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martes, 20 de febrero de 2018

Cuarenta días de desierto, ¿para qué?




Desde DiosComo a Jesús, también el Espíritu nos empuja a ir hacia el desierto durante cuarenta días. Lo hará después de treinta años de vida oculta para iniciar un camino de cruz y como preparación para el proyecto que Dios ha dispuesto para Él. Comienzan tres años de una vida marcada por las tensiones y las aclamaciones, los desprecios y los aplausos, las enseñanzas y los milagros cuyo fin es la muerte en Cruz. Tiempos de prueba que son una enseñanza para un corazón abierto a su verdad.
Y cuando contemplas como el Espíritu Santo lleva al desierto al Señor comprendes que tu propia vida tampoco resultará sencilla ni cómoda sino que estará repleta de pruebas, de tentaciones permanentes, de caídas y de incertidumbres. Buscar la verdad no es fácil, tratar de seguir el camino que lleva al reino de Dios sin desfallecer tiene sus riesgos. Lo es para uno como lo fue también para Jesús.
Sin embargo, en aquel lugar inhóspito encontró Jesús el acomodo para su purificación personal, se desprendió de todo lo innecesario para vivir con lo esencial, recurriendo a la verdad, apoyado tan solo por la fuerza interior que ofrece la oración y el aliento del Espíritu que facilita superar las pruebas y la tentación, ese elemento de hostilidad que el demonio coloca en nuestra vida para alejarnos del amor y la misericordia de Dios.
Pero Jesús no se dejará tentar por Satanás. Lo rechazará para no dejarse vencer por la soberbia y el orgullo, los principales elementos que nos apartan de Dios.
Estos cuarenta días de Cuaresma me enseñan que debo caminar con el corazón atento, mantenerme vigilante para vislumbrar el juego que el príncipe del mal quiere hacer para desviarme de mi camino de autenticidad. Vivir como Jesús alimentándose de la oración y de la vida sacramental.
Cuarenta días para llegar a la Pascua. Cuarenta días para estar atentos al susurro del Espíritu. Cuarenta días para poner la mirada fija en ese Jesús retirado en el desierto. Cuarenta días para crecer en humildad, servicio y amor. Cuarenta días, en definitiva, para ser más fiel y cercano a Jesús.
¡Señor, te doy gracias por la vida que me has dado, por todo los sufrimientos y las alegrías! ¡Todo viene dado por Ti! ¡Ayúdame a aceptar lo que Tú me envías! ¡Si debo entrar de nuevo en el desierto de la vida dame la fuerza y la confianza que viene de tu Espíritu para aceptarlo con entereza cristiana! ¡Que se conviertan en verdadero estímulos para tener la certeza de que es la manera que quieres para moldear mi carácter! ¡Ayúdame en esta Cuaresma a buscar más tiempos de silencio y soledad para recorrer junto a tu Hijo un camino interior de conversión, de cambio y de transformación! ¡Ayúdame a vivir el sentido de la vida desde la cercanía a Jesús! ¡Ayúdame a aprender a caminar a ciegas, siguiendo la guía del Espíritu! ¡Concédeme la gracia de ser muy austero en este tiempo y estar siempre abierto a la entrega al prójimo! ¡Concédeme la gracia de abrir mi corazón para que sea transformado por tu Santo Espíritu y ser un cristiano auténtico que entregue su vida por servir a los demás de corazón! ¡Señor, quiero adentrarme en el desierto de la Cuaresma para envolverme de tu misterio, para que nadie se interfiera entre nosotros, para sentir tu amor y tu misericordia! ¡Deseo entrar en el desierto de la Cuaresma para despojarme de mis yoes y en la aridez que me envuelva hacer que desaparezcan de mi alrededor todo aquello que es innecesario! ¡Deseo entrar en el desierto de la Cuaresma para hacerme más disponible a Ti y a los demás! ¡Deseo entrar en el desierto de la Cuaresma para, en mi desnudez interior, comprender todo desde lo íntimo, desde la intimidad contigo que da una perspectiva diferente a las cosas y a la vida! ¡Deseo entrar en el desierto de la Cuaresma para que desde la transparencia de mi oración poder ponerte mi realidad ante Ti, todos mis anhelos y mis fracasos, mis alegrías y mis desesperanzas! ¡Y a Ti María, Madre del Silencio, te pido tu compañía en este tiempo para seguir el ejemplo de tu vida oculta en Nazaret, en tus años de desierto en lo cotidiano de la vida, que te sirvieron para acoger con el corazón abierto el proyecto que Dios tenía pensado para Ti!
Nos has llamado al desierto, cantamos hoy acompañando la meditación:



sábado, 8 de abril de 2017

Quemar etapas

orar con el corazon abierto
En la vida es frecuente quemar etapas. Pensamos que cuando las hacemos arder es que no va a ser necesario cruzarlas. ¡Pero qué equivocados estamos!
Uno se va fijando en la infinidad de pequeños detalles que van creando su rutina diaria, esas nimiedades sin importancia que nos inundan y que, de manera pausada, van edificando poco a poco la realidad de nuestra vida. Uno piensa en esa cantimplora de agua bendita, fresca y pura, que bebe para ir tomando fuerzas; son los detalles hermosos de la vida que, como retazos, se van haciendo presente en lo cotidiano.
Sin embargo, un día como hoy sientes ese viento gélido, fuerte, que te envuelve y que te impide avanzar; que te empuja descontrolado y te tambalea. Comprendes esa inseguridad que a veces hace mella en tu vida, esos miedos que te atenazan, esa fragilidad que se despliega con toda su fuerza. En ese momento no queda más que doblegarse ante Dios y pedirle, con el corazón abierto, que se convierta en la pantalla que frene estas envestidas, que vierta toda su gracia sobre este pobre hombre que en toda su fragilidad se siente incierto en el momento de cruzar el puente quebradizo la vida formado de tablones de madera enmohecidos, que crujen cuando caminas y que son incluso más inestables que uno mismo.
Es, entonces, con todos los miedos que te atenazan que te aferras dignamente a la Palabra, la única que esconde la verdad cierta, y que te invita a tener una fe firme y una confianza ciega. Y le dices a tu corazón: «Avanza y no tengas miedo, dirígete hacia el otro extremo confiadamente porque en el otro lado Alguien te espera con los brazos abiertos». Sí, en la vida hay momentos de confusión, desconcierto y desorientación. Por eso es tan importante pedir cada día una fe cierta y firme, la gracia de la confianza, el no tener miedo a caminar sobre travesaños de madera que crujen sobre el abismo. No tener miedo a cruzar el puente y quemarlo con la seguridad de que no lo voy a necesitar de nuevo porque no regresaré jamás al punto en el que me encontraba pues los horizontes que se abren son infinitamente mejores.
Si soy capaz de superar esta situación, de vencer esta prueba, de entregarme sin vacilaciones a la voluntad de Dios, de aceptar lo que Él tiene preparado para mí ¡por qué temer esta travesía! Mi vida experimentará una profunda transformación interior, un cambio profundo y, me convertiré, estoy convencido en alguien mucho más cercano a la belleza, amor y misericordia del corazón del Padre. ¡Voy a intentarlo!

¡Señor, hay veces que la incertidumbre me invade y los miedos me aprisionan! ¡Hay ocasiones, Señor, que todo son incertidumbres que desmoronan de por si mi frágil existencia! ¡Aún así, Padre, tu eres la fuerza de mi corazón aunque mi espíritu sea débil y mi capacidad de confianza flaquee! ¡Te pido que me sostengas, Padre, y no me dejes caer nunca, que me guíes con los sabios consejos de tu Palabra y me conduzcas hacia ti con una fe ciega! ¡Soy consciente, Padre, de las grandes maravillas que obras en mi, que estar cerca tuyo y de tu Hijo es una gracia, porque sois mi refugio y mi auxilio, pero a veces tengo dudas porque los problemas a mi alrededor me dificultan crecer en confianza! ¡Ayúdame a quemar esos puntos que no sirven para vivir en la confianza cierta; yo confío en tu fuerza, cuando no puedo más creo en Ti, confío plenamente en que me bendices y me proteges porque eres el más grande y soberano Padre! ¡Envía tu Espíritu, Padre, sobre mí para que me de la fortaleza para avanzar, la sabiduría para confiar y la fe para crecer! ¡Gracias, Padre, por tu infinito amor y misericordia y perdona a este frágil pecador que tantas veces duda y se tambalea!
Alma mía recobra tu calma, rezamos cantando con esta hermosa canción:

viernes, 31 de marzo de 2017

La cruz que yo mismo me construyo

Las cosas no salen siempre como uno las tiene previstas. Y, entonces, se vislumbra en el horizonte como un profundo desierto. Cuando te sientes abatido por los problemas, cuando te abate de manera dura la enfermedad, cuando un fracaso te llena de desazón y desconcierto, cuando alguien te juega una mala pasada y te hiere, cuando un juicio malicioso te daña el corazón… circunstancias todas ellas habituales en nuestra vida es cuando hay que ver con mayor claridad la mano de Dios que interviene en esos acontecimientos.
Me sorprendo porque aun sabiendo que la fe sostiene la vida son muchas las veces que no soy capaz de ver como las costuras de Dios van tejiendo el vestido de mi vida, hasta el más insignificante de los detalles que nadie aprecia pero que Dios ha diseñado cuidadosamente porque forma parte de su gran obra. Todo lo permite Dios. Y lo permite desde la grandeza de su amor infinito. Y lo hace con el único fin de lograr que me desprenda de mis oyes y de la mundanalidad de la vida para acercarme más a Él. ¡Pero qué difícil es esto, Dios mío!
Esta falta auténtica de confianza, de fe, de abandono y de esperanza provoca mucho sufrimiento interior. En este momento, la cruz que Dios me envía no es la suya ni no la hago mía porque es una cruz que construyo a mi justa medida. Cuando cargas esta cruz las penas son más pesadas, los disgustos más profundos, las pruebas más dolorosas, las inquietudes más atormentadas y la imaginación te lleva a realidades poco realistas… tal vez para nada porque en muchas ocasiones lo que prevés que sucederá nunca sucede por la intercesión misericordiosa del Padre que se compadece de la fragilidad humana.
El aprendizaje en este camino de Cuaresma es que no puedo crucificarme a mi mismo con mi propia Cruz. Dios lo único que desea es que acompañe a Cristo en el camino hacia el Calvario abandonando el cuidado de mi corazón y de mi alma a la acción redentora de su Hijo para mirar las cosas a la luz de la fe y de la confianza.
orar con el corazon abierto
¡Señor, cuánto me cuesta acostumbrarme a que tu me acompañas siempre, que caminas a mi lado, que no me abandonas nunca! ¡Cuántas veces me olvido, Señor, que mis sufrimientos y mis temores son también los tuyos que sufres junto a mí y haces tuyos mis pesares! ¡Señor, olvido con frecuencia que tu no me abandonas nunca! ¡Concédeme la gracia de confiar siempre en Ti! ¡Concédeme la gracia de verte en cada acontecimiento de mi vida! ¡Enséñame, Señor, como en el silencio de la vida y de los acontecimientos en los que no soy capaz de verte por mi ceguera tu te haces presente y cual es el sentido profundo y certero de lo que quieres para mí y es tu voluntad santa! ¡Ayúdame a dejar de lado esa cruz fabricada a mi medida y llevar la cruz verdadera! ¡Ayúdame a no preocuparme excesivamente por las cosas materiales y abrir más mi alma al cielo! ¡Espíritu Santo, dador de vida y de esperanza, a ti te confío también mis incertidumbres para que me ayudes a que mi alma se libere de todas las preocupaciones materiales y me hagas más fuerte espiritualmente! ¡Concédeme la gracia de ser más confiado, de tener una fe más firme y entregarme sin miedo a las manos extendidas de este Cristo clavado en la cruz que me abraza con amor eterno!
Victoria, tu reinarás, oh Cruz tu me salvarás:

miércoles, 30 de noviembre de 2016

¿A dónde iríamos si…?

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El recuerdo y la obra de Cristo llena la historia, ¡un hombre que murió hace veintiún siglos! Sorprende que las gentes de hoy lo tengamos tan abandonado cuando su nacimiento cambió la historia de la humanidad, lo revolucionó todo, transformó la vida de todos aquellos que se cruzaron en su camino desde los pobres pastores de Belén a los Reyes de Oriente, desde el ciego Bartimeo al centurión de Cafarnaun, de los doce apóstoles a María Magdalena, de María, Marta y Lázaro al Buen ladrón, de José Arimatea a San Pablo… Y así con millones de personas que a lo largo de la historia, día a día, se levantan y caminan porque creen en Él, en sus milagros, en la fuerza de su amor y en la gracia de sus sacramentos.
Cada día, son muchos los que escuchan su llamamiento de intimidad, los que le siguen en la vida consagrada o en el sacerdocio, los que lo abandonan todo para complacer a este corazón sagrado, viven en el silencio de la oración y entregan su vida por los demás.
Hay tantos otros que entregamos nuestra vida al matrimonio, a la procreación, al amor conyugal, y otros que se inclinan sobre las miserias de la vida, aceptan los sufrimientos, la enfermedad, la pobreza económica, la desesperanza y el sacrificio.
Son miles también los que cada día entran en los templos para darle alabanza, para adorarle, para recibirle en el sacramento de la Eucaristía y para confesar sus faltas.
Desde hace varios siglos pequeñas capillas y grandes templos se erigen en su nombre en pueblos y grandes ciudades pero también en lugares recónditos. Sin embargo, es en el corazón donde encontramos a Jesús, el amigo, el hermano, el dador de vida, el que marca el camino, el que nos lleva a la vida eterna.
¿Y cómo es posible vivir sin Él si es el que nos da la paz y nos lo entrega todo? ¿A dónde iríamos si no tuviéramos a la figura de Jesús que lo ilumina todo con la grandeza de su amor y su misericordia?

¡Te necesito, Señor Jesús! ¡Necesito que entres en mi corazón y para esto quiero creer más en ti, conocerte mejor, confiar más, amarte más intensamente,

abandonarme con mayor confianza! ¡Señor, te necesito porque eres necesario en mi vida y sin ti no soy nada y no valgo nada! ¡Jesús, amigo, quiero hacerte cada día más mío para que descanses en lo más profundo de mi corazón! ¡Señor, despoja de mi vida el orgullo y la soberbia porque no me quiero encontrar a mí mismo sino solo a Ti! ¡Quiero tener un encuentro contigo, Jesús, en mis alegrías y mis éxitos pero también en mis fracasos, mis problemáticas, mis dificultades y mis angustias! ¡Señor, tu lo sabes todo y tu sabes que te amo a pesar de mi miseria y mi pequeñez! ¡Te doy como ofrenda mi nada y como donación mi pequeño corazón! ¡Y te doy gracias, Señor, porque sin merecerlo me has dado la gracia de conocerte y amarte, de sentirme profundamente unido a ti, porque a tu lado no he perdido nada y lo he ganado todo! ¡Gracias, Jesús, gracias! ¡Pero no olvides que necesito sentirte cerca, sentirte dentro y encontrarte en la pobreza de mi ser!

Quiero enamorarme más de Ti, cantamos hoy al Señor:

viernes, 25 de noviembre de 2016

Como salmón a contracorriente

orar-con-el-corazon-abierto
Ví hace unos días un documental sobre el salmón en Alaska. Durante los meses estivales se produce uno de los espectáculos más impresionantes de la naturaleza. Millones de salmones del Océano Pacífico comienzan una migración de miles de kilómetros desde el mar hasta las cuencas de los ríos que los han visto nacer para, allí, generar nueva vida. Gracias a esta migración el salmón se convierte en el eslabón que une tierra, agua y bosque asegurando la supervivencia del ecosistema de Alaska. Es una aventura extraordinaria. Unas horas más tarde me aflora este pensamiento. Como cristiano también soy como un salmón que surca las aguas procelosas de la vida. Voy a contracorriente evitando todos los obstáculos que me impiden avanzar. El río de la vida arrastra corrientes de agua intensas y me zarandea de un lado a otro aunque no me impide seguir mi camino.

Voy contracorriente porque lo importante es el origen. Dios me ha creado y a Dios me dirijo. Es en la contracorriente de mi vida donde mi santidad avanza hasta el día que, como el salmón que llega a su destino, mi vida se detenga.
Me siento identificado con estos salmones que avanzan entre abatidos y extenuados, golpeados y frágiles por la fatiga del viaje; agotado por tener que sortear tantos obstáculos; vigilante para no ser devorado por el enemigo; luchador para no desfallecer a mitad de camino ante la dureza de las pruebas.
Pero también me siento integrado. En comunidad. Junto a mí van miles de otros peregrinos que están en las mismas batallas que la mía, que nadan a contracorriente, que se esfuerzan para no decaer nunca, que no se conforman con aceptar lo que la sociedad ofrece, que se revelan contra el consumismo y el hedonismo, que quieren renovar el mundo, las conciencias y el corazón de los hombres para testimoniar el verdadero espíritu de Cristo. Y, sobre todo, que no desfallecen ante las dificultades.
En algún momento del documental he llegado a pensar lo absurdo de un sacrificio tan grande. Sin embargo, ¡qué noble y digna es su aventura! ¡El salmón va a morir con firmeza al lugar que le vio nacer para desovar y dar sabia nueva al ecosistema! ¡Cómo no voy yo a ser firme si la mayor recompensa será nacer a la Vida Nueva! ¿Por qué, entonces, con tanta frecuencia dejo de ir a contracorriente?

¡Como cristiano, Señor, me llamas a nadar contracorriente! ¡No permitas que claudique, Señor, porque Tú no me has prometido que la vida será un camino sencillo sino al contrario que estará lleno de peligros, de dificultades, de obstáculos y de circunstancias adversas! ¡Pero el ejemplo es la Cruz, Señor, que también era un camino difícil! ¡Espíritu Santo, dador de vida, bien sabes que el príncipe del mal no desea que alcance la vida eterna, no permitas que ninguna de sus maniobras sirvan para desviarme del camino correcto! ¡Ayúdame a ser uno con los que me rodean, a no criticar ni a juzgar, a no pensar mal y encontrar sólo la necedad y el error, a no mirar por encima del hombro, a no despreciar porque todos, con sus circunstancias que sólo tú conoces, avanzan conmigo en las procelosas aguas de la vida! ¡Señor, conviértete en el caudal que guíe mi vida, que el agua fresca que me lleva calme la sed que me embarga! ¡Ayúdame a ser salmón que nada a contracorriente pero hazlo junto a mí, Señor, que solo no puedo y quiero regresar a la casa del Padre! ¡No permitas que el cansancio me acomode, que la relajación me venza, que la pereza me devore, que la agitación me desvíe, que la falta de fe me haga perder la confianza, que mi autosuficiencia me haga creer fuerte y victorioso! ¡Acrecienta, Señor, mi fe que tu conoces mi debilidad y mis carencias!
Del compositor inglés Henry Purcell disfrutamos hoy de su  Jubilate Deo in D major, Z. 232 (Alegraos en Dios). Es un alegoría del camino del cristiano que en la dificultad, tiene que caminar a contracorriente para alcanzar la alegría del Padre:

jueves, 17 de noviembre de 2016

¿Miedo?

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El miedo es la energía más destructiva del ser humano porque no sólo acogota la mente y distorsiona nuestros pensamientos sino que nos conduce a supersticiones sin sentido, creencias falsas y dogmas inverosímiles. Aún así, el miedo nos vence. El hombre necesita certezas, necesita seguridad —emocional, afectiva, económica, moral, de aprobación...—. Necesita saber que no es juzgado, que no perderá prestigio social, que podrá enfrentarse a las dificultades de todo tipo, que podrá hacer frente con valentía a la enfermedad... Así es el hombre, frágil en la debilidad.
El miedo también ejercita sobre cada uno un control emocional que trata de no perjudicar a los demás, para no perjudicarnos a nosotros mismos, para no ser reprendidos, o castigados, o silenciados.
Pero detrás de todas estas situaciones, de esta codicia de la seguridad, de esa búsqueda del bienestar, está la necesidad imperiosa de la certidumbre.
El miedo se convierte en algo superficial porque donde impera al miedo no hay cabida para la libertad. Y, el hombre, sin libertad no puede ser capaz de amar. El miedo, incluso, nos lleva a mentir, corrompe interiormente nuestra alma, deja un poso oscuro en lo más profundo de nuestro corazón, nos hace retroceder en nuestra vida espiritual.
Si tenemos tantos miedos, ¿por que no tememos ofender a Dios, a separarnos de Él, a alejarnos de su voluntad cuando Dios representa al Amor que debe ser respetado y reverenciado? ¡Qué olvidadizos somos los hombres ante el don de temor de Dios con el que nos obsequia el Espíritu Santo!
Estamos ante un don que constituye un temor filial, un don inspirado en el amor de Dios, un don para comprender que además de la fidelidad el hombre debe temer la ofensa al Padre. Es un don para purificar la vida del hombre, para dejar todo en manos de su providencia, para confiar plenamente en Él. Un don para poner todas las certezas en la grandeza de Dios, de colocar el corazón en sus manos providentes, para alejar al hombre de la fascinación por las quimeras de este mundo y rechazar la tentación, para despreciar el pecado, para fomentar la vida de la gracia, para glorificar y venerar a Dios, para exaltar las virtudes en nuestra vida, para desapegarse de los honores y afectos humanos, para alejarse de las apetencias materiales, para someterse plenamente a la voluntad de Dios, para buscar la excelencia personal solidificada sobre la verdad del Evangelio y no sobre las comodidades e incertezas temporales, para llevar una vida presidida por la humildad y la sencillez, para extirpar la soberbia y el orgullo de nuestro corazón, para asumir con amor los padecimientos ajenos, para vivir con paciencia la experiencia de la relación con los demás, para purificar nuestra alma, para perseverar en nuestra vida de fe, para ejercitar la magnanimidad y la mansedumbre...
¿Miedo? ¿Quién puede pronunciar la palabra miedo ante la obra del Espíritu Santo en nuestra vida? ¿Quién puede tener miedo ante la posibilidad de demandar al Espíritu Santo que llene nuestra alma de la bondad de Dios, para aceptar su voluntad y llevar su reino a nuestro corazón y a todos los que nos rodean? ¿Cómo se puede tener miedo si por el don del temor de Dios se alcanza el don de la sabiduría que es sentir con amor delicado y humilde la grandeza infinita de nuestro Creador? ¡Quién puede tener miedo cuando uno es capaz de reconocer la propia debilidad, quien permanece y crece en la caridad, quien tiene sentido de la responsabilidad, quien se presenta ante Diso con un corazón humillado y un espíritu contrito?
¿Miedo? No, Señor, con la fuerza del Espíritu Santo nada a tu lado puede darme miedo.

¡Padre, me presento ante Ti “con el espíritu contrito y con el corazón humillado” sabedor que mi salvación la debo atender “con temor lo que no implica miedo sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a tus mandatos y tu palabra! ¡Espíritu Santo,ven a mi vida y lléname del temor de Dios para que se alejen de mi vida los miedos y me someta siempre a su voluntad! ¡Ayúdame, Espíritu de Dios, a huir de la tentación y de todo mal y a través del temor de Dios alcanzar el don de la sabiduría para gustar siempre las cosas de Dios y perfeccionar mi vida! ¡Espíritu Santo, hazme temer a Dios desde el amor, desde la libertad, desde el desapego a lo mundano para gozar de Él, para aborrecer todo lo que pueda ofenderle incluso en aquello en apariencia insignificante! ¡Quiero, Señor, servirte con una fidelidad perfecta y cooperar contigo con rectitud de intención, sin miedo, con un corazón sincero, con unos pensamientos puros, para que todo lo que haga sirva para darte gloria! ¡Libérame, Espíritu de Dios, de los vicios contra el temor de Dios sobre todo de la tibieza, el orgullo y la soberbia!
«No tengo miedo», cantamos hoy: