En la Eucaristía de ayer, antes del Padre Nuestro, el sacerdote pronuncia estas palabras del ritual de la Misa: «nos atrevemos a decir». Siento que ese «nos atrevemos a decir» es una llamada a romper la rutina de la oración para evitar repetir las palabras de corrillo y profundizar en ellas. No es posible invocar al Padre (Abba) sin que en el interior del corazón se produzca un vuelco transformador.
No es posible exclamar que su Nombre sea santificado, que venga a nosotros su reino, que se haga su voluntad, que nos dé el pan nuestro de cada día… sin elevar con rectitud de intención nuestra mirada al cielo. No es posible exclamar que perdone nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, que no nos deje caer en la tentación y que nos libre de todo mal si no somos capaces de alzar nuestros ojos hacia la inmensidad celestial para unirnos a Él, que es creador de todo.
La fuerza del Padre Nuestro es que Jesús nos enseña por medio de esta oración que los hombres unimos el cielo y la tierra, que la esencia del Reino se condensa en esta plegaria que salió del mismo corazón de Cristo.
Ese «nos atrevemos a decir» nos abre las puertas para dirigirnos a Dios en el tono más amigable y respetuoso posible. De orar al Padre con esperanza para alcanzar ese Reino prometido rebosante de amor, justicia, paz y fraternidad.
Ese «nos atrevemos a decir» nos hace comprender que es necesario saber repartir el pan cada día pero no únicamente en la Eucaristía diaria o dominical sino también ese pan material del que tantos están necesitados —no sólo a nivel económico, sino de tiempo, de afecto, de entrega, de oración…—, pedir perdón de corazón, trabajar por dignificar la vida y crecer espiritualmente. Es entonces cuando el contenido de esta plegaria, las palabras que pronunciamos que nos sabemos de memoria y hemos repetido miles de veces adquieren su auténtico sentido.
Ese «nos atrevemos a decir» nos lleva a comprender al repetir pausadamente la oración que Dios es el Padre de todos, hombres y mujeres necesitados de su amor y de su misericordia. Que Él es el centro, lo importante, lo esencial.
Ese «nos atrevemos a decir» nos recuerda que esta oración nos lleva a un encuentro íntimo, personal y profundo con ese Dios al que puedes abandonarte con serena confianza.
Ese «nos atrevemos a decir», en definitiva, nos lleva a acudir a ese Padre Nuestro que está en el cielo al que le pides ayuda y al mismo tiempo te comprometes a vivir cristianamente orando con sencillez y humildad de corazón, reconociendo tu auténtica necesidad de Dios y admitiendo tus propias debilidades aceptando que es Él y sólo Él quien sabe que es lo mejor para cada uno.
Hoy «me atrevo a decir» con devoción: Padre Nuestro...
¡Padre Nuestro que estás en el cielo, que eres tres veces santo, te quiero dar gracias, alabarte y adorarte; quiero pedir tus bendiciones para que mi vida esté siempre muy cerca de ti! ¡Padre, me reconozco hijo tuyo, tú que estás en el cielo, y también en los corazones de los que confían y creen en tí! ¡Entra en mi corazón Padre de bondad! ¡Padre, santificado sea tu nombre, alabado sea tu nombre, estoy agradecido por este amor que me tienes y por eso quiero comprometerme a honrarte con todos mis actos, con mis palabras, con mis actitudes, con mis sentimientos...! ¡Padre, venga a nosotros tu reino, quiero hacerlo efectivo en cada uno de los momentos de mi vida, tenerte cerca, a mi lado para darte a los demás y así hacer crecer en este mundo el Reino que nos tienes prometido! ¡Padre, que se haga siempre tu voluntad en la tierra como en el cielo, para alcanzar esa salvación prometida, para algún día estar junto a ti y junto a tu Hijo en el cielo! ¡Quiero unir esta voluntad mía a la tuya para poniéndome en tus manos imitar siempre a tu Hijo y también a la Virgen María que hicieron siempre tu santísima voluntad! ¡Padre, dame hoy el pan de cada día, te lo pido con toda la confianza y con toda la humildad para satisfacer mis necesidades materiales pero también mis necesidades espirituales! ¡Padre, perdona también mis ofensas como yo también trato de perdonar a los que me ofenden! ¡Señor, tú sabes que soy un miserable pecador y que me alejo de ti constantemente, por eso quiero pedirte perdón cuando te ofendo! ¡Necesito recibir tu amor y por eso para tenerlo es imprescindible contar con un corazón puro y limpio, un corazón sensible, un corazón que sea capaz de abrirse siempre a los demás y sea capaz de perdonar de corazón! ¡Padre, no me dejes caer en tentación, no permitas que consienta nunca que el demonio venza en cada una de mis acciones, no permitas que tome el camino equivocado hacia el mal, envía tu Espíritu Santo para que sea capaz de vencer todas las tentaciones del maligno! ¡Y líbrame todo mal, para que el demonio no me venza con sus astucias y estar siempre en paz y en gracia contigo!
Cantamos y oramos con el Padre Nuestro: