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jueves, 20 de abril de 2017

Miedo a las sorpresas de Dios

orar con el corazon abierto
Hay veces que uno pone todo su esfuerzo en una tarea que no acaba dando sus frutos. El desgaste personal es grande y eso hace mella en el alma. El desánimo te invade y los cansancios se convierten en una losa pesada. Me ha ocurrido con frecuencia: poner esperanza en algo que no se concreta. En estos momentos es cuando más confianza tengo que poner en el Señor; permanecer alerta con lo que desea transmitirme e invocar, esperanzando, el signo de su voluntad. El pequeño milagro anhelado.

En definitiva, el único que disipa las tinieblas de la incertidumbre con la luz es  Él. Sólo Él hace emerger la claridad de la oscuridad. Suavizar el áspero sentimiento de fracaso. Tranquilizar el ánimo antes de que el alma se sumerja en el desánimo. Es el momento de subir de nuevo a la barca, empezar a bogar aguas adentro, desalojar temores infundados y poner la mirada en ese Dios que nunca abandona. Y echar las redes en mitad del mar bravío confiando en su Palabra, consciente de que sólo es Él quien puede obrar el prodigio que uno anhela: que la red esté tan repleta de peces que sea imposible arrastrarla hasta la orilla. Y que la jornada finalice con la tan ansiada pesca.
El milagro solo puede producirse cuando crees de verdad que tu red vacía se llenará con abundantes frutos porque Él, el Padre que todo lo puede, actúa siempre cuando menos te lo esperas sorprendiéndote siempre. Y, entonces, te das cuenta que tienes miedo de las sorpresas de Dios. Pero Él es así, sorprendiendo siempre; uno no se puede cerrar nunca a la novedad que Dios desea traer a su vida, encerrándose en si mismo, perder la confianza y resignarse porque no hay situación que Él no pueda cambiar si uno está abierto a su gracia.
¡Señor, muchas veces me empecino en trabajar solo sin tenerte a mi lado, confiando sólo en mis fuerzas; entonces solo observo que mis redes permanecen uno y otro día vacías! ¡Necesito escucharte, Señor, siendo dócil a tu Palabra y trabajar junto a Ti para que las cosas cambien y el milagro se produzca! ¡Quiero vivir en profunda comunión contigo para que al final del día, cuando no haya obtenido los frutos deseados, pueda volverme a tu Padre y escuchar su voz que me recomiende volver a echar las redes pero ahora haciéndolo en tu nombre! ¡Señor, qué diferente son las cosas cuando las hago en tu nombre! ¡No permitas que vaya quemando las horas inútilmente y que mi alma se seque sino que pueda confiar siempre en ti, abrir mi corazón, echar las redes y confiar siempre en los frutos de mi trabajo! ¡Espíritu Santo, dame la fortaleza para trabajar duro, con audacia, haciendo bien las cosas, incluso cuando haya tormentas y mares difíciles, y que no desfallezca cuando mi esfuerzo no de los frutos deseados! ¡Ayúdame, Espíritu Santo, a santificar mi trabajo para que sea semilla viva del Evangelio!
Seguimos nuestro camino cuaresmal musical con una bellísima pieza del maestro portugués Duarte Lobo, Pater Peccavi (Padre, he pecado) a cinco voces. Las palabras del hijo pródigo reconociendo sus errores y pidiendo perdón al padre son verdaderamente profundas:


jueves, 17 de noviembre de 2016

¿Miedo?

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El miedo es la energía más destructiva del ser humano porque no sólo acogota la mente y distorsiona nuestros pensamientos sino que nos conduce a supersticiones sin sentido, creencias falsas y dogmas inverosímiles. Aún así, el miedo nos vence. El hombre necesita certezas, necesita seguridad —emocional, afectiva, económica, moral, de aprobación...—. Necesita saber que no es juzgado, que no perderá prestigio social, que podrá enfrentarse a las dificultades de todo tipo, que podrá hacer frente con valentía a la enfermedad... Así es el hombre, frágil en la debilidad.
El miedo también ejercita sobre cada uno un control emocional que trata de no perjudicar a los demás, para no perjudicarnos a nosotros mismos, para no ser reprendidos, o castigados, o silenciados.
Pero detrás de todas estas situaciones, de esta codicia de la seguridad, de esa búsqueda del bienestar, está la necesidad imperiosa de la certidumbre.
El miedo se convierte en algo superficial porque donde impera al miedo no hay cabida para la libertad. Y, el hombre, sin libertad no puede ser capaz de amar. El miedo, incluso, nos lleva a mentir, corrompe interiormente nuestra alma, deja un poso oscuro en lo más profundo de nuestro corazón, nos hace retroceder en nuestra vida espiritual.
Si tenemos tantos miedos, ¿por que no tememos ofender a Dios, a separarnos de Él, a alejarnos de su voluntad cuando Dios representa al Amor que debe ser respetado y reverenciado? ¡Qué olvidadizos somos los hombres ante el don de temor de Dios con el que nos obsequia el Espíritu Santo!
Estamos ante un don que constituye un temor filial, un don inspirado en el amor de Dios, un don para comprender que además de la fidelidad el hombre debe temer la ofensa al Padre. Es un don para purificar la vida del hombre, para dejar todo en manos de su providencia, para confiar plenamente en Él. Un don para poner todas las certezas en la grandeza de Dios, de colocar el corazón en sus manos providentes, para alejar al hombre de la fascinación por las quimeras de este mundo y rechazar la tentación, para despreciar el pecado, para fomentar la vida de la gracia, para glorificar y venerar a Dios, para exaltar las virtudes en nuestra vida, para desapegarse de los honores y afectos humanos, para alejarse de las apetencias materiales, para someterse plenamente a la voluntad de Dios, para buscar la excelencia personal solidificada sobre la verdad del Evangelio y no sobre las comodidades e incertezas temporales, para llevar una vida presidida por la humildad y la sencillez, para extirpar la soberbia y el orgullo de nuestro corazón, para asumir con amor los padecimientos ajenos, para vivir con paciencia la experiencia de la relación con los demás, para purificar nuestra alma, para perseverar en nuestra vida de fe, para ejercitar la magnanimidad y la mansedumbre...
¿Miedo? ¿Quién puede pronunciar la palabra miedo ante la obra del Espíritu Santo en nuestra vida? ¿Quién puede tener miedo ante la posibilidad de demandar al Espíritu Santo que llene nuestra alma de la bondad de Dios, para aceptar su voluntad y llevar su reino a nuestro corazón y a todos los que nos rodean? ¿Cómo se puede tener miedo si por el don del temor de Dios se alcanza el don de la sabiduría que es sentir con amor delicado y humilde la grandeza infinita de nuestro Creador? ¡Quién puede tener miedo cuando uno es capaz de reconocer la propia debilidad, quien permanece y crece en la caridad, quien tiene sentido de la responsabilidad, quien se presenta ante Diso con un corazón humillado y un espíritu contrito?
¿Miedo? No, Señor, con la fuerza del Espíritu Santo nada a tu lado puede darme miedo.

¡Padre, me presento ante Ti “con el espíritu contrito y con el corazón humillado” sabedor que mi salvación la debo atender “con temor lo que no implica miedo sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a tus mandatos y tu palabra! ¡Espíritu Santo,ven a mi vida y lléname del temor de Dios para que se alejen de mi vida los miedos y me someta siempre a su voluntad! ¡Ayúdame, Espíritu de Dios, a huir de la tentación y de todo mal y a través del temor de Dios alcanzar el don de la sabiduría para gustar siempre las cosas de Dios y perfeccionar mi vida! ¡Espíritu Santo, hazme temer a Dios desde el amor, desde la libertad, desde el desapego a lo mundano para gozar de Él, para aborrecer todo lo que pueda ofenderle incluso en aquello en apariencia insignificante! ¡Quiero, Señor, servirte con una fidelidad perfecta y cooperar contigo con rectitud de intención, sin miedo, con un corazón sincero, con unos pensamientos puros, para que todo lo que haga sirva para darte gloria! ¡Libérame, Espíritu de Dios, de los vicios contra el temor de Dios sobre todo de la tibieza, el orgullo y la soberbia!
«No tengo miedo», cantamos hoy: