Hoy celebramos una fiesta hermosa: la Transfiguración del Señor. Jesús lleva a tres de sus discípulos a una montaña alta donde escucharán la voz del Padre: «Éste es mi hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias: escuchadlo».
El aspecto humano de Jesús se ha transformado por completo. Su rostro resplandece ahora como el sol. Sus vestidos traslucen una blancura fulgurante. Son los dos elementos que señalan la Transfiguración. Y a ese Jesús de rostro y cuerpo humano que conocían tan bien y cuyo comportamiento en el día a día de la vida era similar a los demás hombres se les aparece a los discípulos con una forma gloriosa y extraordinaria. Una experiencia de profunda transformación interior. Eso mismo le puede suceder a mi pobre vida interior. En numerosas ocasiones la imagen que tengo de Jesús resplandece de tal manera que todo a mi alrededor se llena de luz. Esta luz guía mis pensamientos, sentimientos, palabras y acciones. Y también la conciencia de la presencia de Jesús en circunstancias que me suceden o en personas que se cruzan en mi camino me hace ver la vida con una perspectiva de fe. Eso me muestra que debo estar siempre abierto a la escucha. Pero sobre todo, como dice Dios, escuchar a Cristo.
En la mayoría de las ocasiones no escucho a Jesús por miedo, por temor a que me pida más de lo que estoy dispuestos a dar —sacrificios, sufrimiento, desprendimiento, servicio…—. Ese miedo es racional, es demostrativo de una falta de confianza, de no conocerle suficientemente en la oración, de no ser lo humilde que debería ser para acoger su palabra y sus mandatos. De ser poco valiente, generoso y fiel.
La Transfiguración me muestra hoy la importancia de fortalecer mi fe —tantas veces débil e interesada— para asemejarla a la de los apóstoles ante las circunstancias difíciles presentes y futuras de mi vida. Es el Señor el que fortalecerá mi fe con la gracia del Espíritu. Es Jesús el que me hace partícipe de su gloria, pero no es posible disfrutar de ella si previamente no soy capaz de unirme a su pasión y a su entrega amorosa.
Y para complacer a Dios se hará imprescindible que el Espíritu Santo imprima en mi corazón el rostro de Cristo. Y con Cristo grabado en mi interior es más fácil escuchar la voz del Padre que me habla a través de las actividades cotidianas de mi vida, que hace suyas todas mis preocupaciones y me trasmite su amor.
Pero no puedo quedarme simplemente contemplando el rostro luminoso de Jesús transfigurado. Al igual que los apóstoles debo tomar decisiones, no puedo permitir que mi vida se quede en meras palabras, en la mera contemplación del rostro luminoso del Señor porque en la vida hay numerosas cruces que debo cargar, son muchas las personas a las que debo entregar mi vida y a las que debo amar. El camino de la vida prosigue cada día, con sus alegrías y sus tristezas, y es el mismo Cristo el que me invita a caminar junto a Él para alcanzar el Reino prometido. Es allí, donde realmente Jesucristo me espera para ofrecerme la plenitud de la vida.
¡Señor, qué día más hermoso el de tu Transfiguración! ¡Muéstrate, Señor, cada día para que te pueda ver! ¡Hazte presente con toda tu luz para que te pueda seguir! ¡Señor, no quiero caminar en la oscuridad porque muchas veces estoy desorientado, agotado, abatido, lleno de problemas! ¡Tu sola presencia, Señor, me llena de ánimo, me da fortaleza! ¡Te pido, Señor, que extiendas tu mano sobre todos los que sufren a mi alrededor por los problemas matrimoniales, la enfermedad, los problemas económicos, la soledad, la depresión, la incomprensión! ¡Señor, sorprende con tu presencia a los que te niegan, o vacilan en su fe, o te blasfeman o te persiguen! ¡Señor, gracias, porque estás en todas las iglesias del mundo esperándonos! ¡Junto a ti, Señor, se está muy bien, muy cómodo, muy amado, muy querido! ¡En este día de tu Transfiguración, Señor, quiero mirarte sin cegarme y no consumir nunca ni mi fe ni mi esperanza! ¡Sé mi luz siempre, Señor! ¡Y muéstrame, Jesús, tu rostro transfigurado que se hace presente en los enfermos, en los pobres, en el enemigo, en la sed, la humillación, en el hambre, en la desolación… para que cuando te reconozcamos llegue la luz a nuestras almas y seamos capaces de amar todas las realidades que nos rodean olvidándonos de nuestros problemas para pensar en los de los demás a los que Dios también ama!
Donde hay caridad, hay amor ahí está el Señor:
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