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jueves, 12 de junio de 2014


DIÁLOGO DE LA RAZÓN Y LA FE
DIÁLOGO DE LA RAZÓN Y LA FE
El eco que ha encontrado el proyecto de ética global presentado por Hans Küng muestra, en cualquier caso, que la cuestión está abierta. Y eso no cambia aunque se acepte la perspicaz crítica que Spaemann dirige a ese proyecto, ya que a los dos factores mencionados anteriormente se añade otro: en el proceso del encuentro y la interpenetración de las culturas se han quebrado, en gran parte, una serie de certezas éticas que hasta ahora resultaban fundamentales. La cuestión de qué es realmente el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de respuesta.
Me parece evidente que la ciencia como tal no puede generar una ética, y que, por lo tanto, no puede obtenerse una conciencia ética renovada como producto de los debates científicos. Por otro lado, es indiscutible que la modificación fundamental de la imagen del mundo y el ser humano a consecuencia del incremento del conocimiento científico ha contribuido decisivamente a la ruptura de las antiguas certezas morales.
Por lo tanto, sí existe una responsabilidad de la ciencia hacia el ser humano como tal, y especialmente una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de modo crítico el desarrollo de las distintas ciencias y analizar críticamente las conclusiones precipitadas y certezas aparentes acerca de la verdadera naturaleza del ser humano, su origen y el propósito de su existencia o, dicho de otro modo, expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos con los que a menudo se mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las dimensiones más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la ciencia sólo permite mostrar aspectos parciales.

Poder sometido a la fuerza de la ley
En un sentido concreto, es tarea de la política someter el poder al control de la ley a fin de garantizar que se haga un uso razonable de él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley. El poder sometido a la ley y puesto a su servicio es el polo opuesto a la violencia, que entendemos como ejercicio del poder prescindiendo del derecho y quebrantándolo. Por eso es importante para toda sociedad superar la tendencia a desconfiar del Derecho y de sus ordenamientos, pues sólo así puede cerrarse el paso a la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como algo compartido por toda la comunidad. La libertad sin ley es anarquía y, por ende, destrucción de la libertad. La desconfianza hacia la ley y la revuelta contra la ley se producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una Justicia al servicio de todos y se convierta en producto de la arbitrariedad, en abuso por parte de los que tienen el poder para hacer las leyes.
La tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en fin, a otra cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos que tienen el poder de legislar?
Por un lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley, pero por el otro también la cuestión de cuáles son sus propias proporciones internas. La necesidad de que la ley no sea instrumento de poder de unos pocos, sino expresión del interés común de todos parece, al menos en primera instancia, satisfecha gracias a los instrumentos de la formación democrática de la voluntad popular, ya que éstos permiten la participación de todos en la creación de la ley, y en consecuencia la ley pertenece a todos y puede y debe ser respetada como tal. Efectivamente, el hecho de que se garantice la participación colectiva en la creación de las leyes y en la administración justa del poder es el motivo fundamental para considerar que la democracia es la forma más adecuada de ordenamiento político.
Y, sin embargo, a mi juicio, queda una pregunta por responder. Dado que difícilmente puede lograrse la unanimidad entre los seres humanos, los procesos de decisión deben echar mano imprescindiblemente de mecanismos como, por un lado, la delegación y, por el otro, la decisión de la mayoría, esta última de distintos grados según la importancia de la cuestión a decidir.
Pero las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La historia nos proporciona sobrados ejemplos de ello. Cuando una mayoría, por grande que sea, sojuzga mediante leyes opresoras a una minoría, por ejemplo, religiosa o racial, ¿puede hablarse de justicia o, incluso, de derecho en sentido estricto? Así, el principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la cuestión de los fundamentos éticos del Derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca pueden ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas o, inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas y que, por lo tanto, estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban ser respetadas siempre por ésta.

La era contemporánea ha formulado, en las diferentes declaraciones de los derechos humanos, un repertorio de elementos normativos de ese tipo y los ha sustraído al juego de las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos valores. Pero esa clase de autolimitación de la indagación también tiene carácter filosófico. Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que tienen su origen en la esencia del ser humano y que por tanto son intocables para todos los poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a hablar del alcance de una representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día esa evidencia no está reconocida ni mucho menos en todas las culturas. El islam ha definido un catálogo propio de los derechos humanos, divergente del occidental. En China impera hoy una forma cultural procedente de Occidente, el marxismo, pero eso no impide a sus dirigentes preguntarse -si estoy bien informado- si los derechos humanos no serán acaso un invento típicamente occidental que debe ser cuestionado.

Nuevas formas de poder y su control

Cuando se habla de la relación entre el poder y la ley, y de los orígenes del Derecho, debe contemplarse también con atención el fenómeno del poder mismo. No pretendo definir la naturaleza del poder como tal, sino esbozar los desafíos que se derivan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado en los últimos cincuenta años.
En los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, imperaba el horror ante el nuevo poder de destrucción que había adquirido el ser humano con la invención de la bomba atómica.
El hombre se veía de repente capaz de destruirse a sí mismo y también de destruir su planeta. Se imponía la siguiente pregunta: ¿Qué mecanismos políticos son necesarios para impedir esa destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos mecanismos y hacerlos efectivos? ¿Cómo pueden movilizarse las fuerzas éticas capaces de dar cuerpo a esas formas políticas y dotarlas? La guerra nuclear durante un largo período fue la competencia entre los bloques de poder opuestos y su temor a desencadenar su propia destrucción si provocaban la del otro.
La limitación recíproca del poder y el temor por la propia supervivencia se revelaron como las únicas fuerzas capaces de salvar a la humanidad. Lo que nos angustia en nuestros días no es el temor a una guerra a gran escala, sino el miedo al terror omnipresente, que puede golpear eficazmente en cualquier momento y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no necesita una guerra a gran escala para hacer imposible la vida en el planeta. Los poderes anónimos del terror, que pueden hacerse presentes en todo lugar, son lo bastante fuertes como para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin excluir que elementos criminales puedan tener acceso a los grandes potenciales de destrucción y desencadenar así el caos a escala mundial desde fuera de las estructuras políticas.
Así, la cuestión en torno de la ley y la ética se ha desplazado hacia otro terreno: ¿de qué fuentes se alimenta el terrorismo? ¿Cómo podemos poner freno desde dentro a esa nueva enfermedad del género humano? A este respecto, resulta muy inquietante que el terrorismo consiga, aunque sea parcialmente, dotarse de legitimidad. Los mensajes de Ben Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos excluidos y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a la soberbia de éstos y a su autoritarismo y crueldad sacrílegos. Parece claro que esa clase de motivaciones resultan convincentes para las personas que viven en determinados entornos sociales y políticos. En parte, el comportamiento terrorista también es presentado como defensa de la tradición religiosa frente al carácter impío de la sociedad occidental. En este punto cabe hacerse una pregunta sobre la que igualmente deberemos volver después: si el terrorismo se alimenta también del fanatismo religioso -y, efectivamente, así es-, ¿debemos considerar la religión un poder redentor y salvífico o más bien una fuerza arcaica y peligrosa que erige falsos universalismos y conduce, con ellos, a la intolerancia y el terror? ¿No debería la religión ser sometida a la tutela de la razón y limitada severamente? Y, en tal caso, ¿quién sería capaz de hacerlo? ¿Cómo habría que hacerlo? Pero la pregunta más importante sigue siendo si la religión se pudiera ir suprimiendo paulatinamente, si se pudiera ir superando, ¿representaría tal cosa un necesario progreso de la humanidad en su camino hacia la libertad y la tolerancia universal o no?
En los últimos tiempos, ha pasado a primer plano otra forma de poder que, en principio, aparenta ser de naturaleza plenamente benéfica y digna de todo aplauso, pero que en realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza contra el ser humano. Hoy, el hombre es capaz de crear hombres, de fabricarlos en una probeta, por así decirlo. El ser humano se convierte así en producto, y con ello se invierte radicalmente la relación del ser humano consigo mismo. Ya no es un regalo de la naturaleza o del Dios creador: es un producto de sí mismo. El hombre ha penetrado en el sancta sanctorum del poder, ha descendido al manantial de su propia existencia. La tentación de intentar construir ahora, por fin, el ser humano correcto, de experimentar con seres humanos, y la tentación de ver al ser humano como un desecho y en consecuencia quitarlo de en medio no es ninguna creación fantasiosa de moralistas enemigos del progreso.
Si antes habíamos de preguntarnos si la religión es realmente una fuerza moral positiva, ahora debemos poner en duda que la razón sea una potencia fiable. Al fin y al cabo, también la bomba atómica fue un producto de la razón; al fin y al cabo, la crianza y selección de seres humanos han sido también concebidos por la razón. ¿No sería, pues, ahora la razón lo que debe ser sometido a vigilancia? Pero ¿quién o qué se encargaría de ello? ¿O quizá sería mejor que la religión y la razón se limitaran recíprocamente, se contuvieran la una a la otra y se ayudaran mutuamente a enfilar el buen camino?
En este punto se plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una sociedad global con sus mecanismos de poder y con sus fuerzas desencadenadas, así como con sus diferentes puntos de vista acerca del derecho y la moral, es posible encontrar una evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de motivación y autoridad para dar respuesta a los desafíos que he apuntado y ayudar a superarlos.

Ley, naturaleza, razón
En este punto se impone ante todo echar una mirada a situaciones históricas comparables a la nuestra, suponiendo que sea posible la comparación. En cualquier caso, vale la pena recordar brevemente que Grecia también tuvo su propia Ilustración, que la validez del Derecho fundamentado en lo divino dejó de ser evidente y que se hizo necesario indagar en busca de fundamentos más profundos del derecho. Así nació la idea de que, frente al derecho positivo, que podía ser injusto, debía existir un derecho que surgiera de la naturaleza, de la esencia del hombre, y que había que encontrarlo y usarlo para corregir los defectos del derecho positivo.
En una época más cercana a nosotros, podemos examinar la doble fractura que se produjo en la conciencia europea en el inicio de la modernidad, y que puso las bases para una nueva reflexión sobre el contenido y los orígenes del Derecho. En primer lugar, está el desbordamiento de las fronteras del mundo europeo-cristiano, que se consumó con el descubrimiento de América. En ese momento, se entró en contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y el derecho cristiano, que hasta entonces había sido el origen y el modelo de la ley para todos. No había nada en común con esos pueblos en el terreno jurídico. Pero ¿eso significaba que carecían de leyes, como algunos afirmaron -y pusieron en práctica- por entonces, o bien había que postular la existencia de un Derecho que, situado por encima de todos los sistemas jurídicos, vinculara y guiara a los seres humanos cuando entraran en contacto con diferentes culturas?
Ante esa situación, Francisco de Vitoria puso nombre a una idea que ya estaba flotando en el ambiente: la del ius gentium (literalmente, el derecho de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia, sobre todo, a la idea de paganos, de no cristianos. Se trata de una concepción del Derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo, y que debe regular la correcta relación entre todos los pueblos.
La segunda fractura en el mundo cristiano se produjo dentro de la cristiandad misma debido al cisma, que dividió la comunidad de los cristianos en diversas comunidades opuestas entre sí, a veces de modo hostil. De nuevo fue necesario desarrollar una noción del Derecho previa al dogma, o por lo menos una base jurídica mínima cuyos fundamentos no podían estar ya en la fe, sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grotius, Samuel von Pufendorf y otros desarrollaron la idea del derecho natural como una ley basada en la razón, que otorga a ésta la condición de órgano de construcción común del Derecho, más allá de las fronteras entre confesiones.
El derecho natural ha seguido siendo -en especial en la Iglesia Católica- la figura de argumentación con la que se apela a la razón común en el diálogo con la sociedad secular y con otras comunidades religiosas y se buscan los fundamentos para un entendimiento en torno de los principios éticos del Derecho en una sociedad secular pluralista. Pero por desgracia, el derecho natural ha dejado de ser una herramienta fiable, de modo que en este diálogo renunciaré a basarme en él.
La idea del derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en el que naturaleza y razón se daban la mano y la naturaleza misma era racional. Pero esta visión ha entrado en crisis con el triunfo de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal, se nos dice, no es racional, aunque existan en ella comportamientos racionales: ése es el diagnóstico evolucionista, que hoy en día parece poco menos que indiscutible. De las diferentes dimensiones del concepto de naturaleza en las que se fundamentó originariamente el derecho natural, sólo permanece, pues, aquella que Ulpiano (principios del siglo III d.C.) resumió en la conocida frase: “Ius naturae est, quod natura omnia animalia docet” (el derecho natural es aquel que la naturaleza enseña a todos los animales). Pero, precisamente, esa idea no basta para nuestra indagación, en la que no se trata de aquello que afecta a todos los “animalia”, sino de cuestiones que corresponden específicamente al hombre, que han surgido de la razón humana y que no pueden resolverse sin recurrir a la razón.
El último elemento que queda en pie del derecho natural (que en lo más hondo pretendía ser un derecho racional, por lo menos en la modernidad) son los derechos humanos, los cuales no son comprensibles si no se acepta previamente que el hombre por sí mismo, simplemente por su pertenencia a la especie humana, es sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de valores y normas, que pueden encontrarse, pero no inventarse. Quizás hoy en día la doctrina de los derechos humanos debería complementarse con una doctrina de los deberes humanos y los límites del hombre, y esto podría quizás ayudar a renovar la pregunta en torno de si puede existir una razón de la naturaleza y, por lo tanto, un derecho racional aplicable al hombre y su existencia en el mundo.
Un diálogo de esas características sólo sería posible si se llevara a cabo y se interpretara a escala intercultural. Para los cristianos ese concepto tendría que ver con la Creación y el Creador. En el mundo hindú correspondería al concepto del Dharma, la ley interna del ser, y en la tradición china a la idea de los órdenes del cielo.

La interculturalidad y sus consecuencias
Antes de tratar de llegar a alguna conclusión, quisiera transitar brevemente por la senda en la que acabo de adentrarme. A mi entender, hoy la interculturalidad es una dimensión imprescindible de la discusión en torno de cuestiones fundamentales de la naturaleza humana, que no puede dirimirse únicamente dentro del cristianismo ni de la tradición racionalista occidental. Es cierto que ambos se consideran, desde su propia perspectiva, fenómenos universales, y lo son quizá también de iure (de derecho); pero de facto (de hecho) tienen que reconocer que sólo son aceptados en partes de la humanidad, y sólo para esas partes de la humanidad resultan comprensibles. Con todo, el número de las culturas en competencia es en realidad mucho más limitado de lo que podría parecer.
Ante todo, es importante tener en cuenta que dentro de los diferentes espacios culturales no existe unanimidad, y todos ellos están marcados por profundas tensiones en el seno de su propia tradición cultural. En Occidente, esto salta a la vista. Aunque la cultura secular rigurosamente racional, de la que el señor Habermas nos acaba de dar un excelente ejemplo, ocupa un papel predominante y se concibe a sí misma como el elemento cohesionador, lo cierto es que la concepción cristiana de la realidad sigue siendo una fuerza activa. A veces, estos polos opuestos se encuentran más cercanos o más lejanos, y más o menos dispuestos a aprender el uno del otro o rechazarse mutuamente.
También el espacio cultural islámico está atravesado por tensiones similares; hay una gran diferencia entre el absolutismo fanático de un Ben Laden y las posturas abiertas a la racionalidad y la tolerancia. El tercer gran espacio cultural, la civilización india o, más exactamente, los espacios culturales del hinduismo y del budismo, están también sujetos a tensiones parecidas, por más que, al menos desde nuestro punto de vista, puedan parecer menos dramáticas. También esas culturas, a su vez, se ven sometidas a la presión de la racionalidad occidental y a la de la fe cristiana, ambas presentes en sus ámbitos, y asimilan tanto una cosa como la otra de formas muy variables, sin dejar de mantener, pese a todo, su propia identidad. Las culturas tribales de Africa (y también las de América latina, que experimentan un resurgimiento gracias a la acción de determinadas teologías cristianas) completan el panorama. En buena parte parecen poner en cuestión la racionalidad occidental, pero al mismo tiempo también la aspiración universal de la revelación cristiana.
¿Qué se deduce de todo esto? Para empezar, tal como lo veo, el hecho de que las dos grandes culturas de Occidente, la de la fe cristiana y la de la racionalidad secular, no son universales, por más que ambas ejerzan una influencia importante, cada una a su manera, en el mundo entero y en todas las demás culturas. En ese sentido, la pregunta del colega de Teherán, a la que el señor Habermas ha hecho referencia, me parece de verdadera entidad; se preguntaba si desde el punto de vista de la sociología de la religión y la comparación entre culturas, no sería la secularización europea la anomalía necesitada de corrección. Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera necesario, buscar la clave de esa pregunta en la atmósfera intelectual de Carl Schmitt, Martin Heidegger y Leo Strauss, es decir, de una situación europea marcada por la fatiga del racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra racionalidad secular, por más plausible que aparezca a la luz de nuestra razón configurada a la manera de Occidente, no es capaz de acceder a toda ratio, y que, en su intento, de hacerse innegable, acaba topando con sus límites. Su evidencia está ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y debe reconocer que no es reproducible como tal en el conjunto de la humanidad y, en consecuencia, no puede ser operativa a escala global.
En otras palabras, no existe una definición del mundo ni racional ni ética ni religiosa con la que todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte para todas las culturas; o, por lo menos, actualmente es inalcanzable. Por eso mismo, esa ética denominada global tampoco pasa de ser una mera abstracción.

Conclusiones
¿Qué se puede hacer, pues? En lo que respecta a las consecuencias prácticas, estoy en gran medida de acuerdo con lo expuesto por el señor Habermas acerca de la sociedad postsecular, la disposición al aprendizaje y la autolimitación por ambas partes. Voy a resumir mi propio punto de vista en dos tesis y con ello concluiré mi intervención.
  • Hemos visto que en la religión existen patologías sumamente peligrosas, que hacen necesario contar con la luz divina de la razón como una especie de órgano de control encargado de depurar y ordenar una y otra vez la religión, algo que, por cierto, ya preveían los padres de la Iglesia. Pero, a lo largo de nuestras reflexiones, hemos visto igualmente que también existen patologías de la razón, de las que la humanidad, por lo general, hoy no es consciente. Existe una desmesurada arrogancia de la razón que resulta incluso más peligrosa debido a su potencial eficiencia: la bomba atómica, el ser humano entendido como producto. Por eso también la razón debe, inversamente, ser consciente de sus límites y aprender a prestar oído a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Cuando se emancipa por completo y pierde esa disposición al aprendizaje y esa relación correlativa, se vuelve destructiva.
Hace poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar, afirmando que esa tesis no implica un inmediato “retorno a la fe”, sino “que nos liberemos de la idea enormemente falsa de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy, porque contradice su concepto humanista de la razón, la Ilustración y la libertad”.
De acuerdo con esto, yo hablaría de la necesidad de una relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y redimirse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben reconocerlo frente al otro.
  • Esta regla básica debe concretarse en la práctica dentro del contexto intercultural de nuestro presente. Sin duda, los dos grandes agentes de esa relación correlativa son la fe cristiana y la racionalidad secular occidental. Esto puede y debe afirmarse sin caer en un equivocado eurocentrismo. Ambos determinan la situación mundial en una medida mayor que las demás fuerzas culturales. Pero eso no significa que las otras culturas puedan dejarse de lado como una especie de “quantité négligeable” (cantidad despreciable). Eso representaría una muestra de arrogancia occidental que pagaríamos muy cara y que, de hecho, ya estamos pagando en parte. Es importante que las dos grandes integrantes de la cultura occidental se avengan a escuchar y desarrollen una relación correlativa también con esas culturas. Es importante darles voz en el ensayo de una correlación polifónica, en el que ellas mismas descubran lo que razón y fe tienen de esencialmente complementario, a fin de que pueda desarrollarse un proceso universal de depuración en el que, al cabo, todos los valores y normas conocidos o intuidos de algún modo por los seres humanos puedan adquirir una nueva luminosidad, a fin de que aquello que mantiene unido al mundo recobre su fuerza efectiva en el seno de la humanidad.
Joseph Ratzinger.
Sumo Pontífice de la Iglesia católica romana con el nombre de Papa Benedicto XVI.
Publicado el 14 de mayo de 2005, en el diario “La Nación” de Buenos Aires.
 

Dialogo de la Razón y la Fe


DIÁLOGO DE LA RAZÓN Y LA FE

 

DIÁLOGO DE LA RAZÓN Y LA FE

El eco que ha encontrado el proyecto de ética global presentado por Hans Küng muestra, en cualquier caso, que la cuestión está abierta. Y eso no cambia aunque se acepte la perspicaz crítica que Spaemann dirige a ese proyecto, ya que a los dos factores mencionados anteriormente se añade otro: en el proceso del encuentro y la interpenetración de las culturas se han quebrado, en gran parte, una serie de certezas éticas que hasta ahora resultaban fundamentales. La cuestión de qué es realmente el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de respuesta.

Me parece evidente que la ciencia como tal no puede generar una ética, y que, por lo tanto, no puede obtenerse una conciencia ética renovada como producto de los debates científicos. Por otro lado, es indiscutible que la modificación fundamental de la imagen del mundo y el ser humano a consecuencia del incremento del conocimiento científico ha contribuido decisivamente a la ruptura de las antiguas certezas morales.

Por lo tanto, sí existe una responsabilidad de la ciencia hacia el ser humano como tal, y especialmente una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de modo crítico el desarrollo de las distintas ciencias y analizar críticamente las conclusiones precipitadas y certezas aparentes acerca de la verdadera naturaleza del ser humano, su origen y el propósito de su existencia o, dicho de otro modo, expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos con los que a menudo se mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las dimensiones más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la ciencia sólo permite mostrar aspectos parciales.


Poder sometido a la fuerza de la ley

En un sentido concreto, es tarea de la política someter el poder al control de la ley a fin de garantizar que se haga un uso razonable de él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley. El poder sometido a la ley y puesto a su servicio es el polo opuesto a la violencia, que entendemos como ejercicio del poder prescindiendo del derecho y quebrantándolo. Por eso es importante para toda sociedad superar la tendencia a desconfiar del Derecho y de sus ordenamientos, pues sólo así puede cerrarse el paso a la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como algo compartido por toda la comunidad. La libertad sin ley es anarquía y, por ende, destrucción de la libertad. La desconfianza hacia la ley y la revuelta contra la ley se producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una Justicia al servicio de todos y se convierta en producto de la arbitrariedad, en abuso por parte de los que tienen el poder para hacer las leyes.

La tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en fin, a otra cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos que tienen el poder de legislar?

Por un lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley, pero por el otro también la cuestión de cuáles son sus propias proporciones internas. La necesidad de que la ley no sea instrumento de poder de unos pocos, sino expresión del interés común de todos parece, al menos en primera instancia, satisfecha gracias a los instrumentos de la formación democrática de la voluntad popular, ya que éstos permiten la participación de todos en la creación de la ley, y en consecuencia la ley pertenece a todos y puede y debe ser respetada como tal. Efectivamente, el hecho de que se garantice la participación colectiva en la creación de las leyes y en la administración justa del poder es el motivo fundamental para considerar que la democracia es la forma más adecuada de ordenamiento político.

Y, sin embargo, a mi juicio, queda una pregunta por responder. Dado que difícilmente puede lograrse la unanimidad entre los seres humanos, los procesos de decisión deben echar mano imprescindiblemente de mecanismos como, por un lado, la delegación y, por el otro, la decisión de la mayoría, esta última de distintos grados según la importancia de la cuestión a decidir.

Pero las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La historia nos proporciona sobrados ejemplos de ello. Cuando una mayoría, por grande que sea, sojuzga mediante leyes opresoras a una minoría, por ejemplo, religiosa o racial, ¿puede hablarse de justicia o, incluso, de derecho en sentido estricto? Así, el principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la cuestión de los fundamentos éticos del Derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca pueden ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas o, inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas y que, por lo tanto, estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban ser respetadas siempre por ésta.

La era contemporánea ha formulado, en las diferentes declaraciones de los derechos humanos, un repertorio de elementos normativos de ese tipo y los ha sustraído al juego de las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos valores. Pero esa clase de autolimitación de la indagación también tiene carácter filosófico. Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que tienen su origen en la esencia del ser humano y que por tanto son intocables para todos los poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a hablar del alcance de una representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día esa evidencia no está reconocida ni mucho menos en todas las culturas. El islam ha definido un catálogo propio de los derechos humanos, divergente del occidental. En China impera hoy una forma cultural procedente de Occidente, el marxismo, pero eso no impide a sus dirigentes preguntarse -si estoy bien informado- si los derechos humanos no serán acaso un invento típicamente occidental que debe ser cuestionado.


Nuevas formas de poder y su control

Cuando se habla de la relación entre el poder y la ley, y de los orígenes del Derecho, debe contemplarse también con atención el fenómeno del poder mismo. No pretendo definir la naturaleza del poder como tal, sino esbozar los desafíos que se derivan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado en los últimos cincuenta años.

En los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, imperaba el horror ante el nuevo poder de destrucción que había adquirido el ser humano con la invención de la bomba atómica.

El hombre se veía de repente capaz de destruirse a sí mismo y también de destruir su planeta. Se imponía la siguiente pregunta: ¿Qué mecanismos políticos son necesarios para impedir esa destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos mecanismos y hacerlos efectivos? ¿Cómo pueden movilizarse las fuerzas éticas capaces de dar cuerpo a esas formas políticas y dotarlas? La guerra nuclear durante un largo período fue la competencia entre los bloques de poder opuestos y su temor a desencadenar su propia destrucción si provocaban la del otro.

La limitación recíproca del poder y el temor por la propia supervivencia se revelaron como las únicas fuerzas capaces de salvar a la humanidad. Lo que nos angustia en nuestros días no es el temor a una guerra a gran escala, sino el miedo al terror omnipresente, que puede golpear eficazmente en cualquier momento y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no necesita una guerra a gran escala para hacer imposible la vida en el planeta. Los poderes anónimos del terror, que pueden hacerse presentes en todo lugar, son lo bastante fuertes como para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin excluir que elementos criminales puedan tener acceso a los grandes potenciales de destrucción y desencadenar así el caos a escala mundial desde fuera de las estructuras políticas.

Así, la cuestión en torno de la ley y la ética se ha desplazado hacia otro terreno: ¿de qué fuentes se alimenta el terrorismo? ¿Cómo podemos poner freno desde dentro a esa nueva enfermedad del género humano? A este respecto, resulta muy inquietante que el terrorismo consiga, aunque sea parcialmente, dotarse de legitimidad. Los mensajes de Ben Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos excluidos y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a la soberbia de éstos y a su autoritarismo y crueldad sacrílegos. Parece claro que esa clase de motivaciones resultan convincentes para las personas que viven en determinados entornos sociales y políticos. En parte, el comportamiento terrorista también es presentado como defensa de la tradición religiosa frente al carácter impío de la sociedad occidental. En este punto cabe hacerse una pregunta sobre la que igualmente deberemos volver después: si el terrorismo se alimenta también del fanatismo religioso -y, efectivamente, así es-, ¿debemos considerar la religión un poder redentor y salvífico o más bien una fuerza arcaica y peligrosa que erige falsos universalismos y conduce, con ellos, a la intolerancia y el terror? ¿No debería la religión ser sometida a la tutela de la razón y limitada severamente? Y, en tal caso, ¿quién sería capaz de hacerlo? ¿Cómo habría que hacerlo? Pero la pregunta más importante sigue siendo si la religión se pudiera ir suprimiendo paulatinamente, si se pudiera ir superando, ¿representaría tal cosa un necesario progreso de la humanidad en su camino hacia la libertad y la tolerancia universal o no?

En los últimos tiempos, ha pasado a primer plano otra forma de poder que, en principio, aparenta ser de naturaleza plenamente benéfica y digna de todo aplauso, pero que en realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza contra el ser humano. Hoy, el hombre es capaz de crear hombres, de fabricarlos en una probeta, por así decirlo. El ser humano se convierte así en producto, y con ello se invierte radicalmente la relación del ser humano consigo mismo. Ya no es un regalo de la naturaleza o del Dios creador: es un producto de sí mismo. El hombre ha penetrado en el sancta sanctorum del poder, ha descendido al manantial de su propia existencia. La tentación de intentar construir ahora, por fin, el ser humano correcto, de experimentar con seres humanos, y la tentación de ver al ser humano como un desecho y en consecuencia quitarlo de en medio no es ninguna creación fantasiosa de moralistas enemigos del progreso.

Si antes habíamos de preguntarnos si la religión es realmente una fuerza moral positiva, ahora debemos poner en duda que la razón sea una potencia fiable. Al fin y al cabo, también la bomba atómica fue un producto de la razón; al fin y al cabo, la crianza y selección de seres humanos han sido también concebidos por la razón. ¿No sería, pues, ahora la razón lo que debe ser sometido a vigilancia? Pero ¿quién o qué se encargaría de ello? ¿O quizá sería mejor que la religión y la razón se limitaran recíprocamente, se contuvieran la una a la otra y se ayudaran mutuamente a enfilar el buen camino?

En este punto se plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una sociedad global con sus mecanismos de poder y con sus fuerzas desencadenadas, así como con sus diferentes puntos de vista acerca del derecho y la moral, es posible encontrar una evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de motivación y autoridad para dar respuesta a los desafíos que he apuntado y ayudar a superarlos.


Ley, naturaleza, razón

En este punto se impone ante todo echar una mirada a situaciones históricas comparables a la nuestra, suponiendo que sea posible la comparación. En cualquier caso, vale la pena recordar brevemente que Grecia también tuvo su propia Ilustración, que la validez del Derecho fundamentado en lo divino dejó de ser evidente y que se hizo necesario indagar en busca de fundamentos más profundos del derecho. Así nació la idea de que, frente al derecho positivo, que podía ser injusto, debía existir un derecho que surgiera de la naturaleza, de la esencia del hombre, y que había que encontrarlo y usarlo para corregir los defectos del derecho positivo.

En una época más cercana a nosotros, podemos examinar la doble fractura que se produjo en la conciencia europea en el inicio de la modernidad, y que puso las bases para una nueva reflexión sobre el contenido y los orígenes del Derecho. En primer lugar, está el desbordamiento de las fronteras del mundo europeo-cristiano, que se consumó con el descubrimiento de América. En ese momento, se entró en contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y el derecho cristiano, que hasta entonces había sido el origen y el modelo de la ley para todos. No había nada en común con esos pueblos en el terreno jurídico. Pero ¿eso significaba que carecían de leyes, como algunos afirmaron -y pusieron en práctica- por entonces, o bien había que postular la existencia de un Derecho que, situado por encima de todos los sistemas jurídicos, vinculara y guiara a los seres humanos cuando entraran en contacto con diferentes culturas?

Ante esa situación, Francisco de Vitoria puso nombre a una idea que ya estaba flotando en el ambiente: la del ius gentium (literalmente, el derecho de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia, sobre todo, a la idea de paganos, de no cristianos. Se trata de una concepción del Derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo, y que debe regular la correcta relación entre todos los pueblos.

La segunda fractura en el mundo cristiano se produjo dentro de la cristiandad misma debido al cisma, que dividió la comunidad de los cristianos en diversas comunidades opuestas entre sí, a veces de modo hostil. De nuevo fue necesario desarrollar una noción del Derecho previa al dogma, o por lo menos una base jurídica mínima cuyos fundamentos no podían estar ya en la fe, sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grotius, Samuel von Pufendorf y otros desarrollaron la idea del derecho natural como una ley basada en la razón, que otorga a ésta la condición de órgano de construcción común del Derecho, más allá de las fronteras entre confesiones.

El derecho natural ha seguido siendo -en especial en la Iglesia Católica- la figura de argumentación con la que se apela a la razón común en el diálogo con la sociedad secular y con otras comunidades religiosas y se buscan los fundamentos para un entendimiento en torno de los principios éticos del Derecho en una sociedad secular pluralista. Pero por desgracia, el derecho natural ha dejado de ser una herramienta fiable, de modo que en este diálogo renunciaré a basarme en él.

La idea del derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en el que naturaleza y razón se daban la mano y la naturaleza misma era racional. Pero esta visión ha entrado en crisis con el triunfo de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal, se nos dice, no es racional, aunque existan en ella comportamientos racionales: ése es el diagnóstico evolucionista, que hoy en día parece poco menos que indiscutible. De las diferentes dimensiones del concepto de naturaleza en las que se fundamentó originariamente el derecho natural, sólo permanece, pues, aquella que Ulpiano (principios del siglo III d.C.) resumió en la conocida frase: “Ius naturae est, quod natura omnia animalia docet” (el derecho natural es aquel que la naturaleza enseña a todos los animales). Pero, precisamente, esa idea no basta para nuestra indagación, en la que no se trata de aquello que afecta a todos los “animalia”, sino de cuestiones que corresponden específicamente al hombre, que han surgido de la razón humana y que no pueden resolverse sin recurrir a la razón.

El último elemento que queda en pie del derecho natural (que en lo más hondo pretendía ser un derecho racional, por lo menos en la modernidad) son los derechos humanos, los cuales no son comprensibles si no se acepta previamente que el hombre por sí mismo, simplemente por su pertenencia a la especie humana, es sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de valores y normas, que pueden encontrarse, pero no inventarse. Quizás hoy en día la doctrina de los derechos humanos debería complementarse con una doctrina de los deberes humanos y los límites del hombre, y esto podría quizás ayudar a renovar la pregunta en torno de si puede existir una razón de la naturaleza y, por lo tanto, un derecho racional aplicable al hombre y su existencia en el mundo.

Un diálogo de esas características sólo sería posible si se llevara a cabo y se interpretara a escala intercultural. Para los cristianos ese concepto tendría que ver con la Creación y el Creador. En el mundo hindú correspondería al concepto del Dharma, la ley interna del ser, y en la tradición china a la idea de los órdenes del cielo.


La interculturalidad y sus consecuencias

Antes de tratar de llegar a alguna conclusión, quisiera transitar brevemente por la senda en la que acabo de adentrarme. A mi entender, hoy la interculturalidad es una dimensión imprescindible de la discusión en torno de cuestiones fundamentales de la naturaleza humana, que no puede dirimirse únicamente dentro del cristianismo ni de la tradición racionalista occidental. Es cierto que ambos se consideran, desde su propia perspectiva, fenómenos universales, y lo son quizá también de iure (de derecho); pero de facto (de hecho) tienen que reconocer que sólo son aceptados en partes de la humanidad, y sólo para esas partes de la humanidad resultan comprensibles. Con todo, el número de las culturas en competencia es en realidad mucho más limitado de lo que podría parecer.

Ante todo, es importante tener en cuenta que dentro de los diferentes espacios culturales no existe unanimidad, y todos ellos están marcados por profundas tensiones en el seno de su propia tradición cultural. En Occidente, esto salta a la vista. Aunque la cultura secular rigurosamente racional, de la que el señor Habermas nos acaba de dar un excelente ejemplo, ocupa un papel predominante y se concibe a sí misma como el elemento cohesionador, lo cierto es que la concepción cristiana de la realidad sigue siendo una fuerza activa. A veces, estos polos opuestos se encuentran más cercanos o más lejanos, y más o menos dispuestos a aprender el uno del otro o rechazarse mutuamente.

También el espacio cultural islámico está atravesado por tensiones similares; hay una gran diferencia entre el absolutismo fanático de un Ben Laden y las posturas abiertas a la racionalidad y la tolerancia. El tercer gran espacio cultural, la civilización india o, más exactamente, los espacios culturales del hinduismo y del budismo, están también sujetos a tensiones parecidas, por más que, al menos desde nuestro punto de vista, puedan parecer menos dramáticas. También esas culturas, a su vez, se ven sometidas a la presión de la racionalidad occidental y a la de la fe cristiana, ambas presentes en sus ámbitos, y asimilan tanto una cosa como la otra de formas muy variables, sin dejar de mantener, pese a todo, su propia identidad. Las culturas tribales de Africa (y también las de América latina, que experimentan un resurgimiento gracias a la acción de determinadas teologías cristianas) completan el panorama. En buena parte parecen poner en cuestión la racionalidad occidental, pero al mismo tiempo también la aspiración universal de la revelación cristiana.

¿Qué se deduce de todo esto? Para empezar, tal como lo veo, el hecho de que las dos grandes culturas de Occidente, la de la fe cristiana y la de la racionalidad secular, no son universales, por más que ambas ejerzan una influencia importante, cada una a su manera, en el mundo entero y en todas las demás culturas. En ese sentido, la pregunta del colega de Teherán, a la que el señor Habermas ha hecho referencia, me parece de verdadera entidad; se preguntaba si desde el punto de vista de la sociología de la religión y la comparación entre culturas, no sería la secularización europea la anomalía necesitada de corrección. Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera necesario, buscar la clave de esa pregunta en la atmósfera intelectual de Carl Schmitt, Martin Heidegger y Leo Strauss, es decir, de una situación europea marcada por la fatiga del racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra racionalidad secular, por más plausible que aparezca a la luz de nuestra razón configurada a la manera de Occidente, no es capaz de acceder a toda ratio, y que, en su intento, de hacerse innegable, acaba topando con sus límites. Su evidencia está ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y debe reconocer que no es reproducible como tal en el conjunto de la humanidad y, en consecuencia, no puede ser operativa a escala global.

En otras palabras, no existe una definición del mundo ni racional ni ética ni religiosa con la que todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte para todas las culturas; o, por lo menos, actualmente es inalcanzable. Por eso mismo, esa ética denominada global tampoco pasa de ser una mera abstracción.


Conclusiones

¿Qué se puede hacer, pues? En lo que respecta a las consecuencias prácticas, estoy en gran medida de acuerdo con lo expuesto por el señor Habermas acerca de la sociedad postsecular, la disposición al aprendizaje y la autolimitación por ambas partes. Voy a resumir mi propio punto de vista en dos tesis y con ello concluiré mi intervención.

  • Hemos visto que en la religión existen patologías sumamente peligrosas, que hacen necesario contar con la luz divina de la razón como una especie de órgano de control encargado de depurar y ordenar una y otra vez la religión, algo que, por cierto, ya preveían los padres de la Iglesia. Pero, a lo largo de nuestras reflexiones, hemos visto igualmente que también existen patologías de la razón, de las que la humanidad, por lo general, hoy no es consciente. Existe una desmesurada arrogancia de la razón que resulta incluso más peligrosa debido a su potencial eficiencia: la bomba atómica, el ser humano entendido como producto. Por eso también la razón debe, inversamente, ser consciente de sus límites y aprender a prestar oído a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Cuando se emancipa por completo y pierde esa disposición al aprendizaje y esa relación correlativa, se vuelve destructiva.

Hace poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar, afirmando que esa tesis no implica un inmediato “retorno a la fe”, sino “que nos liberemos de la idea enormemente falsa de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy, porque contradice su concepto humanista de la razón, la Ilustración y la libertad”.

De acuerdo con esto, yo hablaría de la necesidad de una relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y redimirse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben reconocerlo frente al otro.

  • Esta regla básica debe concretarse en la práctica dentro del contexto intercultural de nuestro presente. Sin duda, los dos grandes agentes de esa relación correlativa son la fe cristiana y la racionalidad secular occidental. Esto puede y debe afirmarse sin caer en un equivocado eurocentrismo. Ambos determinan la situación mundial en una medida mayor que las demás fuerzas culturales. Pero eso no significa que las otras culturas puedan dejarse de lado como una especie de “quantité négligeable” (cantidad despreciable). Eso representaría una muestra de arrogancia occidental que pagaríamos muy cara y que, de hecho, ya estamos pagando en parte. Es importante que las dos grandes integrantes de la cultura occidental se avengan a escuchar y desarrollen una relación correlativa también con esas culturas. Es importante darles voz en el ensayo de una correlación polifónica, en el que ellas mismas descubran lo que razón y fe tienen de esencialmente complementario, a fin de que pueda desarrollarse un proceso universal de depuración en el que, al cabo, todos los valores y normas conocidos o intuidos de algún modo por los seres humanos puedan adquirir una nueva luminosidad, a fin de que aquello que mantiene unido al mundo recobre su fuerza efectiva en el seno de la humanidad.

Joseph Ratzinger.
Sumo Pontífice de la Iglesia católica romana con el nombre de Papa Benedicto XVI.

Publicado el 14 de mayo de 2005, en el diario “La Nación” de Buenos Aires.
 


ITALO CALVINO - DINO




     Todos menos yo, porque también yo, en cierto período, fui Dinosaurio:
     digamos durante unos cincuenta millones de años; y no me arrepiento:
     entonces, siendo Dinosaurio se tenía la conciencia de estar en lo justo, y
     uno se hacía respetar.
     Después la situación cambió, es inútil que les cuente los detalles,
     empezaron las dificultades de todo género, derrotas, errores, dudas,
     traiciones, pestilencias. Una nueva población crecía en la tierra, enemiga
     nuestra. Nos caían encima de todas partes, no acertábamos ni una. Ahora
     algunos dicen que el gusto de extinguirse, la pasión de ser destruidos
     eran propios del espíritu de nosotros los Dinosaurios ya desde antes. No
     se: yo ese sentimiento jamas lo he experimentado; si otros lo conocían, es
     porque ya se sentían perdidos.
     Prefiero no volver con la memoria a la época de la gran mortandad. Nunca
     hubiera creído librarme de ella. La larga migración me puso a salvo, la
     hice a través de un cementerio de osamentas descarnadas, en las cuales
     sólo una cresta, o un cuerno, o la placa de una coraza, o un jirón de piel
     toda escamas recordaba el esplendor antiguo del viviente. Y sobre esos
     restos trabajaron los picos, los colmillos, las ventosas de los nuevos
     amos del planeta. Cuando no vi más huellas ni de vivos ni de muertos me
     detuve.
     En aquellos altiplanos desiertos pasé muchos y muchos años. Había
     sobrevivido a las emboscadas, a las epidemias, a la inanición, al hielo,
     pero estaba solo. Seguir allí eternamente no podía. Me puse en camino para
     bajar.
     El mundo había cambiado: no reconocía ni los montes ni el río ni las
     plantas. La primera vez que vi seres vivientes me escondí; eran una manada
     de los Nuevos, ejemplares pequeños pero fuertes.
     - íEh, tú! - Me habían descubierto, y en seguida me pasmó aquel modo
     familiar de apostrofarme. Escapé; me persiguieron. Hacía milenios que
     estaba acostumbrado a provocar terror entorno de mi, y a sentir terror de
     las reacciones ajenas al terror provocaba. Ahora nada: - íEh tú! - Se
     acercaban a mi como si nada, ni hostiles ni asustados.
     - ¿Por qué corres? ¿Qué te pasa por la cabeza? - Querían solamente que les
     indicara el camino para ir a no s‚ dónde. Balbuce‚ que no era del lugar. -
     ¿Qué te ocurre que escapas? - dijo uno -. íParecía que hubieras visto...
     un Dinosaurio! - y los otros rieron. Pero en aquella carcajada sentí por
     primera vez un tono de aprensión. Era una risa un poco forzada. Y uno de
     ellos se puso grave y añadió: - No lo digas ni en broma. No sabes lo que
     son...
     Entonces, el terror de los Dinosaurios continuaba en los Nuevos, pero
     quizá hacía varias generaciones que no los veían y no sabían reconocerlos.
     Seguí mi camino, cauteloso pero impaciente por repetir el experimento. En
     una fuente había una joven de los Nuevos; estaba sola. Me acerque
     despacito, estiré el cuello para beber a su lado; ya presentía su grito
     desesperado apenas me viera, su fuga afanosa. Daría la señal de alarma,
     vendrían los Nuevos armados a darme caza... En el momento me había
     arrepentido ya de mi gesto; si quería salvarme debía destrozarla
     enseguida: recomenzar...
     La joven se volvió, dijo: - ¿No es cierto que est  fresca? - Se puso a
     conversar amablemente, con frases un poco de circunstancias, como se hace
     con los extranjeros, a preguntarme si venía de lejos y si había tenido
     lluvia o buen tiempo en el viaje. Yo nunca hubiera imaginado que se
     pudiese hablar así, con no-Dinosaurios, y estaba todo tenso y casi mudo.
     - Yo siempre vengo a beber aquí - me dijo -, a la Fuente del Dinosaurio...
     Enderecé bruscamente la cabeza, abrí los ojos hasta desorbitarme.
     Si, si, la llaman así, la Fuente del Dinosaurio, desde tiempos antiguos.
     Dicen que una vez se escondió aquí un Dinosaurio, uno de los últimos, y al
     que venía a beber le saltaba encima y lo despedazaba, ímadre mía!
     Hubiera querido desaparecer. "Ahora se da cuenta de quién soy - pensaba -,
     "ahora me observa mejor y me reconoce!", y como hace el que no quiere que
     lo miren, yo tenía los ojos bajos y enroscaba la cola como para
     esconderla. Tal era el esfuerzo nervioso que cuando ella, toda sonriente,
     me saludó y siguió su camino, me sentí cansado como si hubiera librado una
     batalla, de aquellas de la ‚poca en que nos defendíamos con dientes y
     uñas. Me di cuenta de que ni siquiera había sido capaz de contestarle
     buenos días.
     Llegue a la orilla de un río donde los Nuevos tenían sus guaridas y vivían
     de la pesca. Para hacer un embalse en el río donde el agua, menos rápida,
     retuviera a los peces, construían un dique de ramas. Apenas me vieron,
     alzaron la cabeza del trabajo y se detuvieron; me miraron, se miraron
     entre si, como interrogándose, siempre en silencio. "Ahora se arma - pense
     -, no me queda más que vender caro el pellejo", y me preparé al salto.
     Por fortuna supe detenerme a tiempo. Aquellos pescadores no tenían nada
     contra mí; viéndome robusto, querían preguntarme si podía quedarme con
     ellos para trabajar en el transporte de la madera.
     - Este es un lugar seguro - insistieron, frente a mi aire perplejo -.
     Dinosaurios, desde la ‚poca de los abuelos de nuestros abuelos no se los
     ve...
     A ninguno se le ocurría sospechar quién podía ser yo. Me quedé. El clima
     era bueno, la comida desde luego no para nuestros gustos pero discreta, y
     un trabajo no demasiado pesado, dada mi fuerza. Me llamaron por un
     sobrenombre: "el Feo", porque era distinto a ellos, no por otra cosa.
     Estos Nuevos, no sé cómo diablos les llaman ustedes, Pantoteros o algo por
     el estilo, eran una especie todavía un poco informe, de la cual en
     realidad salieron todas las demás especies, y ya en aquel tiempo entre un
     individuo y otro se pasaba por las m s variadas semejanzas y desemejanzas
     posibles, de manera que yo, aunque un tipo completamente distinto, tuve
     que convencerme de que al fin y al cabo no llamaba tanto la atención.
     No es que no me acostumbrara del todo a esa idea: seguía sintiéndome
     siempre un Dinosaurio entre enemigos, y todas las noches, cuando empezaban
     a contar historias de Dinosaurios, transmitidas de generación en
     generación yo retrocedía en la sombra con los nervios tensos.
     Eran historias aterradoras. Los oyentes, pálidos, irrumpiendo cada tanto
     con gritos de espanto, estaban pendientes de los labios del que contaba,
     quien, a su vez, traicionaba en su voz una emoción no menor. Pronto tuve
     la evidencia de que esas historias eran sabidas de todos (a pesar de que
     constituyeran un repertorio bastante copioso), pero al escucharlas el
     espanto se renovaba cada vez. Los Dinosaurios eran presentados como
     monstruos, descritos con detalles que jamás hubieran permitido
     reconocerlos, y destinados tan sólo a acarrear perjuicios a los Nuevos,
     como si los Nuevos hubieran sido desde el principio los moradores más
     importantes de la tierra, y nosotros no hubiéramos tenido otra cosa que
     hacer más que andarles detrás de la mañana a la noche. Para mi, pensar en
     nosotros los Dinosaurios era en cambio recorrer con la mente una larga
     serie de peripecias, de agonías, de lutos; las historias que de nosotros
     contaban los Nuevos están tan lejos de mi experiencia que hubieran debido
     dejarme indiferente, como si hablaran de extraños, de desconocidos. Y sin
     embargo, escuchándolas yo comprendía que nunca había pensado en lo que
     parecíamos a los demás, y que entre muchas patrañas aquellos relatos, en
     algunos detalles y desde el especial punto de vista de ellos, estaban en
     lo cierto. En mi mente sus historias de terrores infligidos por nosotros,
     se confundían con mis recuerdos de terror sufrido: cuanto m s me enteraba
     de lo que habíamos hecho temblar, más temblaba.
     Contaban una historia cada uno, y en cierto momento: - y el Feo, ¿qué
     dices? - preguntaban - ¿Tú no tienes historias que contar? ¿En tu familia
     no han ocurrido aventuras con los Dinosaurios?
     - Si, pero... - farfullaba - ha pasado tanto tiempo..., si supierais...
     La que venía en mi ayuda en aquellos trances era Flor de Helecho, la joven
     de la fuente. - Dejadlo en paz... Es forastero, todavía no se ha
     aclimatado, habla mal nuestra lengua...
     Terminaban por cambiar de tema. Yo respiraba. Entre Flor de Helecho y yo
     se había establecido una especie de confianza. Nada demasiado íntimo:
     nunca me había atrevido a rozarla. Pero hablábamos largo y tendido. Es
     decir, era ella la que me contaba muchas cosas de su vida; yo, por temor
     de traicionarme, de hacerle sospechar mi identidad, me mantenía siempre en
     generalidades. Flor de Helecho me contaba sus sueños:
     - Anoche vi a un Dinosaurio enorme, espantoso, que echaba fuego por las
     narices. Se acerca, me toma por la nuca, me lleva, quiere comerme viva.
     Era un sueño terrible, terrible pero yo, qu‚ extraño, no estaba nada
     asustada, no, ¿cómo decirte? me gustaba...
     Por aquel sueño hubiera debido comprender muchas cosas, y sobre todo una:
     que Flor de Helecho no deseaba otra cosa que ser agredida. Había llegado
     el momento, para mi, de abrazarla. Pero el Dinosaurio que ellos imaginaban
     era demasiado distinto del Dinosaurio que era yo, y este pensamiento me
     volvía aún m s tímido y diferente. En una palabra, perdí una buena
     oportunidad. Después, el hermano de Flor de Helecho volvió de la temporada
     de pesca en la llanura, la joven estaba mucho más vigilada, y nuestras
     conversaciones escasearon.
     El hermano, Zahn, desde que me vio adoptó un aire suspicaz. - ¿Y ése quién
     es? ¿De donde viene? - pregunto a los otros, señalándome.
     - Es el Feo, un forastero que trabaja en la madera - le dijeron -. ¿Por
     qué? ¿Qué tiene de raro?
     - Quisiera preguntárselo a él - dijo Zahn, con aire torvo -. Eh, tú, ¿qué
     tienes de raro?
     ¿Qué‚ debía responder? ¿Yo? Nada...
     - Porque tú, a tu parecer, no eres raro, ¿eh? - y se rió. Aquella vez
     terminó ahí, pero yo no me esperaba nada bueno.
     Zahn era uno de los tipos m s decididos del pueblo. Había corrido mundo y
     demostraba saber muchas m s cosas que los otros. Cuando oía las habituales
     conversaciones sobre los Dinosaurios le asaltaba una especie de
     impaciencia. - Patrañas - dijo una vez -, todas patrañas las vuestras.
     Quisiera veros si llegara aquí un dinosaurio de verdad.
     - Hace tanto tiempo que no existen - intervino un pescador.
     - No tanto - dijo Zahn con una risita burlona -, y nadie ha dicho que no
     ande todavía alguna manada por los campos... En la llanura, los nuestros
     se turnan para vigilar día y noche. Pero alli pueden fiarse de todos, no
     admiten a tipos que no conocen... - y detuvo en mi la mirada, con
     intención.
     Era inutil prolongar la situación: mejor agarrar el toro por los cuernos,
     en seguida. Di un pasa adelante.
     - ¿Por qué te la tomas conmigo? - pregunté.
     - Me la tomo con alguien que no sabemos de quién a nacido ni de donde
     viene, y pretende comer de lo nuestro, y cortejar a nuestras hermanas...
     Uno de los pescadores asumió mi defensa: - El Feo se gana la vida; es de
     los que trabajan duro...
     - ser  capaz de llevar troncos sobre el lomo, no lo niego - insistió Zahn
     -, pero en un momento de peligro, cuando tengamos que defendernos con
     dientes y uñas, ¿quién nos garantiza que se portar  como es debido?
     Comenzó una discusión general. Lo extraño era que la posibilidad de que yo
     fuese un Dinosaurio nunca se tenía en cuenta; la culpa que se me achacaba
     era la de ser Distinto, un Extranjero y por lo tanto Sospechoso; y el
     punto debatido era en qué medida mi presencia aumentaba el peligro de un
     eventual regreso de los Dinosaurios.
     - Quisiera verlo en combate, con esa boquita de lagartija - seguía
     provocándome Zahn, despectivo.
     Me le acerqué, brusco, nariz contra nariz.- Puedes verme ahora mismo si no
     escapas.
     No se lo esperaba. Miró alrededor. Los otros hicieron rueda. Ahora no
     quedaba más que pelear.
     Avancé, esquivé un mordisco torciendo el cuello, ya le había asestado una
     patada que lo revolcó patas arriba, y me le fui encima. Era un movimiento
     equivocado: como si no lo supiera, como si no hubiera visto morir
     Dinosaurios a arañazos y mordiscos en el pecho y en el vientre, mientras
     creían que habían inmovilizado al enemigo. Pero la cola todavía sabía
     usarla para mantenerme firme; no quería dejarme tumbar; hacía fuerza pero
     sentía que estaba por ceder...
     Entonces uno del público gritó: -¡Dale, fuerza, Dinosaurio! - Saber que me
     habían desenmascarado y volver a ser el de antes fue todo uno: perdido por
     perdido lo mismo daba hacerles sentir el antiguo espanto. Y golpeé a Zahn,
     una, dos, tres veces...
     Nos separaron. - Zahn, te lo habíamos dicho: el Feo tiene músculos. ¡Con
     el Feo no se bromea! - y se reían y me felicitaban, me daban manotones en
     la espalda. Yo, que me creía descubierto, no entendía nada; sólo más tarde
     comprendí que el apóstrofe de "Dinosaurio" era una manera de decir, de
     animar a los rivales en una especie de: "¡Dale que te lo cargas!", y ni
     siquiera se sabía si se lo habían gritado a mí o a Zahn.
     Desde aquel día todos me respetaron. Hasta Zahn me alentaba, me andaba
     detrás para verme dar nuevas pruebas de fuerza. Debo decir que también sus
     discursos habituales sobre los Dinosaurios habían cambiado un poco, como
     sucede cuando uno se cansa de juzgar las cosas de la misma manera y la
     moda comienza a tomar otra dirección. Ahora, si querían criticar alguna
     cosa en el pueblo, habían adquirido la costumbre de decir que entre los
     Dinosaurios no hubieran sucedido ciertas cosas, que los Dinosaurios podían
     dar ejemplo en muchos casos, que el comportamiento de los Dinosaurios en
     esta o aquella situación (por ejemplo en la vida privada) no había nada
     que criticar. En una palabra, parecía asomar casi una admiración póstuma
     por esos Dinosaurios de los cuales nadie sabía nada preciso.
     A mí una vez se me ocurrió decir: - No exageremos: ¿qué creéis que era un
     Dinosaurio, al fin y al cabo?
     Me reconvinieron: - Calla, ¿tú qué sabes si nunca los viste?
     Quizás era el momento justo de empezar a llamar al pan pan. - Sí que los
     ví - exclamé -, y si queréis os puedo explicar cómo eran!
     No me creyeron: pensaban que quería tomarles el pelo. Para mi, esta nueva
     manera que tenían de hablar de los Dinosaurios era casi tan insoportable
     como la de antes. Porque - aparte del dolor que sentía por el cruel
     destino de mi especie- yo la vida de los Dinosaurios la conocía desde
     adentro, sabía como entre nosotros prevalecía una mentalidad limitada,
     llena de prejuicios, incapaz de ponerse a la altura en las situaciones
     nuevas. ­Y ahora tenía que ver cómo éstos tomaban por modelo aquel mundo
     nuestro pequeño, tan retrógrado, tan -digámoslo- ¡aburrido! ¡Tenía que
     soportar cómo me imponían ellos una suerte de sagrado respeto por mi
     especie, yo que nunca lo había sentido! Pero en el fondo era justo que
     fuera así: estos Nuevos, ¿en qué se diferenciaban de los Dinosaurios de
     los buenos tiempos? Seguros en su pueblo, con los diques y las pesquerías,
     les había asomado también una jactancia, una presunción... ¡Me pasaba que
     sentía entre ellos la misma impaciencia que me había producido mi
     ambiente, y cuanto más los oía admirar a los Dinosaurios, más detestaba a
     los Dinosaurios y a ellos al mismo tiempo!
     - Sabes, anoche soñé que iba a pasar un Dinosaurio delante de mi casa - me
     dijo Flor de Helecho -, un Dinosaurio magnífico, un príncipe o un rey de
     los Dinosaurios. Yo me ponía bonita, me ataba una cinta a la cabeza y me
     asomaba a la ventana. Trataba de atraer la atención del Dinosaurio, le
     hacía una reverencia, pero ‚l ni siquiera se daba cuenta, no se dignaba a
     echarme una mirada...
     Este nuevo sueño me dió una nueva clave para entender el estado de ánimo
     de Flor de Helecho con respecto a mí: la joven debía de haber confundido
     mi timidez con una desdeñosa soberbia. Ahora que lo pienso, comprendo que
     me hubiera bastado insistir un poco en aquella actitud, demostrar un
     altivo desapego, y la hubiera conquistado del todo. En cambio la
     revelación me conmovió tanto que me arrojé a sus pies con lágrimas en los
     ojos, diciendo: - No, no, Flor de Helecho, no es como tú crees, tú eres
     mejor que cualquier Dinosaurio, cien veces mejor, y yo me siento tan
     inferior a ti...
     Flor de Helecho se puso rígida, dio un paso atrás. - ¿Pero qué estás
     diciendo?
     No era lo que ella esperaba; estaba desconcertada y encontraba la escena
     un poco desagradable. Yo me di cuenta demasiado tarde; me rehice en
     seguida, pero una atmósfera de incomodidad pesaba ahora entre nosotros.
     No hubo tiempo de pensarlo, con todo lo que sucedió después. Mensajeros
     jadeantes llegaron a la aldea. -¡Vuelven los Dinosaurios!- Se había visto
     una manada de monstruos desconocidos corriendo furiosa por la llanura. Si
     seguían a aquel paso al alba del día siguiente atacarían la aldea. Se dio
     la señal de alarma.
     Pueden imaginarse, la tempestad de sentimientos que se desencadenó en mi
     pecho a la noticia: ­ mi especie no estaba extinguida, podía reunirme con
     mis hermanos, recomenzar la antigua vida! Pero el recuerdo de la antigua
     vida que me volvía a la mente era una serie de interminables derrotas,
     fugas, peligros; recomenzar significaba quizás tan sólo un temporario
     suplemento de aquella agonía, el retorno a una fase que me hacía ilusión
     haber cerrado ya. Ahora había alcanzado, aquí en la aldea, una especie de
     nueva tranquilidad y me pesaba perderla.
     El ánimo de los Nuevos también estaba dividido entre sentimientos
     diferentes. Por un lado el pánico, por el otro el deseo de triunfar del
     viejo enemigo, por otro también la idea de que si los dinosaurios habían
     sobrevivido y ahora se avanzaban en busca de un desquite, era señal de que
     nadie podía detenerlos, y no estaba excluido que una victoria de ellos,
     aunque fuese despiadada, pudiera constituir un bien para todos. Los Nuevos
     querían, en una palabra, al mismo tiempo defenderse, huir, exterminar al
     enemigo, ser vencidos; y esta inseguridad se reflejaba en el desorden de
     sus preparativos de defensa.
     - ¡Un momento! - grito Zahn -. ¡Hay uno solo entre nosotros que est  en
     condiciones de tomar el mando!. ­ El más fuerte de todos, el Feo!
     - ¡Es cierto! ­ El Feo es el que debe mandarnos! - dijeron en corro todos
     los otros -. ¡Si, si, el mando al Feo! - y se ponían a mis órdenes.
     - Pero no, cómo queréis que yo, un extranjero, no estoy a la altura... -
     me defendía yo. No hubo modo de convencerlos.
     ¿Qué debía hacer? Aquella noche no pude cerrar los ojos. La voz de la
     sangre me obligaba a desertar y a reunirme con mis hermanos; la lealtad
     hacia los Nuevos que me habían acogido y brindado hospitalidad y confiado
     en mí quería, en cambio, que me considerase parte de ellos; además sabía
     bien que ni los Dinosaurios ni los Nuevos merecían que se moviera un dedo
     por ellos. Si los Dinosaurios trataban de restablecer su domino con
     invasiones y matanzas, era la señal de que no habían aprendido nada con la
     experiencia, que habían sobrevivido sólo por error. Y los Nuevos era
     evidente que dándome a mí el mando habían encontrado la solución más
     cómoda: descargar todas las responsabilidades en un extranjero que podía
     ser tanto el salvador como, en caso de derrota, un chivo expiatorio que se
     entrega al enemigo para calmarlo, o bien un traidor que puesto en manos
     del enemigo realizara el sueño inconfesable de los Nuevos, de ser
     dominados por los Dinosaurios. En una palabra, no quería saber nada ni de
     unos ni de otros; ­ que se degollasen entre ellos!; me importaba un rábano
     de todos. Tenía que escapar cuanto antes, dejarlos que se cocinaran en su
     salsa, no tener nada m s que ver con esas viejas historias.
     Esa misma noche, escurriéndome en la oscuridad, dejé la aldea. El primer
     impulso era alejarme lo más posible del campo de batalla, regresar a mis
     refugios secretos; pero la curiosidad fue más fuerte: volver a ver a mis
     semejantes, saber quién vencería. Me escondí en lo alto de unas rocas que
     dominaban el embalse del río, y esperé al alba.
     Con la luz, aparecieron figuras en el horizonte. Avanzaban a la carga.
     Antes de distinguirlos bien, ya podía excluir que los Dinosaurios hubieran
     corrido con tan poca gracia. Cuando los reconocí no sabía si reír o
     avergonzarme. Rinocerontes, una manada, de los primeros, grandes y bastos
     y torpes, cubiertos de protuberancias de materia córnea, pero en esencia
     inofensivos, dedicados a comer hierba: ¡con eso habían confundido a los
     antiguos Reyes de la Tierra!
     La manada de rinocerontes galopó con ruido de trueno, se detuvo a lamer
     unas matas, reanudo la carrera hacia el horizonte sin percatarse siquiera
     de los destacamentos de los pescadores.
     Volví corriendo a la aldea. - ¡No se han dado cuenta de nada! ¡No eran
     dinosaurios! - anuncié -. ¡Rinocerontes, eso era lo que eran! ¡Ya se
     fueron! ¡No hay más peligro! - Y añadí, para justificar mi deserción
     nocturna -: ¡Yo había salido a explorar! ¡A espiar y a contarlos!
     - Quizá no nos hayamos dado cuenta de que no eran Dinosaurios - dijo con
     calma Zahn -, pero nos hemos dado cuenta de que no eres un héroe - y me
     volvió la espalda.
     Sí, se habían desilusionado: de los Dinosaurios, de mí. Entonces sus
     historias de Dinosaurios se convirtieron en chistes en los cuales los
     terribles monstruos aparecían como personajes ridículos. A mi no me afecta
     ese espíritu mezquino. Ahora reconocía la grandeza de alma que nos había
     hecho elegirla desaparición antes que vivir en un mundo que ya no era para
     nosotros. Si yo sobrevivía era solamente para que un Dinosaurio siguiera
     sintiéndose como tal en medio de esa gentuza que disfrazaba con bromas
     triviales el miedo que todavía la dominaba. ¨Y que otra opción podía
     presentarse a los Nuevos sino entre irrisión y miedo?
     Flor de Helecho reveló una actitud distinta contándome un sueño: - Había
     un Dinosaurio, cómico, verde verde, y todos le tomaban el pelo, le tiraban
     de la cola. Y me di cuenta de que, con ser ridículo, era la m s triste de
     las criaturas, y de sus ojos amarillos y rojos corría un río de lágrimas.
     ¿Qué sentí al oír aquellas palabras? ¿La negativa a identificarme con las
     imágenes del sueño, el rechazo de un sentimiento que parecía haberse
     convertido en piedad, la imposibilidad de tolerar la idea disminuida que
     todos ellos se hacían de la dignidad dinos urica? Tuve un arrebato de
     soberbia, me puse rígido y le eché a la cara unas pocas frases
     despreciativas: - ¿Por qué me aburres con esos sueños tuyos cada vez m s
     infantiles? ¡No sabes soñar más que estupideces!
     Flor de Helecho estalló en l grimas. Yo me alejé encogiéndome de hombros.
     Esto había sucedido en el muelle; no estábamos solos; los pescadores no
     habían oído nuestro diálogo pero se habián dado cuenta de mi estallido y
     de las lágrimas de la muchacha.
     Zahn se sintió obligado a intervenir. - ¿Pero quién te crees que eres -
     dijo con voz agria- para faltarle el respeto a mi hermana?
     Me detuve y no contesté. Si quería pelear, estaba dispuesto. Pero el
     estilo de la aldea había cambiado los últimos tiempos: todo lo tomaban a
     broma. Des grupo de pescadores salió un grito en falsete: -¡Termínala,
     Dinosaurio!- Esta era, lo sabía bien, una expresión burlona que había
     empezado a usarse últimamente para decir: "Baja el copete, no exageres", y
     así. Pero a mí me revolvió algo en la sangre.
     -¡Sí, lo soy, si queréis saberlo - grité -, un Dinosaurio, eso mismo! ¡Si
     nunca habéis visto un Dinosaurio, aquí me tenéis, mirad!
     Estalló una carcajada general de burla
     - Yo vi uno ayer - dijo un viejo -, salió de la nieve.
     - A su alrededor reinó el silencio.
     El viejo volvía de un viaje a las montañas. El deshielo había fundido un
     antiguo glaciar y había asomado un esqueleto de Dinosaurio.
     La noticia se propagó por la aldea. -¡Vamos a ver al Dinosaurio!- Todos
     subieron corriendo la montaña y yo con ellos.
     Dejando atrás una morrena de guijarros, troncos arrancados, barro y
     osamentas de pájaros, se habría un pequeño valle en forma de concha. Un
     primer velo de líquenes verdecía en las rocas liberadas del hielo. En
     medio, tendido como si durmiera, con el cuello estirado por los intervalos
     de las vértebras, la cola desplegada en una larga línea serpentina, yacía
     el esqueleto de un Dinosaurio gigantesco. La caja torácica se arqueaba
     como una vela y cuando el viento golpeaba contra los listones chatos de
     las costillas parecía que aún le latiera dentro un corazón invisible. El
     cráneo había girado hasta quedar torcido, la boca abierta como en un
     último grito.
     Los Nuevos corrieron hasta allí dando voces jubilosas: frente al cráneo se
     sintieron mirados fijamente por la órbitas vacías; permanecieron a unos
     pasos de distancia, silenciosos; después se volvieron y reanudaron su
     necio jolgorio. Hubiera bastado que uno de ellos pasase su mirada del
     esqueleto a mi, que estaba contemplándolo, para darse cuenta de que éramos
     idénticos. Pero nadie lo hizo. Aquellos huesos, aquellos colmillos,
     aquellos miembros exterminadores, hablaban una lengua ahora ilegible, ya
     no decían nada a nadie, salvo aquel vago nombre que había perdido relación
     con las experiencias del presente.
     Yo seguía mirando el esqueleto, el Padre, el Hermano, el igual a mí, Yo
     mismo; reconocía mis miembros descarnados, mis rasgos grabados en la roca,
     todo lo que habíamos sido y ya no éramos, nuestra majestad, nuestras
     culpas, nuestra ruina.
     Ahora aquellos despojos servirían a los Nuevos, distraídos ocupantes del
     planeta, para señalar un punto en el paisaje, seguirían el destino del
     nombre "Dinosaurio" convertido en un sonido opaco sin sentido. No debía
     permitirlo. Todo lo que incumbía a la verdadera naturaleza de los
     Dinosaurios tenía que permanecer oculto. En la noche, mientras los Nuevos
     dormían en torno al esqueleto embanderado, trasladé y sepulté, vértebra
     por vértebra a mi Muerto.
     Por la mañana los Nuevos no encontraron huellas del esqueleto. No se
     preocuparon mucho. Era un nuevo misterio que se añadía a los tantos
     relacionados con los Dinosaurios. Pronto se les borró de la memoria.
     Pero la aparición del esqueleto dejó una huella, en el sentido de que en
     todos ellos la idea de los Dinosaurios quedó unida a la de un triste fin,
     y en las historias que contaban ahora predominaba un acento de
     conmiseración, de pena por nuestros padecimientos. Esta compasión de nada
     me servía. ¿Compasión de qué? Si una especie había tenido jamas una
     evolución plena y rica, un reino largo y feliz, había sido la nuestra. La
     extinción era un epílogo grandioso, digno de nuestro pasado. ¿Qué podían
     entender esos tontos? Cada vez que los oía ponerse sentimentales con los
     pobres Dinosaurios, me daban ganas de tomarles el pelo, de contar
     historias inventadas e inverosímiles. En adelante la verdad sobre los
     Dinosaurios no la comprendería nadie, era un secreto que yo custodiaría
     sólo para mí.
     Una banda de vagabundos se detuvo en la aldea. Entre ellos había una
     joven. Me sobresalté al verla. Si mis ojos no me engañaban, aquella no
     tenía en las venas sólo sangre de los Nuevos: era una mulata, una mulata
     dinosauria. ¿Lo sabía? Seguramente que no, a juzgar por su desenvoltura.
     Quizá no uno de los padres, pero uno de los abuelos o bisabuelos o
     trisabuelos había sido dinosaurio, y los caracteres, la gracia de
     movimientos de nuestra progenie, volvían a aparecer en un gesto casi
     desvergonzado, irreconocible para todos, incluso para ella. Era una
     criatura graciosa y alegre; en seguida le anduvo detrás un grupo de
     cortejantes, y entre ellos el más asiduo y enamorado era Zahn.
     Empezaba el verano. La juventud daba una fiesta en el río.- ¡Ven con
     nosotros!- me invito Zahn, que después de tantas peleas trataba de hacerse
     amigo; después se puso a nadar junto a la Mulata.
     Me acerque a Flor de Helecho. Quizás había llegado el momento de buscar un
     entendimiento. -¿Qué soñaste anoche? - pregunté por iniciar una
     conversación.
     Permaneció con la cabeza baja. - Vi a un Dinosaurio que se retorcía
     agonizando. Reclinaba la cabeza noble y delicada, y sufría, sufría... Yo
     lo miraba, no podía despegar los ojos de ‚l y me di cuenta de que sentía
     un placer sutil viéndolo sufrir...
     Los labios de Flor de Helecho se estiraban en un pliegue maligno que nunca
     le había notado. Hubiera querido sólo demostrarle que en aquel juego suyo
     de sentimientos ambiguos y oscuros yo no tenía nada que ver: yo era de los
     que gozan de la vida, el heredero de una estirpe feliz. Me puse a bailar a
     su alrededor, la salpiqué con el agua del río agitando la cola.
     - ¡No se te ocurren m s que conversaciones tristes! - dije, frívolo -.
     ¡Termínala, ven a bailar!
     No me entendió. Hizo una mueca.
     - ¡Y si no bailas conmigo, bailar‚ con otra! - exclamé. Tomé por una pata
     a la Mulata, llevándomela en las propias narices de Zahn, que primero la
     miró alejarse sin entender, tan absorto estaba en su contemplación
     amorosa, después tuvo un sobresalto de celos. Demasiado tarde; la Mulata y
     yo ya nos habíamos zambullido en el río y nadábamos hacía la otra orilla,
     para escondernos en los matorrales.
     Quizás sólo quería dar a Flor de Helecho una prueba de quién era realmente
     yo, desmentir las ideas siempre equivocadas que se había hecho de mí. Y
     quizá me movía también un viejo rencor hacia Zahn, quería ostentosamente
     rechazar su nuevo ofrecimiento de amistad. O bien, más que nada, las
     formas familiares y sin embargo insólitas de la Mulata eran las que me
     daban ganas de una relación natural, directa, sin pensamientos secretos,
     sin recuerdos.
     La caravana de vagabundos partiría por la mañana. La Mulata consintió en
     pasar la noche en los matorrales. Me qued‚ haciendo el amor con ella hasta
     el alba.
     Estos no eran sino episodios efímeros de una vida por lo demás tranquila y
     escasa de acontecimientos. Había dejado hundirse en el silencio la verdad
     acerca de mí y acerca de la era de nuestro reino. Ahora de los Dinosaurios
     casi no se hablaba; tal vez nadie creía ya que hubiesen existido. Hasta
     Flor de Helecho había dejado de soñar con ellos.
     Cuando me contó: - Soñé que en una caverna quedaba el único superviviente
     de una especie cuyo nombre nadie recordaba, y yo iba a preguntárselo, y
     estaba oscuro, y yo sabía que estaba allí, y no lo veía, y sabía bien
     quién era y cómo era pero no hubiera podido decirlo, y no entendía si era
     él el que contestaba a mis preguntas o yo a las suyas... - fue para mí la
     señal de que finalmente había empezado un entendimiento amoroso entre
     nosotros, como lo deseaba desde que me había detenido por primera vez en
     la fuente y aún no sabía si me sería permitido sobrevivir.
     Desde entonces había aprendido tantas cosas, y sobre todo la forma en que
     vencen los Dinosaurios. Primero creí que desaparecer había sido para mis
     hermanos la magnánima aceptación de su derrota; ahora sabía que los
     Dinosaurios cuanto m s desaparecen m s extienden su dominio, y sobre
     selvas mucho m s inmensas que las que cubren los continentes: en la maraña
     de pensamientos del que se queda. Desde la penumbra de los miedos y las
     dudas de generaciones ahora ignoras, continuaban extendiendo el cuello,
     levantando las zarpas, y cuando la última sombra de su imagen se había
     borrado, su nombre continuaba superponiéndose a todos los significados,
     perpetuando su presencia en las relaciones de los seres vivientes. Ahora,
     borrado hasta el nombre, les aguardaba convertirse en una sola cosa con
     los moldes mudos y anónimos del pensamiento, a través de los cuales cobran
     forma y sustancia las cosas pensadas: por los Nuevos, y por los que
     vendrían aún después.
     Miré alrededor: la aldea que me había visto llegar como extranjero, ahora
     bien podía decirla mía, y decir mía a Flor de Helecho: de la manera que un
     Dinosaurio puede decirlo. Por eso, con un silencioso gesto de saludo me
     despedí de Flor de Helecho, dejé la aldea, me fui para siempre.
     Por el camino miraba los árboles, los ríos y los montes y no sabía
     distinguir los que ya estaban en los tiempos de los Dinosaurios y los que
     habían venido después. Alrededor de algunas guaridas habían acampado unos
     vagabundos. Reconocí de lejos a la Mulata, siempre agradable, un poco más
     gorda. Para que no me vieran me resguardé en el bosque y la espié. La
     seguía un hijito que apenas podía correr sobre sus piernas meneando la
     cola. ¿Cuanto tiempo hacía que yo no veía a un pequeño Dinosaurio tan
     perfecto, tan pleno de la exacta esencia de Dinosaurio, y tan ignorante de
     lo que Dinosaurio significaba?
     Lo esperé en un claro del bosque para verlo jugar, perseguir a una
     mariposa, deshacer una piña contra una piedra para sacar los piñones. Me
     acerqué. Era realmente mi hijo.
     Me miró con curiosidad. -¿Quién eres?- me preguntó.
     - Nadie - dije.- Y tú, ¿sabes quién eres?
     - ¡Claro! Lo saben todos: ¡soy un Nuevo! - dijo.
     Era exactamente lo que esperaba oír. Le acaricié la cabeza, le dije:
     - Muy bien - y me fui.
     Recorrí valles y llanuras. Llegué a una estación, tomé el tren, me
     confundí con la multitud.