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jueves, 23 de marzo de 2017

Encontrar la verdadera mansedumbre

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Es en el silencio de la entrega y el sacrificio, de la renuncia de la propia voluntad, en ese aceptar con humildad las cosas injustas que nos hacen los demás donde lograremos encontrar la verdadera mansedumbre.
El dolor purifica, santifica, engrandece a las almas y las une íntimamente con Dios, y Dios se recrea en ellas porque, llegada la prueba, saben salir a su encuentro, corren hacia el sacrificio de aquello que más repugna a la naturaleza, como es cuidar enfermos, aceptar el sufrimiento, soportar personas de carácter agrio y molesto, y toda una serie de cosas «desagradables» que de continuo salen a nuestro paso.
Hay que aprender a sonreír con alegría serena, sin murmurar, sino, por el contrario, con una gran capacidad de amor a Dios para ser semejantes a Él en su mansedumbre, que es lo que nos sostiene siempre en estas circunstancias. ¡Fácil es escribirlo y difícil ponerlo en práctica!

¡Dame, Señor, esa mansedumbre necesaria para desterrar de mi corazón esa tendencia que oprime mis sentidos y me embarga hacia el orgullo cuando alguien me dirige una advertencia o una corrección! ¡Ayúdame, Señor, a aceptar el criterio de los demás sin tratar de imponer mis propias opiniones! ¡Señor, Tu que conoces todos los recovecos de mi corazón, infúndeme la virtud de la mansedumbre, haciéndome humilde! ¡Espíritu Santo, mora en mi alma, guíame y dirígeme, penetrando insensiblemente en mi corazón con suavidad para no herir mi alma en su delicadeza, enseñándome cómo debe ser el trato con los demás! ¡Cuando tenga que corregir a alguien, que sea capaz de demostrar la hermosura de la virtud sin decir nada del defecto o la mala acción obrada!
Del compositor inglés William Holst escuchamos su Himno a Jesús Op. 37: