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miércoles, 7 de febrero de 2018

¡Misericordia quiero y no sacrificio!

Desde Dios«Si comprendierais lo que significa «quiero misericordia y no sacrificio», no condenaríais a los que no tienen culpa». Me impresionan estas palabras de Cristo. Hoy llegan a lo más profundo de mi corazón porque he abierto la Biblia en busca de una palabra y he comprendido la gran actualidad que tienen estas palabras del Señor. Pronunciadas hace más de dos mil años son de una rabiosa actualidad.
¡Misericordia quiero y no sacrificio! ¡Qué sencillo es condenar a alguien y que complicado es comprender su realidad! ¡Que difícil es ser misericordioso y cuánto cuesta perdonar! ¡Cuánta carencia de misericordia en el corazón que nos lleva a juzgar, condenar, criticar y minusvalorar al prójimo! ¡Nuestra falta de misericordia nos convierte en abogados de la «verdad», jueces estrictos de la ley, faltos de amor ante cualquier circunstancia o situación! ¡Cuánto vacío en el corazón que nos impide comprender a los demás y qué ceguera para mirar en nuestro propio interior! ¡Nos convertimos en «los intocables» de la verdad porque hablamos en nombre de la justicia pero en nuestras miradas falta el amor, en los sentimientos la comprensión, en las manos el acogimiento y en el corazón la misericordia!
Miramos al que ha errado, al que se ha equivocado o al que ha pecado con desprecio o indiferencia como si el pecador no pudiera cambiar nunca su comportamiento y tener que cargar de por vida con la culpa encima. Convertimos a muchos en leprosos sociales pero olvidamos que Jesús impuso sus manos sobre tantos enfermos de cuerpo y de alma, que hizo bajar a Zaqueo del árbol para entrar en su casa, que a la mujer adúltera le recondujo hacia el bien y tantos ejemplos que podríamos recordar. En todos los casos Jesús se acerca a ellos, personas vulnerables y estigmatizadas, para dignificarles gracias a su fe.
¡Misericordia quiero y no sacrificio! Hoy quiero llenar mi vida de la bondad de Jesús. Poner el amor en el centro de todo, que sea el corazón el que haga latir mi vida cristiana. Que la misericordia sea hija de mi amor por los demás. Hacer que mi corazón se llene de bondad, que mis actitudes y sentimientos, que mi forma de actuar y de sentir me convierta en alguien más compasivo y misericordioso. Entender que por encima de las normas está el bien del ser humano. Eso me impide crucificar al prójimo relegándolo en nombre de Dios porque por encima de la condena está el consolar, el atender, el aliviar y el perdonar.


¡Señor, me dices misericordia quiero y no sacrificio! ¡Haz, Señor, que el error del prójimo lo mire con misericordia para demostrar que Tu te haces presente en mi corazón! ¡Quiero dar las gracias que recibo de Ti a los demás! ¡Yo te amo, Señor, y este amor que tu sientes por nosotros, tu misericordia y tu compasión quiero hacerla mía para darla los demás! ¡No permitas, Señor, que la rutina de mi vida y las normas abonen mi orgullo para ver solo lo negativo de los demás y que eso me impida responder a la vida llena de amor que nos envías por medio de tu Santo Espíritu! ¡Hazme comprender, Señor, que el fluir de la vida divina tiene su máxima expresión en el amor y la Misericordia que siento por los demás! ¡Ayúdame, por medio de tu Santo Espíritu, a expresar el amor hacia los demás de acuerdo con tu plan divino porque tu nos recuerdas que estamos hechos para las obras buenas! ¡Ayúdame a amar como amas Tu; haz que el Espíritu Santo llene mi vida y me otorgue entrañas de amor y misericordia! ¡Haz, Señor, que el Espíritu Santo me transforme para que mis ojos sean misericordioso, mis oídos sean misericordiosos, mi lengua sea misericordiosa, mis manos sean misericordiosas, mi corazón sea misericordioso y todo mi ser se transforme en Tu misericordia para convertirme en un vivo reflejo tuyo! ¡Que Tu misericordia, oh Señor, repose dentro de mí!

Del compositor escocés James MacMillan escuchamos su motete Sedebit Dominus Rex:



sábado, 22 de octubre de 2016

Cristo muere de esperar la muerte

orar-con-el-corazon-abiertoTal vez la última frase del Nada te turbe, salmo íntimo de Teresa de Jesús, sea el más conocido de la santa de Ávila. Ese «solo Dios basta» que hemos cantado, rezado, meditado y aconsejado al que pasaba por una situación difícil nos permite comprender que Dios está siempre por encima de todo. Ayer leí una frase suya que me invita a la meditación: «Cristo muere de esperar la muerte», también de la santa de Ávila. Impresionante reflexión. Nos lamentamos de la pérdida de los seres queridos. El desgarro para nuestro corazón es enorme. La pena del adiós nos deja una gran congoja en el alma. Contemplo hoy la Cruz, a ese Cristo que muere de esperar la muerte para dar sentido a mi caminar cristiano, para redimir mis pecados, para enseñarme quien soy y cuál es mi dignidad como hijo de un mismo Padre en el Espíritu. Esa cruz de la que pendió Cristo con los brazos abiertos me enseña hoy que no puedo pasar ni un momento sin amar al prójimo como a mí mismo. Que mi destino es la eternidad. Que la cruz es el signo de amor más grande jamás creado. El del Amor del Padre por mi y por todos los hombres; por eso el Príncipe de las Tinieblas odia con tanta crudeza la Cruz, porque le recuerda a toda hora el amor infinito que Jesucristo tiene por todos los hombres. Tan potente es el signo de la Cruz que es enseña de reconciliación con los hombres por Dios creados y con todo el orden de la creación. Por si sola la cruz es el camino hacia el cielo.
Quisiera contemplar hoy la Cruz como lo hizo santa Teresa, llevando a Cristo en lo mas íntimo de mi ser para fortalecer mi esperanza, para hacerlo el centro de mi vida, para abrirle de par en par las puertas de mi corazón, para confiar plenamente en Él, para amar mucho, para dejarme guiar por el Espíritu, para sentirme digno hijo de Dios, para aprender a mirarlo en la Cruz. Solo con que el Espíritu de Dios me otorgue un mínimo de la sabiduría, de la devoción, de la mirada y la espiritualidad de santa Teresa para amar y entregarse al Señor sería el ser más feliz.
¡Santa Cruz, la más hermosa de las maderas donde murió el Señor para la redención de mis pecados y para darme luz eterna y librarme del mal! ¡Señor, te contemplo en la Cruz y me acongojo por los muchos padecimientos que tuviste que recibir durante la Pasión, que todos estos sufrimientos sirvan para concederme los bienes espirituales y corporales que más me convengan para mi salvación!
¡Santa Cruz, la más hermosa de las maderas, eres el signo y el emblema de mi vida, la gran esperanza para sentirme perdonado por este Cristo sacrificado a quien espero servir ahora y honrar en la vida eterna!
¡Santa Cruz, la más hermosa de las maderas, me abrazo a ti para que marques el camino de mi vida, para encontrarme con el Señor y acompañarle en mi peregrinar!
¡Santa Cruz, la más hermosa de las maderas, que tu sola contemplación me haga más humilde, más sencillo, más paciente, más servicial, más generoso, más pequeño!
¡Santa Cruz, la más hermosa de las maderas, conviértete en la luz que me ilumina y me guía, aleja de mi corazón cualquier temor a la muerte, revísteme de tu fuerza, conviértete en mi esperanza, derrama el bien en mi alma y en mi corazón, aleja de mí cualquier tipo de tentación y de pecado, conviértete en mi esperanza!
¡Oh Santa Cruz, la más hermosa de las maderas, dame el valor para soportar mi cruz a imitación de Cristo, enséñame a llevar con amor, paciencia y esperanza todos mis sufrimientos y que el temor que tengo por ellos se convierta en virtud!
¡Que yo adore la Santa Cruz de Jesucristo por siempre! ¡Jesús de Nazaret crucificado, ten piedad de mí!
Nuestra fuerza es la Cruz, del compositor del Vaticano Monseñor Marco Frisina;

sábado, 10 de septiembre de 2016

Que no me acostumbre a verte crucificado

Que no me acostumbre a verte crucificado
Entro en una iglesia. Quedan cinco minutos para que cierren el templo. Junto al altar hay una gran cruz de madera y en el centro de la imagen de Cristo con los brazos extendidos su Sagrado Corazón. Me postro de rodillas y exclamo ante la fuerza de esta imagen que remueve mi corazón: «Has muerto por mí, Señor. Que no me acostumbre a verte crucificado».
Tengo la necesidad de decirle que quiero subir a la cruz como lo hizo Él, pero en mi caso desnudo de mi nada, desprendido de mi egoísmo, mi soberbia, mis comodidades, mis «yoísmos», de mi vanidad... de tantas cosas que me apartan de Él para entregarme por completo a la realización del plan que tiene pensado para mí.
«Has muerto por mí, Señor. Que no me acostumbre a verte crucificado». ¡Nunca! para valorar tan grande acto de generosidad.

¡Te amo, mi señor! ¡Soy consciente de que mis pecados son la causa de tu crucifixión! ¡Y tú, prendido en la cruz, quieres que te corresponda con obras concretas, con amor y con dolor; con el dolor que causo por mis pecados! ¡Es lo que te pido hoy, con toda humildad, dolor por mis pecados! ¡Dame la gracia de experimentar en mi vida el inmenso amor que sientes por mí! ¡Permíteme, Señor, que te corresponda subiendo contigo cada día a la cruz por medio del cumplimiento de la voluntad de tu Padre! ¡Gracias por morir por mí, tu sacrificio no me será jamás indiferente!
Coro de la cantata The Power of The Cross (El Poder de la Cruz) de Mark Hayes:

jueves, 28 de julio de 2016

La voluntad de Dios en mi vida

Cada día rezo el Credo al comenzar la Coronilla de la Divina Misericordia: «Creo en Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra». Pensaba ayer en la dolorosa escena final de Cristo en la Cruz cuando exclama: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!». Esta enorme frase es, sin embargo, la enseñanza que Cristo me traslada para encomendarme al cuidado amoroso del Padre y creer realmente en su acción sobre mi vida dejando que sea el mismo Dios el que la modele.
«Creo en Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra». Esta primera frase del Credo es todo un desafío para el ser humano. ¿Lo creo de verdad? ¿Creo realmente que Dios es tan poderoso que controla todas las cosas visibles e invisibles, que controla incluso cada milésima de segundo de mi propia vida? ¿Y si lo creo, por qué tantas veces dudo, me desespero, me intranquilizo por mi situación, me aferro a mi voluntariedad, a mis cosas…? ¿Creo realmente que Dios es mi Padre y que nunca me abandona?
Es Dios, Padre Todopoderoso, Creador, el que revela mi vida, mi identidad, mi dignidad, mi esperanza. ¿Por qué temer entonces? Con el amor del Padre, ¿por qué tantas inseguridades, tantos miedos, tanta desesperanza?
Ese «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!» está muy unido al Credo porque esta frase de Jesús me muestra la estrecha y profunda relación con Dios. Me enseña que en Dios Padre se asienta el amor más perfecto; el amor del Padre que crea, que sana, que purifica, que dignifica, que levanta, que da esperanza.
Es verdad que la voluntad de Dios es un auténtico misterio. Que muchas veces no comprendes por qué permite ciertas cosas en tu vida. Pero Dios quiere que sea capaz de descubrir cuál es en mi vida Su voluntad que me revela a través de la gracia. Y espera que crea en Él, en ese plan único pensado para mí aunque tenga que hacer frente a la multitud de obstáculos e interferencias que yo le pongo: mis tentaciones, mis faltas frecuentes, la mundanidad de mi pensamiento, mi voluntad intransigente y pertinaz, la terquedad de mi tibieza, la hinchazón de mi orgullo y mi soberbia, las dudas cuando no se cumple lo que espero, mi predisposición a seguir mi camino aunque no sea el que Él ha trazado para mí…
Pero cuando contemplas el gran amor de Dios hacia Jesús, que permite incluso el sacrificio de la cruz, no puedo poner a prueba el amor que Dios siente por mí. Hacerlo es no creer en él, no amarle de verdad porque no hay nada que Dios no controle. Todo, incluso lo aparentemente más absurdo de mi vida, está en el plan de Dios y tiene un significado.
«Creo en Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra». Si lo creo de verdad, no puedo más que ponerme en sus manos, confiar en que estoy grabado en su corazón y eternamente vivo en su santa voluntad. ¡Creo en Ti, Señor, que nada ni nada me separe de tu amor!


¡Padre de Bondad y de Misericordia, pongo en tus manos mi vida para que hagas de ella lo que mejor sea para mí! ¡Lo que me toque vivir, Señor, lo acepto con amor para que tu voluntad se cumpla en mi vida! ¡Me pongo tus manos, Padre, que me has creado por amor y lo hago con toda mi confianza! ¡Padre creo en Ti y en tus manos encomiendo mi vida, mi corazón, mi espíritu y mi alma, la vida de mi familia y de mis hijos, de mis amigos y la de mis compañeros de trabajo! ¡Dame, Jesús, la gracia de seguirte siempre con disponibilidad a donde quieras llevarme, incluso si el camino es el de la Cruz y al total desprendimiento de mi mismo! ¡Espíritu Santo, ayúdame a que mi vida sea como la de Jesús, coherente con el cumplimiento de la voluntad de Dios! ¡Que mi búsqueda de esa voluntad sea mi principal ocupación! ¡Y creo en Ti, Padre, porque no hay más que un solo Dios! ¡Y te amo con todo mi corazón, con toda mi alma, con todo mi espíritu y con toda mi fuerza porque siempre estás a mi lado para salvarme, para amarme! ¡Porque me haces sentir mi pequeñez y tu grandeza! ¡Porque eres rico en misericordia y clemencia, porque escuchas mis plegarias, por perdonas mis infidelidades, porque manifiestas siempre fidelidad a pesar de mis pecados! ¡Porque tu palabra es Verdad, porque tus promesas se cumplen siempre, porque tus palabras no engañan, porque me puedo confiar con toda confianza a Ti y a la fidelidad de tu palabra! ¡Porque tu sabiduría rige el orden de la creación ya que eres el Creador del cielo y la tierra! ¡Porque eres el Amor eterno y tu amor es tan grande que nos has dado a Jesús, tu Hijo! ¡Quiero reconocer tu grandeza y tu majestad! ¡Señor mío y Dios mío, quítame todo lo que me aleja de ti! ¡Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerca a ti! ¡Señor mío y Dios mío, despójame de mí mismo para darme todo a ti!

Alabamos a Dios con esta la cantata BWV 16 de Juan Sebastian Bach, Herr Gott, dich loben wir (Señor Dios, te alabamos):