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viernes, 14 de julio de 2017

Renunciar no es perder

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Perder algo que me pertenece y que por justicia me corresponde y a lo que tengo derecho pero que, por las circunstancias, no puedo seguir disponiendo. Ocurre muchas más veces de las que pensamos.Aparcar una actitud de comodidad consciente de que no agrada a Dios.

Cuando uno anhela avanzar en la vida el principio no siempre es ir escalando peldaños, saltar obstáculos, superar escollos, solventar situaciones desagradables y avanzar para prosperar. Hay momentos en que es necesario detenerse, desprenderse de ciertas cosas, recular y observar, desde otra perspectiva, las circunstancias que te han conducido hasta allí.
La renuncia no tiene porque significar pérdida pues cualquier renuncia puede ir acompañada de grandes dosis de libertad; el despojarse de aquellos pensamientos, sentimientos e ideas que hieren, bloquean y estancan para ayudar a subir a un nivel superior en el que resulte más fácil elegir.
Enseguida te viene a la memoria la figura de ese joven del Evangelio que entregó al Señor sus tres panes y cinco peces; gracias a esa renuncia pudo Jesús realizar un prodigioso milagro. Eso me demuestra que cuando renuncio a esas actitudes que solo me benefician a mí permito que se expanda la gracia de Dios sobre mi prójimo. Una renuncia pura, hecha desde el corazón, tiene la virtud de alentar a los demás; mi desapego por la comodidad permite que otro se pueda ver favorecido de mi desprendimiento.
No deseo ser como ese custodio del talento que el dueño de la hacienda le entrega para hacerlo rendir y que éste cava en la tierra y esconde por miedo a defraudar a su señor. No es mi intención devolverle intacto lo que tan generosamente me entrega pues deseo hacer que produzca el fruto deseado. Pero si no soy capaz de renunciar a mis intereses, a mis comodidades, a mi bienestar, a mi yoes, a mis apetencias, estoy indicando a los que me necesitan que nada voy a hacer nada por ayudarles pues lo único que me interesa es lo que gira a mi alrededor y es mi única necesidad.
Pero hay algo muy maravilloso; a través de las renuncias también se manifiesta el amor de Dios. Y más cerca estoy de Él cuando aparco mi voluntad y acepto plenamente la suya. Cuando alejo de mi todo individualismo y la centralidad de mí yo permito a Dios llevar el timón de mi vida. Con ello Él marca el destino, guía la embarcación que avanza impertérrita ante cualquier tormenta que se presente. Toda renuncia va acompañada de un aprendizaje; la renuncia del yo me acerca cada vez a un encuentro más personal e íntimo con el Señor.

¡Señor, mi abandono a ti y le pido al Espíritu Santo que me moldee en los momentos de oscuridad, búsqueda, fracaso y turbación! ¡Ven, Espíritu Santo, ven a mi corazón, Espíritu de Amor y haz que yo sea Uno con Cristo para vivir siempre por Él, con Él y en Él! ¡Ven, Espíritu Santo, por medio de la poderosa intercesión del Inmaculado Corazón de María, a derramar tu efusión divina en mi pequeña alma para que me poseas y yo te posea totalmente con El fin de renunciar a mi voluntad y aceptar siempre la voluntad de Dios! ¡Ven, Espíritu Santo, y concédeme la gracia de conocer tu Voluntad para que la ame y la acoja como acto de mi búsqueda de la santidad! ¡Ven, Padre Eterno, y haz que tu Reino se manifieste enteramente en mi vida! ¡Espíritu Santo dame la clarividencia de conocer mis propios limites personales y sociales y la clarividencia de mi necesidad de Dios! ¡Padre bueno, me pongo en tus manos, haz de mí lo que Tú quieras, sea lo que sea te doy gracias, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo con tal de que tu Santa Voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas! ¡Dame luz para conocer tu Voluntad y fuerza para cumplirla!
Jaculatoria a María : ¡Ven, oh María Santísima, Madre de Jesús y Madre mía, a repetir en mi vida la santidad de tus acciones!
Santa es la verdadera luz (Holy is the light) es una preciosa obra de William Harris que invita a la reflexión interior:

miércoles, 5 de abril de 2017

Unido a Cristo en la Eucaristía

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A pocos minutos de comenzar la  misa de hoy siento que no hay nada tan sublime, hermoso e iluminador como recibir a Cristo en la comunión diaria. Es como colocarse a los pies de Cristo en el monte Calvario contemplando la Cruz. Instantes hermosos que unen mi alma, insignificante y pecadora, a la suya, amorosa y misericordiosa.
No me puedo imaginar la alegría desbordante que se debe vivir en el cielo entre el ejército de ángeles y la comunidad de los santos en el momento en que el sacerdote eleva la Hostia y el cáliz mientras me encuentro apaciguado en oración y contemplación en el reclinatorio. En ese momento uno siente esa trascendental prueba de Amor al escuchar las palabras del Señor que te susurra: «Ven, sígueme, acompáñame en este sufrimiento tuyo; en esta desazón que te embarga; en este problema que te ahoga. Ven y entrégamelo. También es mío». En un instante como este no puedes más que emocionarte y desgarrarte por dentro. Así es la Misa. Así es la Comunión. La unidad con Cristo. Por eso sólo puedes exclamar, agradecido y emocionado: «Señor mío y Dios mío, aquí me tienes. Lo mío es tuyo. Tómalo».
Son instantes muy breves de intenso recogimiento, llenos de amor profundo. Instantes en que la cercanía con Cristo es lo mejor de la jornada. Momentos de emoción viva. Y te sientes como el paralítico de Cafarnaún o como el ciego de Jericó o como la mujer del pozo de Sicar. Cristo pasó al lado de todos ellos y cambió lo profundo de sus almas. No su vida… ¡sus almas!
Sin embargo, tristemente este sentimiento ardiente de Dios se desmorona pronto debido a la mundanidad que me embarga, mi egoísmo, mi soberbia, mis faltas de caridad y de amor. Por mi resistencia a entregarme de verdad a Dios. De humillarme de verdad a los pies de la Cruz donde la humillación es amor.
«Señor, no soy digno de que entres en mi casa» exclamamos antes de comulgar. ¡Quiero cambiar, Señor, quiero cambiar para estar más unido a Ti y a través tuyo en los demás!

¡Gracias, Señor, porque en la Eucaristía te nos haces presente cada día! ¡Gracias, Jesús, porque en cada trozo de pan y en cada gota de vino sacias nuestra hambre y nuestra sed y te haces presente en el corazón de persona! ¡Gracias, Señor, porque eres Tú mismo quien está en cada día en la Eucaristía entregándote a ti mismo de manera real y personal para enseñarnos que hemos de dar nuestra vida a los demás! ¡Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía nos reunimos en torno al altar como hicieron tus apóstoles en la Santa Cena! ¡Gracias, Señor, porque es el mayor gesto de amor en el que nos enseñas a amar y a dar amor! ¡Gracias, Señor, porque cada vez que comulgamos nos unimos estrechamente a Ti! ¡Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía podemos rememorar tu sacrificio en la Cruz! ¡Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía está presente el Espíritu Santo! ¡Gracias por estos momentos de intimidad, por esta fiesta del amor, que nos anticipa la vida eterna cuando Tu, Señor, mi Dios, serás todo en todos! ¡Gracias, Señor, porque cada vez que me acerco a la Eucaristía siento que se alimenta mi alma! ¡Gracias, porque la Eucaristía me da fuerzas porque soy débil y con mis fuerzas no me basto! ¡Gracias, Señor, por la fe porque gracias a ella creo que realmente estás presente en la Eucaristía y como dice la oración te amo sobre todas las cosas y deseo ardientemente recibirte dentro de mi alma!
Un hermoso Pange Lingua para honrar a Cristo Eucaristía:

sábado, 12 de noviembre de 2016

Si Dios es feliz… yo también

 Si Dios es feliz, yo también
La felicidad es una gracia inmensa. Para ser feliz son imprescindibles dos principios: saber qué es la felicidad y saber alcanzarla. Todos queremos ser felices. Todos necesitamos que nuestro corazón exulte de alegría. Un corazón alegre tiene paz, serenidad interior, esperanza... pero, en muchas ocasiones, la medimos mal porque no la alcanzamos por no saber qué es lo que más nos conviene. ¡Hay mundanidad que me aleja de la alegría!
Pienso en Dios. Lo inmensamente feliz que es. ¿Es feliz porque es el Rey del Universo? ¿por que conoce todo lo bueno? ¿por que tiene en sus manos la capacidad de lograrlo todo? Por todo esto y por algo más: porque Él es el Amor y todo lo ha creado por amor. Y nos ha dado a su Hijo por amor, el desprendimiento más grande en la historia de la humanidad.
Antes de crearlo todo, Dios ya era feliz. No creó la naturaleza, ni a los animales ni a los hombres para que le hiciésemos feliz si no para que pudiéramos ser partícipes de su felicidad.
Por eso la felicidad sólo la puedo encontrar en Dios. Y en Jesús. Dios me ha creado a su imagen y semejanza. Me ha creado para ser feliz. Me ha creado para compartir su alegría, su sabiduría y su felicidad. Si sólo Jesús me ofrece la felicidad, ¿para qué pierdo el tiempo buscándola fuera de Él!

¡Quiero ser feliz, Señor! ¡Pero quiero ser feliz a tu manera pero no como entendemos los hombres la felicidad! ¡Quiero ser feliz basándome en el amor, en el amor sin límites, en la entrega, en el desprendimiento de mi yo, en el servicio generoso, en la caridad bien entendida, en la paciencia de dadivosa! ¡Señor, quiero participar de tu felicidad encontrándome cada día contigo y desde ti con los demás! ¡Señor, me has creado para compartir tu alegría! ¡Envía tu Espíritu para que me haga llegar el don de la alegría y transmitirla al mundo! ¡No permitas, Espíritu Santo, distracciones innecesarias en mi vida que me alejan de la libertad y la felicidad de auténticas! ¡Señor, ayúdame a que encuentre felicidad en dar felicidad a los que me rodean, que abra mis manos para dar siempre, que abra mis labios para compartir tu verdad, y que abra mi corazón para amar profundamente! ¡Señor, sé que me amas y que deseas que yo sea feliz; acompáñame Señor siempre porque eres el autor de mi felicidad y la razón de mi existir!
Descansar en ti, cantamos hoy al Señor: