre vivo pensando en mí mismo, dándole vueltas a todos esos problemas que jalonan mi vida! ¡Tú, Señor, puedes ayudarme, para que no le no coja regusto a las lamentaciones de mis sufrimientos! ¡Que sea, Señor, capaz de seguirte e imitarte siempre! ¡Señor, ayúdame a superar el pensar demasiado en mi mismo, a darle demasiada importancia a los problemas, a relativizar las cosas y a darles su justo grado! ¡Que sea, Señor, capaz de seguirte e imitarte siempre! ¡Ayúdame a darme siempre para vivir la caridad y vivir de amor y superar el yo como eje de todos mis pensamientos! ¡Señor, examina mi corazón y revélame cualquier orgullo que se albergue allí para que ningún pecado me interfiera en mi relación contigo y con los demás, para que el orgullo o la soberbia lo endurezcan más! ¡Ayúdame a conocerme mejor y muéstrame siempre el camino de la humildad que, en definitiva, es el camino de la verdad! ¡Hazme ver, Señor, mis pecados y ayúdame a valorar siempre lo bueno de los demás y a valorarlo para mejorar cada día!
«Hazme como Tú, Jesús» es nuestra canción de hoy: