¡Deja de sufrir pensando en muchas posibles desgracias en el futuro!
Puedo llegar a ver a Dios en todas partes o no verlo en ninguna. Puedo ver en su voluntad el sentido de mi vida o puedo cerrarme a la luz de su presencia. Puedo limitarme en mis creencias aunque no me hagan feliz o aceptar que la vida puede cambiar y esforzarme por ello.
Muchas veces pongo mi felicidad en cosas tan vanales. Y me pierdo lo importante. El psicólogo Dan Gilbert dice: “Nuestro cerebro nos da mala información sobre cómo de felices o infelices seremos en futuras circunstancias. Si preguntas cómo de feliz serás si te quedas ciego, la mayor parte de nosotros dirá que será infeliz durante mucho tiempo o el resto de su vida. Pero si medimos la felicidad de las personas que de verdad se han quedado ciegas, veremos que son perfectamente felices. Y observamos este patrón en todas las circunstancias. Uno piensa: esto será terrible o esto será maravilloso. Pero luego lo medimos y vemos que no hay nada ni tan maravilloso ni tan terrible. ¿Ganar la lotería nos hará felices para siempre y quedarnos ciegos nos hará infelices? Ninguna de las dos cosas es cierta”.
¡Cuánto sufro pensando en muchas posibles desgracias en el futuro! Pienso en enfermedades que me harán infeliz. Y me angustio. Y pienso en posibilidades que me harán dichoso. Y me inquieto. Pero no es así.
Ganar todo el oro del mundo no me hará feliz para siempre. Tener un éxito maravilloso tampoco me asegurará nada. Y al mismo tiempo, no seré siempre infeliz cuando me ocurra algo malo. Seguro que al principio no seré tan feliz, es cierto. Pero en poco tiempo se me habrán abierto nuevas ventanas. Habré visto nuevas posibilidades. Y seré más feliz.
El otro día vi una película, Si Dios quiere. Habla de una amistad. De un encuentro entre un médico ateo y un cura. El médico ateo no era feliz y vivía amargado en su propio éxito.
Cuando su hijo pretende entrar al seminario se vuelve loco de angustia y quiere lograr a toda costa que su hijo no sea cura. Porque piensa que su hijo no será feliz. Y él mismo tampoco si su hijo llega a ser cura. Busca desacreditar al sacerdote. Y en ese intento acaba entablando una relación con él y surge una amistad.
Allí donde menos lo esperaba se encuentra con alguien que le cambia la vida. Y le da un sentido. Esa amistad no deseada cambia su rigidez, le hace flexible y le abre a Dios. ¿Y si Dios quiere? Comienza a darle importancia a cosas diferentes. Comienza a cuidar sus relaciones familiares.
Y todo cambia. El amor cambia su vida por dentro. Y abre las puertas del alma. El amor es más fuerte que el odio. Eso lo tengo claro. Más fuerte que la indiferencia y el desprecio. Más fuerte que la rigidez y la intolerancia.
El amor es más fuerte que mis propias creencias y cerrazón. El amor me capacita para la vida, para la felicidad. El amor me hace confiar. Ensancha el granero de mi alma.
Nada sucede por casualidad en mi vida. Dios está detrás de todo. Creo en la capacidad que tiene mi alma de mirar con alegría la vida, de descubrir la sonrisa de Dios, guardando mi buena memoria.
Creo en ese amor de Dios que me acompaña en todas mis circunstancias. Aunque me cueste creerlo de verdad.
El otro día leía: “Creo porque he visto con mis ojos el poder infinito de Dios. Esto me da paz y tranquilidad. Tener la certeza que estoy en sus manos. Saber que soy su hijo, y que Él lo puede todo. Esto es algo que no tiene precio. Dios me está enseñando a confiar, cada vez más”[1].
Creo en la verdad de mi vida. Y en la fuerza de su amor. Si Dios quiere puedo ser feliz. Si Dios quiere puedo llegar más lejos y dejar de ver oscuridad donde Él siembra luz. Si Dios lo quiere. Lo que Él quiere.
¡Cómo me gustaría tener siempre certezas! Y pensar: Esto lo quiere Dios así. Tal vez no necesite certezas. Y me baste con tener intuiciones. Con vivir siguiendo conchas que me llevan a mi casa, marcando el camino. Conchas que me hablen de su amor de predilección por mí.
Y yo, tal vez, igual que con los pokemon, voy buscando señales. Para tratar de entender si es necesario cambiar algo o dejar simplemente que las cosas sigan su curso. Con paciencia. Tratando de descubrir nuevas ventanas que se abren, nuevos caminos. Tratando de ver más claro en qué puedo seguir creciendo. En qué puedo cambiar las cosas.
Preguntaba el papa Francisco a los jóvenes en Polonia: “¿Las cosas se pueden cambiar? Me genera dolor encontrar jóvenes que parecen haberse jubilado antes de tiempo”.
Quiero ser joven y amar lo verdadero de esta vida que tengo. Sin esperar otra diferente. Sin fingir queriendo que sea más luminosa. Quiero ser yo mismo. La carne de mi alma. El rostro verdadero que no oculto. Mis palabras más bellas, las más auténticas.
No quiero convencer a nadie. No pretendo ya gustar a todos. Lo más mío. Lo que me enamora de la vida. Con los pies descalzos y el alma libre. Con poco equipaje. Sin graneros llenos que me den seguridad. Sin buscar más caminos. Sin temer otras desgracias. Sabiendo que mi misión es sólo una parte de un camino que tiene visos de ser eterno.
Y por eso me empeño en echar bien las raíces. En lo más hondo de la tierra. En lo más profundo del mar. Para tener un hogar en el que calmar el alma. Siempre en Dios. De su mano. En su pecho.
[1] Claudio de Castro, El poder de la alegría
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