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sábado, 22 de octubre de 2016

Consejos de Dios

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Tengo un amigo, al que quiero mucho, que se encuentra en una situación muy desesperada. Separado de su mujer —con un divorcio traumático— que le dificulta ver a sus hijos pequeños, con muchos problemas en su trabajo, emocionalmente hundido y con la autoestima baja. Mimbres de desolación en su vida. Me envía un mensaje al móvil: «Necesito que reces MUCHO por mí, estoy estancado».

Como todo lo ve tan negro no es consciente de las cosas trascendentes que pueden sucederle. El estancamiento llega al corazón del hombre cuando uno no tiene claro hacia dónde se dirige su vida. Nadie ha sido creado para llevar una vida vacía y sin sentido. Pero su gran defecto es que no escucha. A nadie. Solo cree en si mismo y en lo que le dicta su conciencia.
Cuando son numerosas las personas que te recomiendan algo específico probablemente es porque esa es la decisión que uno debe adoptar. Y llevarlo a la oración para, a la luz de la revelación, contemplar si uno debe llevar adelante los cambios necesarios en su vida y sus proyectos vitales.
Muchas de las personas que nos rodean son instrumentos que el Señor utiliza para encaminarnos. No es una decisión sabia cerrarse a escuchar los consejos de amigos y familiares; en su infinita sabiduría Dios derrama diferentes tipos de habilidades, palabras y conocimientos en los demás para nuestro bien.
Dios necesita lámparas para iluminar, manos para bendecir y palabras para expresarse y muchas personas lo son. Siempre surge alguien que nos ofrece ese consejo que da la respuesta a nuestra inquietud. Se trata de escuchar las voces correctas, aprender a discernir si un consejo surge de un corazón que ama o es interesado, si proviene de una persona con doble intención o desinteresada, de que sinceramente pretende ayudarnos o tiene un propósito escondido.
Pero la base es aceptar que sin Dios no podemos nada, que somos imperfectos, que solo Dios lo sabe todo y que en el camino errado es necesario aceptar y recibir la corrección para evitar cometer el mismo error. Con la humildad de un corazón pequeño.

¡Padre, envíame tu Espíritu para que mis oídos me guarden siempre de los malos consejos y me hagas atento cuando la voz que habla es la tuya para darme lo que necesito! ¡Señor, te doy gracias por el pan espiritual que provees para cada uno de nosotros y nuestras familias! ¡Señor, guíanos y ayúdanos con la fuerza de tu Espíritu para que podamos silenciar nuestras mentes y podamos escuchar con el corazón! ¡Ayúdanos a ser cada día más humildes y recuérdanos que nuestro primer objetivo es servirte a ti y a nuestro prójimo! ¡Espíritu Santo, ilumíname para cumplir siempre con el plan que tiene Dios preparado para mí! ¡Ayúdame a identificar siempre tus dones espirituales y a ponerlos en práctica! ¡Espíritu Santo danos la fuerza para sostener nuestra cruz y comprender que Cristo es el Redentor del mundo y solamente por medio de Él alcanzamos la sanación! ¡Señor, ayúdame a ser lámpara para iluminar, mano para bendecir y palabra para expresar tu Palabra y tu bondad a los demás!
Me rindo ante Ti, le cantamos hoy al Señor:

viernes, 21 de octubre de 2016

Unir el alma a Dios

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Una de las cosas más hermosas con las que puedo disfrutar cada día es la comunión. No hay nada más intenso en mi vida que este momento. Es como permanecer arrodillado a los pies de Cristo. Y en esos cinco, diez, quince... minutos en los que permanezco en la iglesia después de la comunión mi alma se siente íntimamente unida a la de Jesús. Son momentos de una intimidad impresionante en la que tienes el gozo de poder contemplar a Cristo como muy probablemente lo estarán haciendo en el cielo todos aquellos que han llegado a la dicha de la eternidad.

Te encuentras en actitud abierta sentado en el banco o agazapado en el reclinatorio y todo lo terrenal, todas aquellas preocupaciones que te embargan, desaparecen ante el gozo inmenso de tener a Cristo en tu interior. Y te sientes feliz de poder decirle al Señor: «Gracias, por estar en mi y conmigo», «¡Aquí me tienes, Señor!»...
Son instantes de gozo que permiten concentrar toda la atención única y exclusivamente en aquel que se ha transfigurado para estar cerca de mí. Me viene a la mente la figura de aquel ciego, que en el camino de Jericó, oyendo a la muchedumbre seguir al Señor, aprovechando que pasaba a su vera, aún sin poderle ver, le llama y le pide que se acerque a él. Esa llamada es una llamada de transformación interior. Aquel ciego de Jericó estaba perdido pero, en su sencillez, fue capaz de llamar al Cristo que pasaba. No sabemos, porque no lo dice el Evangelio, que se hizo de él. Pero seguro que en alma, en lo más profundo de su alma, el Maestro debió permanecer siempre. Por eso, después de la comunión, siempre le puedes decir al Señor que antes de comulgar has afirmado «que no soy digno de que entres en mi casa, pero ahora estás aquí, en tu casa, porque mi alma es tuya y te pertenece y puedes hacer de ella todo lo que quieras».
Hoy, en lugar de la oración personal que habitualmente acompaña a la meditación, comparto esta hermosa oración universal del Papa Clemente IX que, por su belleza y profundidad, nos pueden ayudar a orar después de la comunión:
«Creo en Ti, Señor, pero ayúdame a creer con más firmeza; espero en Ti, pero ayúdame a esperar con más confianza; te amo, Señor, pero ayúdame a amarte más ardientemente; estoy arrepentido, pero ayúdame a tener mayor dolor.
Te adoro, Señor, porque eres mi creador y te anhelo porque eres mi último fin; te alabo porque no te cansas de hacerme el bien y me refugio en Ti, porque eres mi protector.
Que tu sabiduría, Señor, me dirija y tu justicia me reprima; que tu misericordia me consuele y tu poder me defienda.
Te ofrezco, Señor mis pensamientos, para que se dirijan a Ti; te ofrezco mis palabras, para que hablen de Ti; te ofrezco mis obras, para que todo lo haga por Ti; te ofrezco mis penas, para que las sufra por Ti.
Todo aquello que quieres Tú, Señor, lo quiero yo, precisamente porque lo quieres Tú, quiero como lo quieras Tú y durante todo el tiempo que lo quieras Tú.
Te pido, Señor, que ilumines mi entendimiento, que inflames mi voluntad, que purifiques mi corazón y santifiques mi alma.
Ayúdame a apartarme de mis pasadas iniquidades, a rechazar las tentaciones futuras, a vencer mis inclinaciones al mal y a cultivar las virtudes necesarias.
Concédeme, Dios de bondad, amor a Ti, odio a mí, celo por el prójimo, y desprecio a lo mundano.
Dame tu gracia para ser obediente con mis superiores, ser comprensivo con mis inferiores, saber aconsejar a mis amigos y perdonar con mis enemigos.
Que venza la sensualidad con con la mortificación, con generosidad la avaricia, con bondad la ira; con fervor la tibieza.
Que sepa yo tener prudencia, Señor, al aconsejar, valor frente a los peligros, paciencia en las dificultades, humildad en la prosperidad
Concédeme, Señor, atención al orar, sobriedad al comer, responsabilidad en mi trabajo y firmeza en mis propósitos.
Ayúdame a conservar la pureza de alma, a ser modesto en mis actitudes, ejemplar en mis conversaciones y a llevar una vida ordenada.
Concédeme tu ayuda para dominar mis instintos, para fomentar en mí tu vida de gracia, para cumplir tus mandamientos y obtener la salvación.
Enséñame, Señor, a comprender la pequeñez de lo terreno, la grandeza de lo divino, la brevedad de esta vida y la eternidad de la futura.
Concédeme, Señor, una buena preparación para la muerte y un santo temor al juicio, para librarme del infierno y alcanzar el paraíso.
Por Cristo nuestro Señor. Amén».
«Eucaristía, milagro de amor», cantamos hoy:

lunes, 3 de octubre de 2016

Yo confieso que…

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Misa dominical ayer. Rezo con atención el «Yo confieso» en el que todos pedimos perdón «porque he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». Me quedo toda la ceremonia profundamente conmovido. Como en un trailer de una película pasan frente a mis ojos a toda velocidad todos mis pecados, y aunque ya he realizado varias veces una confesión general, me doy cuenta de mi miseria, de mi pequeñez y de mi insignificancia pero al mismo tiempo de la grandeza y profundidad de la gracia de Dios que siempre perdona. Tristemente he pecado mucho de «pensamiento, palabra, obra y omisión» por mi egoísmo, mi soberbia, mi orgullo, mi vanidad... pero allí está la infinita ternura de la misericordia de Dios que acoge a sus hijos pecadores.

He pecado mucho de «pensamiento, palabra, obra y omisión» y aunque me había propuesto no volver a pecar y caer en la misma piedra vuelvo a las andanzas pocos minutos después de ponerme gozoso de rodillas para rezar la oración que en el confesionario el sacerdote me ha impuesto como penitencia: Esa discusión, esa palabra hiriente, ese gesto torcido, esa falta de caridad, esa omisión voluntaria, ese pensamiento inadecuado, esa cosa a medio hacer... El ser humano es muy reincidente en su pecado, siempre convencido de que limpio por la gracia la tentación no te vencerá y que ganarás al mal. Y caes, y vuelves a caer, abonado al convencimiento de que tu sólo —con tus fuerzas— puedes sostenerte. Y te das cuenta de lo pequeño que eres, lo frágiles que son tus propósitos, lo débil que es tu oración, lo delicado que es tu camino a la santidad y lo mucho que te cuesta amar a Dios. La vida cristiana exige esfuerzo continuado. Y mucha oración auténtica.
«He pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». Y lo hago porque mi corazón se cierra al Amor, se relame en gustarse a si mismo, se gusta en su orgullo y se convierte en una especie de cubo de basura que recoge todo lo negativo de mi. Y me da pena. De mi mismo y del Señor porque cada pecado mío es un latigazo más, una espina en su corona, una llaga en su cuerpo lacerado, un dolor insufrible en el madero santo.
«He pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». Señor, perdón porque no mereces tanto dolor por mi pecado. Pero miras la Cruz y sientes el abrazo amoroso de Cristo que todo lo perdona. Y te comprometes, renovado, a cambiar interiormente para no volver a pecar. ¡Señor pequé, ten piedad y misericordia de mi!
¡Señor pequé, ten piedad y misericordia de mi! ¡Mi sacrificio, Señor, es mi corazón arrepentido! ¡Crea en mí, Señor, un corazón puro! ¡Ten piedad de mí, Señor, y por tu bondad y por tu gran compasión borra mi culpa y purifícame del pecado, de mis faltas y de mis errores! ¡Yo reconozco mi culpa, Señor, tengo siempre presente mi pecado; contra ti pequé haciendo lo que es malo a tus ojos! ¡Señor, Tú amas el corazón sincero y me enseñas la verdad en mi interior; por eso te pido que me purifiques para quedar limpio! ¡Señor, crea en mí un corazón puro y renueva la fuerza de mi alma; no me alejes, Señor, de tu presencia, ni retires de mí tu Santo Espíritu! ¡Concédeme, Señor, la alegría del perdón! Y por ello hago ante ti este Acto de Contrición: «Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío; por ser vos quien sois, bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido; también me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno. Ayudado de vuestra divina gracia, propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Amén».

Escuchamos hoy esta canción francesa de Maurice Cocagnac, L'enfant prodigue: