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viernes, 24 de marzo de 2017

Vaciarse para crecer

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No me avergüenza reconocer que me entristece mi fragilidad humana cuando profundizo en ella. Es mi debilidad la que conmueve mi corazón cuando caigo siempre en la misma piedra o en los mismos errores de siempre y los excuso como parte de esa auto indulgencia tan propia del hombre que se lo perdona todo pero no pasa ni una a los demás. ¡Claro que me agradaría ser un santo heroico, un hombre de fortalezas inquebrantables vencedor de todo tipo de pruebas, alguien que confía siempre, que no teme a la voluntad de Dios, que no se turba ante los embates de la vida, sólido ante las críticas y consistente ante las dudas!

Pero no, reconozco que soy de barro. Me muevo en la línea fina entre la santidad y la mediocridad, entre la fortaleza y la debilidad, entre la victoria y el fracaso. Y, entre medio, con frecuentes caídas para volver a levantarme. Hoy, sin embargo, me viene a la imagen la figura de san Pedro, el hombre de las negaciones y el apóstol de la fortaleza. La primera roca sobre la que se edificó la Iglesia no pudo ser quien fue sin antes haber sido Simón, el pescador rudo, de carácter firme, apasionado, orgulloso y humilde al mismo tiempo, ardoroso e impulsivo. Y su figura me permite comprender cómo toda transformación interior es posible en el momento en que reconozco, asumo y acepto cuáles son las sombras de mi vida pero también esas luces que todo lo iluminan. Únicamente desde el reconocimiento de mi fragilidad y mi debilidad seré capaz de iniciar un proceso de crecimiento interior y tolerar mis debilidades y las fragilidades que veo en los otros y que, por mi soberbia o mi falta de caridad, puedo llegar a magnificar. Cuando me creo mejor, más bueno, con más hondura humana y espiritual, más superior a los demás, más intolerante me vuelvo y más necesito de la gracia misericordiosa de Dios.
El día que Simón Pedro se encontró con Cristo todo cambió en su vida. Comenzó un proceso interior y una transformación del corazón. San Pedro conocía cuáles eran sus limitaciones y era consciente de su propia humanidad; su auténtico «sí» se produjo en el momento en que comprendió quién debería ser. Su camino de transformación, como el de cualquier ser humano, fue un proceso que implica vaciamiento interior. Desprenderse de las conductas erróneas, de los comportamientos orgullosos y de las máscaras que todo lo envuelven.
San Pedro traicionó a Jesús, pero suplicó con su mirada de perdón la misericordia del Señor. Y, así me veo yo también hoy. Reconozco mi debilidad, me siento herido por mi propia fragilidad y aspiro a vencer con la ayuda de la gracia las flaquezas de mi humanidad. Vaciar mi interior de mi mismo, de mis egos y mis apegos para dejarle espacio a Dios, para llenarme de Él y para sea Él quien me posea. Renuncio a mi mismo, pero gano a Dios.


¡Y eso es lo que deseo, Señor, llenarme de Ti, abrirme a la gracia! ¡Señor, quiero aprender hoy que vaciándome de mis egos, de mis comodidades y mis apegos crezco interiormente y no me hago más pequeño! ¡Señor, quiero encontrarte desde mi fragilidad y mi debilidad porque Tu me buscas siempre, llamas a mi puerta para entrar y muchas veces la encuentras cerrada! ¡Quiero hacerte, Señor, un espacio en mi corazón! ¡Ayúdame, Espíritu Santo, a tener el don de la sabiduría para descubrir que mi vida estará más llena cuando más cerca tenga al Señor! ¡Espíritu Santo, ayúdame a ser más indulgente conmigo y con los demás; Tú sabes lo mucho que me cuesta levantarme, aceptar mi fragilidad y los errores que cometo! ¡Ayúdame, Espíritu de Dios, a mantenerme firme y siempre fiel en los momentos de turbulencia y dificultad! ¡Ayúdame, Espíritu de Verdad, a que te deje actuar en mi vida, a ponerme en tus manos y en las de Dios, a aceptar siempre su voluntad; hazme ver que esto no es debilidad sino confianza! ¡Ayúdame, Espíritu Santo, a asumir siempre mis responsabilidades y adoptar siempre las mejores decisiones haciendo y pensando lo correcto, a no esconderme en la excusas fáciles y a no culpabilizar a los demás de las cosas que me suceden a mi! ¡Ayúdame a enfrentar la vida con valentía porque Tú eres mi fuerza y el poder está en Ti! ¡Y, perdóname, cuando caigo y no sé mantenerme firme! ¡No quiero fallarte, Señor, quiero ser auténtico y vivir en rectitud!
Fragilidad, con Sting, para hacernos conscientes de nuestra pequeñez:


lunes, 28 de noviembre de 2016

Llega el tiempo de la luz

¿Estas preparad@?


Hoy me invitan a revestirme de Jesús: “La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad. Vestíos del Señor Jesucristo”.

Pasa la noche y llega el tiempo de la luz. Quiero ser como una de esas vírgenes que esperan al novio con su lámpara encendida. El fuego en su corazón. La mirada llena de luz. No quiero que se apague el fuego que Jesús ha encendido en mí.

Jesús me lo dice: “Estad en vela”. Quiero aprender a velar con mi luz encendida. La luz en mi alma. No quiero sembrar oscuridades a mi alrededor. Me gustaría abrir ventanas en las vidas de los hombres. Puertas que les abran un mundo nuevo que colme su esperanza.

Hoy se enciende simbólicamente una primera vela del Adviento. Me gusta ese fuego que comienza tímidamente. Luego crece, día a día, semana a semana. Somos hijos de la luz. Esa imagen me da tanta vida… Prefiero la luz a la oscuridad. La vida a la muerte. Estar despierto a estar dormido.

Decía el padre José Kentenich: “El Espíritu de Dios debe encender una luz en mi alma. Debemos contemplar el mundo de Dios a la luz de la fe. Si no somos al mismo tiempo maestros de la oración, entonces no podremos transmitirles a los que nos siguen esa gracia divina interna”[1].

Pienso en lo que significa revestirme de Cristo y llenarme de luz. Encender la luz del alma para poder vivir como Él. Revestido de su Espíritu.

Necesito la presencia de su Espíritu en mi vida. Lo necesito para cambiar mi forma de vivir. No todo da igual. Es importante cómo vivo, cómo actúo, las consecuencias de mis actos. En cualquier momento puede venir Jesús a buscarme y quiero que me encuentre revestido de Él.

No simplemente revestido de formas. Quiero tener el corazón hecho a su medida. Que mire la vida en su verdad. No marcado por mis creencias y mis ideologías. Que sepa distinguir el bien del mal, sobre todo cuando sea sutil la diferencia. Que sepa poner en orden mis prioridades y no considerar importantes las cosas que no lo son. Una nueva forma de mirar, de vivir, de amar. Revestido de Cristo.

Me conmueve pensar que Jesús puede hacerlo en la fuerza de su Espíritu. Puede eliminar mis cadenas. Puede dar luz a mi corazón. Para que no viva en las tinieblas, para que no me derrumbe en medio de la oscuridad. Necesito su luz, su paz. Quiero aprender a hacer su voluntad y encontrar su paz.

Decía santa Teresa de Calcuta: “La alegría que busco es sólo agradarle a Él. Soy suya y solamente suya. El resto no me afecta. Puedo pasar sin tener todo lo demás si le tengo a Él”[2]. Esa libertad interior me da luz. La necesito. Esa luz ilumina mis pasos. Pacifica mis ansias y mis egoísmos.

Quiero que la luz de Jesús acabe con las penumbras y con las tristezas. La luz de esa primera vela que me revela el camino. Mis prioridades. Lo importante en mi vida. No todo da igual. Mi sí no es indiferente para Dios. Mi sí profundo y libre, firme y arraigado.

Quiero un corazón lleno de luz que ilumine la vida de Jesús sufriente. Ese Jesús que vive sin luz en tantos hombres. Turbados por sus pecados. Angustiados por sus miedos. Porque han puesto su seguridad en un mundo cambiante. Y se han olvidado de lo importante.

Quiero la luz de Jesús que ilumine mis pasos, mis decisiones, mi amor más hondo y verdadero.



[1] J. Kentenich, Niños ante Dios

[2] Santa Teresa de Calcuta, Ven sé mi luz

sábado, 6 de agosto de 2016

Contemplar la luz que irradia Cristo

Hoy celebramos una fiesta hermosa: la Transfiguración del Señor. Jesús lleva a tres de sus discípulos a una montaña alta donde escucharán la voz del Padre: «Éste es mi hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias: escuchadlo».
El aspecto humano de Jesús se ha transformado por completo. Su rostro resplandece ahora como el sol. Sus vestidos traslucen una blancura fulgurante. Son los dos elementos que señalan la Transfiguración. Y a ese Jesús de rostro y cuerpo humano que conocían tan bien y cuyo comportamiento en el día a día de la vida era similar a los demás hombres se les aparece a los discípulos con una forma gloriosa y extraordinaria. Una experiencia de profunda transformación interior. Eso mismo le puede suceder a mi pobre vida interior. En numerosas ocasiones la imagen que tengo de Jesús resplandece de tal manera que todo a mi alrededor se llena de luz. Esta luz guía mis pensamientos, sentimientos, palabras y acciones. Y también la conciencia de la presencia de Jesús en circunstancias que me suceden o en personas que se cruzan en mi camino me hace ver la vida con una perspectiva de fe. Eso me muestra que debo estar siempre abierto a la escucha. Pero sobre todo, como dice Dios, escuchar a Cristo.
En la mayoría de las ocasiones no escucho a Jesús por miedo, por temor a que me pida más de lo que estoy dispuestos a dar —sacrificios, sufrimiento, desprendimiento, servicio…—. Ese miedo es racional, es demostrativo de una falta de confianza, de no conocerle suficientemente en la oración, de no ser lo humilde que debería ser para acoger su palabra y sus mandatos. De ser poco valiente, generoso y fiel.
La Transfiguración me muestra hoy la importancia de fortalecer mi fe —tantas veces débil e interesada— para asemejarla a la de los apóstoles ante las circunstancias difíciles presentes y futuras de mi vida. Es el Señor el que fortalecerá mi fe con la gracia del Espíritu. Es Jesús el que me hace partícipe de su gloria, pero no es posible disfrutar de ella si previamente no soy capaz de unirme a su pasión y a su entrega amorosa.
Y para complacer a Dios se hará imprescindible que el Espíritu Santo imprima en mi corazón el rostro de Cristo. Y con Cristo grabado en mi interior es más fácil escuchar la voz del Padre que me habla a través de las actividades cotidianas de mi vida, que hace suyas todas mis preocupaciones y me trasmite su amor.
Pero no puedo quedarme simplemente contemplando el rostro luminoso de Jesús transfigurado. Al igual que los apóstoles debo tomar decisiones, no puedo permitir que mi vida se quede en meras palabras, en la mera contemplación del rostro luminoso del Señor porque en la vida hay numerosas cruces que debo cargar, son muchas las personas a las que debo entregar mi vida y a las que debo amar. El camino de la vida prosigue cada día, con sus alegrías y sus tristezas, y es el mismo Cristo el que me invita a caminar junto a Él para alcanzar el Reino prometido. Es allí, donde realmente Jesucristo me espera para ofrecerme la plenitud de la vida.

¡Señor, qué día más hermoso el de tu Transfiguración! ¡Muéstrate, Señor, cada día para que te pueda ver! ¡Hazte presente con toda tu luz para que te pueda seguir! ¡Señor, no quiero caminar en la oscuridad porque muchas veces estoy desorientado, agotado, abatido, lleno de problemas! ¡Tu sola presencia, Señor, me llena de ánimo, me da fortaleza! ¡Te pido, Señor, que extiendas tu mano sobre todos los que sufren a mi alrededor por los problemas matrimoniales, la enfermedad, los problemas económicos, la soledad, la depresión, la incomprensión! ¡Señor, sorprende con tu presencia a los que te niegan, o vacilan en su fe, o te blasfeman o te persiguen! ¡Señor, gracias, porque estás en todas las iglesias del mundo esperándonos! ¡Junto a ti, Señor, se está muy bien, muy cómodo, muy amado, muy querido! ¡En este día de tu Transfiguración, Señor, quiero mirarte sin cegarme y no consumir nunca ni mi fe ni mi esperanza! ¡Sé mi luz siempre, Señor! ¡Y muéstrame, Jesús, tu rostro transfigurado que se hace presente en los enfermos, en los pobres, en el enemigo, en la sed, la humillación, en el hambre, en la desolación… para que cuando te reconozcamos llegue la luz a nuestras almas y seamos capaces de amar todas las realidades que nos rodean olvidándonos de nuestros problemas para pensar en los de los demás a los que Dios también ama!

Donde hay caridad, hay amor ahí está el Señor: