De camino la cocina, entré ayer en la capilla para hacer una breve visita al Señor. La capilla donde se encuentra el Sagrario está presidida por una imagen de Jesucristo con sus manos abiertas acogiendo amorosamente las peticiones de Los que allí se acercan. Una mujer con los brazos abiertos ora en voz alta, con la voz entrecortada, gimiendo, exclamando una y otra vez al Señor que atienda cada una de sus súplicas: «¡Que se haga tu voluntad, Jesús, y no la mía!». Esta petición, en el silencio del templo, resuena con una fuerza impresionante. La mujer no sabe que nadie más está en la iglesia, me siento en el último banco (momento de que recoge la fotografía) y me uno a su oración. «¡Que se haga tu voluntad, Jesús, y no la mía!». Siento también el dolor de esta mujer porque yo estoy rodeado de problemas. Pero este clamor me hace entender que debo doblegarme al padre y entregarle mis miedos, mis inquietudes, mis temores, mis fragilidades, mis inquietudes, mis deseos… Jesús los toma con sus manos amorosas.
Escuchando la súplica de esta mujer sencilla comprendo que son muchas las ocasiones en las que me dirijo al Padre dándole recomendaciones concretas de cómo tiene que solucionar mi problema, de cómo proceder ante esta situación que me agobia, de cómo puedo solucionar y salir airoso de la situación en la que me encuentro dándole precisas instrucciones de cómo debe proceder en mi vida. A veces de manera consciente y otras no tanto le digo a Dios como mover ficha. Pero no es así como Dios actúa. A Él no le complace la oración ritual, desapegada de amor, de confianza, del que no abre el corazón, que no se desprende de lo mundano. Él quiere que uno se doblegue a su voluntad, a sus designios. Al «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!».
Mi deseo ferviente es «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!». Mi anhelo es «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!». Sí, quiero que pasen esos nubarrones oscuros que traen tormentas y huracanes en mi vida pero ante todo quiero «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!». Que por muchas lágrimas que derrame en mis ojos producto del sufrimiento «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!». Saber descansar en el Padre amoroso que todo lo puede para repetir confiadamente «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!». Tratar de no imponer mi voluntad sino la del Padre para hacer las cosas a su manera y no como las tengo yo previstas, de forma «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!». Que sea Él el que tome mi mano y escriba en el libro de mi vida el capítulo y el guión que mejor corresponda, dado con amor, para poder exclamar certeramente «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!».
¡Hágase tu voluntad, Señor, y no la mía! ¡Señor, tu me has creado y me has dado la vida, tu me impones un destino y me das la libertad de seguirlo aunque muchas veces me equivoque! ¡Tú, Señor, conoces lo que anida en mi corazón, mis debilidades y mis miedos! ¡Tu, Señor, deseas lo mejor para mí por eso te pido que se haga tu voluntad y no la mía! ¡Tu, Señor, buscas mi bien! ¡Hazme saber, Padre de bondad, qué es lo que deseas para mí, que es lo que más me conviene en cada ocasión!¡Señor, que se haga siempre tu voluntad porque siguiéndola siempre todo me irá bien! ¡Y cuando no sepa cuál es tu voluntad, Señor, envíame a tu Espíritu para que me ayude a discernir! ¡Que se haga, Señor, tu voluntad y no la mía! ¡Qué cada instante, Señor, se haga en mi tu santa voluntad! ¡Hágase tu voluntad para perder el miedo a mis seguridades mundanas, a las incertidumbres de la vida, a dónde me llevará tu voluntad! ¡Señor, en tus manos pongo mi libertad, mi camino, mi vida! ¡Hágase tu voluntad y no la mía!
Jaculatoria a la Virgen: Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mia.
Una entre todas, cantamos hoy: