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lunes, 23 de octubre de 2017

Decisiones que ponen en juego la moral

Una de las obras maestras del cine es la película El hombre tranquilo, dirigida por John Ford y protagonizada por John Wayne y Maureen O’Hara. El duro actor norteamericano, al que asociamos con los mejores western de la historia del cine, interpreta a Sean Thornton, que después de haber adoptado en conciencia la más importante decisión de su vida, deberá cargar con el peso de esa medida en los postreros años de su vida. Thornton vivirá todo tipo de situaciones al no cumplir ni con las expectativas creadas por su futura esposa y su hermano ni la de los habitantes de la pequeña comunidad del minúsculo caserío del Norte de Irlanda donde se localiza la trama. En principio, los valores que le exigen a Thornton son muy estimables y se enmarcan en las varias veces centenaria tradición de aquellas tierras. Otra cosa es, que las circunstancias más íntimas, le lleven a Thornton a sufrir un camino de espinas y de incomprensiones. El personaje de John Wayne toma la decisión de renunciar a un padecimiento físico y, en su lugar, aceptar el sufrimiento espiritual de verse como alguien incapacitado para cumplir con sus deberes y obligaciones matrimoniales pues su conciencia le dicta aspirar a un bien superior y no a subvertir los valores que son el sustento de su vida.
A lo largo de nuestra vida nos vemos obligados a tomar decisiones de índole moral, muchas de las cuales son tan importantes que suponen un enorme desgaste físico, mental y espiritual. Cargar la cruz de cada día no es tarea fácil, especialmente cuando se trata de hacer las cosas con honestidad y fidelidad a una doctrina. Viene esto a cuenta porque un amigo me explicó hace unos días el caso de una profesional que tenía un importante dilema moral a cuenta de su negocio. Tan profunda era la situación que podría acabar con sus ingresos, y por tanto necesitaba hablar con un sacerdote para que le aconsejara las medidas a adoptar. En la conciencia de cualquier ser humano –inteligencia, emotividad, voluntad– está la propia vocación al bien, de manera que la elección del bien o del mal en las situaciones concretas de la vida acaban por marcar profundamente a la persona en cada expresión de su ser. Es la situación de esta chica. Yo, personalmente, también he estado en esta situación y no siempre, por las circunstancias, he tomado el camino correcto.
Olvidamos a veces que antes de ser clavado en la Cruz, Cristo hizo parada en el huerto de Getsemaní. Tal vez allí su sufrimiento fuese mayor que durante el tormentoso y oprobioso paso por el palacio de Pilatos donde, además de humillado, escupido y vejado fue flagelado, coronado de espinas y revestido con una túnica para iniciar el cortejo hacia el Gólgota. Sin reproches, el Señor, con la grandeza de aceptar la voluntad del Padre, sólo pidió que se apartase de Él aquel cáliz.
Los cristianos tenemos la obligación de ser fieles a la Cruz de Cristo, pues sin Cruz no hay salvación; pero antes hemos de pasar por nuestro Getsemaní particular, que es nuestro momento espiritual, con la conciencia limpia y libre, el que nos lleva a aceptar la voluntad de lo que Dios tiene preparado para cada uno de nosotros, con el fin de cargar posteriormente la cruz de cada día. Todos somos un poco ese Thornton de la película de John Ford, porque todos estamos obligados a buscar con la conciencia limpia la verdad de nuestra vida con la misma honestidad que lo hace John Wayne en las verdes praderas del norte de Irlanda. Para que eso se logre nuestra alma debe estar serena. Y cuando rechazamos la verdad y el bien que Dios nos propone, hay que escuchar lo que Él nos propone a través de la voz de la conciencia, buscándole y hablándole, para reconocer y enmendar nuestros errores y abrirnos a la Misericordia divina, la única capaz de sanar cualquiera de nuestras heridas.
orar con el corazon abierto
¡Señor, ayúdame a asemejarte cada día más a Ti para actuar siempre con corrección; sin Tí, Señor, y sin tu ejemplo no puede haber una base sólida para desarrollar una ética personal! ¡Envíame los frutos del Espíritu Santo, Señor, para llenarme de Ti que eres el Señor de la vida de la forma de ser y relacionarte! ¡Envíame tu Espíritu Señor, para tener un carácter amable, generoso, puro, entregado, alegre, flexible, servicial, cariñoso, justo, honrado, honesto y fiel! ¡Envía tu Espíritu Señor, para que mis actos siempre reflejen bondad, comprensión, humildad y firmeza frente al pecado, la injusticia y la maldad! ¡Concédeme la gracia de esforzarme para vivir de acuerdo a tus mandamientos, siendo diligente en servirte a Ti y a los demás y defendiendo siempre la verdad aunque esto me lleve a la persecución y el sufrimiento! ¡Concédeme la gracia de ser una persona llena del Espíritu Santo, sometido a la verdad de la Escritura, que viva una vida limpia con conductas ejemplares, que nazca de un corazón henchido del Evangelio y viva la realidad de las bienaventuranzas! ¡Ayúdame a que mi valores sean los del Evangelio y mi ejemplo de vida sea el tuyo! ¡Quiero ser un autentico seguidor tuyo, Señor, y seguir tus mandamientos! ¡Dame la fuerza para con la gracia de Dios que viene del Espíritu Santo a servir, amar y aplicar las verdades del Evangelio, servir por amor a Dios y no para mi mismo!

Como hoy va de Irlanda, qué mejor que nos acompañe la música del más renombrado de sus compositores clásicos, Sir Charles Villiers Stanford, y uno de sus célebres motetes, Beati Quorum Via:

jueves, 6 de julio de 2017

Santificar el trabajo cotidiano

orar con el corazon abierto
No siempre la vida laboral es sencilla porque surgen dificultades o porque acomodarse al trabajo con otras personas no resulta fácil. Y pese a todos los inconvenientes que surjan, mi trabajo tengo que hacerlo siempre por amor a Dios. En realidad, la dignidad del trabajo radica en el amor. Lo pequeño y lo grande, lo aparentemente monótono y ordinario, lo escondido y lo más vistoso, lo que en apariencia parece insignificante, si está bien hecho y tiene un noble ideal es grande a los ojos de Dios.
Y si lo hago por amor a Él, al Señor se le tengo que ofrecer todo en su conjunto. No le puedo ofrecer nada —insignificante o vistoso— que no sea constante, impecable, perfecto, honesto, digno, recto de intención y sin tacha. Cada jornada laboral de mi vida tiene que convertirse en una ofrenda amorosa a Dios, en Dios y para Dios.
Y no debo olvidar nunca que allí donde está mi trabajo también está Dios; en el trabajo puedo tener un hermoso encuentro cotidiano con el Señor. Mi trabajo es, así, mi camino de santificación. Un espacio para amar a Dios, al que ofrecerle mi tarea cotidiana; y un lugar para amar al compañero, al que servirle, ayudarle y serle de utilidad.
La realidad de mi vida laboral pasa como decía un santo contemporáneo por santificar mi trabajo, santificarme en el trabajo y santificar al prójimo con el trabajo. Sabiendo todo esto, ¿Es mi vida laboral, mi trabajo, un camino para mi santificación personal?

¡Señor, concédeme la gracia de convertir mi vida laboral en un medio para servir a la sociedad! ¡Concédeme, Señor, la gracia, de que mi trabajo sea un camino para llegar a la santidad, que sea un momento de oración, que tenga un sentido redentor! ¡Ayúdame, Señor, a hacer bien el trabajo como la hacías Tú cuando trabajabas en la carpintería de Nazaret! ¡Espíritu Santo, ayúdame que mi trabajo, mis esfuerzos cotidianos, mis laborales diarias incluso las más insignificantes sean una manera de honrar a Dios! ¡Que no me olvide cada día de ofrecer mi trabajo antes de comenzar para hacerlo honesto, profesional, digno, eficaz, imperfecto y recto de intención! ¡Concédeme, Espíritu Santo, a hacer las cosas con alegría! ¡Oriéntame siempre, Espíritu Santo, en mi tarea como un modo de santificarme cada día y de servir a los demás! ¡Haz, Espíritu Santo, que mi corazón comprenda siempre que lo que dignifica y dar valor a mi trabajo es el amor que ponga en él; amor a Dios y a amor a los demás! ¡Ayúdame a hacer siempre las cosas con profesionalidad, con interés, como un modo de santificación!
Mi trabajo es creer, cantamos en el día de hoy:

martes, 21 de marzo de 2017

La mirada interior

mirada-interior
No hay que pensar que las personas de bien son las que subrayan forzosamente la injusticia, la sinrazón, la maldad, la falta de criterio o la deshonestidad que hay en los otros. Con frecuencia, los que poseen esos defectos son los que tienden a verlos por doquier en cualquier esquina; su actitud es la de la crítica permanente, sospechando y prejuzgando a los demás a través de su propia realidad. E, inversamente, los que atesoran grandes cualidades morales evitan resaltar los defectos ajenos porque son capaces de observar a los demás a través de sus propias cualidades.

Las personas sólo deberíamos mirar desde una óptica: la de nuestra mirada interior. Que nuestros ojos miren desde lo profundo; que sean el espejo de nuestros sentimientos, emociones y pensamientos. Si me encuentro en el grupo de los que al hablar sólo soy capaz de resaltar los defectos de los demás, estaré revelando lo que siente mi corazón. Si mi interior estuviera lleno de justicia, de bondad, de generosidad, de paciencia, de misericordia, de nobleza, de honestidad y, sobre todo, de amor, sería capaz de ver en los demás estas cualidades tan elevadas.
Ver la vida ajena con los ojos de Cristo es hacer de la propia vida un proyecto de Salvación. Es aprender de la mirada del Señor y de sus encuentros con tantos con los que se cruzó. Es orientar mis valores, mis sentimientos y mis pensamientos en la autenticidad para convertir mis relaciones con los demás en unas relaciones basadas en el respeto y en el amor.
Es lo que le pido hoy al Señor, que pueda experimentar la gracia de esta convicción, ensanchar mi corazón para que se abra por completo a su acción transformadora que tiene en el pecado su principal enemigo.
Y antes de terminar la oración miro el pequeño crucifijo que me acompaña en este tiempo de oración y me pregunto, ¿hasta qué punto me inquieta que Cristo muriera en la cruz para redimirme del pecado?

¡Padre, tu nos dices “volved a mí de todo corazón”! ¡Soy consciente, Padre de bondad, que no puedo regresar a Ti de verdad si no lo hago desde el corazón pero también tengo claro, Padre, que me es imposible vivir si no es desde el corazón! ¡Tú me llamas en el corazón pero bien sabes que muchas veces me olvido de Ti por el trasiego de la vida, por mis faltas y mis pecados, por lo mucho que me cuesta a veces llegar a la profundo del corazón donde Tú anidas y quieres que escuche tu voz! ¡Padre, sabes que mi corazón se distrae con lo mundano, que me cuesta regresar a lo esencial, que dudo muchas veces porque no sé ver tu mano providente en cada uno de los sucesos de mi vida! ¡Cuánto me cuesta, Padre, contemplar tu presencia que me llama para que yo regrese a lo esencial, a mi interior, para ser la persona auténtica que Tú quieres que sea! ¡Espíritu Santo, ayúdame a examinarme desde la autenticidad y la verdad, a medir mi vida, a pensar las cosas desde la dimensión interior! ¡Concédeme la gracia de descubrir lo importante de encontrarme a mi mismo para ser un cristiano auténtico sin dobleces que corrija sus constantes defectos desde la sencillez y con una gran capacidad de amar, de servir y de darse a los demás! ¡Ayúdame a no enmascarar mi vida con maquillajes inútiles para descubrir en mi corazón la mirada amorosa y misericordiosa de Dios! ¡Concédeme la gracia de engrandecer mi espíritu para que Tú puedas obrar en mi corazón, para que Dios pueda entrar en él con serenidad, para que se rompan todas aquellas barreras que me impiden tener con Cristo una relación de amistad! ¡Ayúdame a que mi vida de oración sea un momento en el que Dios llene de verdad mi alma con su presencia y con sus silencios! ¡Y a Tí, Jesús, no permitas que nunca puedas gritarme desde la Cruz el “¿Por qué me has abandonado?” pues esta frase me sitúa ante autentica medida del pecado y es la expresión de hasta que punto me amas, el ejemplo de que Tu amas hasta despojarse de todo por amor!
Me sanaste con tu bien, cantamos hoy dando gracias al Señor porque nos ha amado hasta morir por nosotros en la Cruz y porque su amor nos sanó:

martes, 14 de marzo de 2017

Decir «te quiero»

orar con el corazon abierto
Comienzo mi oración diciéndole al Señor que le amo. «Señor, te amo con todo mi corazón y con toda mi alma». E, inmediatamente, pienso cuántas veces le digo a mi mujer o a mis hijos, o a mis amigos que les quiero. ¿Por qué les quiero, verdad?
Decir un «te quiero» a la persona que amas supone muchas cosas. Especialmente si es tu pareja. Es un «te quiero» que implica compartir la vida. Toda la vida. Y ese «te quiero» supone que nada ni nadie se puede interponer a nuestro amor. Que unidos podemos vencer las dificultades, las adversidades y los obstáculos de la vida. Que juntos sabremos hallar esos espacios para sonreír, alegrarse, compartir, hablar, cantar, llorar, gozar… Que seré capaz de perdonar y ser perdonado porque el amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. Ser capaz de ir descubriendo y ensalzar sus cualidades y corregir amorosamente sus defectos. Implica ser respetuoso, paciente, generoso. Saber callar y hablar; saber esperar y entregar. Significa vivir la fidelidad. Significa abrir mi corazón, mi alma, mis sentimientos, mis pensamientos... es decir, mi yo para hacer partícipe al otro de mi voluntad y sentir la suya. Es guardar en mi corazón la verdad del otro para utilizarla para el bien. Implica tener paciencia y humildad. Significa respetar la libertad del otro, su dignidad y su persona. Significa construir para edificar y no para destruir. Supone estar unidos en la distancia y fundidos en la cercanía. Significa amar desde el respeto y no desde la posesión. Significa ejercer la paciencia y el servicio, la humildad y el respeto porque cuando dices «te quiero» no buscas tu propio interés sino que tratas de vivir desde la verdad, la honestidad y el compromiso. Pero, sobre todo, significa tener a Cristo en el centro de nuestro amor. Un amor que con Él y en Él será indestructible. Decir «te quiero» supone lucha, esfuerzo y renuncia. Pero cada vez que dices un «te quiero» asumes el mayor compromiso del hombre. Y ahora, ¿por qué se distancian tanto los «te quiero» en nuestra vida? ¿Por qué les quiero, verdad?

¡Querido Padre, pongo ante ti a las personas que quiero, especialmente a mi mujer y mis hijos, mi familia, mis amigos! ¡Dales, Señor, paciencia infinita, la misma que tu tienes conmigo! ¡Concédeme la gracia de estar siempre predispuesto a servirles, a entregarme por completo a ellos, renunciando a mis egoísmos y mis intereses! ¡Dame, Señor, por medio de tu Espíritu, la sabiduría para actuar siempre correctamente, para pronunciar las palabras acertadas, para actuar siempre con el corazón, para escuchar con atención, para hacerme cargo de sus problemas y angustias! ¡Dame la sabiduría para corregir siempre mis errores y no tener en cuenta los ajenos; tu mismo sabes, Señor, lo que me cuesta corregirme! ¡Dame la gracia de sonreír siempre, de mostrarme siempre amable y servicial! ¡Conserva, Padre, su corazón siempre abierto para que la alegría haga mella en ellos, para que conserven en su interior sólo aquello que sea agradable y que olviden las cosas que les hieren o los momentos difíciles que han vivido! ¡Ayúdame a tener siempre en el centro a Jesús para que todos mis actos respecto a los demás estén impregnados de su estilo de hacer, pensar, sentir y amar!
Nos has llamado al desierto, Señor de la libertad: