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jueves, 30 de marzo de 2017

Ir triste no es el camino

orar-con-el-corazon-abierto
El día va a comenzar a dar sus primeros pasos. Hoy mi rostro al levantarme es el típico de «lunes» aunque en realidad estamos a jueves. A medida que la semana avanza uno trata de mostrarse más abierto, dialogante, tolerante, amable, simpático, generoso... es el fruto del caminar semanal intentando hacer el bien alrededor pero hoy, sin embargo, el rictus es más tenso, oscuro y entristecido. El día de ayer, no fue como el que esperaba y al acostarme es como si una tormenta de agua hubiera empapado todo el cuerpo dejándolo desangelado y tenso. Vuelve esa falta de confianza y ese intentar solucionarlo todo por los propios medios. Pero te levantas y comprendes que el Dios de bondad está ahí iluminando el nuevo día y que uno debe encauzar su vida ajustándose a la voluntad del Padre.
En la acción y alabanza de la mañana uno es consciente de que ir triste no es el camino correcto y que si las expectativas no se han cumplido es por algún motivo, que lo extraordinario va a producirse y que ese cambio que uno espera se convertirá en el haz radiante que la noche agazapó entre las brumas de la incertidumbre. Que cada paso que uno da, por muy pequeño que sea, le va acercando hacia algo mucho mayor. Que uno debe coger su cayado y avanzar sin temer porque quien está a su lado es el mismo Dios y ese no abandona nunca. Dios es aquel que pone su mirada fija en uno, que hace suya la desazón del corazón, que conoce perfectamente cuál es la necesidad que anhela el corazón y corresponderá a su debido tiempo. No permite que nadie quede desamparado. Por tanto ese rostro gélido, tortuoso, triste… de la noche anterior debe ser cambiado y esbozar una sonrisa de confianza, de entrega, por muy insulsa que se vea la salsa de la vida. Dios ya sabe que habrá días grises, los permite, permite que la tristeza se cuele en el corazón del hombre porque entrará por la más pequeña de las fisuras del corazón con su luz sanadora, esa luz que brilla todo, que lo ilumina todo, que da esperanza. Lo que en realidad Dios quiere es que en el interior del corazón pueda latir su voz, que sea plenamente audible porque es la voz que sana, restaura, purifica, lava y transforma. Esa voz viene por la fuerza del Espíritu. Es la voz del Padre bueno, amoroso y misericordioso y anhela que el hijo pródigo regrese pronto y esperanzado a sus brazos abiertos que todo lo acoge.

¡Señor, tú moldeas mi vida como el barro en manos del alfarero por eso te pido que cada día la hagas nueva, porque quiero ser un vaso nuevo que llene de agua viva todo aquello que yo haga, sin miedos y sin restricciones, sin abonarme a la desilusión ni a la tristeza! ¡Espíritu Santo, muéstrame el rostro amoroso y misericordioso del Padre que tanto me ama y tanto me busca; que me perdona cualquier cosa siempre que yo esté dispuesto a volver a su lado! ¡Dios mío, se que tu amor y tu misericordia no conoce límites y que estos los pongo solamente yo que me niego a recibirte! ¡Sana, Padre, cualquier herida que pueda tener; entra en mi corazón, ayúdame a abandonar la desilusión y el pecado y a tener siempre plena confianza en ti que me amas con amor eterno; ayúdame a aceptar esa invitación a reconciliarme contigo, a ser fuente de alegría inacabable como me ha mostrado tu Hijo en esta Navidad pasada cuando, adorándolo en el pesebre, he sentido su mirada de amor y de misericordia que me ha llenado de paz y de alegría! ¡Santa María, Señora de la esperanza y de la misericordia, enséñame a meditar e interiorizar la Palabra de Dios en mi corazón! ¡Ayúdame, Santa María, a renovar mi mirada sencilla sobre la vida como hiciste tú que seguiste al pie de la letra las enseñanzas del Evangelio! ¡Espíritu Santo, no permitas que me enrede en mi vida espiritual y que lo confunda todo, que me engañe a mí mismo, que me complique en tonterías vanas y ayúdame a mirar en lo profundo de la vida, en lo esencial, y lo que me permita sacar conclusiones certeras y acercarme cada día más a Jesús con honestidad, poniendo mi mirada en ese rostro divino lleno de bondad y de misericordia que me tanto ama y que se alegra cuando vuelvo su mirada y corro a abrazarle mientras me espera con los brazos abiertos!
Llévate mi tristeza, le cantamos hoy al Señor:

viernes, 18 de noviembre de 2016

Basta una mirada....

En  casa, basta una mirada a mis hermanos para saber cuáles son sus necesidades. Basta una mirada para saber lo que sienten, lo que necesitan, lo que les angustia, lo que les alegra, lo que les preocupa... Es la mirada del amor. La mirada de la comprensión. La mirada del compromiso. La mirada de la complicidad.

Muchas veces, en la oración, en el silencio de una capilla, ante la idea de saberme mirado por Dios, mi corazón siente una fuerte emoción. Al que miro está en la Cruz, aparentemente muerto, pero con una presencia viva. Fijar su mirada en Él es fijar la mirada en el amigo.
Más que cualquier otro gesto, las miradas tienen una fuerte expresividad y son capaces de comunicar muchos más sentimientos que las propias palabras. Cuando te presentas ante Cristo, en la intimidad de la oración, con el corazón abierto, y lo miras, no puedes más que caerte inerte ante tu incapacidad de amar y de comprender ese amor sublime de Cristo y no puedes más que agradecerle esa forma tan maravillosa con la que te mira y te observa con ojos de misericordia.
Hace unos quince días una mujer de mediana edad me pidió dinero en la calle. Le dije «lo siento» con un movimiento de cabeza. Me miró decepcionada. Con una mirada de profunda tristeza. Llevaba conmigo dos barras de pan calientes, recién compradas. Unos cincuenta metros más adelante me di la vuelta para ir a su encuentro. Ésa mirada me había conmovido. Sentí necesidad de darle aquellas dos barras de pan. Pero ya no la encontré. Me pareció un signo. Como si le hubiera negado algo al mismo Cristo. En un entorno tan superficial como el que vivimos de pronto reparamos algo en el interior de las personas... en los ojos de aquella mujer sentí que había una profunda bondad. Me sentí profundamente triste y pensé las muchas veces que negamos algo a las personas que más lo necesitan. Y lo agradecido que es cuando puedes acudir a alguien para pedir y no te lo niega. Y el agradecimiento es mayor cuando el que posa en ti los ojos es el mismo Cristo que no te abandona nunca. Entonces el corazón se te sobrecoge porque sus ojos tienen una manera de mirar muy diferente que no se fija en nuestras múltiples debilidades ni imperfecciones, ni en las dobleces con las que actuamos tantas veces y hace caso omiso de las máscaras que nos colocamos al salir de nuestros hogares. Es una mirada que lee directamente en el interior del corazón. Que sólo se detiene a mirar la belleza de lo que poseemos.
Vivimos tiempos de zozobra, repletos de individualismo, en los que la vida se vuelve muy triste cuando no eres capaz de encontrar a tu alrededor miradas de complicidad, en los que mientras caminas los ojos con los que te cruzas tienen miradas llenas de prejuicios, de indiferencia, de desdén, de crítica, de soledad, de desprecio… lamentablemente vivimos en una sociedad en la que hay cientos de personas con las que nos cruzamos cada día a las que ni siquiera les miramos a los ojos: vecinos, compañeros de trabajo, cajeras del supermercado, desheredados, conductores de autobús, barrenderos… Nuestras miradas se dirigen a otros lugares, la mayoría de las veces a nuestro propio corazón y muy pocas veces esas miradas tienen halos de misericordia. La mirada de aquella mujer caló profundamente en mi corazón. El no poder encontrarla me invitó a pensar que Cristo sí advierte mi presencia. Por eso hoy en la oración sólo me sale darle gracias al Señor porque Él no se detiene a mirar el caparazón que cubre mi cuerpo y mi corazón, sino que entra en lo más íntimo de mi para, sabiendo como soy, dejarme saber que me ama y que está a mi entera disposición para cuanto requiera de Él.

¡Señor, que sea capaz de verte en la mirada de los demás, en los rostros ajenos, las personas que se cruzan en mi camino! ¡Señor, contemplo la Cruz, en esa soledad en la que te encuentras, y que tantas veces miro sin verte y trato de oírte sin escucharte porque en el fondo no estoy cerca de ti sino que estoy en mi propio mundo, centrado en mí yo, centrado en que se haga mi voluntad y no la tuya! ¡Señor, dame la confianza plena de saber que tú caminas a mi lado, que mi fe sea fuerte y confiada para saber que puedo encontrarte cada día y que tú estás vivo, muy presente en nuestro mundo! ¡Señor, que mi razón para vivir y para morir sea el amor, la entrega, la generosidad, el servicio desinteresado a los demás que, en definitiva, fue el ideal que defendiste con tu sangre! ¡Señor, Tú me miras desde la Cruz y tu mirada penetrante llega al fondo de mi alma porque tú conoces lo que anida en ella, en mis pensamientos, en mis sentimientos, en mi proceder, en mi forma de actuar y de darme los demás; tú sabes lo que anida en lo más profundo de mi corazón y por eso te pido que me ayudes en la oración a conocerme más, para dar lo mejor de mi, para contigo tratar de alcanzar la santidad cotidiana! ¡Señor, no permitas que esquive tu mirada; no permitas que cuando golpes en la puerta de mi corazón te cierre la puerta para que no entres en él y no de respuestas a tu llamada! ¡Señor, no quiero ignorarte nunca, no quiero condenarte como hicieron aquellos en Jerusalén, especialmente los Sumos Sacerdotes, o Pilatos, o el pueblo enfurecido al que tanto bien hicistes, como te negó Pedro, o cómo te traicionó Judas, o como te dejaron abandonado los apóstoles antes de Tu Pasión! ¡Señor, basta una mirada tuya para sanarme, por eso quiero llevar mis pequeñas cruces cotidianas junto a ti, con paciencia, con amor, con generosidad, con perdón, con compasión, con servicio desinteresado, para vivir coherente mi vida cristiana y hacer de mis pequeñas cruces un camino de santificación! ¡Señor, desgarra de mi corazón el pesimismo, el orgullo, la soberbia, la disconformidad, la queja, la tristeza, el egoísmo, la tibieza, y haz de mi vida una alegría permanente, una búsqueda constante de ti, para que en ese encuentro diario mi confianza sea infinita! ¡Señor, hazme humilde, sencillo, consciente de que no soy nada y de que tu, Rey de Reyes, entraste en Jerusalén a lomos de un asnillo! ¡Señor, que mirándote en la cruz sea capaz de comprender que nunca estoy solo, que tú estás siempre conmigo, que no me canse de seguirte, de acompañarte, de pedirte, y de ser uno contigo que es lo más grande que una persona puede ser en este mundo!
Tu mirada, con Marcos Witt, acompaña hoy esta meditación: