Por un corazón libre de apegos desordenados
A menudo veo a personas que no han encontrado su tesoro y no son felices. Viven con ansiedad buscando lo que no poseen.
Recuerdo el cuento del círculo de los noventainueve.
Un rey tenía un servidor siempre feliz. Y eso le enervaba porque no lo entendía. Un día le preguntó el motivo de su felicidad. Y él le dijo que lo tenía todo. Tenía un trabajo, una casa, una familia. Y eso le bastaba para ser feliz.
Le preguntó a un sabio de la corte si sabía el motivo de la felicidad de su siervo. Este le dijo que era feliz porque aún no había entrado en el círculo de los noventainueve. Y le invitó a hacer la prueba. Le dejó una bolsa con noventainueve monedas de oro en la puerta de su casa.
El servidor se puso feliz y las contó. Pero faltaba una. No había cien. Pensó entonces en cómo podía hacer para llegar a las cien. Trabajando horas extras, haciendo que su mujer e hijos trabajaran. Así lo lograría en pocos años.
Metido en esta búsqueda perdió la alegría y todo le hacía estar de mal humor. Había entrado en el círculo de los noventainueve. Ya no lograba ser feliz.
¿Estoy yo en ese círculo? ¿Vivo feliz con lo que tengo o sufro deseando lo que aún no poseo? Cuando el servidor del cuento cambió el lugar de su tesoro, perdió su paz.
Quiero un corazón libre de apegos desordenados. Un corazón que no viva ansioso suspirando por lo que aún no posee, anhelando lo que no alcanza, sin agradecer por lo que tiene. Quiero un corazón libre que descanse en lo que posee y no viva lleno de ansias y preocupaciones.
Una persona rezaba: “Despójame de todo lo que me separa de ti. Desnuda mi pobre corazón arraigado al mundo y vacíalo para ti. Acostúmbrame poco a poco, Señor, a morir cada día a lo que me esclaviza, desprendiéndome, empobreciéndome. Te lo digo con confianza: – Haz de mí lo que quieras”. Un corazón más libre.
¿Dónde está mi tesoro? ¿Hacia dónde corre mi corazón? A veces se confunde y se pierde. El otro día leía: “La Sierva de Dios, Sor María Romero, se aprendió una jaculatoria que repetía sin interrupción cada vez que le llegaba una gran prueba. Así conseguía tener un corazón sereno y tranquilo: – Jesús yo creo, espero y me abandono en tu amor”[1].
Quiero abandonarme en el corazón de Dios. Quiero repetir esa jaculatoria para no olvidarme de lo importante. Me abandono en su amor en la dificultad y en la cruz. Así es todo más sencillo.
Quiero desprenderme de mis bienes, de lo que me ata. Lograr talegas que no se echen a perder. Talegas en el cielo. Quiero un corazón ensanchado y lleno de Dios, de hombres, de dolores. Un corazón compasivo.
[1] Claudio de Castro, El poder de la alegría
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