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miércoles, 5 de abril de 2017

Unido a Cristo en la Eucaristía

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A pocos minutos de comenzar la  misa de hoy siento que no hay nada tan sublime, hermoso e iluminador como recibir a Cristo en la comunión diaria. Es como colocarse a los pies de Cristo en el monte Calvario contemplando la Cruz. Instantes hermosos que unen mi alma, insignificante y pecadora, a la suya, amorosa y misericordiosa.
No me puedo imaginar la alegría desbordante que se debe vivir en el cielo entre el ejército de ángeles y la comunidad de los santos en el momento en que el sacerdote eleva la Hostia y el cáliz mientras me encuentro apaciguado en oración y contemplación en el reclinatorio. En ese momento uno siente esa trascendental prueba de Amor al escuchar las palabras del Señor que te susurra: «Ven, sígueme, acompáñame en este sufrimiento tuyo; en esta desazón que te embarga; en este problema que te ahoga. Ven y entrégamelo. También es mío». En un instante como este no puedes más que emocionarte y desgarrarte por dentro. Así es la Misa. Así es la Comunión. La unidad con Cristo. Por eso sólo puedes exclamar, agradecido y emocionado: «Señor mío y Dios mío, aquí me tienes. Lo mío es tuyo. Tómalo».
Son instantes muy breves de intenso recogimiento, llenos de amor profundo. Instantes en que la cercanía con Cristo es lo mejor de la jornada. Momentos de emoción viva. Y te sientes como el paralítico de Cafarnaún o como el ciego de Jericó o como la mujer del pozo de Sicar. Cristo pasó al lado de todos ellos y cambió lo profundo de sus almas. No su vida… ¡sus almas!
Sin embargo, tristemente este sentimiento ardiente de Dios se desmorona pronto debido a la mundanidad que me embarga, mi egoísmo, mi soberbia, mis faltas de caridad y de amor. Por mi resistencia a entregarme de verdad a Dios. De humillarme de verdad a los pies de la Cruz donde la humillación es amor.
«Señor, no soy digno de que entres en mi casa» exclamamos antes de comulgar. ¡Quiero cambiar, Señor, quiero cambiar para estar más unido a Ti y a través tuyo en los demás!

¡Gracias, Señor, porque en la Eucaristía te nos haces presente cada día! ¡Gracias, Jesús, porque en cada trozo de pan y en cada gota de vino sacias nuestra hambre y nuestra sed y te haces presente en el corazón de persona! ¡Gracias, Señor, porque eres Tú mismo quien está en cada día en la Eucaristía entregándote a ti mismo de manera real y personal para enseñarnos que hemos de dar nuestra vida a los demás! ¡Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía nos reunimos en torno al altar como hicieron tus apóstoles en la Santa Cena! ¡Gracias, Señor, porque es el mayor gesto de amor en el que nos enseñas a amar y a dar amor! ¡Gracias, Señor, porque cada vez que comulgamos nos unimos estrechamente a Ti! ¡Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía podemos rememorar tu sacrificio en la Cruz! ¡Gracias, Señor, porque en cada Eucaristía está presente el Espíritu Santo! ¡Gracias por estos momentos de intimidad, por esta fiesta del amor, que nos anticipa la vida eterna cuando Tu, Señor, mi Dios, serás todo en todos! ¡Gracias, Señor, porque cada vez que me acerco a la Eucaristía siento que se alimenta mi alma! ¡Gracias, porque la Eucaristía me da fuerzas porque soy débil y con mis fuerzas no me basto! ¡Gracias, Señor, por la fe porque gracias a ella creo que realmente estás presente en la Eucaristía y como dice la oración te amo sobre todas las cosas y deseo ardientemente recibirte dentro de mi alma!
Un hermoso Pange Lingua para honrar a Cristo Eucaristía:

jueves, 23 de marzo de 2017

Encontrar la verdadera mansedumbre

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Es en el silencio de la entrega y el sacrificio, de la renuncia de la propia voluntad, en ese aceptar con humildad las cosas injustas que nos hacen los demás donde lograremos encontrar la verdadera mansedumbre.
El dolor purifica, santifica, engrandece a las almas y las une íntimamente con Dios, y Dios se recrea en ellas porque, llegada la prueba, saben salir a su encuentro, corren hacia el sacrificio de aquello que más repugna a la naturaleza, como es cuidar enfermos, aceptar el sufrimiento, soportar personas de carácter agrio y molesto, y toda una serie de cosas «desagradables» que de continuo salen a nuestro paso.
Hay que aprender a sonreír con alegría serena, sin murmurar, sino, por el contrario, con una gran capacidad de amor a Dios para ser semejantes a Él en su mansedumbre, que es lo que nos sostiene siempre en estas circunstancias. ¡Fácil es escribirlo y difícil ponerlo en práctica!

¡Dame, Señor, esa mansedumbre necesaria para desterrar de mi corazón esa tendencia que oprime mis sentidos y me embarga hacia el orgullo cuando alguien me dirige una advertencia o una corrección! ¡Ayúdame, Señor, a aceptar el criterio de los demás sin tratar de imponer mis propias opiniones! ¡Señor, Tu que conoces todos los recovecos de mi corazón, infúndeme la virtud de la mansedumbre, haciéndome humilde! ¡Espíritu Santo, mora en mi alma, guíame y dirígeme, penetrando insensiblemente en mi corazón con suavidad para no herir mi alma en su delicadeza, enseñándome cómo debe ser el trato con los demás! ¡Cuando tenga que corregir a alguien, que sea capaz de demostrar la hermosura de la virtud sin decir nada del defecto o la mala acción obrada!
Del compositor inglés William Holst escuchamos su Himno a Jesús Op. 37:

lunes, 28 de noviembre de 2016

Hoy se enciende una llama

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Comenzamos un año litúrgico nuevo con el inicio del tiempo de Adviento, la preparación para la Navidad. Es el misterio de cómo Dios entra en nuestra historia y pasar a ser parte del compromiso con el ser humano. Un compromiso de esperanza, de vida y de salvación. Hoy nos preparamos para ese imposible que es que Dios se convierta en hombre como nosotros porque estamos todos llamados a ser un día como Dios, a participar de Él plenamente y por siempre. Este misterio comienza con este Dios que desea encarnarse en la naturaleza humana.

El tiempo de Adviento nos llama a estar preparados. A ser capaces de abrir nuestro corazón, nuestro entendimiento y nuestro amor a este Dios que se hace humanidad en nosotros.
Hasta el día de Navidad cada domingo, con el corazón abierto, realizaremos el gesto sencillo de encender las cuatro velas de la corona de Adviento, esa corona circular que nos indica que Dios siente por nosotros un amor eterno sin principio ni fin. Entre ramas verdes que simbolizan la esperanza y la vida y la unión estrecha con Dios para alcanzar la vida eterna cada una de las cuatro velas con sus respectivos colores tienen un significado profundo. Estas velas iluminan nuestra vida, nos recuerdan la oscuridad del pecado que nos aleja de Dios. Pero cada vela encendida es a su vez una luz que ilumina el mundo y anuncia la llegada próxima de ese Dios que se hace pequeño por nuestra salvación. Luz y vida para toda la humanidad porque la Navidad es la fiesta grande de la luz ya que nace Jesús, Luz del mundo.
Al encender hoy la primera vela podemos recordar a María, la primera en acoger en su interior la llamada de Dios. Es la vela del amor sincero, desprendido, generoso. Es la vela del acogimiento, del don de darse como Dios nos dio a su propio Hijo por la inmensidad de su amor infinito. Es la vela que nos invita a abrir de par en par las puertas de nuestro corazón para entregárselo todo a Dios como hizo la Virgen y para que Dios, a través del Espíritu Santo, derrame sobre nosotros la fuerza de sus dones y de su gracia. Una vela para recordar que estamos en este mundo para amar.
El segundo domingo podemos encender la vela recordando a los coros celestiales y proclamar la paz. La paz en el corazón. La paz en los gestos cotidianos. La paz en la mirada. La paz que rompe rencores y resentimientos. La paz que Dios nos deja y nos da. La paz que aplaca la desazón. La paz que nos abre a la esperanza. Esta vela de la paz es para llenar nuestro corazón de serenidad y para llevar paz allí donde los otros corazones estén llenos de dolor y turbación.
En el tercer domingo tal vez podemos encender la vela de la alegría cristiana. Esa misma alegría que sintieron los humildes pastores de Belén tras el anuncio del ángel. La vela que nos recuerda las palabras del Señor de estar alegres en la tribulación porque nuestra tristeza acabará convirtiéndose en alegría y en gozo. La Navidad es la fiesta de la alegría, la alegría de la venida de Cristo al mundo y a nuestro propio corazón.
En el cuarto domingo, antes del día de la Navidad, la vela que encendemos puede ser  la de la esperanza. Nuestro corazón anhela que Cristo nazca, que nuestro Salvador se encuentre ya en el portal de Belén. Este humilde establo es nuestro propio corazón. Y allí, pacientemente, reposará el Niño Dios. Y para ello hay que prepararse bien porque todos ponemos en Dios nuestra esperanza.
El día de Navidad me gusta encender una quinta vela colocada en el centro de la corona para recordar que Cristo es la Luz del mundo, la que ilumina mi hogar y da luz a cada uno de los miembros de la familia. Cristo ya ha llegado en este día a nuestro corazón. Ahora sólo le tengo que dejarle entrar.
¡Te doy gracias mi Dios y Señor porque esta espera ha valido la pena!

¡Señor, quiero ser luz en este tiempo de Adviento! ¡Señor, ayúdame a ser luz de confianza para acercarme más a ti que eres el amigo que nunca falla y acercarme más a los demás para no fallarles nunca!¡Ayúdame a ser luz para buscarte con el corazón y llegar también a los demás!¡Ayúdame a ser luz de alegría para contagiar al prójimo la alegría de la Navidad para que todos puedan seguir soportando sus problemas y sufrimientos con alegría! ¡Ayúdame a ser luz de amistad para que siempre alguien se pueda arrimar a mi y caminar conmigo! ¡Ayúdame a ser luz de Buena Nueva para darle  a Tu Palabra el auténtico sentido y convertir mis pequeñas acciones en un testimonio de tu Evangelio! ¡Ayúdame a ser luz de perdón para abrir mi corazón a la reconciliación y la entrega! ¡Ayúdame a ser luz de la fe para testimoniarte siempre! ¡Ayúdame a ser luz de fidelidad para recoger con mis pequeñas manos los frutos abundantes de tu amor y misericordia! ¡Ayúdame a ser luz de amor para no olvidar nunca el mandamiento primero que nos dejaste! ¡Ayúdame a ser luz de compromiso para no fallarte nunca a Ti ni a los demás! ¡Ayúdame a ser luz de oración para no perder el tiempo en cosas inútiles y hacer de mi vida un pequeño sagrario de oración porque el que no ora no sabe de amor! ¡Ayúdame a ser luz del Espíritu Santo para que Tu Espíritu, Señor, ilumine siempre mi vida y pueda irradiar también a los demás y sus dones me fortalezcan, me purifique, me renueven y me transformen!
Oración para el encendido de la primera vela de la corona de adviento: «Encendemos, Señor, esta luz, como aquél que enciende su lámpara para salir, en la noche, al encuentro del amigo que ya viene. En esta primera semana del Adviento queremos levantarnos para esperarte preparados, para recibirte con alegría. Muchas sombras nos envuelven. Muchos halagos nos adormecen. Queremos estar despiertos y vigilantes, porque tú nos traes la luz más clara, la paz más profunda y la alegría más verdadera. ¡Ven, Señor Jesús. Ven, Señor Jesús!»
Hoy se enciende una llama, cantamos en este día de Adviento:

martes, 13 de septiembre de 2016

Dios me otorga su propia vida

bautismo
Ayer me planteaba que día recibí el bautismo. Tuve que recurrir a mi madre. La mayoría de las personas no recordamos esta fecha en la que nos unimos a Cristo y nos convertimos en hijos adoptivos de Dios. Debería ser una fiesta grande, solemne, de nuestra vida. Un día para conmemorar. La adopción por Dios nada tiene que ver con la adopción humana. A diferencia de una persona que es adoptada por una familia que sólo cambia su estatus legal pero no varía la profundidad de su ser, el ser adoptado por Dios permite una transformación profunda, íntima y personal de la propia vida. Dios me otorga su propia vida divina. Me coloca el día del bautismo en mi interior el germen de la vida eterna que se vivirá en plenitud en el cielo.
El amor y la vida del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son los dones gratuitos que nos ofrece Dios a los nacidos del agua y del Espíritu. Como bautizado puedo escuchar esa voz que un día clamó en las orillas del río Jordán: «Tú eres mi hijo amado, en ti tengo toda mi complacencia». Siendo así ¿como vivo como bautizado mi unión con Dios, mi Padre, en la oración y en la vida cotidiana? ¿Fortalezco y hago fructificar a lo largo de mi vida la semilla de la fe que he recibido en el bautismo? ¿Soy consciente de que ya no me pertenezco a mí mismo sino a Cristo que murió y resucitó por mi? ¿Interiorizo que debo servir más y mejor a los demás para vivir la auténtica comunión eclesial y cumplir con obediencia y amor las enseñanzas de la Iglesia y defender la fe? ¿Soy consciente de que una vez incorporado en el «Cuerpo de Cristo», tengo la misión de «confesar a Cristo» y mostrar con mi vida, mis gestos y mis palabras que «Cristo ha muerto y resucitado» por el hombre?
El bautismo me imprime un sello espiritual, un carácter que me asemeja a Cristo y me hace perteneciente a Dios. Ahora que conozco el día de mi bautismo no solo rezaré ese día dando gracias a Dios sino que cada día me comprometeré a responder a esas preguntas poniéndolas en práctica como testimonio de mi fe.

¡Gracias, Señor, por el sacramento del bautismo que me convierte en hijo tuyo por medio del agua que riega y fecunda con tu gracia y por el Espíritu que enriquece con tu vida hasta hacer que seas tú quien vive en mí y que tu amor me posea para siempre! ¡Gracias Jesús por la fe que me han transmitido mis padres y mis abuelos! ¡Enséñame a conservar sin mancha tu misma vida hasta la vida eterna! ¡Señor, deseo llevar con dignidad la ficha de ser hijo tuyo, hijo amado! ¡Quiero sentirme miembros activo y corresponsable de tu Iglesia! ¡Ayúdame a activar mi bautismo, a tomarlo en serio, a realizar la misión que me has encomendado de servir, de amar, de anunciar y construir el Reino! ¡Quiero ser tu discípulo y compañero de viaje, pues ya lo soy desde el día de mi bautismo, renovado y sellado por la gracia del Espíritu Santo! ¡Desde el día de mi bautismo, al igual que tu, estoy lleno del Espíritu Santo, llamado a servir a Dios y a mis hermanos y recibir el poder de vivir como hijo tuyo, como hijo del único Padre! ¡Te quiero, Padre, quiero corresponder a tu amor y misericordia!
Cantata BWV 30 para el nacimiento de Juan el Bautista de J. S. Bach: