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miércoles, 18 de abril de 2018

Hoy no me apetece rezar.


 Desde Dios

«Hoy no me apetece rezar» o «Hoy no tengo ganas de hacer mi oración». Estas expresiones son más comunes de lo que parecen. En el momento de la oración emergen siempre las excusas. Confieso que no me libro de ellas. Hay días que al entrar en el templo o al empezar la oración en casa me encuentro inquieto, poco comprometido, con la cabeza pensando en otras cosas… comenzar la oración me cuesta.
Entré ayer en una iglesia sin demasiada ilusión; me había hecho el propósito de quedarme unos cinco minutos, un «cumplir» vaya. Cansado por la jornada, hastiado por las cargas del día, agotado por los compromisos me arrodillo ante el sagrario. «Señor, con toda la franqueza te digo que hoy no me apetece quedarme mucho tiempo; así que no esperes que me quede aquí acompañándote más de lo normal». Mas claridad y franqueza, imposible. Cuando me siento en el banco invoco al Espíritu: «Ablanda este corazón duro y egoísta». Le explico al Señor —aunque Él ya lo sabe— lo que ha sucedido hoy. Es el diálogo con el amigo. Distraído, miro el reloj continuamente a la espera que vuelen los cinco minutos. «Hoy no me quedaré más, en cinco minutos ya me marcho», me repito.
Pero entre alabanzas, acción de gracias, petición de intercesión por un amigo, volcar mis emociones y mis sentimientos, expulsar aquello que llevo dentro y necesita ser sanado, alegrías que pasan tantas veces desatendidas… ha transcurrido media hora larga. Son los cinco minutos más largos de la historia. Tengo que reconocerlo. Salgo del templo con una alegría desbordante, con un talante nuevo, con una serenidad inexplicable. He sido fiel al Amigo; el Amigo ha sido fiel conmigo.
En el silencio del sagrario, allí donde siempre me espera el Señor, Él comprende mis anhelos y mis angustias. Conoce a la perfección cuál es mi verdadero estado de ánimo. El tiene la llave de mi corazón, solo espera que le autorice para abrirlo.
La enseñanza es clara, directa. La desgana vence habitualmente al ánimo cuando uno tiene que enfrentase a la oración. Si esperas que te venga, por si sola no lo hará. En la oscuridad de la desgana se trata de buscar la luz, salir de la aridez del desierto, del secarral árido del corazón.
Suele ocurrir siempre igual. Al llegar a lo profundo la perspectiva cambia: todo es alegría, esperanza y luminosidad. Hay que dejarse amar por Jesús. Él te ofrece, misteriosamente, lo que necesitas para comunicarse contigo. Envía tu Espíritu para abrir el corazón. No importa el silencio; Jesús también habla en el silencio; a veces también parece guardar silencio a la espera que tu comiences a hablar.
Cuando dices «Hoy no me apetece rezar» o «Hoy no tengo ganas de hacer mi oración» es el momento clave para que Dios actúe, para se produzca ese encuentro fortuito y especial en el que el amor del Padre se desborda sobre ti. Porque Dios es tan sorprendente que le gusta hacerse el encontradizo con el hombre, al que conoce tan bien. Él ya sabe de la aridez del corazón, el estado de ánimo de su interlocutor. En ese «no me apetece o no tengo ganas» hay una respuesta interior del Espíritu que te anima a despreocuparse para que abras el corazón porque cuanto menores son las perspectivas mayores son las fuerzas que te ofrece Dios.
¡Espíritu Santo, tu me llamas a tener fe, confianza y esperanza! ¡Concédeme la gracia de abrir mi corazón al don de Dios, para que también sea corredentor, compañero y servidor, para ser don de Dios para los demás! ¡Espíritu Santo, dulce habitante de mi corazón, abrémelo porque habitualmente lo tengo cerrado y Jesús no puede entrar en él! ¡Abrémelo para que entrando Tú me hagas entender que Jesús es mi Señor con el que todo lo puedo, que me comprende y me acompaña! ¡Hazme, Espíritu Santo, atento a tus inspiraciones, para escuchar las cosas que susurras a mi corazón para que camine con firmeza en la vida cristiana y pueda dar testimonio de que soy seguidor de Jesús! ¡Hazme dócil a tus enseñanzas y a tus inspiraciones! ¡Señor, tu llamas a la puerta de mi corazón y quieres entrar, no permitas que te deje fuera porque te necesito y anhelo que transformes mi vida y la llenes de tu amor, de tu bondad y de tu misericordia! ¡Tú, Señor, prometes entrar en mi ser y sabes lo importante que es Tu presencia en mi vida, me llena de fortaleza y sabiduría para emprender cada una de mis jornadas con total entrega y confianza! ¡Toca, Señor, mi corazón y hazlo coherente entre lo que digo y hago! ¡Concédeme la fortaleza y la coherencia para vivir con intensidad tu Palabra y ponerla en armonía con mis acciones y obrar según tu voluntad! ¡Ayúdame a caminar por senderos de sinceridad, de humildad, de sencillez, de servicio, de generosidad, abriendo mi corazón al amor y a la verdad y convertirme en un auténtico testigo de tu bondad! ¡Ven a mi vida, Señor, y ayúdame a ser transparente en todos mis actos, con el corazón siempre abierto, para reflejar en mi mirada, mis gestos, mis palabras y mis acciones que eres Tú quien habita en mí! ¡Guíame y capacítame por medio de tu Santo Espíritu para enfrentar los retos de mi vida con la mejor actitud! ¡Gracias, Jesús, por confiar en mí a pesar de mis constantes abandonos! ¡Gracias por tu inmenso amor, Jesús, que no merezco por mi miseria y mi pequeñez!
Le pedimos al Espíritu que nos toque el corazón con esta canción:


viernes, 16 de febrero de 2018

Todo comienza con la conversión cotidiana

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Para que el mundo arda de esperanza, Jesús llama a hombres y mujeres con sus peculiaridades y pequeñeces. Tomo como ejemplo la vocación de los primeros apóstoles. Jesús no los eligió entre los notables del templo, ni entre los poderosos de su tiempo sino entre los más simples pecadores. Estos hombres, sorprendidos en su trabajo, dejaron que todo cayera por si solo. Para Andrés, Simón Pedro, Santiago y Juan fue el comienzo de un gran amor. Recibieron la buena nueva de Cristo y su vida se transformó por completo.
Al igual que estos apóstoles, o como ocurrirá con tantos otro como Pablo, todos estamos llamados por el Señor. Como cristianos bautizados y confirmados nuestra misión es convertirnos en testigos y mensajeros —con nuestras incertezas, pequeñeces y debilidades— del Evangelio. Todo comienza con la conversión cotidiana. A lo largo de los siglos, los grandes testigos de la fe han sido perdonados de sus pecados y miserias. Pienso en san Pedro que negó a Cristo tres veces, en san Pablo acérrimo perseguidor de los cristianos, en San Agustín que vivió parte de su existencia una vida desordenada… Uno puede decir: ¡Estás hablando de dos mil años atrás! Puedo poner muchos otros ejemplos de este siglo como el padre Donald Callaway, que de traficante de drogas pasó a sacerdote católico, o de Joseph Fadelle, de descendiente directo de Mahoma a católico convencido, o de  Serge Abad-Gallardo, de maestro masón a encontrar la fe en Cristo, o de André Frossard, de ateo convencido a católico por la gracia de Dios, o de María Vallejo-Nágera, a quien la religión le importaba un rábano a una potente en Medjugorge… Pero conozco cientos de personas como yo —o como tu—, padres y madres de familia, que sacan sus familias adelante con esfuerzo y sacrificio, que han dicho sí a Dios en algún momento de su vida dejando atrás su vida mundana y vacía. Pero todos, unos de hace dos mil años y otros de ahora han sido liberados de todo obstáculo y proclaman la alegre noticia del encuentro con Cristo. Lo han anunciado a la humanidad cautiva al pecado y de la muerte. Todos han entendido que nuestro Dios es un Dios liberador y salvador. Y eso es lo que testifican con sus vidas.
Es cierto que esta misión implica riesgos. Vivimos en una sociedad que no le gusta oír hablar de Dios o de Jesús. Pero las buenas nuevas deben anunciarse a todos porque Dios quiere la salvación de todos los hombres. Ante la incredulidad, la mala fe o la indiferencia, no podemos permanecer pasivos. El Papa Francisco recomienda que salgamos a las «periferias» para que anunciemos el mensaje de Cristo. La Iglesia solo puede vivir yendo a «Galilea». Es allí donde viven los que parecen más distantes de Dios. Cristo confía en nosotros para ser testigos y mensajeros de Su Reino.
Uno es enviado en comunión con el prójimo y con Cristo. Esta unidad es absolutamente indispensable para el testimonio que tenemos que dar. Divididos, es imposible.
Olvidamos orar con frecuencia para que el Señor nos haga atentos a su llamada, para una conversión auténtica en el día a día. En un día como hoy le pido que me conceda más generosidad para responder a su llamada haciéndome artesano de unidad, caridad, paz, amor y reconciliación en ese pequeño entorno en el que vivo.
¡Señor, predispongo mi corazón para esta atento a tu llamada! ¡Envíame tu Santo Espíritu, Señor, para que pueda acoger tu Palabra y tu buena nueva y me comprometa vivamente con ella! ¡Envíame tu Santo Espíritu, Señor, para que me otorgue el discernimiento para escuchar lo que quieres y esperas de mi, la sinceridad para avanzar acorde con tu voluntad y la fortaleza para aceptarlo todo! ¡Quiero, Señor, mostrarte mi disponibilidad sincera por eso te digo que me hables al corazón que estoy presto para escucharte! ¡Concédeme, Señor, la sabiduría del discernimiento pero también la capacidad para dedicarte tiempo en la oración y en la vida de sacramentos, la serenidad de corazón, la calma del espíritu y la paz interior para acercarme a ti y a los demás! ¡Concédeme, Señor, la gracia de hablar a los demás de Ti con el corazón abierto, desde mi experiencia personal, desde la oración, desde el amor, de la reflexión y desde la verdad, para que puedas convertirte a través mío en una referencia entre los que quiero y conozco! ¡No permitas, Señor, que mi vida se pierda por derroteros sin interés, con agitaciones del corazón inútiles, en oraciones pronunciadas rápidamente y sin interioridad, en oraciones llenas de palabras vacías de contenido que me impiden escuchar tu voz y tu mensaje! ¡Señor, te doy gracias por tu amor, por enviarme el susurro del Espíritu y te pido que me ayudes cada día a buscar la santidad, el encuentro contigo y hacer viva en la realidad de mi vida tu presencia amorosa, misericordiosa y llena de bondad y esperanza!
Entraré, cantamos con Jésed:


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sábado, 13 de enero de 2018

No cambiamos, solo nos ponemos otros disfraces

Mascaras«On ne change pas, on met juste les costumes d'autres sur soi» («No cambiamos, solo nos ponemos otros disfraces»). Lo canta Céline Dion en su hermosa canción On ne change pas. La letra dice que, incluso cambiando la apariencia, sigues siendo el niño que eras. Puedes alcanzar el éxito social, personal, económico, empresarial, puedes convertirte en un respetable personaje en tu entorno social pero nunca puedes negar tus propios orígenes.
Nuestra infancia, nuestra familia, la relación con nuestros padres y el entorno social en el que hemos crecido nos marcan profundamente. Una vez alcanzada la edad adulta nos comportamos de una u otra forma según la educación y los valores que hemos recibido. Dependiendo de las posibilidades que nos ofrecen nuestros éxitos o nuestras faltas encajamos en uno u otro molde social.
En la escala humana uno nace, crece, envejece y muere. Ninguna jornada es similar a la anterior porque siempre hay algo que transforma nuestra vida. A pesar de nuestros esfuerzos somos incapaces de detener estos cambios. Algunos, son beneficiosos, alegres y dadores de vida. Otros son puro milagro. Y otros, sin embargo, están repletos de dolor, tristeza y sufrimiento.
Cuando observas las diferentes etapas de tu vida observas que han estado marcadas por cambios profundos, por pruebas constantes, por obstáculos que se han superado. Uno se da cuenta también que en la vida no lo controlamos todo. Las personas, las situaciones, las enfermedades vienen y van a pesar nuestro.
La clave es aferrarse a la vida, dejarlo todo en manos de Dios. Puedes quedarte solo en la primera etapa, la de luchar con denuedo pero sin la fuerza de Dios no hay fuerza humana que sea capaz de resistir. No hay sueño, expectativa, deseo, esperanza, esfuerzo… que no esté jalonado por la presencia visible o invisible de Dios.
Hace unos días me encontré con una persona a la que no veía desde hace, al menos, una década. Tenía el mismo discurso que antaño, endurecido para resistir las dificultades en lugar de aceptar los cambios.
Uno de los secretos de la vida es cuestionarte interiormente. Si no interiorizas y no te cuestiona la vida eres incapaz de cambiar. Si no das respuesta a las preguntas de tu existencia tienes grandes posibilidades de endurecer el corazón aunque hay veces que preferimos endurecernos en lugar de cambiar porque el miedo nos embarga. Cualquier cambio contiene un grado de incertidumbre y eso nos asusta. Hacemos valer aquello de más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. Es quizás por esta razón que tantas veces rechazamos a Dios. Él nos promete una vida en abundancia, hecha de paz, libertad y amor. Pero para obtenerlo, se necesita cambiar. Dios dice que cambiará nuestros corazones de piedra en corazones de carne. ¡Este es el auténtico cambio! Somos esclavos de nuestros pecados y de nuestra miseria y Él quiere hacernos libres. Somos mortales y Él quiere darnos la vida eterna.
Cuando aprendes a confiar en Él, Dios te cambia la vida. Es el cambio que realmente merece la pena experimentar sin las máscaras ni disfraces a las que hace referencia Céline Dion en su canción.
¡Señor, Tú me invitas a conocer la verdad de mi vida! ¡Sin ser auténtico difícilmente podré responder a mi vocación y a la plenitud y alcanzar la felicidad! ¡Señor, no me dejes saciar por las apariencias sino que envía Tu Espíritu para que edifique mi vida sobre la solidez de la verdad! ¡Señor, no permitas que las máscara aparenten lo que no soy y oculten lo que pueda ser malo para mí porque no sería más que un reflejo de mi mediocridad! ¡Espíritu Santo, ayúdame en el camino de la autenticidad; dame el valor para ahondar en mi verdad y enfrentarme a lo que es de verdad! ¡Señor Jesús, Tu me dejas a la Virgen como testamento de autenticidad! ¡Ayúdame a alcanzar mi verdadera libertad en el cumplimiento del Plan de Dios, en la fidelidad a los designios de Dios y a caminar por la senda de la verdad! ¡Señor, me abandono en tus manos, Tú que eres el Dios que actúa en la historia del hombre y que muestras cada día los signos vivos de tu presencia en mi vida! ¡A Ti, Padre, te entrego mi vida y mi salvación y la de la humanidad entera que tanto amas porque ha sido creado por Ti! ¡Quiero seguirte, Señor, par anunciar Tu Palabra a la sociedad en la que me mueves, para hacer de mi existencia cotidiana un testimonio de tu amor! ¡Jesús, amigo, enviado de Dios, confío en Tu Palabra que es la del mismo Dios que se ha revelado por medio de Ti! ¡Quiero anunciarte al mundo que confío plenamente en Dios que eres el mismo Dios revelado y que garantizas que sus promesas se cumplen siempre! ¡Quiero hacerme uno contigo, ser comunión contigo! ¡Envía tu Espíritu sobre mí para que no me falte la fe, para no perder la comunicación con Dios, la confianza y la esperanza en Él, para aceptar siempre su plan en mi! ¡Me abandono en tus manos y creo firmemente en Ti, confieso todas y cada una de las verdades que la Iglesia propone porque han sido reveladas por Ti, que eres la Verdad y la Sabiduría y quiero vivir y morir en esta fe!
On ne change pas, de Céline Dios origen de esta meditación:




miércoles, 3 de enero de 2018

De la superficialidad a la coherencia

esperando respuestaVivimos, tristemente, en la civilización de la ligereza que genera respuesta fáciles, impulsos emocionales inmediatos, impresiones poco sopesadas, sensaciones efímeras. Hay demasiado estruendo en el corazón, en la mente, en el ambiente… que genera inestabilidad emocional. Por eso se hace tan difícil convertir el corazón pues la superficialidad impide ir a la esencia de las cosas. A lo trascendente. Somos superficiales en las relaciones con los demás y con las situaciones que nos toca vivir. Damos más importancia al envase que al contenido. Nuestra cultura está regida por la imposición de lo intrascendente donde solo importa lo inmediato. Ponemos más énfasis a las apariencias que al fondo humano y divino de la vida. Pero sin trascendencia lo esencial se evade y el corazón del hombre va dejando en el olvido aquello que es importante.
Cuando se vive en un estado de superficialidad humana y espiritual el corazón levanta un muro que hace imposible la interioridad.
La superficialidad nos impide penetrar en nuestro propio interior, nos convierte en seres inconstantes, mudables como veletas de la vida, caprichosos y cambiantes. El problema no es vivir superficialmente con la familia, con los amigos, con el entorno laboral o social sino con el mismo Dios. La superficialidad nos aleja de Dios porque el superficial, con el corazón endurecido, no puede abrirse a Su amor.
Cultivar la interioridad implica predisponer el corazón para el encuentro con el Señor. Esto implica que la persona ha de tratar encontrar el silencio para la escucha del prójimo y para escucharse a sí misma, discernir las virtudes y los defectos que atesora, y examinarse bien para saber qué siente y como piensa. Esta tarea es imposible desde la superficialidad porque sin un ápice de trascendencia uno está incapacitado para aprender las lecciones de la vida.
Vivir el vacío que genera la superficialidad no es fácil de gestionar. Pero cuando careces de vida interior, cuando no tienes una meta clara quedas sometido a merced del relativismo, a las modas pasajeras, a las respuestas fáciles, al vivir del oportunismo y huyes del silencio donde es posible escuchar el susurro del Espíritu.
Se trata de ser coherente, auténtico y verdadero para hacer de la vida un carpe diem permanente, con rectitud, con palabras y comportamientos sólidos, sin dobleces, sin contradicciones, sin doble vida o moral, diciendo lo que se siente, se cree y se piensa. Ser coherente es vivir con responsabilidad. Es no tener miedo a ir a contracorriente, haciendo las cosas desde la verdad.
Hermoso propósito para este tiempo de Adviento. Implorarle al Niño Dios que me otorgue siempre el don de la coherencia, que me conceda gozar de profundidad en nuestro vivir para siendo consciente de mi debilidad y mi pequeñez recibir el anhelo de vivir en la verdad, auténtico camino de conversión del corazón y alejar de mi vida aquellas dosis de ligereza y de superficialidad pues en Él todo es integridad y rectitud.
¡Señor, en este tiempo de preparación a tu venida te pido que, bajo la gracia del Espíritu Santo, me otorgues la gracia de la sabiduría para ser auténtico y coherente en mi vivir cotidiano, alejado de toda superficialidad! ¡Que mis creencias y mis ideas no se vean entorpecidas por la ligereza en el vivir! ¡Concédeme, Señor, la gracia de vivir de manera recta, ser coherente con lo que pienso, lo que digo y lo hago! ¡A no tener miedo, Señor, a caminar contracorriente como hiciste tú, que antepusiste la verdad en tu actuar sin miedo al qué dirán! ¡Concédeme, Señor, la gracia de la sencillez, para vivir tal como soy, sin máscaras ni maquillajes que cubran mis contradicciones y mi falta de autenticidad! ¡Dame, Señor, por medio de tu Santo Espíritu, el don del equilibrio para llevar siempre una vida ordenada, sin engaños ni mentiras, sin críticas ni juicios ajenos! ¡Ayúdame, Señor, a ser siempre responsable, a no depender del qué dirán o pensarán de mi, de seguir lo que piensan los demás y tener criterio propio basado en la verdad! ¡No permitas que me deje llevar por las modas siempre pasajeras! ¡Dame, Señor, por medio de tu Santo Espíritu, el don de la rectitud para ser coherente en mis pensamientos y mis ideas! ¡Dame, Señor, el don de la humildad para reconocer mis fallos y mis errores y para no buscar con mis actos el reconocimiento ajeno! ¡Concédeme, Señor, por medio de tu Santo Espíritu el don de amar todo cuanto haga para implicarme en busca de la perfección y la santidad!
Escuchamos este bellísimo motete de adviento de J. G. Rheinberger, Prope est Dominus (Cerca está el Señor):




viernes, 24 de marzo de 2017

Vaciarse para crecer

orar-con-el-corazon-abierto
No me avergüenza reconocer que me entristece mi fragilidad humana cuando profundizo en ella. Es mi debilidad la que conmueve mi corazón cuando caigo siempre en la misma piedra o en los mismos errores de siempre y los excuso como parte de esa auto indulgencia tan propia del hombre que se lo perdona todo pero no pasa ni una a los demás. ¡Claro que me agradaría ser un santo heroico, un hombre de fortalezas inquebrantables vencedor de todo tipo de pruebas, alguien que confía siempre, que no teme a la voluntad de Dios, que no se turba ante los embates de la vida, sólido ante las críticas y consistente ante las dudas!

Pero no, reconozco que soy de barro. Me muevo en la línea fina entre la santidad y la mediocridad, entre la fortaleza y la debilidad, entre la victoria y el fracaso. Y, entre medio, con frecuentes caídas para volver a levantarme. Hoy, sin embargo, me viene a la imagen la figura de san Pedro, el hombre de las negaciones y el apóstol de la fortaleza. La primera roca sobre la que se edificó la Iglesia no pudo ser quien fue sin antes haber sido Simón, el pescador rudo, de carácter firme, apasionado, orgulloso y humilde al mismo tiempo, ardoroso e impulsivo. Y su figura me permite comprender cómo toda transformación interior es posible en el momento en que reconozco, asumo y acepto cuáles son las sombras de mi vida pero también esas luces que todo lo iluminan. Únicamente desde el reconocimiento de mi fragilidad y mi debilidad seré capaz de iniciar un proceso de crecimiento interior y tolerar mis debilidades y las fragilidades que veo en los otros y que, por mi soberbia o mi falta de caridad, puedo llegar a magnificar. Cuando me creo mejor, más bueno, con más hondura humana y espiritual, más superior a los demás, más intolerante me vuelvo y más necesito de la gracia misericordiosa de Dios.
El día que Simón Pedro se encontró con Cristo todo cambió en su vida. Comenzó un proceso interior y una transformación del corazón. San Pedro conocía cuáles eran sus limitaciones y era consciente de su propia humanidad; su auténtico «sí» se produjo en el momento en que comprendió quién debería ser. Su camino de transformación, como el de cualquier ser humano, fue un proceso que implica vaciamiento interior. Desprenderse de las conductas erróneas, de los comportamientos orgullosos y de las máscaras que todo lo envuelven.
San Pedro traicionó a Jesús, pero suplicó con su mirada de perdón la misericordia del Señor. Y, así me veo yo también hoy. Reconozco mi debilidad, me siento herido por mi propia fragilidad y aspiro a vencer con la ayuda de la gracia las flaquezas de mi humanidad. Vaciar mi interior de mi mismo, de mis egos y mis apegos para dejarle espacio a Dios, para llenarme de Él y para sea Él quien me posea. Renuncio a mi mismo, pero gano a Dios.


¡Y eso es lo que deseo, Señor, llenarme de Ti, abrirme a la gracia! ¡Señor, quiero aprender hoy que vaciándome de mis egos, de mis comodidades y mis apegos crezco interiormente y no me hago más pequeño! ¡Señor, quiero encontrarte desde mi fragilidad y mi debilidad porque Tu me buscas siempre, llamas a mi puerta para entrar y muchas veces la encuentras cerrada! ¡Quiero hacerte, Señor, un espacio en mi corazón! ¡Ayúdame, Espíritu Santo, a tener el don de la sabiduría para descubrir que mi vida estará más llena cuando más cerca tenga al Señor! ¡Espíritu Santo, ayúdame a ser más indulgente conmigo y con los demás; Tú sabes lo mucho que me cuesta levantarme, aceptar mi fragilidad y los errores que cometo! ¡Ayúdame, Espíritu de Dios, a mantenerme firme y siempre fiel en los momentos de turbulencia y dificultad! ¡Ayúdame, Espíritu de Verdad, a que te deje actuar en mi vida, a ponerme en tus manos y en las de Dios, a aceptar siempre su voluntad; hazme ver que esto no es debilidad sino confianza! ¡Ayúdame, Espíritu Santo, a asumir siempre mis responsabilidades y adoptar siempre las mejores decisiones haciendo y pensando lo correcto, a no esconderme en la excusas fáciles y a no culpabilizar a los demás de las cosas que me suceden a mi! ¡Ayúdame a enfrentar la vida con valentía porque Tú eres mi fuerza y el poder está en Ti! ¡Y, perdóname, cuando caigo y no sé mantenerme firme! ¡No quiero fallarte, Señor, quiero ser auténtico y vivir en rectitud!
Fragilidad, con Sting, para hacernos conscientes de nuestra pequeñez:


miércoles, 30 de noviembre de 2016

¿A dónde iríamos si…?

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El recuerdo y la obra de Cristo llena la historia, ¡un hombre que murió hace veintiún siglos! Sorprende que las gentes de hoy lo tengamos tan abandonado cuando su nacimiento cambió la historia de la humanidad, lo revolucionó todo, transformó la vida de todos aquellos que se cruzaron en su camino desde los pobres pastores de Belén a los Reyes de Oriente, desde el ciego Bartimeo al centurión de Cafarnaun, de los doce apóstoles a María Magdalena, de María, Marta y Lázaro al Buen ladrón, de José Arimatea a San Pablo… Y así con millones de personas que a lo largo de la historia, día a día, se levantan y caminan porque creen en Él, en sus milagros, en la fuerza de su amor y en la gracia de sus sacramentos.
Cada día, son muchos los que escuchan su llamamiento de intimidad, los que le siguen en la vida consagrada o en el sacerdocio, los que lo abandonan todo para complacer a este corazón sagrado, viven en el silencio de la oración y entregan su vida por los demás.
Hay tantos otros que entregamos nuestra vida al matrimonio, a la procreación, al amor conyugal, y otros que se inclinan sobre las miserias de la vida, aceptan los sufrimientos, la enfermedad, la pobreza económica, la desesperanza y el sacrificio.
Son miles también los que cada día entran en los templos para darle alabanza, para adorarle, para recibirle en el sacramento de la Eucaristía y para confesar sus faltas.
Desde hace varios siglos pequeñas capillas y grandes templos se erigen en su nombre en pueblos y grandes ciudades pero también en lugares recónditos. Sin embargo, es en el corazón donde encontramos a Jesús, el amigo, el hermano, el dador de vida, el que marca el camino, el que nos lleva a la vida eterna.
¿Y cómo es posible vivir sin Él si es el que nos da la paz y nos lo entrega todo? ¿A dónde iríamos si no tuviéramos a la figura de Jesús que lo ilumina todo con la grandeza de su amor y su misericordia?

¡Te necesito, Señor Jesús! ¡Necesito que entres en mi corazón y para esto quiero creer más en ti, conocerte mejor, confiar más, amarte más intensamente,

abandonarme con mayor confianza! ¡Señor, te necesito porque eres necesario en mi vida y sin ti no soy nada y no valgo nada! ¡Jesús, amigo, quiero hacerte cada día más mío para que descanses en lo más profundo de mi corazón! ¡Señor, despoja de mi vida el orgullo y la soberbia porque no me quiero encontrar a mí mismo sino solo a Ti! ¡Quiero tener un encuentro contigo, Jesús, en mis alegrías y mis éxitos pero también en mis fracasos, mis problemáticas, mis dificultades y mis angustias! ¡Señor, tu lo sabes todo y tu sabes que te amo a pesar de mi miseria y mi pequeñez! ¡Te doy como ofrenda mi nada y como donación mi pequeño corazón! ¡Y te doy gracias, Señor, porque sin merecerlo me has dado la gracia de conocerte y amarte, de sentirme profundamente unido a ti, porque a tu lado no he perdido nada y lo he ganado todo! ¡Gracias, Jesús, gracias! ¡Pero no olvides que necesito sentirte cerca, sentirte dentro y encontrarte en la pobreza de mi ser!

Quiero enamorarme más de Ti, cantamos hoy al Señor: