Quiero dejar de juzgar, a los demás, a mí, al mundo y a Dios
Me
gusta juzgar y juzgo sin ningún problema. Me detengo delante de la
vida. Observo en silencio. Decido lo que está bien y lo que está mal.
Destaco la palabra oportuna y condeno la que está fuera de lugar.
Decido yo los comportamientos que corresponden y me indigno con los
que se salen de mi norma. Agredo al que infringe la ley. Me obsesiono
con el que no cumple.
Cuando juzgo me siento superior, es la condición para el juicio: “Juzgar requiere que te creas superior a quien juzgas”.
Pero tengo que reconocer que muchas veces son mis complejos y límites los que me hacen juzgar y condenar. Tal vez por eso caigo con tanta frecuencia en el juicio.
En la película La Cabaña el protagonista se erige en juez de todo. Y en un momento dado se pregunta: “¿Qué
derecho tenía él a juzgar a nadie? Cierto, tal vez era culpable, en
alguna medida, de juzgar a casi todas las personas que había conocido, y
muchas que no. Supo que era absolutamente culpable de ser egocéntrico.
¿Cómo se atrevía a juzgar a quienquiera? Todos sus juicios habían sido
superficiales, basados en actos y apariencias, cosas fáciles de
interpretar por cualquier estado anímico o prejuicio que sustentara la
necesidad de exaltarse a sí mismo, sentirse seguro o pertenecer”.
Es como si mi juicio me hiciera sentirme mejor. Me fijo en la
apariencia. En la forma de mirar. En el lenguaje corporal. Y juzgo.
“Has juzgado a muchas personas a lo largo de tu vida. Has juzgado
los actos, e incluso los motivos de los demás, como si supieras cuáles
son en realidad. Has juzgado el color de piel y el lenguaje corporal y el olor. Has juzgado la historia y las relaciones”.
Me atrevo a juzgar las motivaciones ocultas. Y me creo con la
habilidad para asociar la conducta de una persona con alguna causa
arrinconada en un lugar escondido dentro de su historia personal.
Y todo sin apenas conocer a quien condeno.
Al sentirme juez me creo importante. Es como si alguien me hubiera dado el poder de juzgar la realidad. Me siento seguro.
Interpreto los comportamientos de los demás. Aunque no me incumban. Aunque no tengan nada que ver conmigo. Suelo ser inmisericorde cuando juzgo comportamientos y actitudes ajenas.
Y de ese juicio tampoco escapo yo. Siempre me encuentro culpable. Y no me perdono los errores, olvidos y caídas. Soy implacable con mi debilidad. No hay misericordia. Mi juicio es duro.
Me atribuyo responsabilidades inexistentes. Y creo que soy yo el responsable de muchos males.
Yo dejé de hacer. O no cuidé. O pasé por alto. Soy yo el que debe
pagar. No hay perdón posible. ¿Cómo se pueden perdonar tantas
debilidades? Implacable es mi mirada.
Y también juzgo el mundo y decido lo que no es justo. Veo lo que
tendría que cambiar. Y hago responsable a Dios. Porque Él en definitiva
es el último responsable de todo.
Si Él es todopoderoso tiene que ser capaz de cambiar las cosas. Y si
no lo hace es que no puede, o no quiere que es mucho peor. Casi prefiero
a un Dios impotente antes que a un Dios injusto. No lo conozco. No lo
amo.
En la misma película: “Son ustedes, los seres humanos, quienes
han abrazado el mal, y Dios ha respondido con bondad. Renuncia a ser su
juez y conoce a Dios tal como es. Entonces podrás abrazar su amor en
medio de tu dolor, en vez de alejarlo con tu egocéntrica percepción de
cómo debería ser el universo. Dios se ha introducido en tu mundo para
estar contigo”.
No conozco a Dios. No creo en ese amor lleno de bondad que me ama en
un mundo injusto. ¡Cuántas veces en mi vida he condenado a Dios!
He sentido que no me quería y que su proceder no era justo. Y me he llenado los labios de rabia. Y el alma de oscuridad.
No he perdonado a ese Dios que ha permitido que mi vida sea como es hoy. Con sus carencias y sus pérdidas.Quiero cambiar mi mirada. Quiero dejar de ser juez.