Me explicaba un amigo del Cottolengo, una casa de beneficencia que acoge a personas sin recursos, antes de la cena por qué en este centro donde reside desde hace varios años siente el calor de hogar. “¿Por qué?”, le pregunto mientras contemplamos la ciudad iluminada desde los grandes ventanales del comedor presidido por una bella imagen de la Virgen: “Aquí tenemos las puertas abiertas a Dios. Él es el centro de nuestra vida”.
Es un canto de fe y de amor. De esperanza y verdad. De humildad y sencillez. Cuando Dios pensó en el hogar de José y María su idea era crear una familia donde creciera el amor para que Él pudiera atravesar el umbral de aquel hogar y ponerse en medio, sembrando la semilla de la luz esperada durante siglos.
Le digo a mi amigo que lo que más me gusta de Él es su corazón tan grande. Y su fe.
¿Dónde entra Dios? En los corazones que no le ponen resistencia. En los hogares que tienen sus puertas siempre abiertas de par en par. En las familias donde sus miembros le bendicen, le glorifican, le alaban, le dan gracias y se entregan a Él con un corazón sencillo.
¿No era así el hogar de María y José, un semillero de fe y de amor a Dios? ¿Es así mi familia? Y si no lo es ¿qué grado de responsabilidad tengo como cabeza de familia?
¡Señor, tu eres mi Dios en quien yo confío! ¡Tu Palabra, Padre, que nos has trasmitido a través de tu Hijo Jesucristo me hace saber que Tú eres el “único y sabio Dios”! ¡Necesito tener, Señor, un corazón sencillo y pobre como el de mi amigo para amarte más, para confiar más en ti, para abrir mi corazón de par en par a tu amor y misericordia! ¡Quiero, Señor, que llenes mi vida de tu presencia para poder irradiarte a los demás! ¡Envía, Padre, tu Espíritu de sabiduría y revélame siempre lo que es mejor, para no poner resistencia a lo que me pides y aceptar siempre tu voluntad! ¡Envía, Padre, tu Espíritu de revelación para que me ayude a comprender aquello que no entiendo, porque más que Tú puede puede hacerme entender las situaciones de mi vida! ¡No permitas, Señor, que te ponga resistencia, ayúdame a obedecerte siempre con fidelidad muéstrame todo lo que debo hacer y a recordar que a veces la sabiduría de este mundo es locura delante de tus ojos! ¡Permíteme, Señor, que sepa diferenciar siempre el consejo humano del consejo divino y, de este modo, saber a escoger el camino correcto! ¡Ayúdame, Señor, a convertirme en un instrumento de alegría en mi hogar, en mi lugar de trabajo, entre mis amigos, en la comunidad parroquial y allí donde haga acto de presencia! ¡Ayúdame, Señor, a ser un semillero de amor y de fe! ¡Ayúdame a caminar, siempre, con mucha confianza porque tú estás a mi lado y no transigir en mis principios cristianos y a amar a los que no me entienden!
Amor de Dios, inmenso Amor, cantamos hoy acompañando esta meditación:
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