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jueves, 11 de mayo de 2017

Escuchaba ayer una bellísima canción titulada Where Could I Go But to the Lord? (¿Adónde puedo dirigirme sino es al Señor?). La letra de la canción repite hermosamente: «¿A quien iré? Oh, ¿A quién iré sino a Jesús? El me salvó y rescató mi alma». Vivimos en un mundo donde el pecado está a la orden del día y el mal se hace presente en nuestras vidas de manera permanente. Vivimos en sociedades donde hedonismo, el materialismo, el individualismo… si incrustan en nuestros corazones sin que pongamos freno a este desenfreno. Eso nos lleva a una pérdida de valores y también una pérdida de esperanza. Y aquí surge luminosa la letra de esta canción: «¿Adónde puedo dirigirme sino es al Señor?» Él es el único al que uno puede recurrir siempre, en toda circunstancia y en todo momento porque Cristo, siempre al alcance de nuestra voz, de nuestra oración, escucha el grito del que le reclama.
Si uno se siente cansancio y agotado, «¿Adónde puede dirigirse sino es al Señor?».
Si la oscuridad interior que uno experimenta le hace ser consciente de su propia debilidad, «¿Adónde puede uno dirigirse sino es al Señor?».
Si uno necesita barruntar en su corazón el amor de Dios, «¿Adónde puede dirigirse sino es al Señor?»
Si uno padece en el cuerpo y en el alma, «¿Adónde puede dirigirse uno sino es al Señor?».
Si uno siente el desprecio y el abandono de tantos que antes le daban golpes en la espalda, «¿Adónde puede dirigirse uno sino es al Señor?».
Si uno sufre en sus propias carnes el sufrimiento de la enfermedad y el dolor, «¿Adónde puede dirigirse uno sino es al Señor?».
Si uno no es capaz de vislumbrar la luz luminosa de la esperanza que haya al final del túnel, «¿Adónde puede dirigirse uno sino es al Señor?»
Si uno se siente profundamente agobiado por los problemas económicos, materiales o de otra índole, «¿Adónde puede dirigirse uno sino es al Señor?».
Y, así, un largo etcétera de situaciones más o menos extraordinarias que pueden llevar como coletilla «¿Adónde puede dirigirse uno sino es al Señor?»
A Jesús hay de gritarle muchas veces en una oración encendida: ¡Jesús, hijo de David, ten misericordia de mí! ¿Acaso no exclamó aquello de «Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Cargad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontraréis alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana».
Junto a Jesús todas las fatigas se vuelven amables. Todo sacrificio, al lade de Cristo no es áspero y ni rebelde, sino gustoso. Él llevó nuestros dolores y nuestras cargas más pesadas. Entonces, «¿Adónde puede dirigirse uno sino es al Señor?».

¡Señor, no hay camino más seguro que seguirte a ti y encontrar a tu lado la felicidad! ¡Señor, cuando el peso resulte demasiado pesado para mis fuerzas que no deje de escuchar tus palabras del «Venid a Mí todos los que andáis fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré»! ¡Gracias, Señor, porque esta es una invitación de compasión por cada uno de nosotros pero también de amistad, de ofrecimiento, de confort, de promesa, de paz y de vida! ¡Gracias, Señor, porque tú eres mi descanso al que puedo acudir en cualquier momento! ¡Sabes bien, Señor, de todos mis cansancios y dificultades, y recurro a Ti para descansar en tu Sagrado Corazón! ¡Señor, que la gracia de este encuentro me ayude a salir renovado para continuar mi camino hacia la santidad! ¡Te pido, Señor, perdón por todos los momentos en que me alejo de Ti, y trato de reposar en esos falsos lugares que me ofrece el mundo para mi felicidad! ¡Concédeme la Luz de tu Espíritu Santo, para que sea capaz de ver con claridad y reconocerte como mi Señor y mi verdadero descanso!
Jaculatoria a María en el mes de mayo: Ruega por nosotros Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo.
Acompaño la meditación con esta canción:

jueves, 13 de abril de 2017

En mi Getsemani

El domingo Jesús entró en Jerusalén montado en un humilde pollino. Hoy ya sabe lo que le aguarda entre enemigos llenos de odio que llevan días, desde la resurrección de Lázaro, con ansias por prenderle. Uno del grupo íntimo, teórico amigo, está presto a venderlo por treinta monedas de oro mancillado por esa tibieza que tiene su culmen en el beso de la traición. Los tres discípulos escogidos para acompañarle duermen incapaces de orar en esa noche larga, triste y oscura, la más dolorosa de la vida de Jesús. Los vítores del domingo han quedado atrás. Solo se «escucha» el silencio desgarrador de Getsemaní, en medio de la tiniebla. Caído de rodillas y sudando sangre, tal es el dolor, ruega en su oración al Padre que pase de Él este cáliz. Queda pocas horas para la entrega, para la llegada de esos soldados al que el impetuoso Pedro hará frente y cortará a Malco su oreja. Poco tiempo para poner su mano sobre la herida abierta y sanarla. Tiempo para cruzar su mirada con Pedro, elegido roca que sustente la Iglesia, y que aun así le negará tres veces antes de que cante el gallo y saldrá corriendo a llorar amargamente consciente de su abandono. Quedan por delante acusaciones falsas, conspiración del Sanedrín, un juicio injusto, manos que se lavan exculpándose de un crimen y un malhechor beneficiado por tanta mentira orquestada en su contra. Y eso no es todo. Insultos, golpes, escupitajos, azotes, una corona tejida de espinas sobre la cabeza, largos y terribles clavos, reparto infame de sus vestiduras, una esponja empapada en vinagre, burlas de los presentes al verlo prendido en la Cruz, un ladrón cuestionándole su divinidad, una lanza penetrada en el costado y la muerte en Cruz. ¡Impresionante testimonio de amor!

¡Qué soledad la del Señor desde Getsemaní! ¡Qué triste comprender como sentiría la soledad humana, el abandono, el sufrimiento, el miedo, la amargura! ¡Qué tristeza entender como tuvo que vivir la angustia a solas con el Padre, sin la presencia de los seres humanos por Él creados! ¡Que desazón ver que no hubo nadie capaz de dar consuelo y sanar aquel corazón herido que a tantos dio la vida, la esperanza, la vista, que había saciado tantos estómagos, que tantas lecciones de amor había ofrecido! ¡Y allí está, enfrentado a su muerte en Cruz rodeado de soledad!
En ese huerto repleto de olivos su oración es de súplica. El Espíritu de Dios le cubre. Tiene que ser profundamente desgarrador sentir el peso del pecado caer sobre tu corazón. ¡Pero cuanto amor hay en este Cristo, amor de los amores! ¡Cuanto amor por el ser humano para hacer la voluntad del padre y derramar su sangre para dar nueva vida al mundo. Cristo, el Rey de Reyes, el INRI de lo alto de la cruz, el médico de cuerpos y almas, el maestro divino, dijo «hágase» como su Madre. Y ese «Sí» salvó a la humanidad entera.
Ayer miércoles santo entiendo que debo hacer siempre como Jesús. Aceptar la voluntad del Padre. Permanecer en mi Getsemaní particular despierto, atento; soy conocedor de que se trata de un lugar donde impera el dolor, la turbación, la angustia... pero también es ese espacio en el que, ante la incertidumbre que conlleva el sufrimiento, puedes tomar las decisiones más acertadas. Allí, en el silencio, oras y velas esperando la respuesta del Padre responda. Allí Dios escucha atento, lee el corazón suplicante, asume tu soledad y tu fragilidad humana, tus angustias y temores, y exhala con la fuerza del Espíritu una brisa fresca y una fragancia de vida que llena de rocío esa aridez bendecida por Él.

Hoy no surge de mis labios oración alguna. Me siento incapaz de hacerlo. Prefiero mantenerme en silencio consciente de que estoy entre los que le abandonaron y me dormí en Getsemaní. Solo puedo musitar compungido: ¡Perdón, Señor, perdón; no tengas en cuenta mis abandonos ni mis faltas! ¡Comparto tanto tu tristeza como tu soledad y mi total adhesión a la voluntad de Dios!
En mi Getsemaní, cantamos en oración en este miércoles santo tan cercano a la Pasión del Señor:

viernes, 31 de marzo de 2017

La cruz que yo mismo me construyo

Las cosas no salen siempre como uno las tiene previstas. Y, entonces, se vislumbra en el horizonte como un profundo desierto. Cuando te sientes abatido por los problemas, cuando te abate de manera dura la enfermedad, cuando un fracaso te llena de desazón y desconcierto, cuando alguien te juega una mala pasada y te hiere, cuando un juicio malicioso te daña el corazón… circunstancias todas ellas habituales en nuestra vida es cuando hay que ver con mayor claridad la mano de Dios que interviene en esos acontecimientos.
Me sorprendo porque aun sabiendo que la fe sostiene la vida son muchas las veces que no soy capaz de ver como las costuras de Dios van tejiendo el vestido de mi vida, hasta el más insignificante de los detalles que nadie aprecia pero que Dios ha diseñado cuidadosamente porque forma parte de su gran obra. Todo lo permite Dios. Y lo permite desde la grandeza de su amor infinito. Y lo hace con el único fin de lograr que me desprenda de mis oyes y de la mundanalidad de la vida para acercarme más a Él. ¡Pero qué difícil es esto, Dios mío!
Esta falta auténtica de confianza, de fe, de abandono y de esperanza provoca mucho sufrimiento interior. En este momento, la cruz que Dios me envía no es la suya ni no la hago mía porque es una cruz que construyo a mi justa medida. Cuando cargas esta cruz las penas son más pesadas, los disgustos más profundos, las pruebas más dolorosas, las inquietudes más atormentadas y la imaginación te lleva a realidades poco realistas… tal vez para nada porque en muchas ocasiones lo que prevés que sucederá nunca sucede por la intercesión misericordiosa del Padre que se compadece de la fragilidad humana.
El aprendizaje en este camino de Cuaresma es que no puedo crucificarme a mi mismo con mi propia Cruz. Dios lo único que desea es que acompañe a Cristo en el camino hacia el Calvario abandonando el cuidado de mi corazón y de mi alma a la acción redentora de su Hijo para mirar las cosas a la luz de la fe y de la confianza.
orar con el corazon abierto
¡Señor, cuánto me cuesta acostumbrarme a que tu me acompañas siempre, que caminas a mi lado, que no me abandonas nunca! ¡Cuántas veces me olvido, Señor, que mis sufrimientos y mis temores son también los tuyos que sufres junto a mí y haces tuyos mis pesares! ¡Señor, olvido con frecuencia que tu no me abandonas nunca! ¡Concédeme la gracia de confiar siempre en Ti! ¡Concédeme la gracia de verte en cada acontecimiento de mi vida! ¡Enséñame, Señor, como en el silencio de la vida y de los acontecimientos en los que no soy capaz de verte por mi ceguera tu te haces presente y cual es el sentido profundo y certero de lo que quieres para mí y es tu voluntad santa! ¡Ayúdame a dejar de lado esa cruz fabricada a mi medida y llevar la cruz verdadera! ¡Ayúdame a no preocuparme excesivamente por las cosas materiales y abrir más mi alma al cielo! ¡Espíritu Santo, dador de vida y de esperanza, a ti te confío también mis incertidumbres para que me ayudes a que mi alma se libere de todas las preocupaciones materiales y me hagas más fuerte espiritualmente! ¡Concédeme la gracia de ser más confiado, de tener una fe más firme y entregarme sin miedo a las manos extendidas de este Cristo clavado en la cruz que me abraza con amor eterno!
Victoria, tu reinarás, oh Cruz tu me salvarás: