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miércoles, 10 de mayo de 2017

Una súplica a la voluntad de Dios

De camino la cocina, entré ayer en la capilla para hacer una breve visita al Señor. La capilla donde se encuentra el Sagrario está presidida por una imagen de Jesucristo con sus manos abiertas acogiendo amorosamente las peticiones de Los que allí se acercan. Una mujer con los brazos abiertos ora en voz alta, con la voz entrecortada, gimiendo, exclamando una y otra vez al Señor que atienda cada una de sus súplicas: «¡Que se haga tu voluntad, Jesús, y no la mía!». Esta petición, en el silencio del templo, resuena con una fuerza impresionante. La mujer no sabe que nadie más está en la iglesia, me siento en el último banco (momento de que recoge la fotografía) y me uno a su oración. «¡Que se haga tu voluntad, Jesús, y no la mía!». Siento también el dolor de esta mujer porque yo estoy rodeado de problemas. Pero este clamor me hace entender que debo doblegarme al padre y entregarle mis miedos, mis inquietudes, mis temores, mis fragilidades, mis inquietudes, mis deseos… Jesús los toma con sus manos amorosas.

Escuchando la súplica de esta mujer sencilla comprendo que son muchas las ocasiones en las que me dirijo al Padre dándole recomendaciones concretas de cómo tiene que solucionar mi problema, de cómo proceder ante esta situación que me agobia, de cómo puedo solucionar y salir airoso de la situación en la que me encuentro dándole precisas instrucciones de cómo debe proceder en mi vida. A veces de manera consciente y otras no tanto le digo a Dios como mover ficha. Pero no es así como Dios actúa. A Él no le complace la oración ritual, desapegada de amor, de confianza, del que no abre el corazón, que no se desprende de lo mundano. Él quiere que uno se doblegue a su voluntad, a sus designios. Al «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!».
Mi deseo ferviente es «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!». Mi anhelo es «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!». Sí, quiero que pasen esos nubarrones oscuros que traen tormentas y huracanes en mi vida pero ante todo quiero «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!». Que por muchas lágrimas que derrame en mis ojos producto del sufrimiento «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!». Saber descansar en el Padre amoroso que todo lo puede para repetir confiadamente «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!». Tratar de no imponer mi voluntad sino la del Padre para hacer las cosas a su manera y no como las tengo yo previstas, de forma «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!». Que sea Él el que tome mi mano y escriba en el libro de mi vida el capítulo y el guión que mejor corresponda, dado con amor, para poder exclamar certeramente «¡Que se haga tu voluntad y no la mía!».

¡Hágase tu voluntad, Señor, y no la mía! ¡Señor, tu me has creado y me has dado la vida, tu me impones un destino y me das la libertad de seguirlo aunque muchas veces me equivoque! ¡Tú, Señor, conoces lo que anida en mi corazón, mis debilidades y mis miedos! ¡Tu, Señor, deseas lo mejor para mí por eso te pido que se haga tu voluntad y no la mía! ¡Tu, Señor, buscas mi bien! ¡Hazme saber, Padre de bondad, qué es lo que deseas para mí, que es lo que más me conviene en cada ocasión!¡Señor, que se haga siempre tu voluntad porque siguiéndola siempre todo me irá bien! ¡Y cuando no sepa cuál es tu voluntad, Señor, envíame a tu Espíritu para que me ayude a discernir! ¡Que se haga, Señor, tu voluntad y no la mía! ¡Qué cada instante, Señor, se haga en mi tu santa voluntad! ¡Hágase tu voluntad para perder el miedo a mis seguridades mundanas, a las incertidumbres de la vida, a dónde me llevará tu voluntad! ¡Señor, en tus manos pongo mi libertad, mi camino, mi vida! ¡Hágase tu voluntad y no la mía!
Jaculatoria a la Virgen: Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mia.
Una entre todas, cantamos hoy:

miércoles, 22 de marzo de 2017

¡Pongo tantas veces freno al amor de Dios en mi vida!

orar-con-el-corazon-abierto
Pienso hoy como gozaría más mi corazón con la fuerza de la fe si fuera verdaderamente consciente del amor que Dios siente por mí; cada vez que el Padre me abraza —y lo hace con frecuencia porque soy como el hijo pródigo que regresa con frecuencia hogar— mi corazón se debería encoger de alegría; si fuera consciente del sentir de Dios que me ha dado la vida y ha pensado en mí antes de mi existencia; si fuera consciente de hasta qué punto habita en mí la presencia del Padre pues soy templo del Espíritu Santo; si fuera realmente consciente de que Dios busca mi amistad, tiene necesidad de relacionarse íntimamente conmigo como Padre, como amigo, como confidente, como huésped del alma... mi corazón debería estar siempre rebosante de alegría.

Pero con mi cabezonería, mis mundanidades, mi fragilidad humana, mis egoísmos… ¡pongo tantas veces freno al amor de Dios en mi vida! ¿Por que cuesta tanto abrirse al amor de Dios y comprender que sin su amor yo no viviría, no existiría? ¿por qué cuesta tanto abrir la puertas del corazón a ese Dios que nos ama, que busca nuestra mirada, que quiere ser invitado para entrar en lo más profundo del alma?
El problema es que ni siquiera me siento como aquel centurión del Evangelio, consciente de quien tenía delante y consciente también de su pequeñez pero con una fe grande, que le dijo al Señor aquello tan impresionante del «no soy digno de que entres en mi casa». Al contrario, yo pienso que sí, que lo soy, cuando en realidad estoy repleto de miseria e iniquidad.
En este día lo único que le pido al Señor es que no cese de llamar constantemente a la puerta de mi corazón, porque quiero invitarle a entrar. Está en su derecho. Es su hogar. Por el bautismo soy templo del Espíritu Santo, es decir, morada de Dios. Pero le pido también que no llame a la puerta única y exclusivamente porque tiene derecho entrar sino porque yo necesito que entre pues soy pequeño, pecador, frágil y débil y necesito de su perdón, de su amor y de su misericordia. Anhelo ser testigo de su esperanza y de esa misma generosidad que le llevó a mirar misericordiosamente a Zaqueo, invitarle a bajar del árbol para invitarse a cenar con él en su hogar.
Sí, Dios no excluye a nadie. Dios no se deja condicionar por nuestros prejuicios tan humanos y mundanos. Al contrario, quiere morar en el corazón del ser humano porque ve en cada persona un alma que tiene necesidad de ser salvada, y se siente profundamente atraído por aquellas almas que considera perdidas y las que, además, lo consideran de sí mismas.
Como cada día Cristo me muestra la grandeza de su misericordia y me da la oportunidad de renovarme interiormente, te recomenzar, te buscar una conversión auténtica, de convertirme con el corazón abierto y de abrirle, humildemente, de par en par las puertas de mi pobre y sencillo corazón.

¡Señor, hazme pequeño porque es la manera de comprobar que Tú eres lo más grande! ¡Quiero, buen Jesús, abrirte las puertas de mi corazón y disfrutar de tu compañía porque cuando tú entras en él me das mucha paz, mucha serenidad, mucho sosiego y mucho amor pero sobre todo me traes la salvación que es el gran tesoro que puedo recibir del Padre a través de Ti! ¡Deseo, Señor, que mi corazón se convierta en tu morada permanente para que me traigas el alimento y la salud que mi corazón necesita! ¡Señor, tocas tantas veces las puertas en mi corazón y yo hago oídos sordos que no te quiero dejar fuera; necesito que transformes mi vida y me llenes de amor, de tu bondad, tu misericordia y de tu generosidad; ven Señor Jesús! ¡Señor, me invitas a abrir la puerta de mi corazón a la misericordia del Padre; tu y yo sabemos que las puertas siempre se abren hacia afuera porque si las abro hacia dentro solamente quedan mi egoísmo, mi soberbia, todas aquellas cosas que me separan de ti; permite que se abra la puerta hacia fuera para poder recibir tu amor en mi propia pequeñez y miseria pero abrirlas también para darte todo lo que tengo de bueno a los demás y convertirme también es portador de misericordia con el corazón abierto y las manos entregadas al bien! ¡Señor, concédeme también ser grande en lo que yo que soy pequeñito y pequeño en aquello que soy grande! No pases de largo cuando estés cerca de mi, Señor, porque bien sabes que son constantes los tropiezos y muchos los obstáculos que tengo que superar para llegarme hasta tu encuentro!
¿Cómo podré estar triste? cantamos hoy con la soprano Kathleen Battle: