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sábado, 29 de octubre de 2016

Confesión: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por qué contárselo a un cura?

Así actúa la gracia, la alegría y el perdón en la vida del que se confiesa

Se ha celebrado en Madrid el I Congreso sobre la Misericordia. Una de las ponencias ha sido sobre la confesión, sacramento de misericordia que fue impartida por Manuel González López Corps, doctor en Sagrada Liturgia y profesor de la Universidad de San Dámaso en Madrid.

En el programa radiofónico El Espejo han aprovechado la ocasión para preguntarle algunas cosas básicas del sacramento de la penitencia. ¿Qué es? ¿Por qué confesarse? ¿Cómo debe ser un buen confesor? ¿Cómo se hace una buena confesión? ¿Por qué hay que contarle los pecados a un cura?

Para Manuel González López Corps, la clave está en las últimas frases de la confesión. El sacerdote dice: “Dar gracias al Señor porque es bueno” y el penitente contesta: “Porque es eterna su misericordia”.

¿Qué es la confesión y porqué hay que confesarse?

Hay que confesarse porque hay que manifestar las maravillas de Dios. La confesión, antes de ser de nuestros pecados, es una confesión de lo que Dios hace en nosotros a pesar del pecado.

La confesión es siempre una confesión de fe, una confesión de alabanza, de gratuidad, por eso es que el sacramento de la misericordia, el sacramento de la reconciliación o de la confesión acaba siempre con esta frase: “Dar gracias al Señor porque es bueno” y el penitente dice: “Porque es eterna su misericordia”.

Por eso tenemos que confesarnos, porque necesitamos expresar ante Dios, ante la Iglesia y ante el mundo que somos pecadores pero que el Espíritu Santo nos santifica.

¿Y porqué no puedo confesarme directamente con Dios? ¿Si Dios es el que perdona, por qué tengo que contarle mis pecados a un cura? ¿Qué pasa si no se los cuento?

Es muy sencillo. En primer lugar: Todos los días hay que hacer examen de conciencia. Todos los días hay que pedir perdón. El pedir perdón o las obras de penitencia son actos personales, pero la confesión es un sacramento. El perdón de Dios se llama Jesucristo y Jesucristo históricamente se continúa en un cuerpo que es la Iglesia.

Por eso cuando un cristiano peca, no solamente está pecando en un aspecto personal o individual sino que también está dañando la santidad de la Iglesia, está haciendo que el mundo sea peor de lo que es. La confesión es la manifestación pública, concreta y tiene también que autoescucharse que ha hecho mal para no volver a hacerlo.

Hay una dimensión dialogal en la Iglesia que es la que concede el perdón y la gracia, para que esa Iglesia le reinserte en la comunidad de la que se ha marchado por el pecado.

Todos los días hay que hacer examen de conciencia, todos los días hay que hacer obras de penitencia y misericordia, pero también hay que celebrar sacramentalmente el perdón porque es lo que Cristo nos ha enseñado. Es la seguridad y la certeza de que el perdón se ha conseguido como gracia.

En este año jubilar de la Misericordia hay muchísimas fotos bonitas del papa Francisco. Hay una que a mí me llama especialmente la atención. El Papa confesando a un joven en San Pedro. La alegría captada por la cámara, la sonrisa del Papa. Normalmente pensamos en el confesor como alguien muy serio, casi que nos está regañando…

Hay un gesto precioso, que a veces no se hace con especial sensibilidad o expresividad que es el imponer las manos. No hay mayor alegría que imponer las manos. Al imponer las manos sobre el penitente, o al menos la derecha, se está comunicando la sombra del espíritu. El espíritu siempre tiene un don que es la alegría.

El hecho de imponer las manos siempre, lo vemos en la Eucaristía al ponernos de rodillas, es porque el cura esta comunicando la sombra el espíritu. Esa sombra que nos reconcilia, que nos comunica su fuerza. Por eso el confesor no existe sino para comunicar la gracia, la alegría, el perdón. El confesor es un juez, es un médico, pero sobre todo es un cura.

Ya que estás hablando del confesor. ¿Algunos consejos para ser un buen confesor?

Primero: Estar presente. Lo primero es estar disponible. Segundo: ser un hombre de escucha. La mayoría de los curas lo son. Hombres que sean maestros de espíritu. En definitiva lo nuestro es enseñar sobre Dios.

Por último: Comunicación de gracia. El sacramento es un acontecimiento. Ya de por sí difícil y duro confesar los pecados: uno peca contra el quinto, contra el sexto… Ahí no están para regañarles sino para decirles: Dios te perdona pero tú no peques más. Es la palabra de Cristo. El cura, el presbítero es un icono del Espíritu Santo.

Ahora le toca el turno a los que van a confesarse, a los penitentes. ¿Qué consejos les darías para hacer una buena confesión?

Primero leer la Palabra de Dios. La Palabra de Dios es fundamental. Sin la Palabra de Dios no vamos a descubrir nunca que somos pecadores. En segundo lugar: Tener propósito de la enmienda. Es decir, querer cambiar. En la vida hay que plantearse: quiero cambiar, quiero dar un volantazo a mi vida. Después celebrar ese perdón y realizar obras de misericordia. Una vida nueva.

Lo que se llama la confesión de la vida, que la vida sea elocuente, que la gente note que me he encontrado con Cristo en el sacramento de la reconciliación. Sacramento significa signo sagrado. Que seamos signos ante el mundo de que queremos ser diferentes.

viernes, 9 de septiembre de 2016

¡Que gran regalo el tuyo, Señor!

confesión
Acudo a la confesión como tantas otras veces en mi vida. Pero ayer, de manera especial, veo este sacramento de la reconciliación como un gran regalo porque cuando rezo de rodillas la penitencia que me impone el sacerdote me reencuentro con Ese que me ama con un Amor infinito y al que me duele profundamente haber tratado de manera tan injusta, a quien me duele haber hecho daño con mis faltas y mis pecados. Siento en mi vida, arrodillado ante el Sagrario, el don de la misericordia de Dios que entregó a su Hijo para reconciliarme con su amor y sus proyectos.
Lo más impresionante es que es el Señor es el que toma la iniciativa del perdón para que yo también aprenda a perdonar. Eso me lleva a reflexionar también que si para mí la confesión es algo costoso como no será también para Dios que hizo que su Hijo sudara sangre de dolor y de angustia. Pero Dios carece de memoria del pecado de la persona que se acerca a un confesionario y se arrepiente profundamente y suplica su perdón porque no hay alma más pura que aquella que vive en el perdón porque en el perdón está reflejada la mirada de Dios. Ayer precisamente sentí esa hermosura del amor divino que te perdona y que hace caer todos los prejuicios de tu vida y que sella en tu corazón una impronta de paz.
Sentí como Jesús me daba de nuevo otra oportunidad. Sentí que verdaderamente el cristianismo está basado en el amor. Y muchas veces estructuramos nuestra vida intentando no pecar, pero el cristianismo no es intentar no morir sino que es vivir, crecer, amar. Y arrodillado, pidiendo perdón, le digo al Señor que en cada una de mis faltas es Él el que me dice que no le di de comer, que no le di de beber, que estuvo enfermo y no le visité, que necesitaba el perdón y no lo vi, que le critiqué, le calumnié, le insulté, no fui caritativo con Él, no tuve paciencia, provoqué divisiones en la familia, entre los amigos, le humillé, le desprecie, le juzgué con dureza, preferí tener una vida cómoda antes de entregarme a los demás. En definitiva, que cometí la insensatez de buscar la felicidad por mí mismo, queriendo ser un pequeño dios, y eso me impidió hacer feliz a los demás por qué no he amado como ama Jesús.
La confesión de ayer me animó a seguir adelante, consciente de que volveré a pecar y a sentirme vacío, sucio e impresentable interiormente, pero que puedo volver a levantarme y mirar con mirada limpia a ese Dios que me ha creado, que me ama, con un sentimiento nuevo de amor y que al volver a confesarme sentiré como es el mismo Cristo, mi amigo fiel, el que impondrá sus manos sobre mi frente y exclamará: «Levántate y anda y no peques más».

¡Hoy exclamo como el salmo: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava todo mi delito, limpia mi pecado pues yo reconozco mi culpa y tengo siempre mis faltas presentes; contra ti, contra ti sólo peque, cometí la maldad que aborreces»! ¡Abre siempre mis ojos, para que sea capaz de ver los daños y el mal que cometido y el bien que dejado de hacer, y toca suavemente mi corazón para que sea capaz de convertirme de una manera sincera a ti! ¡Envía tu Espíritu Señor para que fortalezca mi debilidad, y renueve cada día el profundo amor que siento por ti y para que todas mis obras estén impregnadas por tu gracia y yo pueda convertirme en un auténtico testigo tuyo! ¡Gracias por haber instituido el sacramento de la reconciliación porque me hace más humilde para reconocer mis pecados y necesitado de tu gracia, Señor¡ ¡Gracias también porque me hace consciente de mi miserable naturaleza y me ayuda a crecer humana y espiritualmente! ¡Te te pido vivir siempre el sacramento de la confesión para recuperar en mi vida el sentido de estar cerca de ti, Dios mío, para llenar mi vida con esa experiencia maravillosa que es encontrarme contigo y descubrir el verdadero significado del perdón y de la misericordia! ¡Señor, no permitas que te rechace nunca, ni que construya mi felicidad en función de mi voluntad apartándote de mi vida! ¡Gracias por las gracias que recibí ayer que me he levantado, me fortalece, me animan, me restaurar, me salvan, y Y transforman por completo mi vida!
Renuévame, Señor Jesús:

jueves, 4 de agosto de 2016

¿Son realmente necesarios los sacramentos?

Me comenta uno de mis mejores amigos ─un joven alegre, abierto, simpático, lleno de vida, tolerante, generoso, amigo de sus amigos─ me explica que cree en Dios pero que no frecuenta la Iglesia ni los sacramentos. No tiene dudas de que Dios existe. Su planteamiento es que Dios es bueno por naturaleza, le está muy agradecida por ello, reza cuando las cosas van mal dadas… El ya trata de hacer el bien a los demás. Le afecta profundamente cuando contempla las cientos de desgracias que ocurren en el mundo y que vemos en tiempo real en los medios de comunicación, le produce gran dolor ver sufrir a la gente pobre que se encuentra por las esquinas, sufre por las personas enfermas, por los necesitados ─a veces, incluso, hace algún voluntariado─, vive una vida coherente sin alcohol, sin drogas, sin sexo fácil… Le gusta dar amor y recibir amor a las personas que quiere. Contagia alegría por su sonrisa fácil y su personalidad arrolladora. Sin embargo, le hastían las ceremonias religiosas, se aburre en la Santa Misa, no le ve sentido a confesarse ni a llevar una vida de sacramentos. Para el eso es algo un poco retrógrado. Vivir y deja vivir. A mi me gustaría que mi amigo se confesara y que pudiera recibir al Señor al menos cada domingo.
«¿Tienes novia?», le pregunto. Efectivamente, tiene novia. Y la ama. Y necesita estar con ella. Y compartir sus experiencias, sus tristezas, sus éxitos y sus fracasos. Necesita verla cada día y cuando pasan unas horas que no se ven necesitan llamarse. Con ella seguramente no harás lo que siempre deseas, discutirás, pasarás tiempo entre cervezas y discotecas, comentareis las buenas notas de la Universidad o aquel trabajo low cost que anhelaban para pagarse el viaje de fin de curso y uno de vosotros no habeis conseguido. Juntos compartireis comidas en un restaurante de comida rápida porque sin alimentos ni bebida no es posible sobrevivir. Si así es vuestra vida cotidiana, así es también nuestra vida sacramental. Los sacramentos son para el espíritu del hombre lo que vigoriza el alma. El complemento ideal a la bondad del hombre.
Pero hay algo más, incluso, que vivifica el corazón del creyente. Cada vez que entramos en un templo allí está el Señor que nos espera enamorado. Cada vez que asistimos a un oficio se produce una cita de amor con el Dios que nos ha creado.
Los sacramentos son esos encuentros especiales con Jesús pensados para cada momento de nuestra vida. Y, a través de ellos, Cristo se hace presente en lo más profundo del corazón para transformarnos con su amor.
Si por el bautismo nacemos de nuevo y tenemos el honor de liberarnos del pecado original y ser hijos protegidos del Padre, en la confirmación recibimos la fuerza del Espíritu Santo y fortalecemos los dones del bautismo. Por medio del sacramento de la penitencia recibimos el perdón de nuestros pecados, recuperamos la gracia, nos reconciliamos con Dios y obtenemos el consuelo, la paz, la serenidad espiritual y las fuerzas para luchar contra el pecado. En la Eucaristía —el sacramento por excelencia— nos llenamos de la gracia recibiendo al que por sí mismo es la Gracia. ¡Celebrar la Eucaristía supone que Cristo se nos da a sí mismo, nos entrega su amor, para conformarnos a sí mismo y crear una realidad nueva en nuestro corazón! A través del matrimonio —el noviazgo en el caso de mi amigo— nos convertimos en servidores del amor.
No basta sólo con la fe. Es imprescindible alimentarla con el sello vivo de los sacramentos en los que Dios ha dejado su impronta. Los sacramentos son signos visibles de Dios y no los podemos menospreciar. Y Cristo es el auténtico donante de los sacramentos. Son un regalo tan impresionante que Cristo quiso que fuese Su Iglesia quien los custodiara para ponerlos al servicio de todas las personas. Y la gran eficacia de los sacramentos es que es el mismo Jesús quien hace que tengan un efecto concreto en cada persona porque es Él mismo quien hace que funcionen.
La inquietud de mi amigo se ha convertido también en mi inquietud porque me permite darme cuenta que a través de la Palabra y los sacramentos, en toda nuestra vida, Cristo está realmente cercano. Por eso hoy le pido al Señor que esta cercanía me toque en lo más íntimo de mi corazón, para que renazca en mí la alegría, esa sensación de felicidad que nace cuando Jesús se encuentra realmente cerca.

¡Te doy infinitas gracias, Señor, por los sacramentos de tu Iglesia, fruto de tu amor para nuestra salvación! ¡Te doy gracias, Padre, porque transforman nuestra vida, mi vida! ¡Te doy gracias, Padre, porque a través de ellos puedo descubrir que no hay nada más gratuito que el amor! ¡Te doy gracias, Señor, porque a través de los sacramentos se revela tu amor liberador y creador se manifiesta de manera auténtica y me invitas a la transformación personal! ¡Te doy gracias por los sacramentos del Bautismo y la Confirmación porque a través de ellos me invitas a renacer a la vida y ser parte activa del camino hacia la salvación! ¡Te doy gracias por el sacramento de la Penitencia que me permite reconciliarme contigo! ¡Te doy gracias por el sacramento del matrimonio y de los enfermos en los que puedo vivir la realidad cotidiana del amor y crecer como persona! ¡Te doy gracias por el sacramento del Orden por el que permites que tantos hombres vuelquen su vocación para servirte espiritualmente! ¡Te doy gracias por el gran sacramento de la Eucaristía por el que nos invitas a todos a participar activamente del gran milagro cotidiano de tu presencia entre nosotros y anticipar el gran ágape que nos espera en el Reino del Amor y en el que todos los sacramentos confluyen! ¡Gracias, Jesús, amigo, porque Tú eres el verdadero sacramento, el que da la vida y la esperanza, el perdón y la caridad, y porque todos los sacramentos confluyen en tus manos que tenemos la oportunidad de tocar cada día! ¡Gracias, Señor, por tanto amor y misericordia!


Sagrado Corazón de Jesús, ¡En vos confío!Jaculatoria a la Virgen: Virgen María, madre de Dios, quiero ser como tú, amigo de la gente y disfrutar de la compañía de tu Hijo Jesucristo porque también está dentro de mi pequeño corazón. Gracias por quererme tanto, María.

En este días nos regalamos las Laudes a la Virgen María, de Giuseppe Verdi: