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lunes, 17 de abril de 2017

¡Feliz Pascua! Cristo, Luz en nuestra vida.

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¡Día de júbilo y alegría! ¡Feliz Pascua a todos los lectores de esta página! ¡Jesucristo ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado!
Cristo, al que muchos dan por muerto en esta sociedad desacralizada, al que tantos ven lejano y ausente, vive.
Después de una semana intensa en la que hemos podido revivir los pasos de su dolorosa pasión, la impotencia por su dolorosa flagelación, el desgarro por su sufrimiento, la tensión por la ignominia de su juicio, la misericordia machacada por la venganza, la Bondad masacrada por la maldad, la tristeza de verlo agonizar en la cruz… hoy el canto es de júbilo y alegría. Es un aleluya permanente porque uno constata que lo que Cristo promete lo cumple.
Hoy, domingo de Resurrección, uno siente con profunda alegría que el Amor nunca muere. Que el Amor es realidad en la contradicción de este mundo que abomina de Dios. Que Cristo es el camino, la verdad y la vida. Que el bien siempre vence al mal. Que la vida vence a la muerte. Hoy es el domingo del triunfo del amor.
Hoy es el día para entender que, frente a la oscuridad que tantas veces hay en mi vida, brilla la luz. Que ante el fatalismo y la tristeza a la que se abona mi corazón en tantas ocasiones, brilla la luz. Que frente al peso de la cruz cotidiana, brilla la luz.
Hoy es el día para con mi corazón y mi vida gritar al mundo que Cristo vive. ¡Que Cristo ha resucitado! ¡Que mi vida a su lado es un ¡Aleluya! permanente! ¡Que Cristo vive y es mi esperanza! ¡Que Cristo vive y brilla en lo más profundo de mi corazón! ¡Que es la verdadera paz del mundo y de mi alma! ¡Que nada ni nadie podrá separarme de Él! ¡Que nada ni nadie podrá separarme de su amor!
Si, amigos y amigas, ¡Cristo ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado! Y yo lo siento en mi corazón, en mi ser, en mi alma, en mi vida, en todo mi yo. Y lo grito desde lo más profundo de mi corazón. ¡Cristo, tu vives! ¡Aleluya!

¡Señor, gracias, por esta tan vivo! ¡Hoy, Señor, tu sepulcro está vacío y mi fe renace más viva y más fuerte que nunca! ¡Mi Señor glorioso, has resucitado! ¡Has resucitado y algo nuevo ha cambiado en el mundo y en mi vida! ¡Te siento más cerca, más vivo, más íntimamente unido a Ti! ¡Señor, desde hoy, me llamas a ser discípulo tuyo. Me llamas a no tener miedo. Cuando aprenda a compartir mis bienes con los necesitados, sé Señor que has resucitado; si soy capaz de consolar al amigo o al familiar que sufre, sé Señor que has resucitado; si respeto a los que tengo más cerca, sé Señor que has resucitado; si soy capaz de desprenderme de mis máscaras y de mis egoísmos, sé Señor que has resucitado; si me comporto ejemplarmente en mi vida familiar, espiritual, profesional y social, sé Señor que has resucitado; si soy capaz de no caer una y otra vez en la misma piedra de mis pecados, sé Señor que has resucitado; si tengo la generosidad de entregarme a Tí de corazón, sé Señor que has resucitado; si estoy dispuesto a dar mi tiempo por los demás, sé Señor que has resucitado; si soy capaz de mirar la realidad con Tus ojos y no según mis necesidades, sé Señor que has resucitado; si aprendo a escucharte cuando me hablas, a ponerme en la disposición interior del silencio y estar atento a lo que me quieres decir, sé Señor que has resucitado! ¡Te pido, Señor, que el aleluya pascual se grabe profundamente en mi corazón, de modo que no sea una mera palabra sino la expresión de mi misma vida: mi deseo de alabarte y actuar como un verdadero «resucitado»! ¡Aleluya, Señor! ¡Aleluya porque te me presentas en la pulcritud de la vida para convertir mi corazón! ¡Quiero resucitar contigo, Señor, y fijar mi mirada en Ti y en los que me rodean dando amor, generosidad, entrega, misericordia, caridad, servicio, paciencia, esperanza…! ¡Quiero resucitar contigo, Señor, para llenar de amor y humildad mis palabras, mis gestos y mis decisiones!
La Resurrección de G. F. Haendel, bellísimo extracto de su oratorio para este Domingo de Resurrección:

lunes, 20 de marzo de 2017

La fe que sostiene

orar con el corazon abierto¡Como me ha sostenido la fe tantas veces a lo largo de mi vida! ¡Como me ayudado la fe a llevar también la razón! ¡Por eso le pido a Dios cada día el don de la fe iluminada por el Espíritu Santo!

La fe es ese don que Dios otorga para que la razón no se vea oscurecida por esos obstáculos humanos —morales, culturales, ambientales, personales...— que imposibilitan su desarrollo. La fe es el perfecto complemento de la razón.
Mi fe me permite ver que Dios está detrás de todo cuanto acontece. Es como saber que el sol se encuentra detrás de las espesas nubes oscuras de una tormenta.
Creer es un acto auténticamente humano, es lo más fundamental de la vida, porque es lo único que da respuesta a las verdades que se nos plantean. Un agnóstico me decía hace unos días qué sería de él después de la muerte. Entre las dudas de su vida en cierta manera ya había una incertidumbre porque el alma humana, de manera inconsciente, plantea cuestiones de fe y esas ascienden de forma natural hacia Dios porque contra la naturaleza es imposible actuar.
Yo le pido de manera incansable a Dios la gracia de la fe, lo hago sin descanso porque sé que Dios sale al encuentro de aquel que busca denodadamente, con sinceridad y humildad. Dios es tan bueno, generoso y misericordioso que no rechaza nunca nadie, especialmente aquel que le busca para acercarse a su amor.
Los cristianos tenemos una muleta sensacional. Es el Espíritu Santo. Y para creer podemos recurrir siempre a Él que es el auxilio ante la necesidad y en el periodo de búsqueda para alcanzar ese don sobrenatural de Dios que es la fe. Y aunque la fe ilumina siempre la oscuridad y las tinieblas no hace desaparecer la noche oscura del espíritu. Pero sí que ilumina de manera constante la Verdad. Y es, a través de esa verdad, como conocemos mejor nuestra realidad, la verdad revelada, la adhesión al Padre, la opción por nuestras creencias, y nos permite elegir libremente donde queremos ir.
Y en esa libertad nos permite entregarnos enteramente a Dios, ofrecerle con las manos y el corazón abierto todo nuestro entendimiento y nuestra voluntad.
La fe aviva nuestra esperanza, nuestra confianza, nuestros obrares rectos, vivifica nuestro ser, hace que brote en el corazón la alegría, la esperanza, el optimismo, la verdad, las buenas obras...
Y ahora que se acerca el tiempo de la Pascua con más firmeza creo porque veo lo que Dios ha hecho en mí a través de su Hijo. Creo porque la fe es ese gran regalo que Dios me ha dado y quiero custodiarla cada día como el mejor tesoro que hay en mi corazón.

Hoy la oración que habitualmente acompaña la meditación no es mía. Es una oración pronunciada por el Papa Pablo VI en el año 1968 Durante una audiencia general; es una oración tan hermosa para pedir la fe que quiero compartirla con todos los lectores de esta página:
Señor, yo creo, yo quiero creer en Ti.

Señor, haz que mi fe sea pura, sin reservas, y que penetre en mi pensamiento, en mi modo de juzgar las cosas divinas y las cosas humanas.
Señor, haz que mi fe sea libre, es decir, que cuente con la aportación personal de mi opción, que acepte las renuncias y los riesgos que comporta y que exprese el culmen decisivo de mi personalidad: creo en Ti, Señor.
Señor, haz que mi fe sea cierta: cierta por una congruencia exterior de pruebas y por un testimonio interior del Espíritu Santo, cierta por su luz confortadora, por su conclusión pacificadora, por su con naturalidad sosegante.
Señor, haz que mi fe sea fuerte, que no tema las contrariedades de los múltiples problemas que llena nuestra vida crepuscular, que no tema las adversidades de quien la discute, la impugna, la rechaza, la niega, sino que se robustezca en la prueba íntima de tu Verdad, se entrene en el roce de la crítica, se corrobore en la afirmación continua superando las dificultades dialécticas y espirituales entre las cuales se desenvuelve nuestra existencia temporal.
Señor, haz que mi fe sea gozosa y dé paz y alegría a mi espíritu, y lo capacite para la oración con Dios y para la conversación con los hombres, de manera que irradie en el coloquio sagrado y profano la bienaventuranza original de su afortunada posesión.
Señor, haz que mi fe sea activa y dé a la caridad las razones de su expansión moral de modo que sea verdadera amistad contigo y sea tuya en las obras, en los sufrimientos, en la espera de la revelación final, que sea una continua búsqueda, un testimonio continuo, una continua esperanza.
Señor, haz que mi fe sea humilde y no presuma de fundarse sobre la experiencia de mi pensamiento y de mi sentimiento, sino que se rinda al testimonio del Espíritu Santo, y no tenga otra garantía mejor que la docilidad a la autoridad del Magisterio de la Santa Iglesia. Amén.

Del gran maestro británico de música coral William Mathias escuchamos su obra cuaresmal Lift up your heads, o ye gates, op 42 n.º 2, basado en las palabras del Salmo 24:


viernes, 11 de noviembre de 2016

El cielo deseado

El cielo prometido
La carta a los Filipenses es el punto de partida de mi oración de hoy. Y leo: «nuestra ciudadanía está en los cielos». Yo amo profundamente a mi país y a sus gentes pero soy peregrino y huésped de la tierra creada por Dios, en mi camino a la vida eterna. Soy un pobre peregrino que camina por la senda de la fe y trata de vivir cristianamente.
¿Cómo tengo que vivir —me pregunto— para ganarme el cielo? Avivando en mi corazón el deseo ferviente de alcanzar la vida terna. Poniéndome en oración para contemplar la grandeza del premio extraordinario que me espera en el cielo. Animando mi fe con la lectura y el estudio de la Palabra divina, ejercitando las virtudes, haciendo mortificaciones y penitencias, haciendo frente a las dificultades de la vida con entereza y esperanza, soportando los dolores y los sufrimientos con alegría, los desprecios y las humillaciones con perdón, las necesidades materiales con generosidad; amando —sobre amando— a los demás… todo compensa si el premio es el eterno amor del Padre.
Para ganar el cielo —mi verdadera patria—, no puedo decaer en la esperanza. La esperanza en Dios y no en las seguridades de este mundo. Mirar el cielo es fecundar el alma. Es vivir con alegría a la espera de recibir el premio deseado. Soy peregrino, un peregrino alegre, que va de camino y que espera en Dios que todo lo puede, que no falla nunca y que es fiel a sus promesas. ¡Señor, consérvame la virtud de la perseverancia para esperar siempre en ti y haz fecunda mi vida para llegar algún día al cielo deseado!

¡Señor, ayúdame a no ser nunca un obstáculo para tu Divina Voluntad por mis acciones u omisiones de pensamiento, palabra u obra! ¡Jesús mío, te doy mi corazón, te consagro toda mi vida, en tus manos pongo la suerte de mi alma y te pido la gracia de vivir siempre cristianamente! Tu, Señor, no me estás esperando para juzgarme o condenarme sino que quieres recibirme con amor y misericordia: yo confieso que Tu Jesús eres el Señor, y creo en mi corazón que Dios te levantó de los muertos! ¡Quiero ganar el cielo pero sé que soy un pecador y te pido perdón por ello, por eso me quiero apartar del pecado! ¡Creo, Jesús, que moriste por mis pecados y resucitaste para darme una nueva vida! ¡Te invito a entrar en mi corazón y en mi vida! ¡Confío en ti como mi Señor y Salvador por el resto de mi vida!
Alégrense el cielo y la tierra (In resurrectione tua):

martes, 8 de noviembre de 2016

Una Madre que ama

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Una de las cosas hermosas de la vida es sentir que la Virgen es nuestra Madre. Mi Madre. Y como Madre me ama. Y así lo siento yo, hijo díscolo en tantas cosas. María siente por mí por cada uno de nosotros un amor maternal y lleno de misericordia. Pero María no me nos ama por nuestra bondad, ni por nuestros gestos, ni por nuestra vida de oración, por nuestro servicio, porque seamos más o menos simpáticos… nos ama simplemente porque somos sus hijos. Porque Ella, llena de la fuerza del Espíritu Santo, tiene un corazón inmenso que es la manifestación misma del corazón de Dios en clave femenina.
Hoy me pongo en presencia de María y siento su amor maternal. Siento como se entrega por mí por todo el género humano para transmitirnos la plenitud de Dios que Ella misma recibió de Cristo porque por mi nuestra condición de pecadores carecemos de ella. El fin de María es impregnar en nuestro corazón la imagen de su Hijo amado. ¡Qué bello es sentir esto!
Lo impresionante de la Virgen es que su amor es un bálsamo de gracia. Es un amor que acoge, que redime, que sostiene, que embarga, que alienta, que comprende, que diviniza, que consuela, que llena los vacíos del corazón, que ilumina en la oscuridad, que eleva el ánimo, que te conduce siempre hacia lo más alto, que ensalza la humildad…
Es un amor el de María que me impide tener miedo de la vida, de las circunstancias negativas que se presentan de vez en cuando por el camino, de los problemas que atenazan nuestra vida. Es un amor que nos permite sentirnos acogidos y protegidos… ¡Cómo no voy a sentirme huérfano de esperanza si tengo a María como Madre!
¡Santa María, Señora del Santo Rosario, ruega por mi y por el mundo entero!

¡María, Reina del cielo y de la tierra, la más hermosa de las criaturas, Madre ejemplar y bondadosa, me confío a ti! ¡Te quiero, María, y ruego hoy por todas aquellas personas que no te conocen o no te aman, míralas a todas con la bondad de tu mirada y tu amor siempre maternal! ¡Quiero, María, honrarte, servirte y alabarte y trabajar para que todos en este mundo te honren, te sirvan y te alaben! ¡María, tu fuiste la elegida por Dios para dar luz a Cristo que es nuestra luz que ilumina el camino, tu eres la belleza exquisita y el amor puro, te doy gracias por todo lo que representas en mi vida! ¡Te quiero amar siempre, María, pero quiero hacerlo de verdad! ¡Ayúdame a seguir tu ejemplo de humildad, generosidad, entrega, servicio, amor, misericordia, perseverancia…! ¡Tú, Señora, que eres la fuente del amor eterno y supiste entregarte siempre por amor a Dios y a los demás, bendice a mi familia, mi hogar, a mis amigos y la gente que me rodea con la fuerza de tu amor! ¡Que a través tuyo pueda ser un canal de amor para convertir la sociedad en un lugar impregnado de amor! ¡Corazón de María, que eres la perfecta imagen del Corazón de Cristo, haz que mi corazón sea semejante al tuyo y al de tu Hijo!
Del compositor ingles John Cornysh disfrutamos de su breve pero emotivo motete «Ave Maria, mater Dei», a cuatro voces:

lunes, 26 de septiembre de 2016

«Dominus vobiscum»: el señor esté contigo

Me invitan ayer a una casa a comer. En el recibidor de la entrada, en una inscripción esculpida en madera vieja, se puede leer: «Dominus vobiscum»: El señor esté contigo. Es una invitación preciosa a la persona que entra en ese hogar. El señor esté contigo. Es así. Está en tu vida, en tus sueños, en tu corazón, en tus pensamientos, en tus gestos, en tu mirada, en tus pasos, en tus sentimientos... allí donde quiera que uno vuelve la mirada no ve más que a ese Cristo, no sientes más que a ese Dios que se ha hecho hombre, no gozas más que de ese Jesús que ha muerto por cada uno de nosotros para redimirnos del pecado.
Nunca se habla de los treinta años de vida oculta en la que Jesús va gestando su personalidad sagrada y experimenta los sentimientos humanos. Su nacimiento vino precedido de un «Alégrate, María, el Señor está contigo». Y cuando comienza su vida pública Cristo se vuelca sobre los corazones humanos para dejar claro que «está» cerca de cada uno de sus hermanos.
El señor esté contigo. Es decir, en todas mis fuerzas, en toda mi actividad, en todos mis anhelos, en todos mis esfuerzos cotidianos. El señor está contigo porque no nos deja ni nos abandona nunca, jamás se aparta de nosotros y nos invita a agarrarnos con fuerza de su mano para llevar la cruz con alegría.
Dios nos ama, nos eligió con un propósito y por eso nunca nos deja. Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo, están vivos y son reales, viven dentro de cada uno. Y si es en el interior de nuestro corazón donde viven y se forma en función de nuestras gratitudes nuestro corazón se ha de convertir en un auténtico sagrario que custodie ese Dios engendrado de la Virgen María para corresponder con autenticidad a ese «El Señor está contigo».

¡Tú estás conmigo, Señor, para llenar mi corazón de amor y de felicidad! ¡Tú llenas mi vida, Señor, de alegría! ¡Tú estás conmigo, Señor, cuando mi corazón sufre y está lleno de heridas! ¡Tú estás conmigo, Señor, cuando me embargan las dudas y me fe se tambalea! ¡Tú estás conmigo, Señor, cuando las tentaciones me hacen caer en la misma piedra! ¡Tú estás conmigo, Señor, en cada acontecimiento de mi vida! ¡Tú estás conmigo, Señor, en mis triunfos y mis fracasos! ¡Tú estás conmigo, Señor, en la luz y en la oscuridad! ¡Tú estás conmigo, Señor, en el abrazo y la mano del amigo, en la ayuda y la escucha del compañero, en el beso de mi cónyuge, en la sonrisa de mi hijo, en la bendición del sacerdote, en la palabra de aliento del colega! ¡Tú estás conmigo, Señor! ¡Tú estás conmigo, Señor, para llenar mi vida! ¡Tú estás conmigo, Señor, para bendecir mi hogar, mi trabajo, mis tareas cotidianas, mis esfuerzos, mis sueños y mis esperanzas! ¡Tú estás conmigo, Señor, para sanar mi corazón y mi cuerpo! ¡Tú estás conmigo, Señor, cuando llegan y se van los problemas, algunos sencillos otros imposibles de resolver, en las desavenencias con las personas que quiero! ¡Tú estás conmigo, Señor, Tú estás ahí, siempre ahí, siempre conmigo, gracias Señor! ¡Tú estás conmigo, Señor, en tus gracias y bendiciones! ¡Qué seguro me siento sabiendo que estás conmigo!


Dios está aquí, tan cierto como el aire que respiro:

domingo, 25 de septiembre de 2016

«Ser» para los demás

Se para los demás
Ayer en la Eucaristía —culmen y la fuente de la vida cristiana— sentí una experiencia transformadora. La Eucaristía es un banquete y es un sacrificio. Se podría decir que es un banquete sacrificial. Viendo y sintiendo espiritualmente como el sacerdote elevaba la Hostia consagrada y repetía amorosamente las mismas palabras de Cristo en la Última Cena sentí con una gran fuerza como celebraba el sacrificio de Cristo, el de la iglesia y el de mi propia existencia cristiana. Tocó profundamente mi corazón. No me pude quedar indiferente ante este hecho tan extraordinario. Sentí que si de verdad estoy viviendo y celebrando el sacrificio de la Eucaristía no puedo más que estar dispuesto a ser sacrificio en la vida. Y lo soy en la medida en que me entrego a los demás. No sólo cuando vivo, o lucho, o trabajo, o me esfuerzo, o sufro, o me alegro, o sirvo, o amo, o consuelo… lo soy en tanto me doy a los demás. Si sólo «estoy» o acompaño al prójimo, me solidarizo con él en su vida, con sus problemas, en su trabajo, en sus preocupaciones… pero no me entrego con mi propia vida, me quedo única y exclusivamente en la periferia de su corazón pero no penetro en él. Y la celebración eucarística, este banquete extraordinario que no es un ágape cualquiera, sino un sacrificio que me une a Cristo y a la iglesia, me tiene que hacer «ser» él, estar más dispuesto a volcarme en los que me rodean, a dar más que recibir, a amar con el corazón y como amo Cristo y, sobre todo, «ser» sacrificio para los demás.

¡Señor, ayúdame a «ser» para los demás como lo eres Tú con nosotros! ¡Ayúdame, Señor, para que mis ojos se abran a la misericordia y la entrega a los demás y me permita descubrir su belleza interior! ¡Ayúdame a centrarme en las necesidades de los que me rodean y no permitas que me muestre indiferente ante sus sufrimientos, angustias y dolores! ¡Ayúdame, Señor, a «ser» consuelo y amor, caridad y perdón, alegría y entrega! ¡Llena, Señor, mi pobre corazón con tu infinita misericordia y hazlo sensible a los sufrimientos de los que me rodean para que nadie experimente un rechazo de mi corazón! ¡Quiero sentir, Señor, como tú y valorar las cosas como las valoras tú porque tú eres el centro, el principio y el fin de todo! ¡Quiero infundir en mi entorno más cercano los valores evangélicos que tu me enseñas! ¡Quiero amar como amas Tú porque nos has dado la vida y te haces presente en la Eucaristía con Amor para que mi vida se convierta en respeto hacia el "misterio" de cada persona y de cada acontecimiento humano! ¡Quiero «ser», Señor, sacrificio para los demás!
No es como yo, cantamos hoy con Jesús Adrián Romero:


domingo, 14 de agosto de 2016

Ahogado en el océano de lo inmediato


Segundo fin de semana de agosto, con María, Señora de la fe firme, en nuestro corazón. A ejemplo de la Virgen la fe me permite comprender que el sentido de la vida no aparece encerrada en los muros de la historia; va más allá. Proviene de Dios. Es un don del Espíritu Santo. La experiencia de la vida —con todas sus alegrías y sufrimientos— me permite comprender que he sido creado por amor. Y que Dios, por ese amor, desea lo mejor para mí. Por eso cada una de mis experiencias cotidianas debo vivirlas y edificarlas desde una relación íntima, personal y amorosa con Dios. Como hizo la Virgen. La fe me permite comprender también que no camino solo y que Dios —que jamás me suplantará en las cargas cotidianas— tiene la divina predisposición de ayudarme a alcanzar mis fines y objetivos.
Esta fe, sin embargo, la tengo que traducir en actitudes concretas que vayan más allá de lo material, del utilitarismo y de la inmediatez de la vida. Es ir más allá de lo que siento y experimento. Es ser consciente de lo trascendente para comprender las razones de cada experiencia vital y alcanzar así paz interior y esperanza en el corazón. Sin capacidad de trascendencia me hundo siempre en el cenegal de la tristeza y la desesperación, del miedo y de la preocupación, aguantando mis problemas cotidianos de una manera frágil. La trascendencia me permite sentir la fuerza de Dios en mi vida.
¿Cuántas veces me ahogo en las aguas movedizas de lo inmediato? ¿Cuántas veces me he apartado del camino de la fe? ¿Cuántas veces he dejado de cobijarme de la tormenta en un lugar seguro? ¡Tantas, Señor, que hasta me da vergüenza reconocerlo! Y ha sido así porque me he asido con ahínco a mis propias fuerzas, a la seguridad efímera de lo material, a lo que veía más valioso y útil para mí en cada momento. Pero miro la pirámide de los valores de mi vida y observando desde la base hasta lo alto comprendo lo que tiene verdadero valor. Y ese debe ser el eje sobre el que basculen los esfuerzos de mi vida. Si en la cúspide está Dios, nada tendré que temer. Pero si reposan el ansia de figurar, el poder, la ambición, lo material, el reconocimiento social… nunca llegaré a ser feliz.
Quiero aprender a vivir mi fe en el instante mismo que estoy viviendo, con independencia de mis alegrías y mis tristezas, porque en ambas situaciones debo dejar constancia de mi verdadera fe. Reconocer el poder de Dios en mi vida. Reconocer que Él es la luz que todo lo ilumina. Y que es el Espíritu Santo el que guía mis pasos. Y que solo en las manos providentes de Dios mi vida tiene sentido.

¡Señor, no quiero ahogarme en el océano de lo inmediato! ¡Quiero sentir en mi corazón paz y serenidad, necesito sentir en lo más profundo de mi ser lo que Jesús me dice: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” para descubrir que a su lado todo es posible! ¡Señor, quiero descansar en ti, poner toda mi confianza en ti, esperar siempre en ti! ¡Necesito, Señor, que me envíes tu Espíritu para que con Él sea capaz de comprender que tu fidelidad dura por siempre, que mi seguridad mundana no ayuda a avanzar, que sólo en Dios es posible todo, que tú estás para apoyarme y darme fortaleza! ¡Te pido, Señor, que me hagas descubrir la justa medida de las cosas, poner en su justa medida todos los problemas y todo lo que me preocupa y a no estar siempre lamentándome por mis muchas dificultades sino que a tu lado todo es relativo! ¡Dame, Señor, la serenidad y la sabiduría para resolver los problemas! ¡Dame la fe para tener confianza y esperanza y envía Tu Santo Espíritu para que me dé sus sietes dones! ¡Envía tu Espíritu Santo sobre mí y sobre todas las personas que quiero y me rodean para que seamos capaces de entender con el corazón abierto que sólo tú eres quien nos ofrece la serenidad que tanto anhelamos y no alcanzamos por nuestros propios méritos! ¡Virgen María, me pongo a tu regazo para tener tu serenidad y saber disfrutar de los momentos hermosos que se me presentan en la vida! ¡Santa María, dame tu amparo en todas las situaciones de la vida!

Fuego de Dios, cantamos hoy con Hillsong: 

miércoles, 3 de agosto de 2016

Mira la vida con alegría

¡Deja de sufrir pensando en muchas posibles desgracias en el futuro!


Puedo llegar a ver a Dios en todas partes o no verlo en ninguna. Puedo ver en su voluntad el sentido de mi vida o puedo cerrarme a la luz de su presencia. Puedo limitarme en mis creencias aunque no me hagan feliz o aceptar que la vida puede cambiar y esforzarme por ello.

Muchas veces pongo mi felicidad en cosas tan vanales. Y me pierdo lo importante. El psicólogo Dan Gilbert dice: “Nuestro cerebro nos da mala información sobre cómo de felices o infelices seremos en futuras circunstancias. Si preguntas cómo de feliz serás si te quedas ciego, la mayor parte de nosotros dirá que será infeliz durante mucho tiempo o el resto de su vida. Pero si medimos la felicidad de las personas que de verdad se han quedado ciegas, veremos que son perfectamente felices. Y observamos este patrón en todas las circunstancias. Uno piensa: esto será terrible o esto será maravilloso. Pero luego lo medimos y vemos que no hay nada ni tan maravilloso ni tan terrible. ¿Ganar la lotería nos hará felices para siempre y quedarnos ciegos nos hará infelices? Ninguna de las dos cosas es cierta”.

¡Cuánto sufro pensando en muchas posibles desgracias en el futuro! Pienso en enfermedades que me harán infeliz. Y me angustio. Y pienso en posibilidades que me harán dichoso. Y me inquieto. Pero no es así.

Ganar todo el oro del mundo no me hará feliz para siempre. Tener un éxito maravilloso tampoco me asegurará nada. Y al mismo tiempo, no seré siempre infeliz cuando me ocurra algo malo. Seguro que al principio no seré tan feliz, es cierto. Pero en poco tiempo se me habrán abierto nuevas ventanas. Habré visto nuevas posibilidades. Y seré más feliz.

El otro día vi una película, Si Dios quiere. Habla de una amistad. De un encuentro entre un médico ateo y un cura. El médico ateo no era feliz y vivía amargado en su propio éxito.

Cuando su hijo pretende entrar al seminario se vuelve loco de angustia y quiere lograr a toda costa que su hijo no sea cura. Porque piensa que su hijo no será feliz. Y él mismo tampoco si su hijo llega a ser cura. Busca desacreditar al sacerdote. Y en ese intento acaba entablando una relación con él y surge una amistad.

Allí donde menos lo esperaba se encuentra con alguien que le cambia la vida. Y le da un sentido. Esa amistad no deseada cambia su rigidez, le hace flexible y le abre a Dios. ¿Y si Dios quiere? Comienza a darle importancia a cosas diferentes. Comienza a cuidar sus relaciones familiares.

Y todo cambia. El amor cambia su vida por dentro. Y abre las puertas del alma. El amor es más fuerte que el odio. Eso lo tengo claro. Más fuerte que la indiferencia y el desprecio. Más fuerte que la rigidez y la intolerancia.

El amor es más fuerte que mis propias creencias y cerrazón. El amor me capacita para la vida, para la felicidad. El amor me hace confiar. Ensancha el granero de mi alma.

Nada sucede por casualidad en mi vida. Dios está detrás de todo. Creo en la capacidad que tiene mi alma de mirar con alegría la vida, de descubrir la sonrisa de Dios, guardando mi buena memoria.

Creo en ese amor de Dios que me acompaña en todas mis circunstancias. Aunque me cueste creerlo de verdad.

El otro día leía: “Creo porque he visto con mis ojos el poder infinito de Dios. Esto me da paz y tranquilidad. Tener la certeza que estoy en sus manos. Saber que soy su hijo, y que Él lo puede todo. Esto es algo que no tiene precio. Dios me está enseñando a confiar, cada vez más”[1].

Creo en la verdad de mi vida. Y en la fuerza de su amor. Si Dios quiere puedo ser feliz. Si Dios quiere puedo llegar más lejos y dejar de ver oscuridad donde Él siembra luz. Si Dios lo quiere. Lo que Él quiere.

¡Cómo me gustaría tener siempre certezas! Y pensar: Esto lo quiere Dios así. Tal vez no necesite certezas. Y me baste con tener intuiciones. Con vivir siguiendo conchas que me llevan a mi casa, marcando el camino. Conchas que me hablen de su amor de predilección por mí.

Y yo, tal vez, igual que con los pokemon, voy buscando señales. Para tratar de entender si es necesario cambiar algo o dejar simplemente que las cosas sigan su curso. Con paciencia. Tratando de descubrir nuevas ventanas que se abren, nuevos caminos. Tratando de ver más claro en qué puedo seguir creciendo. En qué puedo cambiar las cosas.

Preguntaba el papa Francisco a los jóvenes en Polonia: “¿Las cosas se pueden cambiar? Me genera dolor encontrar jóvenes que parecen haberse jubilado antes de tiempo”.

Quiero ser joven y amar lo verdadero de esta vida que tengo. Sin esperar otra diferente. Sin fingir queriendo que sea más luminosa. Quiero ser yo mismo. La carne de mi alma. El rostro verdadero que no oculto. Mis palabras más bellas, las más auténticas.

No quiero convencer a nadie. No pretendo ya gustar a todos. Lo más mío. Lo que me enamora de la vida. Con los pies descalzos y el alma libre. Con poco equipaje. Sin graneros llenos que me den seguridad. Sin buscar más caminos. Sin temer otras desgracias. Sabiendo que mi misión es sólo una parte de un camino que tiene visos de ser eterno.

Y por eso me empeño en echar bien las raíces. En lo más hondo de la tierra. En lo más profundo del mar. Para tener un hogar en el que calmar el alma. Siempre en Dios. De su mano. En su pecho.



[1] Claudio de Castro, El poder de la alegría

martes, 2 de agosto de 2016

La alegría perfecta: Qué es y cómo se encuentra

Sólo quiero ser quien soy. Nada más


Tengo el corazón lleno de recuerdos. Algunos buenos, otros malos. No sé por qué me empeño en centrarme en los malos. Hoy elijo los buenos. Busco ese amor que me haga descansar en sus manos. Un amanecer lleno de esperanza.

Quiero afirmar con san Francisco de Asís: “Si fueses perseguido, rechazado, etc. y te alegras en Dios, habrás encontrado la alegría perfecta”.

Quiero alegrarme en Dios en medio de mi cruz, en medio de mis heridas. Alegrarme por lo que tengo, sin amargarme por lo que he perdido. Recordar lo bueno, dejar a un lado esos malos recuerdos.

Es la memoria buena de la que hablaba el papa Francisco: “¿Cómo ha sido mi vida? ¿cómo ha sido mi jornada hoy, o cómo ha sido este último año? Memoria. ¿Cómo han sido mis relaciones con el Señor? Memoria de las cosas bellas, grandes que el Señor ha hecho en la vida de cada uno de nosotros”.

En medio de mi vida real, esa que no me convence del todo, esa que no me gusta, o inquieta. En medio de esa vida que vivo en la que a veces me siento incómodo… ahí quiero tener memoria buena y recordar la belleza de mi vida.

No quiero detenerme en la memoria mala: “La memoria negativa es la que fija obsesivamente la atención de la mente y del corazón en el mal, sobre todo el cometido por otros”.

No quiero recordar sólo lo malo, quedarme amargado en lo que me hiere, en lo que no me gusta, en lo que me envenena. No quiero huir a esconderme en una realidad virtual para cazar alegrías. Vanidad de vanidades, todo es vanidad. No quiero buscar la apariencia que encandila.

Buscar fotos que me traigan recuerdos buenos. No lo sé, a veces no sé qué hay detrás de las fotos que cuelgo en las redes sociales. ¿Es todo lo que parece? Sonrisas. Risas. ¿Alegría? La verdad de mi vida sé que pesa y duele. Sé que hay lágrimas y sonrisas. Llanto y risas.

Pero es mi vida, es mi memoria. Son mis recuerdos grabados a fuego en el corazón. Ahí no quiero el brillo que deslumbra. Beso con esperanza el peso opaco de mi vida. Con alegría, conmovido. La realidad dura de mi vida.

A veces la realidad virtual me encandila y hace que me aleje de mi vida real. La tensión entre la apariencia y la verdad.

La verdadera alegría nace de la aceptación de mi vida como es. Quiero alegrarme de ser como soy, de tener lo que tengo, de hacer lo que hago. Quiero vivir en paz conmigo mismo y con los que viven a mi alrededor.

No quiero ser tan rico como otros. No quiero hacer tantos viajes como otros. No quiero tener tantos éxitos como otros. No quiero. Sólo quiero ser quien soy. Nada más. Eso me consuela y alegra y me da fuerzas para la vida. Sólo necesito que mi corazón se ensanche. Un poco más.

Como el de ese niño llamado Rafa, que cuando tenía nueve años, escribió en su cuaderno: “Cuando recibí a Jesús sentí que una cruz entraba en mi corazón y se hacía más grande”. Me gusta esa mirada sobre la eucaristía. Así quiero vivir yo y que mi corazón se ensanche cada vez que reciba a Jesús. Así de sencillo. El corazón más grande.