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miércoles, 19 de abril de 2017

¿Qué tienes pendiente perdonar?

Al pensar en el perdón, hay personas que dicen: “Ya no me queda nada que perdonar”. Puede ser, pero no es lo más común.

Lo normal es que en el alma haya heridas profundas y desconocidas. Las tapamos para seguir sobreviviendo. Las olvidamos, o al menos eso parece.

Hasta que un día, por mis reacciones desproporcionadas en la vida, descubro que hay algo oculto.

Mi ira repentina, mis enfados bruscos, mi tristeza honda e injustificada, mis emociones exageradas, pueden deberse a ofensas ocultas, a heridas tapadas, que nunca he perdonado del todo.Algo toca el subconsciente y sale a la luz lo que me duele, lo que no he perdonado todavía. Salen a la luz mis inmadureces, mis dolores profundos. Darme cuenta de lo que hay bajo el agua me ayuda, me hace ahondar y ver dónde está la herida. Para pedirle a Dios que me ayude a perdonar.

Mi perdón no tiene que ver con la culpa del otro sino con el daño que me han hecho. El que perdone a alguien por lo que ha hecho no significa que él no sea responsable del daño causado. Y al revés, el que yo perdone por una herida no significa siempre que el otro sea culpable. Puede no ser culpable, pero lo que hizo me dolió. No es su culpa quizás, pero mi percepción es lo que importa. Mi daño subjetivo, mi mirada subjetiva sobre el hecho. El perdón no quita ni pone culpabilidad en el otro. Al otro le dejo ir, sin juicio y sin condena. Sea o no sea culpable. Es muy importante el perdón que doy porque va sanando mi vida.

Hoy miro en mi corazón buscando tantas cosas que tengo que perdonarme y perdonar a los demás. 
Es necesario no vivir atados por ese perdón que no damos. Es necesario romper esas cadenas que nos esclavizan. Dios nos ayuda a perdonar.

Perdonarme a mí mismo

En la vida hace falta dar muchos perdones concretos. El primer perdón que hace falta dar es el perdón a mí mismo. Si no me perdono a mí mismo difícilmente podré perdonar a otros. Tengo que aprender a perdonarme mis errores, mis omisiones, mis debilidades. Perdonar mis decisiones. Perdonar mi forma de ser, mis carencias, mis límites. No es tan sencillo perdonar mis deficiencias y mis caídas. Me gustaría ser de otra forma. No me acepto.

No es sencillo mirar mi vida con sus defectos y perdonarme con todo el corazón. Y sin ese perdón no se puede seguir avanzando. ¿Me perdono de verdad? 
Perdonar mis errores, mis caídas, mis debilidades. No es tan sencillo. Preferimos culpar a otros. Encontrar alguien que cargue con la culpa. Buscamos excusas. Justificamos. ¡Qué difícil es reconocer la propia debilidad, aceptarla y perdonarla! Es un proceso muy sanador. Pero difícil. Es una gracia que tengo que pedir cada día para no quedarme a mitad de camino. El perdón a mí mismo. Cuando me defraudan mis debilidades. Cuando me dejo llevar y no encuentro en mí todo lo que he soñado. Ese perdón es un don de Dios. Es necesario pedirlo para no vivir atado. Ojalá pudiera mirarme a mí mismo con los ojos con los que Dios me mira. Si no me perdono es difícil que perdone a los demás.


Perdonar con nombres, fechas y lugares por los sueños incumplidos

En ese momento, cuando veo la desproporción entre mis sueños y la realidad, necesito detenerme y perdonar a aquellos que han impedido que los sueños sean verdad. Hacerlo con la fecha y el lugar en el que el sueño concreto se vino abajo. Perdonar por lo que podía haber sido y nunca fue. Sería bonito hoy entregarle esos sueños a Dios. Sueños que quedaron a mitad de camino. Sueños frustrados y que nos duelen en las entrañas. ¿Cuáles son esos sueños?

¿Perdonar a Dios?

Necesito perdonar también a Dios porque no ha hecho posible todos esos deseos que tenía. Parece raro tener que perdonar a Dios, que todo lo puede, que me ama con locura y conduce mi vida a la felicidad. Es paradójico. Pero es necesario.

A veces no he sentido que fuera a mi lado. Ahora necesito perdonarle por no haber sido capaz de hacer realidad el ideal que estaba inscrito en el corazón. Puede que siempre haya estado conmigo. Pero no lo he percibido en cada paso. Necesito perdonarle por esas ausencias que he sentido. Y también porque las cosas no han sido tal como yo esperaba. Necesito perdonar a Dios por los hijos que no tuve.

Le perdono por mis pérdidas, por las personas que se ha llevado tal vez antes de tiempo, injustificadamente. Por los caminos a los que renuncié al no casarme con esa persona. Le perdono por mis vacíos. Por la soledad que me ha acompañado durante toda mi vida.

Necesito perdonarle por todo lo que no ha hecho realidad en mi vida. Me debe la felicidad plena que me prometió un día. Me debe ese amor eterno que me había asegurado. Quiero poder amar con libertad. Necesito perdonar a Dios.

No es que Él sea culpable de nada. Al revés, es bueno, misericordioso, sólo quiere mi felicidad y llenar mi vida. Me ama con locura y todo lo hace bien. Eso lo sé. Pero no acabo de entender sus planes. Y me duelen, y mi hieren. No acabo de comprender su camino. No logro descifrar el sentido de su voluntad.

El sufrimiento me ha dejado heridas. Quiero perdonarle desde mi dolor. Me siento herido y le quiero perdonar por lo que no me ha dado. Por lo que ha permitido. Por lo que tengo y por lo que no tengo. Lo escribo hoy. Se lo entrego. Le perdono.

lunes, 26 de septiembre de 2016

«Dominus vobiscum»: el señor esté contigo

Me invitan ayer a una casa a comer. En el recibidor de la entrada, en una inscripción esculpida en madera vieja, se puede leer: «Dominus vobiscum»: El señor esté contigo. Es una invitación preciosa a la persona que entra en ese hogar. El señor esté contigo. Es así. Está en tu vida, en tus sueños, en tu corazón, en tus pensamientos, en tus gestos, en tu mirada, en tus pasos, en tus sentimientos... allí donde quiera que uno vuelve la mirada no ve más que a ese Cristo, no sientes más que a ese Dios que se ha hecho hombre, no gozas más que de ese Jesús que ha muerto por cada uno de nosotros para redimirnos del pecado.
Nunca se habla de los treinta años de vida oculta en la que Jesús va gestando su personalidad sagrada y experimenta los sentimientos humanos. Su nacimiento vino precedido de un «Alégrate, María, el Señor está contigo». Y cuando comienza su vida pública Cristo se vuelca sobre los corazones humanos para dejar claro que «está» cerca de cada uno de sus hermanos.
El señor esté contigo. Es decir, en todas mis fuerzas, en toda mi actividad, en todos mis anhelos, en todos mis esfuerzos cotidianos. El señor está contigo porque no nos deja ni nos abandona nunca, jamás se aparta de nosotros y nos invita a agarrarnos con fuerza de su mano para llevar la cruz con alegría.
Dios nos ama, nos eligió con un propósito y por eso nunca nos deja. Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo, están vivos y son reales, viven dentro de cada uno. Y si es en el interior de nuestro corazón donde viven y se forma en función de nuestras gratitudes nuestro corazón se ha de convertir en un auténtico sagrario que custodie ese Dios engendrado de la Virgen María para corresponder con autenticidad a ese «El Señor está contigo».

¡Tú estás conmigo, Señor, para llenar mi corazón de amor y de felicidad! ¡Tú llenas mi vida, Señor, de alegría! ¡Tú estás conmigo, Señor, cuando mi corazón sufre y está lleno de heridas! ¡Tú estás conmigo, Señor, cuando me embargan las dudas y me fe se tambalea! ¡Tú estás conmigo, Señor, cuando las tentaciones me hacen caer en la misma piedra! ¡Tú estás conmigo, Señor, en cada acontecimiento de mi vida! ¡Tú estás conmigo, Señor, en mis triunfos y mis fracasos! ¡Tú estás conmigo, Señor, en la luz y en la oscuridad! ¡Tú estás conmigo, Señor, en el abrazo y la mano del amigo, en la ayuda y la escucha del compañero, en el beso de mi cónyuge, en la sonrisa de mi hijo, en la bendición del sacerdote, en la palabra de aliento del colega! ¡Tú estás conmigo, Señor! ¡Tú estás conmigo, Señor, para llenar mi vida! ¡Tú estás conmigo, Señor, para bendecir mi hogar, mi trabajo, mis tareas cotidianas, mis esfuerzos, mis sueños y mis esperanzas! ¡Tú estás conmigo, Señor, para sanar mi corazón y mi cuerpo! ¡Tú estás conmigo, Señor, cuando llegan y se van los problemas, algunos sencillos otros imposibles de resolver, en las desavenencias con las personas que quiero! ¡Tú estás conmigo, Señor, Tú estás ahí, siempre ahí, siempre conmigo, gracias Señor! ¡Tú estás conmigo, Señor, en tus gracias y bendiciones! ¡Qué seguro me siento sabiendo que estás conmigo!


Dios está aquí, tan cierto como el aire que respiro: