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miércoles, 19 de abril de 2017

La alegría de perder el miedo

orar con el corazon abierto
Miércoles de la Octava de Pascua aún resuena el grito de «¡Alegraos!». Es la primera palabra que Cristo dirige a los suyos. Y esta «alegría» de la que habla el Resucitado es la que yo necesito en mi vida cotidiana. La necesito porque cuando profundizo en mi interior y oteo lo que sucede en mi mundo exterior y en el de tantos que me rodean soy plenamente consciente del sufrimiento, de la confusión, de las divisiones, de la profunda desesperanza, de la desazón y de la tristeza que se vislumbra en tantos rostros sombríos de personas que conozco y sufren rupturas interiores.

Pero Cristo sale al encuentro y exclama: «Alegraos». Una invitación clara y precisa. Es una invitación a un alegría contagiosa, auténtica y viva que nace del interior de mi corazón. Una alegría que no sea frágil, quebradiza e imperfecta porque la alegría cristiana brota de la opción fundamental por Jesús, fruto de una experiencia basada en la fe en Él y en la comunión por quien es el Camino, la Verdad y la Vida.
«Alegraos». Una invitación para vivir en plenitud. Una invitación para optar por el amor, por el servicio, por la entrega y por el bien.
Pero a este «Alegraos» acompaña Cristo un «¡No tengáis miedo!». Al igual que la alegría es el signo de la existencia cristiana y es el testimonio de la profundidad de nuestro compromiso con la voluntad de Dios, el «¡No tengáis miedo!» es un grito de esperanza. Lo es porque todos tenemos miedos que nos paralizan como cadenas invisibles: miedo al fracaso, a los problemas, a perder personas y bienes, al qué dirán, a la humillación, al rechazo, al abandono, a la muerte, a la enfermedad, a sentirnos incapaces a hacer determinadas cosas, al futuro, a no ser capaces de afrontar los desafíos del presente, a no tener dinero, a ser juzgados o criticados… Cristo quiere que cada uno rompa sus miedos interiores para construir con alegría una nueva vida.
«Alegraos» y «¡No tengáis miedo!». De nuevo Cristo me interpela. Jesús me ofrece lo que necesito en el momento oportuno, porque no tener miedo implica fundamentar todo en Su amor comprensivo y, desde ese amor, hacer el milagro de que mi alegría sea siempre una alegría plena.

¡Señor con alegría y sin miedo quiero buscarte cada día! ¡Tú eres mi Señor, concédeme la gracia de encontrarte cada día en mi oración, en mi Eucaristía diaria, en mi encuentro con el prójimo, en mis actitudes y en mi ser cristiano! ¡Necesito de la gracia que viene del Espíritu, Señor, porque mi conversión cotidiana se ve frenada muchas veces por mis miedos! ¡Envíamela, Señor, para quedar libre de temores y servirte con santidad y justicia! ¡Señor, no permitas que los miedos me paralicen y encadenen mi corazón y no permitas que creen resistencias al cambio! ¡No permitas, Señor, mis falsas seguridades que amortiguan mi alegría de vivir y la convierte en mediocre argumento para alejarme de ti! ¡Hoy entiendo, Señor, que esta llamada a la alegría y a no tener miedo es un deseo para hacer las cosas nuevas en mi, para darle más sentido a mi vida, para darme la serenidad cuando me amenace la tormenta, darme más libertad cuando me sienta más oprimido, para darme el perdón cuando haya caído y amor cuando me encierre en mi mismo! ¡Señor el alegraos y el no tener miedo que me lanzas hoy despierta en mi fe en Ti y mi confianza de que contigo todo es posible! ¡Gracias, Señor, tu gloriosa resurrección da sentido al presente y al futuro de mi vida! ¡Gracias también Señor porque despiertas todo las cosas buenas que descansan en mi corazón! ¡Soy plenamente consciente de las muchas limitaciones que tengo, de mi fragilidad, de mi pequeñez, de esas comodidades que me alejan de ti, de esos miedos que me paralizan, pero contigo, Señor,  sé que puede renacer de nuevo y ser partícipe del proyecto de vida y de amor que tienes pensado para mi!
¡Alegraos!, cantamos acompañando la meditación de hoy:

jueves, 30 de marzo de 2017

Ir triste no es el camino

orar-con-el-corazon-abierto
El día va a comenzar a dar sus primeros pasos. Hoy mi rostro al levantarme es el típico de «lunes» aunque en realidad estamos a jueves. A medida que la semana avanza uno trata de mostrarse más abierto, dialogante, tolerante, amable, simpático, generoso... es el fruto del caminar semanal intentando hacer el bien alrededor pero hoy, sin embargo, el rictus es más tenso, oscuro y entristecido. El día de ayer, no fue como el que esperaba y al acostarme es como si una tormenta de agua hubiera empapado todo el cuerpo dejándolo desangelado y tenso. Vuelve esa falta de confianza y ese intentar solucionarlo todo por los propios medios. Pero te levantas y comprendes que el Dios de bondad está ahí iluminando el nuevo día y que uno debe encauzar su vida ajustándose a la voluntad del Padre.
En la acción y alabanza de la mañana uno es consciente de que ir triste no es el camino correcto y que si las expectativas no se han cumplido es por algún motivo, que lo extraordinario va a producirse y que ese cambio que uno espera se convertirá en el haz radiante que la noche agazapó entre las brumas de la incertidumbre. Que cada paso que uno da, por muy pequeño que sea, le va acercando hacia algo mucho mayor. Que uno debe coger su cayado y avanzar sin temer porque quien está a su lado es el mismo Dios y ese no abandona nunca. Dios es aquel que pone su mirada fija en uno, que hace suya la desazón del corazón, que conoce perfectamente cuál es la necesidad que anhela el corazón y corresponderá a su debido tiempo. No permite que nadie quede desamparado. Por tanto ese rostro gélido, tortuoso, triste… de la noche anterior debe ser cambiado y esbozar una sonrisa de confianza, de entrega, por muy insulsa que se vea la salsa de la vida. Dios ya sabe que habrá días grises, los permite, permite que la tristeza se cuele en el corazón del hombre porque entrará por la más pequeña de las fisuras del corazón con su luz sanadora, esa luz que brilla todo, que lo ilumina todo, que da esperanza. Lo que en realidad Dios quiere es que en el interior del corazón pueda latir su voz, que sea plenamente audible porque es la voz que sana, restaura, purifica, lava y transforma. Esa voz viene por la fuerza del Espíritu. Es la voz del Padre bueno, amoroso y misericordioso y anhela que el hijo pródigo regrese pronto y esperanzado a sus brazos abiertos que todo lo acoge.

¡Señor, tú moldeas mi vida como el barro en manos del alfarero por eso te pido que cada día la hagas nueva, porque quiero ser un vaso nuevo que llene de agua viva todo aquello que yo haga, sin miedos y sin restricciones, sin abonarme a la desilusión ni a la tristeza! ¡Espíritu Santo, muéstrame el rostro amoroso y misericordioso del Padre que tanto me ama y tanto me busca; que me perdona cualquier cosa siempre que yo esté dispuesto a volver a su lado! ¡Dios mío, se que tu amor y tu misericordia no conoce límites y que estos los pongo solamente yo que me niego a recibirte! ¡Sana, Padre, cualquier herida que pueda tener; entra en mi corazón, ayúdame a abandonar la desilusión y el pecado y a tener siempre plena confianza en ti que me amas con amor eterno; ayúdame a aceptar esa invitación a reconciliarme contigo, a ser fuente de alegría inacabable como me ha mostrado tu Hijo en esta Navidad pasada cuando, adorándolo en el pesebre, he sentido su mirada de amor y de misericordia que me ha llenado de paz y de alegría! ¡Santa María, Señora de la esperanza y de la misericordia, enséñame a meditar e interiorizar la Palabra de Dios en mi corazón! ¡Ayúdame, Santa María, a renovar mi mirada sencilla sobre la vida como hiciste tú que seguiste al pie de la letra las enseñanzas del Evangelio! ¡Espíritu Santo, no permitas que me enrede en mi vida espiritual y que lo confunda todo, que me engañe a mí mismo, que me complique en tonterías vanas y ayúdame a mirar en lo profundo de la vida, en lo esencial, y lo que me permita sacar conclusiones certeras y acercarme cada día más a Jesús con honestidad, poniendo mi mirada en ese rostro divino lleno de bondad y de misericordia que me tanto ama y que se alegra cuando vuelvo su mirada y corro a abrazarle mientras me espera con los brazos abiertos!
Llévate mi tristeza, le cantamos hoy al Señor: