Entrada destacada

ADORACIÓN EUCARÍSTICA ONLINE 24 HORAS

Aquí tienes al Señor expuesto las 24 horas del día en vivo. Si estás enfermo y no puedes desplazarte a una parroquia en la que se exponga el...

Mostrando entradas con la etiqueta pecado. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta pecado. Mostrar todas las entradas

lunes, 26 de febrero de 2018

Creo en Dios Padre Todopoderoso: ¿Todopoderoso?


Desde Dios
Creo en Dios Padre Todopoderoso. ¿Todopoderoso? Lo recitamos en el Credo pero, ¿se puede afirmar la omnipotencia divina cuando en nuestro mundo hemos de enfrentamos al sufrimiento, a la tribulación o al mal que Él, Creador de todo, permite? ¿Es lógico que ante tanto sufrimiento y tanto dolor para muchos sea problemático creer en Dios, al que los católicos definimos como Padre Todopoderoso? Dios es Dios. 
Esta realidad tan obvia se cita en el Catecismo. Uno debe salir de sus estereotipos y de sus patrones de pensamiento tan radicalmente humanos y recordar que nuestros pensamientos no son los de Dios y nuestros caminos no son los suyos.
La omnipotencia de Dios no es, en ningún caso, una fuerza arbitraria. La omnipotencia de Dios se ilumina por una luz deslumbrante, la luz de su paternidad. Y esta omnipotencia se presenta ocupándose de nuestras necesidades y con el gran regalo de nuestra adopción filial y, sobre todo, tiene su máxima expresión en la dulzura del gran amor que siente por cada uno de nosotros, por su infinita y paciente misericordia, por el poder que demuestra con el perdón gratuito de nuestros pecados en la confesión, en la libertad que otorga a nuestra vida y con la invitación permanente a que convirtamos nuestro corazón. ¡Qué manera tan hermosa y humilde de expresar su poder!
Pero hay un poder más profundo todavía. Es el de su entrega total por medio de Cristo, su Hijo, cuya presencia para la salvación del mundo revela su omnipotencia de Padre. Dar la vida por el otro, para la redención de los pecados, venciendo al mal con el bien.
¿Se puede afirmar, entonces, la omnipotencia divina cuando en nuestro mundo hemos de enfrentamos al sufrimiento, a la tribulación o al mal que Él permite? Pues cada vez que en el Credo recito la frase «Creo en Dios Padre Todopoderoso» no hago más que expresar mi fe en el poder de inconmensurable del amor de Dios que por medio de Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, fue crucificado, muerto y sepultado y resucitó al tercer día para vencer el odio, el dolor, el sufrimiento, el mal y el pecado; y afirmo también que gracias a esta muerte en Cruz nos ha abierto las puertas de par en par a la vida eterna para, según nuestra libertad, entrar algún día en la Casa del Padre.
¡Yo creo en Dios y, sobre todo, creo en su omnipotencia!
¡Padre bueno, creo en Ti, creo que eres Padre Todopoderoso; creo que has creado el cielo y la tierra y a los hombres por puro amor; creo en Tu Hijo, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y que padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado y resucitó para salvarnos del pecado y abrirnos las puertas del cielo! ¡Yo te glorifico, Dios mío, y te adoro porque eres un Padre amoroso, rico en gracia, magnífico en tu misericordia, generoso en el perdón y paciente con nuestras faltas! ¡Te glorifico, Padre, y te doy gracias por el regalo de Jesucristo, Tu hijo, Salvador de la humanidad, ejemplo a seguir como modelo de vida! ¡Concédeme la gracia, Padre, de fijar mi mirada siempre en Él y contemplarle con humildad y sencillez para a través suyo comprenderte y entenderte a Ti que eres la grandeza suma! ¡Te doy gracias, Padre, porque en tu omnipotencia nos amas con un amor desbordante, nos amas desde el momento mismo en que pensaste en nosotros, tu que eres justo y generoso! ¡Te doy gracias, Padre, porque eres el Dios Todopoderoso que rechaza el mal, el uso de la fuerza, la imposición y ejerces tu poder desde el amor!
Hoy, la Cantata 171 de Bach con el sugerente título de Dios, tu gloria es como tu nombre:



martes, 13 de febrero de 2018

Entre el jardín del Edén y el desierto de la vida




Desde Dios
Por razones laborales me encuentro desde hace un par de días en un país del Golfo Pérsico. La capital es una amalgama de rascacielos de formas caprichosas, mercados tradicionales y centros comerciales. Todo es exuberante y excesivo. En mi hotel sobresale la impresionante grandilocuencia de la decoración y las tiendas de primeras marcas y un vergel de plantas que recuerdan un jardín del edén poblando los diferentes rincones del edifico. 
A pocos kilómetros de la ciudad todo es un impresionante desierto que conforma un mar de dunas.
Mañana que comienza la Cuaresma este cuadro me recuerda el exuberante jardín del Génesis y el ahogante transitar por el desierto de la vida.
Esta ciudad que cuenta con todas las comodidades, propia de nuestro tiempo, es como el Jardín del Edén, todo pensado para que el hombre y la mujer puedan vivir como verdaderos hijos de Dios y gozar de su amor. Sin embargo, el hombre, deslumbrado por lo exterior, rehúsa este regalo divino. Prefiere —podríamos afirmar, incluso, que se niega—a escuchar Su palabra, dejándose orientar por la audacia del diablo disfrazado de serpiente. Cada día éste nos susurra al oído la hipocresía y la mentira de Dios y trata de hacernos ver que su poder nos sofoca en el deseo de estar en comunión con la vida que Dios ofrece. Satanás nos propone ser como dioses para que lo que está prohibido se transforme en algo deseable... Así, como los primeros padres, nosotros no aceptamos lo que Dios nos regala como un obsequio lleno de amor. Pero nadie, fuera del registro del amor, puede recibir el amor que se le ofrece. Y, así, uno se acaba descubriendo pobre y desnudo, sin nada y sin dignidad. El pecado, exuberante en cuanto exceso exterior, te hace perder tu dignidad y te aleja de esa gracia que te une íntimamente a Dios.
Hoy me planteo la cantidad de tentaciones que pone el diablo en mi vida. Las veces que como hombre deambulo por el desierto en busca de esa felicidad perdida. Es a este lugar donde está nuestra humanidad al que acude también Jesús al comenzar su ministerio público. Las tentaciones a Jesús son las mismas que sufrió Adán: soberbia, autocomplacencia, gloria vana, codicia, avaricia. Pero Jesús permanece fiel a su Padre, manteniendo su mirada fija en la Palabra de Dios. Esta fidelidad al amor del Padre saca al diablo de sus casillas y conduce a Jesús a la alegría del Padre.
Así es como Jesús hace que el desierto de nuestras vidas florezca de nuevo. Fiel a la Palabra y al amor del Padre, rectifica lo que está torcido y distorsionado en nuestra existencia. Nos sitúa de nuevo al pie del árbol en el corazón del jardín. Este árbol es el árbol de la vida: la cruz. Este árbol ofrece un fruto abundante: el Cuerpo y la Sangre de Cristo que nos han sido dados para que podamos tener vida, para que podamos entrar en intimidad con Dios. Cristo restaura así nuestra dignidad de hijos de Dios.
Mañana comienza la Cuaresma. En este tiempo me propongo reconciliarme interiormente con Dios para poder entrar con Cristo en el jardín donde está plantado el árbol de la Cruz y disfrutar de una vida en plenitud con Él.
Un tiempo de mayor oración para evaluar mis comportamientos, mis actitudes, mi vida, mis proyectos… situándolo todo en torno a una simple y escueta pregunta: ¿qué lugar ocupa Dios en mi vida? Esto me ayudará con toda seguridad a reconocer la tentación que me lleva a cuestionar la bondad, providencia y misericordia que Dios siente por  mi y por la humanidad entera. Un tiempo para que mis labios repitan durante este periodo pascual aquello tan hermoso que el salmo canta para la purificación interior y el reconocimiento humilde del propio pecado: ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! ¡Porque yo reconozco mis faltas y mi pecado está siempre ante mí!
Así caminaré por el desierto de la vida pero alimentado por el fruto vivo de Jesús que fortalece mi corazón y me da fuerzas para no caer en tentación.
¡Padre, en el desierto de mi vida quiero envolverme en tu misterio! ¡No permitas que nadie ni nada se interfiera entre nosotros! ¡Envía tu Espíritu sobre mí para que me capacite a entender todo lo que me sucede, a vivirlo como una revelación, a sentirme cercano a Ti! ¡Ayúdame, Señor, a despojarme de mi yo, a desnudar mi alma y mi corazón, a dejar todo lo que es innecesario para acercarme más a Ti! ¡Quiero, Padre, estar totalmente disponible para Ti, postrado con el corazón abierto, a la espera de cumplir tu voluntad! ¡Te busco, Señor, con los ojos puestos en tu Hijo Jesucristo, con la fuerza de tu Espíritu, con el don de la fe! ¡Estoy desnudo ante Ti, Padre, con toda mi miseria y pequeñez para comprender desde lo más íntimo del corazón todo aquello que esperas de mi! ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! ¡Porque yo reconozco mis faltas y mi pecado está siempre ante mí!  ¡Aquí estoy, Señor, transparente como el agua pura para poner mi realidad a tus pies! ¡Y esto me permite, Señor, vivir confiadamente, abandonarme esperanzadamente, sumergirme en la inmensidad de tu amor y misericordia! ¡Señor, Dios todopoderoso, que has padecido en el árbol de la cruz, por mis pecados, se mi amparo, aleja de mí cualquier tentación, aparta de mi todo mal, dirige mis pasos hacia el camino de la salvación y desprende de mi corazón cualquier pena amarga que me aleje de Ti! ¡Señor, adoro Tu  Sant Cruz, y a los pies de este árbol de la vida haz que el mal se aleje siempre de mí!
Widerstehe doch der Sünde, BWV 54 (Resiste al pecado), una hermosa cantata de Juan Sebastian Bach para acompañar a la meditación de hoy:


jueves, 6 de julio de 2017

El pecado que vive en mi

desde dios
Uno de los aspectos que más me impresionan de la figura del apóstol san Pablo, ese espejo que tenemos los cristianos para fortalecer nuestra fe, es su confesión de que de una manera reiterada tenía que luchar contra los demonios que combatían su espíritu. San Pablo se declara en la carta los Filipenses como un ser imperfecto, consciente de su absoluta vulnerabilidad, confesión que reitera en la carta a los Corintios; se considera el primero de los pecadores, aspecto que incide cuando escribe a Timoteo; e, incluso, duda de que algún día pueda llegar a salvarse, como manifiesta en la epístola a los Romanos. Si Paulo de Tarso, apóstol del cristianismo y uno de los mayores protagonistas de su expansión tras la muerte de Cristo, mantiene consigo mismo una idea tan profunda de su pequeñez, ¿en qué situación me encuentro yo, hombre con pies de barro, que se cree tan perfecto, con una vida interior tan ínfima, tan pobre, tan angostada?Pensar en san Pablo es entender que el pecado vive en mí a pesar de mis desvelos por desterrarlo de mi alma y de mi corazón, cautivo como estoy a los estímulos del pecado, con una experiencia espiritual que no es más que una retahíla de fracasos y de caídas permanentes, con negaciones constantes al Señor…
Asumiendo la vida del apóstol siempre hay esperanza. Y esa esperanza viene de Dios. De ese Dios hecho carne, de esa salvación prometida, de ese cumplimiento para que yo pueda salvarme, de ese gesto impresionante de morir en mi lugar para que yo pueda redimirme del pecado. Contemplo la Cruz y veo la grandeza de ese Cristo yaciente, su santidad, su muerte redentora, la grandeza de ese gesto y no me queda más que exclamar con convincente gozo: ¡Gracias, Dios mío, por darme a Jesucristo, que se ha ofrecido a si mismo sin mancha, y me hace entender que estoy en este mundo para servirte a Ti como un verdadero hijo tuyo!
Mi camino es imperfecto aunque tantas veces me crea un ser superior pero si hay algo que Dios tiene claro es lo que quiere de mí y cómo conseguirlo. Y todo pasa por desterrar la soberbia del corazón para vivir entregados a Él y a los demás con humildad, amor, servicio y generosidad. Y cuando me crea perfecto… basta con tratar de leer los renglones torcidos que Dios escribe en mi vida para entender por donde debe ir mi transformación interior.

¡Señor, sé que lo que te agrada de mi es que sea sencillo, mi pequeñez, mi humildad, mi camino paso a paso! ¡Bendice, Tú Señor, mi caminar! ¡Perdóname, Señor, por las ocasiones en que no me someto a tu voluntad sino que hago lo que creo que es más conveniente para mí si tenerte en cuenta a Ti! ¡Perdóname, Señor, por esas obras pecaminosas que me apartan de tu corazón inmaculado! ¡Perdóname, por los acuerdos con el enemigo que me hacen ver el pecado como algo liviano y trivial! ¡Te pido, Señor, que selles mi mente, mi espíritu, mi cuerpo y mi alma con tu sangre! ¡Señor de misericordia, abre mi ojos para que siempre sea capaz de descubrir el mal que hago! ¡Toca con tus manos mi corazón para que me convierta sinceramente a Ti! ¡Restaura en mi corazón tu amor, Señor, para que en mi vida resplandezca con gozo la imagen de tu Hijo Jesucristo! ¡Señor, tu exclamaste que querías la conversión del pecador; aquí estoy yo Señor para confesar mis pecados y reclamar tu perdón! ¡Ayúdame, Señor, a escuchar tu Palabra, a hacerla mía! ¡Ayúdame, Espíritu Santo, dador de vida, a comportarme con sinceridad en el camino del amor y la entrega a los demás, y a crecer en Jesús en todos los acontecimientos de mi vida! ¡No tengas en cuenta mis negaciones, Señor, y mírame cada vez que caiga con tu mirada de amor misericordioso porque sabes que esto mueve a mi corazón a prometerte fidelidad!
Himno al amor, para acompañar el pensamiento de hoy:

sábado, 26 de noviembre de 2016

Inclinado consciente del pecado

orar-con-el-corazon-abierto
Durante la Santa Misa, en el momento en que se pronuncian las palabras «porque he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión», mi vecino de banco inclina su cuerpo y con el puño cerrado golpea con fuerza su corazón. No termina la oración porque le oigo decir compungido: «Señor, perdona, porque he pecado mucho contra ti y contra los demás». Estoy profundamente sacudido. ¡Este hombre tiene verdadero sentido de su pecado! Es consciente de su nada pero también de la enorme gracia del perdón de Dios que es, en sí mismo, misericordia pura.
Estoy convencido de que este hombre no se regodea del pecado cometido. Ante tanta misericordia que recibe del Padre se inclina para ser consciente de que Dios le ama con ternura infinita. Después de comulgar, al terminar la Misa, los dos permanecemos en el banco sentados unos minutos. Le miro de reojo y pienso: «Señor, tu lo sabes todo. Tú sabes como lo sabes de este hombre que soy un pecador». Porque lo soy; soy un pecador que camina siempre en el filo de la vida con propósitos de no volver a caer y resbalando con la misma piedra. Y te caes cuando piensas que estás bien sujeto porque el orgullo te puede y la soberbia te desequilibra. Porque no eres consciente de que la tentación es sibilina y te debilita a la mínima que le abres una rendija.
«Si, Señor, tu lo sabes todo. Tú sabes como lo sabes de este hombre que soy un pecador». Un pecador que se hace fuerte en si mismo pero que no tiene la valentía de ponerse confiado en las manos providentes de Dios; que intenta rezar, pedir, dar gracias y bendecir pero sólo puede balbucear palabras reiterativas; con gestos, palabras y actos que desdibujan el verdadero sentido de la fe que profesa; que es inconstante en la oración; al que le cuesta la entrega y el desprendimiento; que está lleno de buenas intenciones y mejores propósitos pero que no tiene más que negligentes omisiones y tristes descuidos; con un corazón abierto al «yo» más que al amor, al servicio, a la generosidad y a la entrega…¡Qué esperar de alguien con estos mimbres! Simplemente, el Amor del Padre.
«Porque he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». Solo puedo pedir al Padre que me perdone. Una vez más. Afligido, a la espera de su abrazo, de su amor, de su misericordia y de su gracia para reconocerle mi realidad de pecador, pedirle la gracia de la conversión mirando a su Hijo crucificado y que cree en mí un corazón nuevo abierto en espíritu, amor, fe y verdad.

¡Señor, Tú eres el Dios del perdón que suprimes la iniquidad y perdonas el pecado y amas la misericordia: compadécete de mi y destruye todas mis culpas y pecados! ¡Reconozco ante ti, Padre, mi realidad de pecador y mirando a tu Hijo crucificado con una mirada arrepentida, agradecida y de fe no puedo más que pedirte el perdón y la gracia de una conversión auténtica! ¡Te pido perdón, Señor, por haber pecado de pensamiento porque son tantas las veces que la mente alimenta que las cosas las puedo lograr por mi mismo porque dependen de mi buen trabajo y mi esfuerzo y allí no apareces Tú; porque son tantas las veces que pienso o digo algo y hago lo contrario; porque son muchas las ocasiones que interiormente juzgo y condeno; porque es mucho el tiempo que pierdo en cosas intranscendentes o que no son buenas! ¡Perdón, Señor! ¡Te pido perdón, Señor, porque he pecado de palabra, criticando, juzgando, hiriendo, rebelándome contra Ti, con conversaciones inútiles, con excusas y pretextos vanos! ¡Perdón, Señor, y ayúdame que mis palabras surjan de un corazón sincero! ¡Perdón, Señor, también porque he pecado de obra contra ti y contra los demás por tantas infidelidades a los compromisos adquiridos, al egoísmo, a la envidia, a las obras contra la caridad y el amor; al incumplir mis deberes como esposo, como padre, como amigo, como compañero de trabajo; al no buscar el bien común; al no trabajar a veces con esmero y por amor a Ti y a los demás; por descuidar mi camino de santidad y mis obligaciones como cristiano! ¡Perdón, Señor, y ayúdame a tener una conciencia recta, una actitud positiva y un vivir santo! ¡Señor, perdón porque he pecado también de omisión porque pudiendo ayudar no lo he hecho, pudiendo servir no he servido, pudiendo alentar no he alentado, pudiendo ayudar por pereza o por vergüenza no me he ofrecido, pudiendo defender al injustamente criticado he callado, pudiendo escuchar no he escuchado, pudiendo dar buen ejemplo no lo he dado, pudiendo ofrecer mi mano y me escabullí para no hacerlo! ¡Perdón, Señor, pero tú sabes que tengo deseos de cambiar interiormente! ¡Escucha, Señor, mis súplicas que son sinceras y nacen de un corazón abierto a tu misericordia!
La misericordia del Señor cantaré:


lunes, 3 de octubre de 2016

Yo confieso que…

chagall-filsprodigue-grande
Misa dominical ayer. Rezo con atención el «Yo confieso» en el que todos pedimos perdón «porque he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». Me quedo toda la ceremonia profundamente conmovido. Como en un trailer de una película pasan frente a mis ojos a toda velocidad todos mis pecados, y aunque ya he realizado varias veces una confesión general, me doy cuenta de mi miseria, de mi pequeñez y de mi insignificancia pero al mismo tiempo de la grandeza y profundidad de la gracia de Dios que siempre perdona. Tristemente he pecado mucho de «pensamiento, palabra, obra y omisión» por mi egoísmo, mi soberbia, mi orgullo, mi vanidad... pero allí está la infinita ternura de la misericordia de Dios que acoge a sus hijos pecadores.

He pecado mucho de «pensamiento, palabra, obra y omisión» y aunque me había propuesto no volver a pecar y caer en la misma piedra vuelvo a las andanzas pocos minutos después de ponerme gozoso de rodillas para rezar la oración que en el confesionario el sacerdote me ha impuesto como penitencia: Esa discusión, esa palabra hiriente, ese gesto torcido, esa falta de caridad, esa omisión voluntaria, ese pensamiento inadecuado, esa cosa a medio hacer... El ser humano es muy reincidente en su pecado, siempre convencido de que limpio por la gracia la tentación no te vencerá y que ganarás al mal. Y caes, y vuelves a caer, abonado al convencimiento de que tu sólo —con tus fuerzas— puedes sostenerte. Y te das cuenta de lo pequeño que eres, lo frágiles que son tus propósitos, lo débil que es tu oración, lo delicado que es tu camino a la santidad y lo mucho que te cuesta amar a Dios. La vida cristiana exige esfuerzo continuado. Y mucha oración auténtica.
«He pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». Y lo hago porque mi corazón se cierra al Amor, se relame en gustarse a si mismo, se gusta en su orgullo y se convierte en una especie de cubo de basura que recoge todo lo negativo de mi. Y me da pena. De mi mismo y del Señor porque cada pecado mío es un latigazo más, una espina en su corona, una llaga en su cuerpo lacerado, un dolor insufrible en el madero santo.
«He pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión». Señor, perdón porque no mereces tanto dolor por mi pecado. Pero miras la Cruz y sientes el abrazo amoroso de Cristo que todo lo perdona. Y te comprometes, renovado, a cambiar interiormente para no volver a pecar. ¡Señor pequé, ten piedad y misericordia de mi!
¡Señor pequé, ten piedad y misericordia de mi! ¡Mi sacrificio, Señor, es mi corazón arrepentido! ¡Crea en mí, Señor, un corazón puro! ¡Ten piedad de mí, Señor, y por tu bondad y por tu gran compasión borra mi culpa y purifícame del pecado, de mis faltas y de mis errores! ¡Yo reconozco mi culpa, Señor, tengo siempre presente mi pecado; contra ti pequé haciendo lo que es malo a tus ojos! ¡Señor, Tú amas el corazón sincero y me enseñas la verdad en mi interior; por eso te pido que me purifiques para quedar limpio! ¡Señor, crea en mí un corazón puro y renueva la fuerza de mi alma; no me alejes, Señor, de tu presencia, ni retires de mí tu Santo Espíritu! ¡Concédeme, Señor, la alegría del perdón! Y por ello hago ante ti este Acto de Contrición: «Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío; por ser vos quien sois, bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido; también me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno. Ayudado de vuestra divina gracia, propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Amén».

Escuchamos hoy esta canción francesa de Maurice Cocagnac, L'enfant prodigue:

viernes, 9 de septiembre de 2016

¡Que gran regalo el tuyo, Señor!

confesión
Acudo a la confesión como tantas otras veces en mi vida. Pero ayer, de manera especial, veo este sacramento de la reconciliación como un gran regalo porque cuando rezo de rodillas la penitencia que me impone el sacerdote me reencuentro con Ese que me ama con un Amor infinito y al que me duele profundamente haber tratado de manera tan injusta, a quien me duele haber hecho daño con mis faltas y mis pecados. Siento en mi vida, arrodillado ante el Sagrario, el don de la misericordia de Dios que entregó a su Hijo para reconciliarme con su amor y sus proyectos.
Lo más impresionante es que es el Señor es el que toma la iniciativa del perdón para que yo también aprenda a perdonar. Eso me lleva a reflexionar también que si para mí la confesión es algo costoso como no será también para Dios que hizo que su Hijo sudara sangre de dolor y de angustia. Pero Dios carece de memoria del pecado de la persona que se acerca a un confesionario y se arrepiente profundamente y suplica su perdón porque no hay alma más pura que aquella que vive en el perdón porque en el perdón está reflejada la mirada de Dios. Ayer precisamente sentí esa hermosura del amor divino que te perdona y que hace caer todos los prejuicios de tu vida y que sella en tu corazón una impronta de paz.
Sentí como Jesús me daba de nuevo otra oportunidad. Sentí que verdaderamente el cristianismo está basado en el amor. Y muchas veces estructuramos nuestra vida intentando no pecar, pero el cristianismo no es intentar no morir sino que es vivir, crecer, amar. Y arrodillado, pidiendo perdón, le digo al Señor que en cada una de mis faltas es Él el que me dice que no le di de comer, que no le di de beber, que estuvo enfermo y no le visité, que necesitaba el perdón y no lo vi, que le critiqué, le calumnié, le insulté, no fui caritativo con Él, no tuve paciencia, provoqué divisiones en la familia, entre los amigos, le humillé, le desprecie, le juzgué con dureza, preferí tener una vida cómoda antes de entregarme a los demás. En definitiva, que cometí la insensatez de buscar la felicidad por mí mismo, queriendo ser un pequeño dios, y eso me impidió hacer feliz a los demás por qué no he amado como ama Jesús.
La confesión de ayer me animó a seguir adelante, consciente de que volveré a pecar y a sentirme vacío, sucio e impresentable interiormente, pero que puedo volver a levantarme y mirar con mirada limpia a ese Dios que me ha creado, que me ama, con un sentimiento nuevo de amor y que al volver a confesarme sentiré como es el mismo Cristo, mi amigo fiel, el que impondrá sus manos sobre mi frente y exclamará: «Levántate y anda y no peques más».

¡Hoy exclamo como el salmo: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava todo mi delito, limpia mi pecado pues yo reconozco mi culpa y tengo siempre mis faltas presentes; contra ti, contra ti sólo peque, cometí la maldad que aborreces»! ¡Abre siempre mis ojos, para que sea capaz de ver los daños y el mal que cometido y el bien que dejado de hacer, y toca suavemente mi corazón para que sea capaz de convertirme de una manera sincera a ti! ¡Envía tu Espíritu Señor para que fortalezca mi debilidad, y renueve cada día el profundo amor que siento por ti y para que todas mis obras estén impregnadas por tu gracia y yo pueda convertirme en un auténtico testigo tuyo! ¡Gracias por haber instituido el sacramento de la reconciliación porque me hace más humilde para reconocer mis pecados y necesitado de tu gracia, Señor¡ ¡Gracias también porque me hace consciente de mi miserable naturaleza y me ayuda a crecer humana y espiritualmente! ¡Te te pido vivir siempre el sacramento de la confesión para recuperar en mi vida el sentido de estar cerca de ti, Dios mío, para llenar mi vida con esa experiencia maravillosa que es encontrarme contigo y descubrir el verdadero significado del perdón y de la misericordia! ¡Señor, no permitas que te rechace nunca, ni que construya mi felicidad en función de mi voluntad apartándote de mi vida! ¡Gracias por las gracias que recibí ayer que me he levantado, me fortalece, me animan, me restaurar, me salvan, y Y transforman por completo mi vida!
Renuévame, Señor Jesús:

domingo, 14 de agosto de 2016

Cuando el Señor te mira con amor eterno…

Sentado ante el Santísimo siento en mi corazón reconfortado, lleno de paz y de amor. A ese Cristo presente en el Santísimo no le puedes ocultar lo que tu corazón siente. Puedes permanecer en silencio, con la mente perdida, con el corazón silente, con el alma rota… No importa. El conoce mis agobios, mis alegrías, mis penas, mis caídas, mis torpezas… Todo. Yo puedo tener una gran habilidad para evitar mostrar mis sentimientos a los demás pero con Él todo es diferente. ¿Cuántas veces te postras delante del Señor y le dices con el corazón abierto «Señor, ¿que te puedo decir que no conozcas?». Me gusta mirar fijamente a los ojos de la gente. En la mirada del hombre está el reflejo de su alma y muchas veces me cuestiono que ocultará esa mirada. En la oración es el Señor quien me mira, el que logra traspasar el iris de mis ojos para auscultar lo que siente mi corazón. A él no puedo engañarle.
Es en estos momentos cuando puedes exclamar: «¡Señor, ven y mírame! ¡ven y mírame, Señor, para que no me desvíes del camino, para que no me aleje de ti, para que sienta el poder de tu gracia, para ser consciente de cuales son mis pecados!».
Hay algo muy hermoso en la oración ante el Santísimo: el Señor te mira con amor eterno y por su gran misericordia te perdona sin necesidad de descubrir a nadie le inmundicia de tu pecado. Es en la confesión, ante el Santísimo y en la Eucaristía donde el Señor sana muchos corazones.

¡Señor, me produce una enorme emoción postrarme ante ti en el Santísimo Sacramento, donde hay tanto amor esperando, tanta entrega generosa, tanta necesidad de acogimiento! ¡Señor, yo creo que estás aquí, que me ves, que me oyes y te adoro profundamente desde la pequeñez de mi vida! ¡Y te doy gracias por todo lo que me regalas! ¡Y sobre todo, Señor, me siento amado! ¡Quiero en este momento darte gracias por tan precioso regalo, por poder compartir contigo un tiempo de mi vida con mis alegrías y mis penas! ¡También para descargarte de tantas ofensas que recibes porque yo también te he ofendido muchas veces! ¡Tu gracia me llena de paz y me invita a creer en ti y mejorar como persona! ¡Me consagro a ti y a tu Santísima Madre porque con vuestras manos santísimas mis deseos, mis afectos, mis ocupaciones, todo lo que tengo están a buen recaudo! ¡Eres mi Dios, Señor, y por eso te pido que no ceje de amarte y de quererte!

Pange Lingua, cantamos hoy al Señor en esta bella versión:

jueves, 4 de agosto de 2016

¿Son realmente necesarios los sacramentos?

Me comenta uno de mis mejores amigos ─un joven alegre, abierto, simpático, lleno de vida, tolerante, generoso, amigo de sus amigos─ me explica que cree en Dios pero que no frecuenta la Iglesia ni los sacramentos. No tiene dudas de que Dios existe. Su planteamiento es que Dios es bueno por naturaleza, le está muy agradecida por ello, reza cuando las cosas van mal dadas… El ya trata de hacer el bien a los demás. Le afecta profundamente cuando contempla las cientos de desgracias que ocurren en el mundo y que vemos en tiempo real en los medios de comunicación, le produce gran dolor ver sufrir a la gente pobre que se encuentra por las esquinas, sufre por las personas enfermas, por los necesitados ─a veces, incluso, hace algún voluntariado─, vive una vida coherente sin alcohol, sin drogas, sin sexo fácil… Le gusta dar amor y recibir amor a las personas que quiere. Contagia alegría por su sonrisa fácil y su personalidad arrolladora. Sin embargo, le hastían las ceremonias religiosas, se aburre en la Santa Misa, no le ve sentido a confesarse ni a llevar una vida de sacramentos. Para el eso es algo un poco retrógrado. Vivir y deja vivir. A mi me gustaría que mi amigo se confesara y que pudiera recibir al Señor al menos cada domingo.
«¿Tienes novia?», le pregunto. Efectivamente, tiene novia. Y la ama. Y necesita estar con ella. Y compartir sus experiencias, sus tristezas, sus éxitos y sus fracasos. Necesita verla cada día y cuando pasan unas horas que no se ven necesitan llamarse. Con ella seguramente no harás lo que siempre deseas, discutirás, pasarás tiempo entre cervezas y discotecas, comentareis las buenas notas de la Universidad o aquel trabajo low cost que anhelaban para pagarse el viaje de fin de curso y uno de vosotros no habeis conseguido. Juntos compartireis comidas en un restaurante de comida rápida porque sin alimentos ni bebida no es posible sobrevivir. Si así es vuestra vida cotidiana, así es también nuestra vida sacramental. Los sacramentos son para el espíritu del hombre lo que vigoriza el alma. El complemento ideal a la bondad del hombre.
Pero hay algo más, incluso, que vivifica el corazón del creyente. Cada vez que entramos en un templo allí está el Señor que nos espera enamorado. Cada vez que asistimos a un oficio se produce una cita de amor con el Dios que nos ha creado.
Los sacramentos son esos encuentros especiales con Jesús pensados para cada momento de nuestra vida. Y, a través de ellos, Cristo se hace presente en lo más profundo del corazón para transformarnos con su amor.
Si por el bautismo nacemos de nuevo y tenemos el honor de liberarnos del pecado original y ser hijos protegidos del Padre, en la confirmación recibimos la fuerza del Espíritu Santo y fortalecemos los dones del bautismo. Por medio del sacramento de la penitencia recibimos el perdón de nuestros pecados, recuperamos la gracia, nos reconciliamos con Dios y obtenemos el consuelo, la paz, la serenidad espiritual y las fuerzas para luchar contra el pecado. En la Eucaristía —el sacramento por excelencia— nos llenamos de la gracia recibiendo al que por sí mismo es la Gracia. ¡Celebrar la Eucaristía supone que Cristo se nos da a sí mismo, nos entrega su amor, para conformarnos a sí mismo y crear una realidad nueva en nuestro corazón! A través del matrimonio —el noviazgo en el caso de mi amigo— nos convertimos en servidores del amor.
No basta sólo con la fe. Es imprescindible alimentarla con el sello vivo de los sacramentos en los que Dios ha dejado su impronta. Los sacramentos son signos visibles de Dios y no los podemos menospreciar. Y Cristo es el auténtico donante de los sacramentos. Son un regalo tan impresionante que Cristo quiso que fuese Su Iglesia quien los custodiara para ponerlos al servicio de todas las personas. Y la gran eficacia de los sacramentos es que es el mismo Jesús quien hace que tengan un efecto concreto en cada persona porque es Él mismo quien hace que funcionen.
La inquietud de mi amigo se ha convertido también en mi inquietud porque me permite darme cuenta que a través de la Palabra y los sacramentos, en toda nuestra vida, Cristo está realmente cercano. Por eso hoy le pido al Señor que esta cercanía me toque en lo más íntimo de mi corazón, para que renazca en mí la alegría, esa sensación de felicidad que nace cuando Jesús se encuentra realmente cerca.

¡Te doy infinitas gracias, Señor, por los sacramentos de tu Iglesia, fruto de tu amor para nuestra salvación! ¡Te doy gracias, Padre, porque transforman nuestra vida, mi vida! ¡Te doy gracias, Padre, porque a través de ellos puedo descubrir que no hay nada más gratuito que el amor! ¡Te doy gracias, Señor, porque a través de los sacramentos se revela tu amor liberador y creador se manifiesta de manera auténtica y me invitas a la transformación personal! ¡Te doy gracias por los sacramentos del Bautismo y la Confirmación porque a través de ellos me invitas a renacer a la vida y ser parte activa del camino hacia la salvación! ¡Te doy gracias por el sacramento de la Penitencia que me permite reconciliarme contigo! ¡Te doy gracias por el sacramento del matrimonio y de los enfermos en los que puedo vivir la realidad cotidiana del amor y crecer como persona! ¡Te doy gracias por el sacramento del Orden por el que permites que tantos hombres vuelquen su vocación para servirte espiritualmente! ¡Te doy gracias por el gran sacramento de la Eucaristía por el que nos invitas a todos a participar activamente del gran milagro cotidiano de tu presencia entre nosotros y anticipar el gran ágape que nos espera en el Reino del Amor y en el que todos los sacramentos confluyen! ¡Gracias, Jesús, amigo, porque Tú eres el verdadero sacramento, el que da la vida y la esperanza, el perdón y la caridad, y porque todos los sacramentos confluyen en tus manos que tenemos la oportunidad de tocar cada día! ¡Gracias, Señor, por tanto amor y misericordia!


Sagrado Corazón de Jesús, ¡En vos confío!Jaculatoria a la Virgen: Virgen María, madre de Dios, quiero ser como tú, amigo de la gente y disfrutar de la compañía de tu Hijo Jesucristo porque también está dentro de mi pequeño corazón. Gracias por quererme tanto, María.

En este días nos regalamos las Laudes a la Virgen María, de Giuseppe Verdi: