«Si comprendierais lo que significa «quiero misericordia y no sacrificio», no condenaríais a los que no tienen culpa». Me impresionan estas palabras de Cristo. Hoy llegan a lo más profundo de mi corazón porque he abierto la Biblia en busca de una palabra y he comprendido la gran actualidad que tienen estas palabras del Señor. Pronunciadas hace más de dos mil años son de una rabiosa actualidad.
¡Misericordia quiero y no sacrificio! ¡Qué sencillo es condenar a alguien y que complicado es comprender su realidad! ¡Que difícil es ser misericordioso y cuánto cuesta perdonar! ¡Cuánta carencia de misericordia en el corazón que nos lleva a juzgar, condenar, criticar y minusvalorar al prójimo! ¡Nuestra falta de misericordia nos convierte en abogados de la «verdad», jueces estrictos de la ley, faltos de amor ante cualquier circunstancia o situación! ¡Cuánto vacío en el corazón que nos impide comprender a los demás y qué ceguera para mirar en nuestro propio interior! ¡Nos convertimos en «los intocables» de la verdad porque hablamos en nombre de la justicia pero en nuestras miradas falta el amor, en los sentimientos la comprensión, en las manos el acogimiento y en el corazón la misericordia!
Miramos al que ha errado, al que se ha equivocado o al que ha pecado con desprecio o indiferencia como si el pecador no pudiera cambiar nunca su comportamiento y tener que cargar de por vida con la culpa encima. Convertimos a muchos en leprosos sociales pero olvidamos que Jesús impuso sus manos sobre tantos enfermos de cuerpo y de alma, que hizo bajar a Zaqueo del árbol para entrar en su casa, que a la mujer adúltera le recondujo hacia el bien y tantos ejemplos que podríamos recordar. En todos los casos Jesús se acerca a ellos, personas vulnerables y estigmatizadas, para dignificarles gracias a su fe.
¡Misericordia quiero y no sacrificio! Hoy quiero llenar mi vida de la bondad de Jesús. Poner el amor en el centro de todo, que sea el corazón el que haga latir mi vida cristiana. Que la misericordia sea hija de mi amor por los demás. Hacer que mi corazón se llene de bondad, que mis actitudes y sentimientos, que mi forma de actuar y de sentir me convierta en alguien más compasivo y misericordioso. Entender que por encima de las normas está el bien del ser humano. Eso me impide crucificar al prójimo relegándolo en nombre de Dios porque por encima de la condena está el consolar, el atender, el aliviar y el perdonar.
¡Misericordia quiero y no sacrificio! ¡Qué sencillo es condenar a alguien y que complicado es comprender su realidad! ¡Que difícil es ser misericordioso y cuánto cuesta perdonar! ¡Cuánta carencia de misericordia en el corazón que nos lleva a juzgar, condenar, criticar y minusvalorar al prójimo! ¡Nuestra falta de misericordia nos convierte en abogados de la «verdad», jueces estrictos de la ley, faltos de amor ante cualquier circunstancia o situación! ¡Cuánto vacío en el corazón que nos impide comprender a los demás y qué ceguera para mirar en nuestro propio interior! ¡Nos convertimos en «los intocables» de la verdad porque hablamos en nombre de la justicia pero en nuestras miradas falta el amor, en los sentimientos la comprensión, en las manos el acogimiento y en el corazón la misericordia!
Miramos al que ha errado, al que se ha equivocado o al que ha pecado con desprecio o indiferencia como si el pecador no pudiera cambiar nunca su comportamiento y tener que cargar de por vida con la culpa encima. Convertimos a muchos en leprosos sociales pero olvidamos que Jesús impuso sus manos sobre tantos enfermos de cuerpo y de alma, que hizo bajar a Zaqueo del árbol para entrar en su casa, que a la mujer adúltera le recondujo hacia el bien y tantos ejemplos que podríamos recordar. En todos los casos Jesús se acerca a ellos, personas vulnerables y estigmatizadas, para dignificarles gracias a su fe.
¡Misericordia quiero y no sacrificio! Hoy quiero llenar mi vida de la bondad de Jesús. Poner el amor en el centro de todo, que sea el corazón el que haga latir mi vida cristiana. Que la misericordia sea hija de mi amor por los demás. Hacer que mi corazón se llene de bondad, que mis actitudes y sentimientos, que mi forma de actuar y de sentir me convierta en alguien más compasivo y misericordioso. Entender que por encima de las normas está el bien del ser humano. Eso me impide crucificar al prójimo relegándolo en nombre de Dios porque por encima de la condena está el consolar, el atender, el aliviar y el perdonar.
¡Señor, me dices misericordia quiero y no sacrificio! ¡Haz, Señor, que el error del prójimo lo mire con misericordia para demostrar que Tu te haces presente en mi corazón! ¡Quiero dar las gracias que recibo de Ti a los demás! ¡Yo te amo, Señor, y este amor que tu sientes por nosotros, tu misericordia y tu compasión quiero hacerla mía para darla los demás! ¡No permitas, Señor, que la rutina de mi vida y las normas abonen mi orgullo para ver solo lo negativo de los demás y que eso me impida responder a la vida llena de amor que nos envías por medio de tu Santo Espíritu! ¡Hazme comprender, Señor, que el fluir de la vida divina tiene su máxima expresión en el amor y la Misericordia que siento por los demás! ¡Ayúdame, por medio de tu Santo Espíritu, a expresar el amor hacia los demás de acuerdo con tu plan divino porque tu nos recuerdas que estamos hechos para las obras buenas! ¡Ayúdame a amar como amas Tu; haz que el Espíritu Santo llene mi vida y me otorgue entrañas de amor y misericordia! ¡Haz, Señor, que el Espíritu Santo me transforme para que mis ojos sean misericordioso, mis oídos sean misericordiosos, mi lengua sea misericordiosa, mis manos sean misericordiosas, mi corazón sea misericordioso y todo mi ser se transforme en Tu misericordia para convertirme en un vivo reflejo tuyo! ¡Que Tu misericordia, oh Señor, repose dentro de mí!
Del compositor escocés James MacMillan escuchamos su motete Sedebit Dominus Rex:
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