La vanidad, compañera inseparable de la soberbia, la podemos extrapolar a cualquier campo de nuestra vida. Cuando los demás reconocen nuestro trabajo sentimos satisfacción e, incluso, consideramos que es de justicia que lo valoren. Quien haya tenido que pasar por un proceso de selección sabe lo importante que es venderse a uno mismo. El negocio más lucrativo de la historia sería aquel que permitiera vendernos por lo que nos valoramos a nosotros mismos y comprarnos por lo que realmente valemos.
Hay una frase de San Pablo que me fascina: “Dios ha escogido lo necio del mundo para confusión de los sabios. Y ha escogido lo débil del mundo, para confundir lo fuerte”.
Reconocer con humildad que sin Dios todo es fatuo, nos coloca en el lugar que nos corresponde, pues sin los aplausos y el reconocimiento de los hombres cabría pensar que uno ha caído en el más rotundo de los fracasos. Sin embargo, nada más alejado de la realidad. Si uno actúa con recta intención, ergo, realizando nuestras obras cara a Dios, lo más seguro es que nos critiquen e injurien. Esa falta de adecuación con el pensar de los hombres, ¿implica que hacemos las cosas mal?
Si yo dependo única y exclusivamente del juicio de los demás me empobrezco y vivo esclavizado y eso nada me vincula con la libertad de Dios.
Dios es el único juez de nuestra vida. Hacia Él debe ir dirigida toda nuestra alabanza, entrega y gloria. Cuando me considero pequeño, incluso necio, reconozco ante Él que sin su fuerza no soy nadie al tiempo que pongo sobre la mesa mi debilidad, la fragilidad de mi vida y mis limitaciones. Eso permite arrancar el yo para abandonarse en las manos providentes del Padre que conoce mis necesidades y es consciente de mis anhelos introduciéndonos en esa llamarada intensa de gracia para que todos mis actos, pensamientos, sentimientos, palabras y obras estén perfectamente insertos en el plan que Dios tiene pensado para mí. ¡Pero cuánto cuesta, Dios mío, desprenderse del yo! ¿No sería más fácil tratar de hacer siempre la voluntad de Dios que me otorga más libertad, esperanza y alegría? ¡Si lo buscara siempre convencido estoy que me equivocaría mucho menos de lo habitual!
¡Señor, tú eres nuestro salvador y redentor! ¡tienes que sentirte muy triste por los pecados del mundo, especialmente el de la vanidad que tanto nos confunde la inteligencia, el discernimiento y la bondad! ¡Señor, no permitas que me convierta en alguien vanidoso y engreído porque estos pecados me alejan de ti y me hacen pensar que todo lo puedo por mi mismo! ¡Señor, sin ti ni la inteligencia, ni el saber ni nuestras capacidades serían posibles! ¡Te pido, Espíritu Santo, que me libres de todas las superficialidades de mi vida, de la banalidad, la falta de ética, de lo trivial, de lo nimio y, sobre todo, de la vanidad! ¡Escucha mi súplica, Espíritu de Dios, para que toda estas superficialidades queden al pie de la Cruz de Cristo para ser desprendidas de mi corazón! ¡Reafirma, Espíritu divino, mi amor por Dios para que sea capaz de amar con todo mi corazón, con toda mi mente, con toda mi alma y todas mis fuerzas! ¡Señor, la vanidad es el prólogo a cualquier pecado a la que sigue la arrogancia! ¡Que jamás me olvide que todo lo que todo lo que soy y lo que tengo proviene de ti y que sin ti no soy capaz de hacer nada! ¡Ayúdame a recordar que cada vez que consiga algo es por la gratuidad de tu amor, de tu bondad y tu generosidad! ¡No permitas que nunca utilice mis logros para sentirme más que los demás! ¡Señor, yo soy porque tú no me lo permites! ¡Yo soy en ti, desde ti y por ti!
Presentamos hoy la obra del compositor británico Arnold Bax To the Name above Every Name (Nombre sobre todo nombre):
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