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viernes, 9 de febrero de 2018

Ciudadano del cielo en la tierra

Desde Dios Cada día cuando escucho la Palabra de Dios en la Misa me surgen preguntas que cuestionan mi propia existencia, la realidad de mi propia vida. Las lecturas me llevan a una profundización de mi realidad como cristiano. Cuando centro mi atención en ellas en lo más profundo de mi corazón algo se remueve interiormente porque, de alguna manera, marcan parte de ese itinerario íntimo que delimita mi vida espiritual; me ayudan a crecer espiritual y humanamente y me sirven para orar después de la comunión. Aunque soy consciente de mi pequeñez en esa escucha trato de que haya un avance sereno y gradual hacia la santidad que tanto anhelo y de la que tan alejado estoy.
La santidad es la meta del camino del cristiano. Ser santo en esta vida no es sencillo. El corazón tiene excesivos apegos que te impiden progresar como realmente anhelas. Hay preguntas recurrentes que se plantea mi corazón: ¿es la santidad mi máxima aspiración? ¿A qué aspiro realmente en esta vida? ¿Me alejo con frecuencia de la Cruz de Cristo a consecuencia de mis aspiraciones terrenales? ¿Me marco ideales nobles y sueños y metas grandes? ¿Aspiro a ellas?
En ocasiones las respuestas son decepcionantes. Y lo son porque uno se deja arrastrar con frecuencia por la mediocridad y la falta de autenticidad aún cuando uno sea, como dice el apóstol Pablo, ciudadano del cielo.
¡Ciudadano del cielo en la tierra! Sí, caminamos por la vida terrera aspirando al cielo. Somos peregrinos y nuestro destino es la patria celestial. Pero esta noble aspiración no te impide dejar de lado las obligaciones y responsabilidades que tienes encomendadas. Cada uno debe mirar cuál es su meta. Disfrutar de las maravillas de esta vida, gozar de las cosas buenas que ésta nos ofrece, y ser conscientes de que la plenitud la disfrutaremos únicamente en Dios.
Así, el único que puede ayudarnos a cambiar nuestra vida es Cristo. Él es el que transforma nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa. Él es el que puede ayudarnos a borrar el egoísmo, la soberbia, la autosuficiencia y la vanidad, el considerarnos más que el prójimo, el que puede destruir la esclavitud de las pasiones mundanas y los apegos terrenales, la rutina, las envidias y los rencores… defectos todos que nos alejan de Dios y del prójimo.
¡Se trata de vivir lo que cada uno es verdaderamente: ciudadano del cielo! ¡Transformarse día a día hasta alcanzar el cielo prometido y este proceso comenzó el día mismo del bautismo!
Mi lealtad es para Dios, para el cielo. Y aunque soy consciente de que mi vida está hecha de arcilla, soy del mundo aunque cuento con la carta de ciudadanía del cielo. ¡Que esto me ayude a perseverar en la fe, fundada en fuerza del Espíritu Santo, en la humildad de Jesús y a perseverar como cuerpo de Cristo en la fidelidad de quien me llama a la gloria celestial! ¡Qué dignidad y que responsabilidad ser representante de esta ciudadanía!
¡Señor, sin ti nada soy y nada puedo, nada valgo ni nada tengo; tu sabes que soy un siervo inútil pero quiero ser servidor tuyo pues soy ciudadanos del cielo! ¡Señor, hazme comprender que cualquier renuncia vital debe pasar por entregarme primero a Ti! ¡Señor, anhelo tomar opción por mí aunque muchas veces me desvíe del camino como consecuencia de mi tibieza y mi debilidad! ¡Envía tu Espíritu, Señor, para que me de la fuerza y la sabiduría para convertirme en un auténtico seguidor tuyo sabiendo discernir lo que es mejor para mi! ¡Señor, que no tenga miedo a las renuncias mundanas y que sea siempre consciente que ser cristiano implica renunciar a cosas que pueden ser importantes pero que tienen como fin la eternidad y el encuentro con tu amor! ¡Señor, que no olvide nunca que ser cristiano no permite dobleces sino que tiene una única verdad: el encuentro contigo! ¡Señor, hazme consciente de que la santidad es un mandato tuyo, que tu voluntad es mi santificación y no permitas que me conforme a los deseos que impone mi voluntad; ayúdame a ser santo en todos los aspectos de mi vida a imitación tuya!
Ciudadanos del mundo, cantamos hoy:


miércoles, 7 de febrero de 2018

Soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma

Desde Dios

Durante un trayecto de avión ví ayer la película Invictus protagonizada por Morgan Freeman y Matt Damon, basada en el libro de John Carlin El factor humano. En cuanto tomé tierra busqué por internet el breve poema Invictus del poeta inglés William Ernest Henley que Mandela conservaba en su celda durante el tiempo de su cautiverio y que da nombre al film. Es un poema del que no se doblega ante la desesperanza.
En la vida hay momentos que se abren bajo nuestros pies y de manera abrupta provocan profundos precipicios aunque uno siga caminando con confianza infinita. En cuanto sientes el vacío todo bascula.
Todos somos vulnerables con independencia de la posición que ocupemos en la vida. En cualquier momento podemos perder el equilibrio. Una enfermedad, la pérdida de un ser querido, un divorcio, un accidente, el descrédito social, la crisis económica, los problemas con un hijo, las adicciones…
Vives feliz sin preocupaciones pero en un visto y no visto la vida puede tambalearse. «Soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma», proclama Henley en la estrofa final de su poema. Palabras que certifican un ideal admirable pero… ¿cuántos tenemos la fuerza excepcional que formula el poeta inglés?
Pero en el caso de poseer esa fortaleza ¿cuál es la capacidad real para controlar el destino? ¿La capacidad para influenciarlo, de controlarlo por completo? Con este verso Henley quiere decirnos que, cualesquiera que sean las circunstancias, uno puede llegar a ser capaz de controlar sus reacciones y sus emociones.
Admito que no poseo la fuerza de carácter que tuvo Nelson Mandela. No tengo la sensación de dominar mi propio destino. Pero sí siento que soy el capitán de mi alma fundamentalmente porque mi alma me pertenece y, sobre todo, le pertenece a Dios. Contra viento y marea puedo navegar en el océano de la vida. He elegido ser el maestro de mi vida... después de Dios. ¿Quién sino Él para controlar mi destino y venir al rescate de mi alma con la gracia del Espíritu en los momentos de debilidad? Esto te permite tener la certeza de que no estás solo cuando la vida cambia. Su sostén es inquebrantable. Y en esa relación de confianza hay algo hermoso, el sí de Dios al hombre, y el amén nuestro a Dios que es la dinámica que sostiene la vida, que te permite sentir la compañía de Dios, el aliento del Espíritu para superar todas las pruebas y las dificultades y el encuentro con Cristo que nunca defrauda.
¡Señor, deposito mis cargas pesadas a los pies de la Cruz! ¡Te doy gracias, Señor, por tu presencia en mi vida, porque tu carga es liviana y tu te ofreces para que descargue en ti mis agobios y preocupaciones! ¡Gracias, Señor, por la paz y la serenidad que ofreces a quien se acerca a ti, por eso quiero confiar siempre en tu providencia! ¡Te ruego que calmes mis tempestades interiores y exteriores y ante las pruebas que me toca vivir, a veces difíciles, que seas tú la fuerza que me permita seguir adelante! ¡Envía tu Espíritu, Señor, para que de mi salgan siempre pensamientos positivos y aleja de mí aquella negatividad que tanto daño hace a mi corazón y tanto me aleja de ti! ¡Señor, te entrego por completo mis cargas, mis tristezas, mis miedos, mis pensamientos, mis debilidades, mis tentaciones, mis dudas, mis luchas, mis amarguras, mis miedos, mis caídas, mis angustias, mis soledades, mis temores, mis pecados, mis errores, mis preocupaciones, mi alma, mis tentaciones, mi fragilidad, mis deseos, mis ansiedades, mi pasado, presente y futuro y, sobre todo mi espíritu; hazme fuerte para salir con firme y comprometido de mis batallas y que tu fuerza y tu poder me acompañen en cada momento de mi vida! ¡Te doy gracias por tu sí, Señor, y te entrego mi amén! ¡Te entrego mi voluntad para que tú seas el dueño de mi destino! ¡Envíame tu Santo Espíritu, para que me ayude a conocerme mejor, me ayude a entender la realidad y me permita profundizar en mi propia identidad!
Soy el capitán de mi alma (el texto en castellano se encuentra en la fotografía superior):



jueves, 18 de enero de 2018

Cuestionarte las propias experiencias

otoño¿Por qué las hojas cambian de color en el otoño?, me pregunto mi a veces. Vivimos de preguntas y respuestas. A medida que los días se hacen más cortos la ausencia de luz provoca que los arboles tiñan sus hojas de tonalidades rojizas, marrones y amarillas. Así, su pigmentación cambia logrando que el otoño tenga su particular color.
Desde joven me ha gustado pisar en otoño las hojas caídas en el suelo. Especialmente cuando hago excursiones por la montaña disfruto con el crepitante sonido de esas hojas que forman una alfombra multicolor en los senderos del campo.
Las personas nos hacemos muchas preguntas a lo largo de la vida pero pocas veces nos preguntamos en qué ha cambiado nuestra vida. Por otro lado, preguntas que a algunos les resultan apasionantes otros ni siquiera se las plantean. Lo interesante es la posibilidad de compartir experiencias, conocimientos y descubrimientos. El compartir experiencias es uno de los aspectos más enriquecedores de la vida. Por eso resulta tan importante vivir en comunidad porque la vida junto a otros te hace cuestionarte muchas cosas.
Personalmente, como cristiano me han enriquecido enormemente los testimonios de personas que han abierto su corazón o los textos de hombres y mujeres que han dejado su impronta de santidad o, simplemente, reflejan en sus libros cuestiones que te permiten plantearte tu propia realidad. Pero, sobre todo, lo que más me enriquece y me estimula es observar la misericordia y el amor de Dios en la vida del prójimo, como el Padre creador trabaja de manera constante en la vida de tantas personas a mi alrededor.
Esto es lo que da sentido auténtico a la iglesia, a la que con sus defectos y sus virtudes, tan unido me siento, esa comunidad de individuos imperfectos —entre los que yo me encuentro— que peregrinan por este mundo junto a Jesucristo, que tratan de mejorar cada día a su lado, que de Él aprenden a vivir en santidad pero que también crecen gracias al encuentro con el otro.
En el seno de la Iglesia te puedes plantear una multitud de preguntas y puedes utilizar cada una de las respuestas para crecer humana y espiritualmente para ser sal de la tierra y luz del mundo y para que, unidos entre sí en una sola fe, una sola vida sacramental, una única esperanza común y en la misma caridad bajo la guía imperecedera del Espíritu Santo, transformar el mundo, el propio y el de los demás. ¡Gracias, Padre, por tu Iglesia santa de la que eres su santísimo autor!
¡Padre, te doy gracias y te glorifico porque nos amas profundamente y nos has convertido a todos en tus hijos adoptivos! ¡Eso, Padre, nos obliga a amarnos unos a otros, especialmente a los enemigos, sabedores que amando a los demás te amamos profundamente a Ti! ¡Padre, Tu eres fuente de vida y de amor, ayudarme a ser siempre generoso con los demás y ser testimonio en mi comunidad! ¡Espíritu Santo, te misericordia de tu Santa Iglesia y por tu gran poder celestial hazla firme ante los embates de sus enemigos, sean interiores o exteriores! ¡Llénanos a todos los que la formamos de luz y de amor y ayudarnos a enfrentarnos a todos lo que se oponga a las enseñanzas de Jesús! ¡Ayúdanos a ser testimonio de vida, de fe y de esperanza en todos los momentos de nuestra vida! ¡Mira con bondad a todos los que la integramos, fortalece nuestra fe y llena nuestro corazón de esperanza cierta! ¡Gracias, Señor, porque nos has llamado a ser miembros vivos de tu Santa Iglesia, que tu Espíritu nos haga siempre ejemplos de la verdad!
Pan transformado, cantamos hoy ensalzando a nuestra Iglesia católica:

jueves, 6 de julio de 2017

Santificar el trabajo cotidiano

orar con el corazon abierto
No siempre la vida laboral es sencilla porque surgen dificultades o porque acomodarse al trabajo con otras personas no resulta fácil. Y pese a todos los inconvenientes que surjan, mi trabajo tengo que hacerlo siempre por amor a Dios. En realidad, la dignidad del trabajo radica en el amor. Lo pequeño y lo grande, lo aparentemente monótono y ordinario, lo escondido y lo más vistoso, lo que en apariencia parece insignificante, si está bien hecho y tiene un noble ideal es grande a los ojos de Dios.
Y si lo hago por amor a Él, al Señor se le tengo que ofrecer todo en su conjunto. No le puedo ofrecer nada —insignificante o vistoso— que no sea constante, impecable, perfecto, honesto, digno, recto de intención y sin tacha. Cada jornada laboral de mi vida tiene que convertirse en una ofrenda amorosa a Dios, en Dios y para Dios.
Y no debo olvidar nunca que allí donde está mi trabajo también está Dios; en el trabajo puedo tener un hermoso encuentro cotidiano con el Señor. Mi trabajo es, así, mi camino de santificación. Un espacio para amar a Dios, al que ofrecerle mi tarea cotidiana; y un lugar para amar al compañero, al que servirle, ayudarle y serle de utilidad.
La realidad de mi vida laboral pasa como decía un santo contemporáneo por santificar mi trabajo, santificarme en el trabajo y santificar al prójimo con el trabajo. Sabiendo todo esto, ¿Es mi vida laboral, mi trabajo, un camino para mi santificación personal?

¡Señor, concédeme la gracia de convertir mi vida laboral en un medio para servir a la sociedad! ¡Concédeme, Señor, la gracia, de que mi trabajo sea un camino para llegar a la santidad, que sea un momento de oración, que tenga un sentido redentor! ¡Ayúdame, Señor, a hacer bien el trabajo como la hacías Tú cuando trabajabas en la carpintería de Nazaret! ¡Espíritu Santo, ayúdame que mi trabajo, mis esfuerzos cotidianos, mis laborales diarias incluso las más insignificantes sean una manera de honrar a Dios! ¡Que no me olvide cada día de ofrecer mi trabajo antes de comenzar para hacerlo honesto, profesional, digno, eficaz, imperfecto y recto de intención! ¡Concédeme, Espíritu Santo, a hacer las cosas con alegría! ¡Oriéntame siempre, Espíritu Santo, en mi tarea como un modo de santificarme cada día y de servir a los demás! ¡Haz, Espíritu Santo, que mi corazón comprenda siempre que lo que dignifica y dar valor a mi trabajo es el amor que ponga en él; amor a Dios y a amor a los demás! ¡Ayúdame a hacer siempre las cosas con profesionalidad, con interés, como un modo de santificación!
Mi trabajo es creer, cantamos en el día de hoy:

lunes, 22 de mayo de 2017

Un simple jardinero

orar con el corazon abierto
Para vivir los hombres modificamos el medio ambiente en función de nuestras necesidades. Una de las más propias es disfrutar de un entorno agradable para vivir, que proporcione calidad de vida y facilite el retorno a la naturaleza. Pero no a una naturaleza agresiva y hostil, sino a una naturaleza que invite a la tranquilidad y la relajación, además de a la estética.
Una de las maneras que ha empleado el hombre para conseguir esta circunstancia es la jardinería. Hay quien encuentra la felicidad en el cuidado de su jardín. En la unión perfecta con una soledad bien entendida, pasando las horas y los días rodeado de plantas, contemplando como salen las flores del cerezo, crecen las rosas o las enredaderas carmesíes… observando las luces y colores de las distintas estaciones… Pero este disfrute no es suficiente sin el cuidado del jardín, arrancando las malas hierbas que perturban el entorno.
La vida espiritual se asemeja en gran medida al arte de la jardinería. Para mantener la belleza se han de erradicar de raíz las malas hierbas para que estas no vuelvan a resurgir. De lo contrario, el entorno se estropea y se hace imprescindible segar una y otra vez. La vida ascética exige «lucha» contra las malas hierbas de nuestra vida para lograr un crecimiento en el desarrollo de nuestra vida sobrenatural. La gracia de Dios es un don puramente gratuito pero corresponde al hombre fomentar y defender la participación de esa vida divina recibida contra las inclinaciones que le son contrarias; exige amor y esfuerzo para desarrollar el germen de la vida sobrenatural que lleva en su alma y luchar contra los obstáculos que se opongan a su desarrollo personal.
Cada día uno tiene el propósito de hacer bien las cosas, de amar, de ser generoso, caritativo, amable, honesto, servicial, humilde... evitando ofender a Dios. Pero cada mañana la raíz del pecado emerge de nuevo en el corazón. Es en el corazón donde está la raíz del pecado. Mientras uno no pode esa soberbia que domina, esa sensualidad que todo lo pervierte, ese rencor y ese odio que tanto daño provoca, esa envidia que todo lo corroe, ese egoísmo que desmorona toda libertad... el trabajo seguirá siendo inútil y poco fructífero.
Hay que pedir al Espíritu Santo con insistencia que purifique nuestro corazón porque desde la nitidez y sin abandonar la lucha ascética de cada día no se pueden asumir ni interiorizar los sentimientos de Cristo en el interior del corazón. Analizo ahora mi propio corazón y ¡no me queda más que postrarme de rodillas y pedir perdón al Señor porque queriendo ser un jardinero fiel soy incapaz de podar aquello que pervierte mi corazón!

¡Señor, te pido que hagas de mi corazón un jardín florido y no un desierto seco y agreste! ¡Te pido, Señor, que riegues con tu Santo Espíritu mi corazón pequeño y rudo! ¡Que lo llenes con el abono de la gracia para que elimine los rencores, las amarguras y las tristezas y haga mi vida más fuerte que el amor y una fuente de esperanza y alegría! ¡Señor, riega mi corazón para florezca la alegría y no me ahoguen ni las caídas y los fracasos! ¡Señor, cuando las flores de mi corazón se marchiten te pido que con tu sangre preciosa me ayudes a revivir y morar en Ti para crecer en santidad! ¡Señor, que no me den miedo las espinas ni me agobie por los abrojos porque sé que Tú estás conmigo! ¡Y cuando todo me vaya bien, y mi jardín estén bien florido, ayúdame a no relajarme y no cantar victoria para que no se marchite mi corazón con la soberbia y la autosuficiencia! ¡Señor, quiero mirarte siempre a Ti que eres el mejor jardinero y quiero que me conduzcas al mejor jardín que Dios ha pensado para los hombres: el jardín celestial! ¡Espíritu Santo, purifica mi corazón para llegar a ser santo cada día!
Jaculatoria a la Virgen en el mes de mayo: Virgen María, eres sosiego y ternura eres la luz y la fe, dame consuelo en el dolor.
El jardinero, la canción para la meditación de hoy:

lunes, 10 de abril de 2017

La mortificación callada

La vida cristiana exige sacrificio, abnegación, desprendimiento, penitencia, expiación, reparación. En Adviento es un buen momento para mirar el interior del corazón y analizarse bien. Con la colaboración del Espíritu Santo y el concurso de Dios uno va descubriendo en su día a día todos los padecimientos que la vida le ofrece. Cada paso que uno da permite tomar conciencia de su vida asumiendo la intención de cambiar y mejorar. Y ante el defecto, una pequeña mortificación.

La mortificación no es un tema agradable para el hombre de hoy, aunque es un tema crucial para estos tiempos que corren. La mortificación es causa de rechazo pero se convierte en medicina que alimenta el alma y que equilibra interior y espiritualmente. Son como las pilas Duracell de nuestra vida. La mortificación cristiana tiene un valor positivo, de vida y de resurrección.
El sacrificio es innato a la vida de cualquier persona. La mejor mortificación es aquella que se realiza, desde la pequeñez del corazón, no para ganar el aplauso, ni para adquirir gloria, poder o fama, ni para ascender profesionalmente o que se hace por motivos estrictamente de ego y soberbia. En lo terrenal todo sacrificio y esfuerzo suele tener su elogio merecido. En lo espiritual los derroteros son otros: provoca desconcierto, confusión e, incluso, indignación manifiesta.
La mortificación auténtica es la mortificación callada, la que no daña al prójimo, la que nos convierte en seres más atentos y considerados, la que nos vuelve más tolerantes, la que nos coloca en el lugar del otro, la que nos desprende de nuestra soberbia y de nuestro orgullo, la que nos niega a nosotros mismos para hacerlo en beneficio del prójimo, la que pone en orden los sentidos, la que no nos aflige cuando no conseguimos lo que nos proponemos o nuestra voluntad no se sale con la suya.
Al cuerpo y al alma hay que domarlos como el domador hace con un caballo salvaje: así se aplaca nuestras susceptibilidades, nos hace estar menos pendiente de nuestros yoes y nuestros egoísmos, aplaca nuestra furia interior.
Decía un santo sacerdote que cuando uno se decide a ser mortificado su vida interior mejora y acaba siendo más fecundo. ¡Ya me puedo, entonces, poner las pilas!


¡Señor, dame el espíritu de la mortificación porque sé que es principio de vida y dame también la fuerza para que mi vida se organice en torno a la mortificación! ¡Soy consciente, Señor, que el amor me transformará y que necesito ser más mortificado para demostrarte lo mucho que te quiero! ¡Dame Espíritu Santo la la humildad para confesarme con mayor frecuencia y confesarme de corazón lo que más me humilla! ¡Espíritu de paz y de gracia, ayúdame a no salirme con la mía y dejar a los demás lo más honroso! ¡Concédeme, Espíritu de fortaleza, para luchar contra la comodidad y ese espíritu de independencia que tanto me caracteriza!
El Rey vendrá al amanecer, música para este tiempo de Pascua:

lunes, 3 de octubre de 2016

Yo confieso que…

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Misa dominical ayer. Rezo con atención el «Yo confieso» en el que todos pedimos perdón «porque he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». Me quedo toda la ceremonia profundamente conmovido. Como en un trailer de una película pasan frente a mis ojos a toda velocidad todos mis pecados, y aunque ya he realizado varias veces una confesión general, me doy cuenta de mi miseria, de mi pequeñez y de mi insignificancia pero al mismo tiempo de la grandeza y profundidad de la gracia de Dios que siempre perdona. Tristemente he pecado mucho de «pensamiento, palabra, obra y omisión» por mi egoísmo, mi soberbia, mi orgullo, mi vanidad... pero allí está la infinita ternura de la misericordia de Dios que acoge a sus hijos pecadores.

He pecado mucho de «pensamiento, palabra, obra y omisión» y aunque me había propuesto no volver a pecar y caer en la misma piedra vuelvo a las andanzas pocos minutos después de ponerme gozoso de rodillas para rezar la oración que en el confesionario el sacerdote me ha impuesto como penitencia: Esa discusión, esa palabra hiriente, ese gesto torcido, esa falta de caridad, esa omisión voluntaria, ese pensamiento inadecuado, esa cosa a medio hacer... El ser humano es muy reincidente en su pecado, siempre convencido de que limpio por la gracia la tentación no te vencerá y que ganarás al mal. Y caes, y vuelves a caer, abonado al convencimiento de que tu sólo —con tus fuerzas— puedes sostenerte. Y te das cuenta de lo pequeño que eres, lo frágiles que son tus propósitos, lo débil que es tu oración, lo delicado que es tu camino a la santidad y lo mucho que te cuesta amar a Dios. La vida cristiana exige esfuerzo continuado. Y mucha oración auténtica.
«He pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». Y lo hago porque mi corazón se cierra al Amor, se relame en gustarse a si mismo, se gusta en su orgullo y se convierte en una especie de cubo de basura que recoge todo lo negativo de mi. Y me da pena. De mi mismo y del Señor porque cada pecado mío es un latigazo más, una espina en su corona, una llaga en su cuerpo lacerado, un dolor insufrible en el madero santo.
«He pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». Señor, perdón porque no mereces tanto dolor por mi pecado. Pero miras la Cruz y sientes el abrazo amoroso de Cristo que todo lo perdona. Y te comprometes, renovado, a cambiar interiormente para no volver a pecar. ¡Señor pequé, ten piedad y misericordia de mi!
¡Señor pequé, ten piedad y misericordia de mi! ¡Mi sacrificio, Señor, es mi corazón arrepentido! ¡Crea en mí, Señor, un corazón puro! ¡Ten piedad de mí, Señor, y por tu bondad y por tu gran compasión borra mi culpa y purifícame del pecado, de mis faltas y de mis errores! ¡Yo reconozco mi culpa, Señor, tengo siempre presente mi pecado; contra ti pequé haciendo lo que es malo a tus ojos! ¡Señor, Tú amas el corazón sincero y me enseñas la verdad en mi interior; por eso te pido que me purifiques para quedar limpio! ¡Señor, crea en mí un corazón puro y renueva la fuerza de mi alma; no me alejes, Señor, de tu presencia, ni retires de mí tu Santo Espíritu! ¡Concédeme, Señor, la alegría del perdón! Y por ello hago ante ti este Acto de Contrición: «Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío; por ser vos quien sois, bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido; también me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno. Ayudado de vuestra divina gracia, propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Amén».

Escuchamos hoy esta canción francesa de Maurice Cocagnac, L'enfant prodigue: