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viernes, 9 de marzo de 2018

¿Si no me gusta la cruz puedo ser cristiano?

Me niego a querer a un Dios que tolera impávido la injusticia, la desigualdad, la muerte, la enfermedad

Me cuesta aceptar el mal. No entiendo la maldad que veo y toco. No comprendo las injusticias que me hieren. Me rebelo ante la muerte de un niño inocente. Ante las calamidades provocadas por la naturaleza indómita.
Busco a Dios como juez culpable de todo lo que pasa. Porque Él lo ha creado todo. Culpo su poder, su omnipotencia.
Me dicen para calmarme: “Está en su plan”, “Dios lo ha querido así”, “tendrá algún sentido en su corazón”.
Pero yo sigo sin comprenderlo. Y aún más me rebelo con estas explicaciones, porque no lo entiendo.
Tampoco logran consolarme los que no han sufrido mis mismos males. Yo solo conozco mi dolor: “Porque al que sufre, los consuelos de un consolador dichoso no le resultan de gran ayuda, y su mal no es para nosotros lo que es para él”[1].
No saben lo que yo sufro. Y no acepto un consuelo de quien no padece mi mal.
También me dicen que Dios me lo ha mandado y que habrá algún sentido escondido detrás del sinsentido. Que viene de su mano y es bondadoso. Y me quiere con locura aunque no lo note en mi desgarro.
Sé que el bien está unido a su amor. ¡Cuántas veces le agradezco por todo lo bueno que me ocurre! ¿Pero el mal? No lo entiendo.
El mal parece que solo lo permite. Pero me niego a querer a un Dios que tolera impávido la injusticia, la desigualdad, la muerte, la enfermedad. Un Dios que lo tolera todo sin hacer nada por solucionarlo.
Eso se llama omisión.
Es como un padre que abandona a su hijo en medio de una injusticia permitiendo su dolor. O lo deja ahogarse sin tenderle una mano salvadora. ¿Cómo no voy a condenar a ese padre injusto, cómplice del mal? Lo condeno.
Condeno a Dios por su pasividad. No lo puedo amar. Me parece un Dios débil, pusilánime. No sé muy bien cómo explicar entonces el sentido del mal a quien me pregunta. Yo mismo me turbo y me duele muy dentro.
En la película La Cabaña escucho una afirmación sobre Dios que me da algo de luz: “Puede hacer un bien enorme a partir de tragedias, pero eso no significa que Él orqueste esas tragedias”.
Sí, Dios puede sacar un bien inmenso de un mal que Él no ha querido. Él no lo ha orquestado. Él no quiere que yo sufra. Eso me da paz.
El otro día leía: “Los cristianos saben que Dios no desea el mal. Y si ese mal existe, Dios es su primera víctima. El mal existe porque no se recibe su amor. Un amor ignorado, rechazado y combatido. Cuando más monstruoso es el mal más evidente se hace que Dios es, en nosotros, la primera víctima”[2].
Dios mismo es víctima del mal. Dios participa de mi mal. Herido por mi mal. No lo entiendo, pero sé que Dios está ahí, en medio de mi cruz. Su amor se hace presente en mi dolor.
No me gusta el sacrificio, ni renunciar, ni sufrir. Me dicen que en el mal Dios me educa para hacerme fuerte.
Pero me hace daño esa forma de educar. Yo no educo así, al menos. No me gusta castigar con dureza para que aprendan. No hago daño para que mi hijo comprenda cuánto lo amo. No lo dejo solo en su desgracia para que se haga fuerte sin mi ayuda.
Dios no es así. Él me sostiene en mi dolor, solo eso. Sólo quiere que sea feliz.
Pero también sé que ese sufrimiento del que huyo es el lugar en el que aprendo a vivir. Porque cuando sufro, me curto, me hago más fuerte. En las duras batallas me hago resistente al desánimo. Más resiliente para no caer en la depresión.
Cuando mi vida no es fácil me esfuerzo y crezco y me hago más hombre. Dejo de ser un niño dependiente y frágil.
Me recuerda a ese gusano que lucha por salir del capullo y al final lo consigue. Ese esfuerzo imposible fortalece sus alas y así la mariposa en la que se ha convertido puede volar.
Si yo le ayudara a salir evitando su esfuerzo, sus alas no le permitirían volar. Eso lo entiendo.
Al luchar por vencer en la tormenta, por salir de las desgracias, por vencer en el abandono y en el fracaso, veo cómo mis alas se hacen más fuertes.
Mis músculos, mi alma. Y puedo volar más alto, llegar más lejos. Me hago fuerte, con más resistencia al desánimo.
Salir adelante en medio del temporal me da más capacidad para tolerar la frustración. Puede hacerlo el dolor, el sufrimiento.
Las dificultades que me abruman me acaban haciendo más fuerte. La comodidad y la vida fácil me debilitan. Lo he visto tantas veces. Sé que me cuesta la cruz.

[1] Paul Claudel, La anunciación a María, 34
[2] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

martes, 20 de febrero de 2018

Cuarenta días de desierto, ¿para qué?




Desde DiosComo a Jesús, también el Espíritu nos empuja a ir hacia el desierto durante cuarenta días. Lo hará después de treinta años de vida oculta para iniciar un camino de cruz y como preparación para el proyecto que Dios ha dispuesto para Él. Comienzan tres años de una vida marcada por las tensiones y las aclamaciones, los desprecios y los aplausos, las enseñanzas y los milagros cuyo fin es la muerte en Cruz. Tiempos de prueba que son una enseñanza para un corazón abierto a su verdad.
Y cuando contemplas como el Espíritu Santo lleva al desierto al Señor comprendes que tu propia vida tampoco resultará sencilla ni cómoda sino que estará repleta de pruebas, de tentaciones permanentes, de caídas y de incertidumbres. Buscar la verdad no es fácil, tratar de seguir el camino que lleva al reino de Dios sin desfallecer tiene sus riesgos. Lo es para uno como lo fue también para Jesús.
Sin embargo, en aquel lugar inhóspito encontró Jesús el acomodo para su purificación personal, se desprendió de todo lo innecesario para vivir con lo esencial, recurriendo a la verdad, apoyado tan solo por la fuerza interior que ofrece la oración y el aliento del Espíritu que facilita superar las pruebas y la tentación, ese elemento de hostilidad que el demonio coloca en nuestra vida para alejarnos del amor y la misericordia de Dios.
Pero Jesús no se dejará tentar por Satanás. Lo rechazará para no dejarse vencer por la soberbia y el orgullo, los principales elementos que nos apartan de Dios.
Estos cuarenta días de Cuaresma me enseñan que debo caminar con el corazón atento, mantenerme vigilante para vislumbrar el juego que el príncipe del mal quiere hacer para desviarme de mi camino de autenticidad. Vivir como Jesús alimentándose de la oración y de la vida sacramental.
Cuarenta días para llegar a la Pascua. Cuarenta días para estar atentos al susurro del Espíritu. Cuarenta días para poner la mirada fija en ese Jesús retirado en el desierto. Cuarenta días para crecer en humildad, servicio y amor. Cuarenta días, en definitiva, para ser más fiel y cercano a Jesús.
¡Señor, te doy gracias por la vida que me has dado, por todo los sufrimientos y las alegrías! ¡Todo viene dado por Ti! ¡Ayúdame a aceptar lo que Tú me envías! ¡Si debo entrar de nuevo en el desierto de la vida dame la fuerza y la confianza que viene de tu Espíritu para aceptarlo con entereza cristiana! ¡Que se conviertan en verdadero estímulos para tener la certeza de que es la manera que quieres para moldear mi carácter! ¡Ayúdame en esta Cuaresma a buscar más tiempos de silencio y soledad para recorrer junto a tu Hijo un camino interior de conversión, de cambio y de transformación! ¡Ayúdame a vivir el sentido de la vida desde la cercanía a Jesús! ¡Ayúdame a aprender a caminar a ciegas, siguiendo la guía del Espíritu! ¡Concédeme la gracia de ser muy austero en este tiempo y estar siempre abierto a la entrega al prójimo! ¡Concédeme la gracia de abrir mi corazón para que sea transformado por tu Santo Espíritu y ser un cristiano auténtico que entregue su vida por servir a los demás de corazón! ¡Señor, quiero adentrarme en el desierto de la Cuaresma para envolverme de tu misterio, para que nadie se interfiera entre nosotros, para sentir tu amor y tu misericordia! ¡Deseo entrar en el desierto de la Cuaresma para despojarme de mis yoes y en la aridez que me envuelva hacer que desaparezcan de mi alrededor todo aquello que es innecesario! ¡Deseo entrar en el desierto de la Cuaresma para hacerme más disponible a Ti y a los demás! ¡Deseo entrar en el desierto de la Cuaresma para, en mi desnudez interior, comprender todo desde lo íntimo, desde la intimidad contigo que da una perspectiva diferente a las cosas y a la vida! ¡Deseo entrar en el desierto de la Cuaresma para que desde la transparencia de mi oración poder ponerte mi realidad ante Ti, todos mis anhelos y mis fracasos, mis alegrías y mis desesperanzas! ¡Y a Ti María, Madre del Silencio, te pido tu compañía en este tiempo para seguir el ejemplo de tu vida oculta en Nazaret, en tus años de desierto en lo cotidiano de la vida, que te sirvieron para acoger con el corazón abierto el proyecto que Dios tenía pensado para Ti!
Nos has llamado al desierto, cantamos hoy acompañando la meditación:



sábado, 29 de octubre de 2016

Lamentarse de las cruces cotidianas

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La vida es como una fotografía, un dibujo, toma forma poco a poco con borrones y tachaduras, cuando nos ponemos en camino, y solo al final comprendemos que cada trama ha ido dado forma a nuestros pasos. Por eso es triste cuando peregrinamos espiritualmente por la vida con una actitud pasiva, despreocupada, sin ilusiones ni compromisos. Desde los inicios, los cristianos estamos llamados a caminar, a dar luz a nuestros pasos. Cuando Dios llamó a Abraham no pretendía que quedara vinculado a sus raíces. Todo lo contrario, esperaba de él que rompiera su seguridad, su arraigo a lo que para él era certero y que se pusiera en camino hacia una tierra desconocida. ¡Una tierra desconocida! Y desde Abraham, Dios nos desafía a que dejemos de lado nuestras falsas seguridades para caminar por nosotros mismos. El Señor no nos quiere como cristianos pasivos sino como gentes llenas de dinamismo, de activismo alegre, responsables y comprometidos. En el seguimiento a Cristo estamos llamados a ser cristianos afanosos, que nos levantemos y caminemos, con la propia voluntad y con nuestros propios pies.
¡Pero tantas veces preferimos detenernos y aminorar la marcha! ¡Queremos seguir a Cristo pero no podemos! Y no podemos ¡por qué en apariencia nos lo impiden nuestras dificultades económicas, nuestros problemas en el matrimonio, las dificultades con nuestros hijos, la pobreza económica, la falta de trabajo, la tibieza de nuestra vida...! En definitiva, los mil problemas que atenazan nuestra vida. Las cruces cotidianas, esas que cada uno lleva, se convierten en la excusa perfecta para aminar la marcha. Son cruces con rostro propio que sirven de justificación para detenernos, para lamentarnos por nuestros problemas y sufrimientos y quedarnos sentados en la cuneta del camino. ¿Aprueba el Señor esta actitud? Jesús no quiere que nadie esconda su cruz entre las zarzas del camino. No desea que nadie baje los brazos y se escabulla con la excusa de que el sufrimiento hace mella en su vida, compadeciéndose de las desgracias, dejando de buscar la verdad, con pretextos para dejar de amar. ¡Claro que Cristo es consciente de que en nuestra vida las cruces son muchas y muy dolorosas! De eso Él sabe más que nosotros pues su amor es tan grande que padeció por nosotros con una muerte de cruz.
Renunciar al peso de nuestra cruz o convertirla en una excusa implica buscar la salvación por medio de bienes que no perduran nunca, que forman parte de lo efímero de la vida; sin embargo, aceptar la cruz, pero no de una forma pasiva sino para emprender el camino, implica darse, perder para obtener una ganancia superior que tienen más que la vida misma.

¡Jesús, amigo, hermano, maestro, gracias por recordarme cada día que el único camino auténtico para alcanzar la santidad es el de la cruz! ¡Señor, por la cruz y desde la cruz me muestras el itinerario para alcanzar la santidad! ¡Ayúdame, después de este rato de oración, a cargar mi cruz con convicción, amor y esperanza y comprender que todo lo que sucede en mi vida es una muestra amorosa de la predilección que sientes por mí!

domingo, 21 de agosto de 2016

Las sonrisas de la Virgen María

Tercer fin de semana de agosto con María en nuestro corazón. A lo largo de su vida la Virgen tuvo todo tipo de privaciones: honores, riqueza, bienestar económico, comodidades mundanas, placer corporal… Todas estas carencias no redujeron su alegría porque la auténtica riqueza de María estaba en su interior. Su ejemplo nos invita a llamarla «Causa de nuestra alegría». La proclamamos así en las Letanías porque en Ella se asienta la felicidad misma.
¡Cómo debió ser la alegría de la Virgen! ¡Cómo debió ser su sonrisa! Amable, generosa, delicada, sencilla, pura. Con el prójimo más cercano y con el desconocido. Con los amables y los desagradables. Con los cordiales y con los antipáticos. Sonrisa a sus vecinos, a san José, a su prima Santa Isabel, al posadero que le niega una estancia para alumbrar a Jesús, a los pastores en el establo de Belén, a los Reyes de Oriente al postrarse de rodillas ante el Hijo de Dios, a los doctores del Templo, al conocer a los primeros apóstoles, a los novios de Caná, a los escribas de la Sinagoga cada sábado de oración…
Sonrisas de amabilidad y comprensión, de entrega y misericordia, de admiración por la obra de Dios en su vida y de agradecimiento por disfrutar de la presencia del Hijo de Dios.
Sonrisas indulgentes ante las trastadas de su hijo; cómplice para animar a san José; magnánima con los necesitados de Nazaret; generosa con los que necesitaban consuelo; gozosa en los días de fiesta con los aniversarios de su esposo y de su hijo, con el nacimiento del Bautista, con la camadería de sus amigas en las fiestas del pueblo, en los reencuentros con Jesús, acogedora con las demás mujeres que acompañaban a su Hijo y llena de dicha en el día de la Resurrección.
Sonrisa sufriente en los días de dificultad y de dolor con las críticas a Jesús durante su vida pública, en la soledad de su hogar, durante la terrible Pasión…
La sonrisa de María fue una sonrisa de eternidad porque en su corazón estaba la alegría de Jesús, a la que Ella había concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. La alegría de María radicaba en Jesús, en quien tenía puesta toda la confianza. Este es exclusivamente el manantial de su alegría. María se sentía feliz porque estaba íntimamente unida a Jesús y Jesús ocupaba por completo toda su vida.
«Dios te salve, María, llena eres de gracia». La gracia de la alegría, de estar llena del amor de Dios, felicidad auténtica. En su sonrisa, María exteriorizaba lo que anidaba en su interior.
¿Es así mi vida? La Virgen pasó mayores sufrimientos, calvarios y amarguras que las mías. Persecución, descrédito, pobreza, exilio, muerte ignominiosa de un hijo… En ninguno de estos momentos aminoró la fuente de su dicha. Sus calvarios no le hicieron perder la alegría interior porque tenía el mayor consuelo con el que cuenta el hombre: Dios. La Virgen es la principal escuela del sufrimiento con alegría. Contemplo a la Virgen y me avergüenzo por lo difícil que me resulta sonreír en los momentos de dificultad. Me abochorno cuando no soy capaz de aceptar con alegría las cruces cotidianas. Me sonrojo cuando no acepto los sufrimientos que Dios, por amor, permite en mi vida o cuando las privaciones se hacen presente en mi caminar cotidiano. Y, entonces, comprendes que tal vez no soy capaz de sonreír y estar alegre interiormente porque me falta lo esencial: tener a Dios en mi corazón porque mi verdadera felicidad pasa por disfrutar de lo efímero de las cosas, de esos bienes y esas experiencias efímeras que nada tienen que ver con lo esencial. Arrinconar a Dios en el alma solo comporta infelicidad.
Miras fijamente el rostro de María y observas a la Virgen como responde a mi mirada con una sonrisa de amor. Y, entonces, escucho como me susurra al oído: «Hijo mío, sé feliz en Dios y con Dios y sigue siempre su voluntad». ¡Quiero hacerlo, María, como lo hiciste tú!

¡Virgen María, Madre de Cristo y Madre mía, te pido despiertes en mi corazón la alegría de vivir, de compartir, de servir, de entregarme a ti! ¡Gracias, porque es un regalo de Dios que Tú me ayudas a llevar adelante! ¡María, Tu vida estuvo lleno de privaciones y contrariedades pero todas las supiste llevar con alegría y entereza y con gozo interior, por eso eres mi ejemplo más claro! ¡Madre, tu vida es un ejemplo para mi, Tú has sembrado en nuestros corazones la alegría, el consuelo, la esperanza y la fe! ¡Ayúdame, Madre, a proyectar en los que me rodean esta forma sencilla de vivir, las ganas de luchar, el testimonio que ofrece tu vida interior y que compartes con Jesús, Tu Hijo! ¡Madre de Cristo y Señora mía, quiero seguir tus palabras y obedecer como los sirvientes en las bodas de Caná cuando dijiste: «¡Haz lo que Él os diga!»! ¡Quiero imitarte en todo, María! ¡Quiero imitar tus gestos, tus palabras, tus sentimientos, tus acciones! ¡Por eso pongo en mis manos tu vida, lo poco que tengo y lo pequeño que soy! ¡Te entrego mi persona y mi vida, y la vida de las personas a las que quiero! ¡Te consagro, Madre mía, todos los pasos de mi vida y todo mi ser para que Tu encamines hacia Tu Hijo! ¡Pongo en tus santas manos mis propósitos y mis ilusiones, mis esperanzas y mis temores, mis afectos y mis deseos, mis alegrías y mis sufrimientos! ¡Hazme ver, Señora, todas las cosas como las ves tú y comprender siempre que Dios es amor! ¡Quiero, María, ser de tu Hijo Jesucristo! ¡Llévame a Él con tus santas manos para unirme al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo!

Quiero decir que si, como tu María, le dedicamos a la Virgen esta canción: