Tercer fin de semana de agosto con María en nuestro corazón. A lo largo de su vida la Virgen tuvo todo tipo de privaciones: honores, riqueza, bienestar económico, comodidades mundanas, placer corporal… Todas estas carencias no redujeron su alegría porque la auténtica riqueza de María estaba en su interior. Su ejemplo nos invita a llamarla «Causa de nuestra alegría». La proclamamos así en las Letanías porque en Ella se asienta la felicidad misma.
¡Cómo debió ser la alegría de la Virgen! ¡Cómo debió ser su sonrisa! Amable, generosa, delicada, sencilla, pura. Con el prójimo más cercano y con el desconocido. Con los amables y los desagradables. Con los cordiales y con los antipáticos. Sonrisa a sus vecinos, a san José, a su prima Santa Isabel, al posadero que le niega una estancia para alumbrar a Jesús, a los pastores en el establo de Belén, a los Reyes de Oriente al postrarse de rodillas ante el Hijo de Dios, a los doctores del Templo, al conocer a los primeros apóstoles, a los novios de Caná, a los escribas de la Sinagoga cada sábado de oración…
Sonrisas de amabilidad y comprensión, de entrega y misericordia, de admiración por la obra de Dios en su vida y de agradecimiento por disfrutar de la presencia del Hijo de Dios.
Sonrisas indulgentes ante las trastadas de su hijo; cómplice para animar a san José; magnánima con los necesitados de Nazaret; generosa con los que necesitaban consuelo; gozosa en los días de fiesta con los aniversarios de su esposo y de su hijo, con el nacimiento del Bautista, con la camadería de sus amigas en las fiestas del pueblo, en los reencuentros con Jesús, acogedora con las demás mujeres que acompañaban a su Hijo y llena de dicha en el día de la Resurrección.
Sonrisa sufriente en los días de dificultad y de dolor con las críticas a Jesús durante su vida pública, en la soledad de su hogar, durante la terrible Pasión…
La sonrisa de María fue una sonrisa de eternidad porque en su corazón estaba la alegría de Jesús, a la que Ella había concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. La alegría de María radicaba en Jesús, en quien tenía puesta toda la confianza. Este es exclusivamente el manantial de su alegría. María se sentía feliz porque estaba íntimamente unida a Jesús y Jesús ocupaba por completo toda su vida.
«Dios te salve, María, llena eres de gracia». La gracia de la alegría, de estar llena del amor de Dios, felicidad auténtica. En su sonrisa, María exteriorizaba lo que anidaba en su interior.
¿Es así mi vida? La Virgen pasó mayores sufrimientos, calvarios y amarguras que las mías. Persecución, descrédito, pobreza, exilio, muerte ignominiosa de un hijo… En ninguno de estos momentos aminoró la fuente de su dicha. Sus calvarios no le hicieron perder la alegría interior porque tenía el mayor consuelo con el que cuenta el hombre: Dios. La Virgen es la principal escuela del sufrimiento con alegría. Contemplo a la Virgen y me avergüenzo por lo difícil que me resulta sonreír en los momentos de dificultad. Me abochorno cuando no soy capaz de aceptar con alegría las cruces cotidianas. Me sonrojo cuando no acepto los sufrimientos que Dios, por amor, permite en mi vida o cuando las privaciones se hacen presente en mi caminar cotidiano. Y, entonces, comprendes que tal vez no soy capaz de sonreír y estar alegre interiormente porque me falta lo esencial: tener a Dios en mi corazón porque mi verdadera felicidad pasa por disfrutar de lo efímero de las cosas, de esos bienes y esas experiencias efímeras que nada tienen que ver con lo esencial. Arrinconar a Dios en el alma solo comporta infelicidad.
Miras fijamente el rostro de María y observas a la Virgen como responde a mi mirada con una sonrisa de amor. Y, entonces, escucho como me susurra al oído: «Hijo mío, sé feliz en Dios y con Dios y sigue siempre su voluntad». ¡Quiero hacerlo, María, como lo hiciste tú!
¡Virgen María, Madre de Cristo y Madre mía, te pido despiertes en mi corazón la alegría de vivir, de compartir, de servir, de entregarme a ti! ¡Gracias, porque es un regalo de Dios que Tú me ayudas a llevar adelante! ¡María, Tu vida estuvo lleno de privaciones y contrariedades pero todas las supiste llevar con alegría y entereza y con gozo interior, por eso eres mi ejemplo más claro! ¡Madre, tu vida es un ejemplo para mi, Tú has sembrado en nuestros corazones la alegría, el consuelo, la esperanza y la fe! ¡Ayúdame, Madre, a proyectar en los que me rodean esta forma sencilla de vivir, las ganas de luchar, el testimonio que ofrece tu vida interior y que compartes con Jesús, Tu Hijo! ¡Madre de Cristo y Señora mía, quiero seguir tus palabras y obedecer como los sirvientes en las bodas de Caná cuando dijiste: «¡Haz lo que Él os diga!»! ¡Quiero imitarte en todo, María! ¡Quiero imitar tus gestos, tus palabras, tus sentimientos, tus acciones! ¡Por eso pongo en mis manos tu vida, lo poco que tengo y lo pequeño que soy! ¡Te entrego mi persona y mi vida, y la vida de las personas a las que quiero! ¡Te consagro, Madre mía, todos los pasos de mi vida y todo mi ser para que Tu encamines hacia Tu Hijo! ¡Pongo en tus santas manos mis propósitos y mis ilusiones, mis esperanzas y mis temores, mis afectos y mis deseos, mis alegrías y mis sufrimientos! ¡Hazme ver, Señora, todas las cosas como las ves tú y comprender siempre que Dios es amor! ¡Quiero, María, ser de tu Hijo Jesucristo! ¡Llévame a Él con tus santas manos para unirme al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo!
Quiero decir que si, como tu María, le dedicamos a la Virgen esta canción:
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