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sábado, 8 de abril de 2017

Quemar etapas

orar con el corazon abierto
En la vida es frecuente quemar etapas. Pensamos que cuando las hacemos arder es que no va a ser necesario cruzarlas. ¡Pero qué equivocados estamos!
Uno se va fijando en la infinidad de pequeños detalles que van creando su rutina diaria, esas nimiedades sin importancia que nos inundan y que, de manera pausada, van edificando poco a poco la realidad de nuestra vida. Uno piensa en esa cantimplora de agua bendita, fresca y pura, que bebe para ir tomando fuerzas; son los detalles hermosos de la vida que, como retazos, se van haciendo presente en lo cotidiano.
Sin embargo, un día como hoy sientes ese viento gélido, fuerte, que te envuelve y que te impide avanzar; que te empuja descontrolado y te tambalea. Comprendes esa inseguridad que a veces hace mella en tu vida, esos miedos que te atenazan, esa fragilidad que se despliega con toda su fuerza. En ese momento no queda más que doblegarse ante Dios y pedirle, con el corazón abierto, que se convierta en la pantalla que frene estas envestidas, que vierta toda su gracia sobre este pobre hombre que en toda su fragilidad se siente incierto en el momento de cruzar el puente quebradizo la vida formado de tablones de madera enmohecidos, que crujen cuando caminas y que son incluso más inestables que uno mismo.
Es, entonces, con todos los miedos que te atenazan que te aferras dignamente a la Palabra, la única que esconde la verdad cierta, y que te invita a tener una fe firme y una confianza ciega. Y le dices a tu corazón: «Avanza y no tengas miedo, dirígete hacia el otro extremo confiadamente porque en el otro lado Alguien te espera con los brazos abiertos». Sí, en la vida hay momentos de confusión, desconcierto y desorientación. Por eso es tan importante pedir cada día una fe cierta y firme, la gracia de la confianza, el no tener miedo a caminar sobre travesaños de madera que crujen sobre el abismo. No tener miedo a cruzar el puente y quemarlo con la seguridad de que no lo voy a necesitar de nuevo porque no regresaré jamás al punto en el que me encontraba pues los horizontes que se abren son infinitamente mejores.
Si soy capaz de superar esta situación, de vencer esta prueba, de entregarme sin vacilaciones a la voluntad de Dios, de aceptar lo que Él tiene preparado para mí ¡por qué temer esta travesía! Mi vida experimentará una profunda transformación interior, un cambio profundo y, me convertiré, estoy convencido en alguien mucho más cercano a la belleza, amor y misericordia del corazón del Padre. ¡Voy a intentarlo!

¡Señor, hay veces que la incertidumbre me invade y los miedos me aprisionan! ¡Hay ocasiones, Señor, que todo son incertidumbres que desmoronan de por si mi frágil existencia! ¡Aún así, Padre, tu eres la fuerza de mi corazón aunque mi espíritu sea débil y mi capacidad de confianza flaquee! ¡Te pido que me sostengas, Padre, y no me dejes caer nunca, que me guíes con los sabios consejos de tu Palabra y me conduzcas hacia ti con una fe ciega! ¡Soy consciente, Padre, de las grandes maravillas que obras en mi, que estar cerca tuyo y de tu Hijo es una gracia, porque sois mi refugio y mi auxilio, pero a veces tengo dudas porque los problemas a mi alrededor me dificultan crecer en confianza! ¡Ayúdame a quemar esos puntos que no sirven para vivir en la confianza cierta; yo confío en tu fuerza, cuando no puedo más creo en Ti, confío plenamente en que me bendices y me proteges porque eres el más grande y soberano Padre! ¡Envía tu Espíritu, Padre, sobre mí para que me de la fortaleza para avanzar, la sabiduría para confiar y la fe para crecer! ¡Gracias, Padre, por tu infinito amor y misericordia y perdona a este frágil pecador que tantas veces duda y se tambalea!
Alma mía recobra tu calma, rezamos cantando con esta hermosa canción:

jueves, 17 de noviembre de 2016

¿Miedo?

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El miedo es la energía más destructiva del ser humano porque no sólo acogota la mente y distorsiona nuestros pensamientos sino que nos conduce a supersticiones sin sentido, creencias falsas y dogmas inverosímiles. Aún así, el miedo nos vence. El hombre necesita certezas, necesita seguridad —emocional, afectiva, económica, moral, de aprobación...—. Necesita saber que no es juzgado, que no perderá prestigio social, que podrá enfrentarse a las dificultades de todo tipo, que podrá hacer frente con valentía a la enfermedad... Así es el hombre, frágil en la debilidad.
El miedo también ejercita sobre cada uno un control emocional que trata de no perjudicar a los demás, para no perjudicarnos a nosotros mismos, para no ser reprendidos, o castigados, o silenciados.
Pero detrás de todas estas situaciones, de esta codicia de la seguridad, de esa búsqueda del bienestar, está la necesidad imperiosa de la certidumbre.
El miedo se convierte en algo superficial porque donde impera al miedo no hay cabida para la libertad. Y, el hombre, sin libertad no puede ser capaz de amar. El miedo, incluso, nos lleva a mentir, corrompe interiormente nuestra alma, deja un poso oscuro en lo más profundo de nuestro corazón, nos hace retroceder en nuestra vida espiritual.
Si tenemos tantos miedos, ¿por que no tememos ofender a Dios, a separarnos de Él, a alejarnos de su voluntad cuando Dios representa al Amor que debe ser respetado y reverenciado? ¡Qué olvidadizos somos los hombres ante el don de temor de Dios con el que nos obsequia el Espíritu Santo!
Estamos ante un don que constituye un temor filial, un don inspirado en el amor de Dios, un don para comprender que además de la fidelidad el hombre debe temer la ofensa al Padre. Es un don para purificar la vida del hombre, para dejar todo en manos de su providencia, para confiar plenamente en Él. Un don para poner todas las certezas en la grandeza de Dios, de colocar el corazón en sus manos providentes, para alejar al hombre de la fascinación por las quimeras de este mundo y rechazar la tentación, para despreciar el pecado, para fomentar la vida de la gracia, para glorificar y venerar a Dios, para exaltar las virtudes en nuestra vida, para desapegarse de los honores y afectos humanos, para alejarse de las apetencias materiales, para someterse plenamente a la voluntad de Dios, para buscar la excelencia personal solidificada sobre la verdad del Evangelio y no sobre las comodidades e incertezas temporales, para llevar una vida presidida por la humildad y la sencillez, para extirpar la soberbia y el orgullo de nuestro corazón, para asumir con amor los padecimientos ajenos, para vivir con paciencia la experiencia de la relación con los demás, para purificar nuestra alma, para perseverar en nuestra vida de fe, para ejercitar la magnanimidad y la mansedumbre...
¿Miedo? ¿Quién puede pronunciar la palabra miedo ante la obra del Espíritu Santo en nuestra vida? ¿Quién puede tener miedo ante la posibilidad de demandar al Espíritu Santo que llene nuestra alma de la bondad de Dios, para aceptar su voluntad y llevar su reino a nuestro corazón y a todos los que nos rodean? ¿Cómo se puede tener miedo si por el don del temor de Dios se alcanza el don de la sabiduría que es sentir con amor delicado y humilde la grandeza infinita de nuestro Creador? ¡Quién puede tener miedo cuando uno es capaz de reconocer la propia debilidad, quien permanece y crece en la caridad, quien tiene sentido de la responsabilidad, quien se presenta ante Diso con un corazón humillado y un espíritu contrito?
¿Miedo? No, Señor, con la fuerza del Espíritu Santo nada a tu lado puede darme miedo.

¡Padre, me presento ante Ti “con el espíritu contrito y con el corazón humillado” sabedor que mi salvación la debo atender “con temor lo que no implica miedo sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a tus mandatos y tu palabra! ¡Espíritu Santo,ven a mi vida y lléname del temor de Dios para que se alejen de mi vida los miedos y me someta siempre a su voluntad! ¡Ayúdame, Espíritu de Dios, a huir de la tentación y de todo mal y a través del temor de Dios alcanzar el don de la sabiduría para gustar siempre las cosas de Dios y perfeccionar mi vida! ¡Espíritu Santo, hazme temer a Dios desde el amor, desde la libertad, desde el desapego a lo mundano para gozar de Él, para aborrecer todo lo que pueda ofenderle incluso en aquello en apariencia insignificante! ¡Quiero, Señor, servirte con una fidelidad perfecta y cooperar contigo con rectitud de intención, sin miedo, con un corazón sincero, con unos pensamientos puros, para que todo lo que haga sirva para darte gloria! ¡Libérame, Espíritu de Dios, de los vicios contra el temor de Dios sobre todo de la tibieza, el orgullo y la soberbia!
«No tengo miedo», cantamos hoy: