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domingo, 6 de agosto de 2017

La arquitectura de la alegría


desde Dios
Lo experimento con frecuencia. En un mundo necesitado de la alegría, cuando transmites y comunicas alegría sientes más alegría. Y es parte del fruto del desprendimiento de uno mismo.

El desprendimiento del yo comporta muchos beneficios interiores. Asienta la fe, aviva la conversión y genera alegría. Las páginas del Evangelio están repletos de pasajes que proclaman la alegría del encuentro con la liberación interior: la parábola de la oveja perdida, la mujer pecadora que puso a lo pies de Cristo el frasco de alabastro, el recaudador Zaqueo que recibe alegre a Cristo en su hogar, la parábola del hijo pródigo, de los dracmas o del padre de familia que salió por la mañana a contratar obreros para su viña… Desprendimiento del yo para entregarse por completo a la voluntad de Dios. Es entonces cuando el Padre toma con sus manos el más ínfimo de los pequeños detalles de la vida y los acoge como la mayor de las donaciones.
Entonces comprendes realmente que cuando comunicas alegría sientes más alegría porque la senda de la alegría se asienta en la renuncia; y ésta no implica pérdida sino ganancia, no es abnegación sino generosidad, no es pérdida de libertad sino plenitud. Y todo supone transformación interior.
La auténtica alegría únicamente se experimenta cuando uno es capaz de darse y de abrirse. Cuantos más apegos vas dejando caer por el camino más sencillo es encontrarte uno mismo. Si uno se centra en su yo, hace que todo gire en torno a sí, se queda completamente oprimido por todo que le oprime: el dolor, la soledad, la enfermedad, los problemas económicos, la incomprensión, el fracaso, el descrédito… Sin embargo, cuando vive consagrado al servicio del prójimo el yo queda apartado, el sufrimiento se aminora y el padecimiento pierde todo su valor.
La arquitectura de la alegría es saber amar y eso pasa por desprenderse del yo. Este principio, ¿es teoría o práctica en mi vida?

¡Señor, nos has creado para la alegría, para dar alegría! ¡Tu, Señor, invitas a abrirnos a la vida porque dijiste aquello tan hermoso de que dichosos los ojos porque ven y los oídos porque oyen! ¡Si te contemplo, Señor, si contemplo cada día el misterio de la Trinidad, puedo saborearte, sentirte y escucharte! ¡Por eso, Señor, puedo encontrarte en todas y cada una de las cosas y eso provoca la alegría más absoluta! ¡Señor, quiero ser portador permanente de alegría porque la alegría es la presencia sentida de Dios en la vida! ¡Espíritu Santo, dame el don de la alegría para alabar siempre, para dar gracias, para cantar la belleza de la creación y la grandeza del ser humano! ¡Espíritu Santo, dame el don de la alegría para llenar de esperanza, luz y amor mi corazón! ¡Espíritu Santo, dame el don de la alegría para el encuentro con el prójimo, para llenar la vida de esperanza y los corazones de amor! ¡Espíritu Santo, dame el don de la alegría para unirme siempre a Dios, en quien todo es amor y alegría! ¡Espíritu Santo, dame el don de la alegría para dar testimonio de que el mundo, a pesar del dolor, está llamado a colmarse de la lluvia incesante de las bendiciones de Dios!
Señor, a quien iremos para el encuentro de la alegría:

jueves, 30 de marzo de 2017

Ir triste no es el camino

orar-con-el-corazon-abierto
El día va a comenzar a dar sus primeros pasos. Hoy mi rostro al levantarme es el típico de «lunes» aunque en realidad estamos a jueves. A medida que la semana avanza uno trata de mostrarse más abierto, dialogante, tolerante, amable, simpático, generoso... es el fruto del caminar semanal intentando hacer el bien alrededor pero hoy, sin embargo, el rictus es más tenso, oscuro y entristecido. El día de ayer, no fue como el que esperaba y al acostarme es como si una tormenta de agua hubiera empapado todo el cuerpo dejándolo desangelado y tenso. Vuelve esa falta de confianza y ese intentar solucionarlo todo por los propios medios. Pero te levantas y comprendes que el Dios de bondad está ahí iluminando el nuevo día y que uno debe encauzar su vida ajustándose a la voluntad del Padre.
En la acción y alabanza de la mañana uno es consciente de que ir triste no es el camino correcto y que si las expectativas no se han cumplido es por algún motivo, que lo extraordinario va a producirse y que ese cambio que uno espera se convertirá en el haz radiante que la noche agazapó entre las brumas de la incertidumbre. Que cada paso que uno da, por muy pequeño que sea, le va acercando hacia algo mucho mayor. Que uno debe coger su cayado y avanzar sin temer porque quien está a su lado es el mismo Dios y ese no abandona nunca. Dios es aquel que pone su mirada fija en uno, que hace suya la desazón del corazón, que conoce perfectamente cuál es la necesidad que anhela el corazón y corresponderá a su debido tiempo. No permite que nadie quede desamparado. Por tanto ese rostro gélido, tortuoso, triste… de la noche anterior debe ser cambiado y esbozar una sonrisa de confianza, de entrega, por muy insulsa que se vea la salsa de la vida. Dios ya sabe que habrá días grises, los permite, permite que la tristeza se cuele en el corazón del hombre porque entrará por la más pequeña de las fisuras del corazón con su luz sanadora, esa luz que brilla todo, que lo ilumina todo, que da esperanza. Lo que en realidad Dios quiere es que en el interior del corazón pueda latir su voz, que sea plenamente audible porque es la voz que sana, restaura, purifica, lava y transforma. Esa voz viene por la fuerza del Espíritu. Es la voz del Padre bueno, amoroso y misericordioso y anhela que el hijo pródigo regrese pronto y esperanzado a sus brazos abiertos que todo lo acoge.

¡Señor, tú moldeas mi vida como el barro en manos del alfarero por eso te pido que cada día la hagas nueva, porque quiero ser un vaso nuevo que llene de agua viva todo aquello que yo haga, sin miedos y sin restricciones, sin abonarme a la desilusión ni a la tristeza! ¡Espíritu Santo, muéstrame el rostro amoroso y misericordioso del Padre que tanto me ama y tanto me busca; que me perdona cualquier cosa siempre que yo esté dispuesto a volver a su lado! ¡Dios mío, se que tu amor y tu misericordia no conoce límites y que estos los pongo solamente yo que me niego a recibirte! ¡Sana, Padre, cualquier herida que pueda tener; entra en mi corazón, ayúdame a abandonar la desilusión y el pecado y a tener siempre plena confianza en ti que me amas con amor eterno; ayúdame a aceptar esa invitación a reconciliarme contigo, a ser fuente de alegría inacabable como me ha mostrado tu Hijo en esta Navidad pasada cuando, adorándolo en el pesebre, he sentido su mirada de amor y de misericordia que me ha llenado de paz y de alegría! ¡Santa María, Señora de la esperanza y de la misericordia, enséñame a meditar e interiorizar la Palabra de Dios en mi corazón! ¡Ayúdame, Santa María, a renovar mi mirada sencilla sobre la vida como hiciste tú que seguiste al pie de la letra las enseñanzas del Evangelio! ¡Espíritu Santo, no permitas que me enrede en mi vida espiritual y que lo confunda todo, que me engañe a mí mismo, que me complique en tonterías vanas y ayúdame a mirar en lo profundo de la vida, en lo esencial, y lo que me permita sacar conclusiones certeras y acercarme cada día más a Jesús con honestidad, poniendo mi mirada en ese rostro divino lleno de bondad y de misericordia que me tanto ama y que se alegra cuando vuelvo su mirada y corro a abrazarle mientras me espera con los brazos abiertos!
Llévate mi tristeza, le cantamos hoy al Señor:

sábado, 18 de junio de 2016

¿Por qué buscas aislarte?

Frente a ese deseo de estar siempre conectado, el deseo de estar totalmente desconectado


Hay una tendencia que me lleva a alejarme de Dios y de los hombres. Es la tendencia de querer estar solo. No quiero que me molesten, que me cambien los planes. Quiero vivir en paz sin que nadie se meta en mi vida, en mi mundo, en mi comodidad.

Es el pecado del egoísmo que me lleva a aislarme de los hombres y a alejarme de Dios. Yo y mi comodidad. Yo y mis aficiones. Deja de conmoverme el sufrimiento de los hombres. Tanto sufrimiento ha acabado por hacerme indiferente ante el dolor.

En la exhortación apostólica Amoris Laetitia comenta el papa Francisco: “Una de las mayores pobrezas de la cultura actual es la soledad, fruto de la ausencia de Dios en la vida de las personas y de la fragilidad de las relaciones. La libertad para elegir permite proyectar la propia vida y cultivar lo mejor de uno mismo, pero si no tiene objetivos nobles y disciplina personal, degenera en una incapacidad de donarse generosamente. Se teme la soledad, se desea un espacio de protección y de fidelidad, pero al mismo tiempo crece el temor a ser atrapado por una relación que pueda postergar el logro de las aspiraciones personales”.
Puedo elegir con quién caminar en la vida. Puedo decidir lo que hago con mi tiempo. Puedo optar libremente. O me comprometo o no me comprometo. Sigo a alguien o no sigo a nadie. Entrego mi vida o me la guardo para no perderla.

Tiene algo de atractiva una vida cuidada y protegida. Un jardín en el que nadie me perturba. Una casa solitaria en lo alto de un monte donde nadie puede acceder. Yo y mi mundo interior. Yo y mi soledad. Yo y mi libertad.

El papa Francisco comenta el peligro de esa soledad: “Si uno se estanca, corre el riesgo de ser egoísta y el agua estancada es la primera que se corrompe”. Es el peligro de buscar mi comodidad y estancarme. De querer estar solo y perderme. De aislarme de esta vida tan conectada y quedar fuera de todo.
Frente a ese deseo de estar siempre conectado, el deseo de estar totalmente desconectado. Fuera de las redes sociales. Fuera del teléfono. Fuera del mundo. Aislado, solo, sin nadie que me perturbe.
Frente al miedo que nos da la soledad, el deseo de decidir yo cuándo y quiénes pueden perturbar mi paraíso en la tierra. Puedo cuidar tanto mi tiempo que no se lo entrego a nadie. Cuido mis vínculos para que no haya demasiada intimidad.

Y cuando me exigen más de lo que quiero dar, me alejo. Cada uno sigue su vida. No hay compromiso por nadie. Ahora estamos bien juntos. Más tarde puede que no funcione. No me quiero comprometer a nada para siempre. ¿Y si luego no soy fiel? ¿Y si el amor desaparece? Es mejor vivir un presente eterno sin demasiados compromisos.No sé si ahora vale más o menos la palabra que antes. No lo sé. Lo que sí sé es que hay personas de palabra. Y otras cuya palabra vale muy poco. Personas que cuando te prometen algo sabes que lo van a hacer, sabes que van a estar ahí y no van a claudicar. Y otras que, aunque te lo aseguren, dudas porque mañana habrán cambiado de opinión, pensarán otra cosa, seguirán otro camino.

Personas de una sola palabra hay pocas. Y personas con muchas palabras hay más. El pecado del egoísmo es muy grande. Hoy pienso de una forma, porque me conviene. Mañana, si no me conviene, pienso lo contrario.
La comodidad, el deseo de estar yo bien, asentado, guardado, protegido. Con mis horarios cómodos. Con mi sueño y mi descanso protegido. Que no me perturben en mis planes propios. Hacer mi vida. Guardarla para no perderla.
En lugar de crear hogares donde otros puedan descansar, aislarme en mi hogar donde nadie entra. Uno habla de solidaridad y luego vive su vida. Da miedo un excesivo compromiso.

Decía Jean Vanier: “Yo diría que la necesidad más fundamental de nuestra sociedad no consiste en tener cada vez más profesores en las universidades, sino en tener hombres y mujeres que creen juntos comunidades de acogida para las personas desorientadas, solas y perdidas”.

Acoger al que está solo. Comprender al que nadie comprende. Escuchar a aquel al que nadie sigue. Abrirme para aceptar al que es distinto, al que no crea tendencias, al que está solo.