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¿Quieres que muchos jóvenes encuentren a Dios? Empieza ya a rezar la oración de la JMJ Cracovia 2016
El cardenal Stanislaw Dziwisz, arzobispo metropolitano de Cracovia (Polonia), ha presentado este jueves 3 de julio, el logo y la oración oficial de la XXXI Jornada Mundial de la Juventud, a través de la oficina de prensa de la Santa Sede.
En el simbolismo del logo se combinan tres elementos: el lugar, los principales protagonistas, y el tema de la celebración.
El logotipo de la Jornada Mundial de la Juventud de Cracovia 2016 ilustra el pasaje de Mateo 5,7: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia" elegido como tema del encuentro.
La imagen se compone de los límites geográficos de Polonia, dentro de los cuales se encuentra la Cruz, símbolo de Cristo, que es el alma de la JMJ.
El círculo amarillo marca la ubicación de Cracovia en el mapa de Polonia y es también símbolo de los jóvenes.
En el simbolismo del logo se combinan tres elementos: el lugar, los principales protagonistas, y el tema de la celebración.
El logotipo de la Jornada Mundial de la Juventud de Cracovia 2016 ilustra el pasaje de Mateo 5,7: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia" elegido como tema del encuentro.
La imagen se compone de los límites geográficos de Polonia, dentro de los cuales se encuentra la Cruz, símbolo de Cristo, que es el alma de la JMJ.
El círculo amarillo marca la ubicación de Cracovia en el mapa de Polonia y es también símbolo de los jóvenes.
El hombre puede cerrarse a la palabra de Dios, rechazarla y hacerla ineficaz
Este 15º domingo durante el año trata, precisamente, de la Palabra de Dios. Jesús la compara a una semilla de gran vitalidad, pero que necesita un terreno fértil para producir frutos.
El poder y la eficacia de la palabra de Dios son el argumento central de la liturgia de hoy. “Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar… -dice el Señor-, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo” (Is 55, 10-11; 1ª lectura). La palabra de Dios realiza siempre lo que expresa: bastó un “fiat” (sí) para sacar de la nada el universo entero y dar la vida a todas las criaturas. Y cuando el hombre, en vez de responder con amor a la palabra creadora, se rebeló, otra palabra, la promesa del Salvador, repetida a través de los siglos de mil formas, le aseguró la salvación y lo orientó a ella.
Llegada la plenitud de los tiempos, Dios no ha enviado a los hombres ya simples palabras, sino su Palabra eterna, su Verbo. El Verbo ha asumido la naturaleza humana, se ha hecho carne, llamándose Jesucristo, y ha venido a sembrar en el corazón de los hombres la palabra de Dios.
Es el tema de la parábola del sembrador que se lee en el Evangelio de hoy (Mt 13, 1-23). El sembrador salido a sembrar es justamente Jesús, y la semilla que esparce “es la palabra de Dios” (Lc 8, 11) que él -Palabra increada- posee en sí mismo y expresa a los hombres en lenguaje humano. Su palabra, pues, es de un poder y eficacia divinos, es semilla fecunda como ninguna, capaz de germinar en salvación, santidad y vida eterna.
Con todo -dice la parábola- la misma semilla produce fruto abundante en un terreno y en otros no produce nada. Se significa aquí el misterio de la libertad del hombre frente al don de Dios. Jesús siembra por doquier la Palabra: no la niega ni a los pecadores empedernidos, a la gente superficial y distraída, a los hombres inmersos en los placeres o engolfados en los negocios, a todos los cuales se los compara en la parábola al camino pisoteado, al terreno pedregoso o al cubierto de espinas; esto indica la gran misericordia del Señor.
En el orden espiritual, en efecto, “es posible que la roca se transforme en tierra grasa; y que el camino deje de ser pisado y se convierta también en tierra fértil, y que las espinas desaparezcan y dejen crecer exuberantes semillas. Y si no en todos se opera esa transformación no es ciertamente por culpa del sembrador, sino de aquellos que no quieren transformarse” (San Juan Crisóstomo, In Mt, 44, 3). Terrible cosa, pero real: el hombre puede cerrarse a la palabra de Dios, rechazarla y en consecuencia hacerla ineficaz. Entonces la Palabra verterá en otra parte su fecundidad con la extraordinaria abundancia de frutos producida “en la tierra buena”, o sea en el que “escucha la Palabra de Dios y la entiende” (Mt 13, 23). Pero aun en éstos el fruto no será igual, sino proporcionado a las disposiciones de cada uno: “unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta” (ib).
Por eso Jesús, aun antes de explicar la parábola, recuerda a sus discípulos lo que decía Isaías de sus contemporáneos: “Esta embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos, para no entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure (ib 15). En verdad que hay que reflexionar y orar para que la gracia de Dios preserve a los creyentes de semejante endurecimiento. Por otra parte, es cierto: quien escucha con buena voluntad la palabra de Dios, reportará fruto y gozará de la felicidad proclamada por el Señor: “Dichosos vuestros ojos porque ven, y vuestros oídos porque oyen” (ib 16).
Les dejo este bellísimo texto orante sobre la Palabra de Dios que nos pone en diálogo de amor con el Divino Sembrador:
“Salió el sembrador a sembrar. ¿De dónde saliste o cómo saliste, Señor, tú que estás en todas partes y lo llenas todo? No cambiando de lugar, sino tomando nuestra naturaleza y por una relación nueva con nosotros, haciéndote más cercano nuestro por haberte revestido de carne. Porque, como nosotros no podíamos entrar donde tú estabas, pues nuestros pecados amurallaban la entrada, saliste en busca nuestra. ¿Y a qué saliste?... Saliste a cultivar y cuidar esta tierra por ti mismo y a sembrar en ella la palabra de la piedad…
Señor, tú ofreces a todos tu palabra con mucha generosidad. Porque así como el sembrador no distingue la tierra que va pisando con sus pies, sino que arroja sencilla e indistintamente su semilla, así tú no distingues tampoco al pobre del rico, al sabio del ignorante, al tibio del fervoroso, al valiente del cobarde; a todos indistintamente te diriges.
Haz, Señor, que escuche yo con diligencia y piense constantemente tu enseñanza, y luego la ponga en práctica con valor, despreciando las riquezas y desprendiéndome de todo lo mundano… Que nos fortifiquemos por todas partes, atendiendo a tu palabra divina, echando profunda raíces y purificándonos de lo mundano” (San Juan Crisóstomo, Comentario sobre el Evangelio de San Mateo, 44, 3-4).
“Mi palabra no volverá a mí sin producir fruto”, afirma el Señor. Hermanos: la parábola del sembrador nos invita a examinar la calidad de nuestra tierra. La eficacia de la Palabra de Dios puede verse limitada por la falta de colaboración. Abramos nuestro corazón a Jesús Sembrador que siembra su Palabra en nuestros corazones para dar a nuestra vida una dimensión nueva.
miércoles, 16 de julio de 2014
San Buenaventura
San Buenaventura
«Doctor de la Iglesia, príncipe de los místicos, biógrafo de san Francisco. Este insigne franciscano está considerado como una de las figuras cumbres de la escolástica. Mereció la confianza de los pontífices de su tiempo»
Históricamente, en pocos casos –quizá sea excepción la de este franciscano– ha confluido el juicio de tantos pontífices para reconocer los altísimos méritos que jalonaron una vida. A los honores que el santo fraile recibió mientras discurría su peregrinaje por este mundo, se añadieron otros más elevados tras su muerte. Sixto IV lo canonizó el 14 de abril de 1482. Sixto V lo aclamó doctor de la Iglesia otorgándole el título de «doctor seráfico» el 14 de mayo de 1588. León XIII en su alocución del 11 de octubre de 1890 lo declaró «príncipe de los místicos», y Pío XII en su exhortación al clero en 1950 subrayó la supremacía para la formación de las disciplinas filosófico-teológicas siguiendo las pautas de este «doctor angélico», al tiempo que subrayaba las riquezas espirituales e influjo en la vida apostólica que se derivan de ellas.
Nació en la localidad italiana de Bagnoregio, no lejos de Viterbo, hacia 1217. Se llamaba Giovanni di Fidanza, como su padre, que era médico de profesión. Hallándose en peligro por grave enfermedad cuando era niño, su madre María lo consagró a san Francisco de Asís, y sanó. Años más tarde, en torno a 1243, tomó el hábito franciscano después de haberse planteado dar a su vida el máximo sentido; jamás entró en sus planes desperdiciarla en vanos afanes. Para alguien como él, que soñaba imitar las gestas de los primeros discípulos y sentía que en su corazón resonaban con fuerza las huellas de la primitiva Iglesia, el Poverello encarnaba el genuino ejemplo a seguir: «Confieso ante Dios que la razón que me llevó a amar más la vida del bienaventurado Francisco es que ésta se parece a los comienzos y al crecimiento de la Iglesia. La Iglesia comenzó con simples pescadores, y después se enriqueció de doctores muy ilustres y sabios; la religión del bienaventurado Francisco no fue establecida por la prudencia de los hombres, sino por Cristo».
Al profesar tomó el nombre de Buenaventura. Se había formado en la universidad de París junto a los más afamados profesores de la época, uno de ellos Alejandro de Hales quien tanto admiró a su brillante discípulo que llegó a decir que Adán parecía no haber dejado rastro de su pecado en él. Su inteligencia y capacidad de penetración le permitió hacer acopio de una sólida formación. En él se aunaban oración y estudio, que ofrecía complacido a la mayor gloria de Dios. En realidad, la clarividencia y la profundidad que rezuman sus trabajos es el fruto de su honda vida mística. Decía: «el gozo espiritual es la mejor señal de que la gracia habita en un alma». Fue profesor de teología y Sagrada Escritura en la universidad parisina desde 1248 a 1257. Mientras tanto, perseguía la perfección y hacía frente a sus tendencias con la gracia de Cristo. Una visión le ayudó a superar escrúpulos como el que a veces le instaba a no recibir la comunión, pese a desearlo con todas sus fuerzas, porque se sentía indigno de ella a causa de las imperfecciones que detectaba en sí mismo. Solía meditar en la Pasión de Cristo, a quien se había propuesto imitar. Se caracterizó por virtudes como la prudencia, humildad, inocencia evangélica, pobreza, paciencia y mortificación. Fue gran devoto de la Virgen; a él se debe el rezo diario delÁngelus.
Los diez años que pasó en París dejaron en sus profesores y compañeros la impresión de hallarse ante una persona de excepcionales cualidades y virtud. De hecho, el 2 de febrero de 1257, sin haber cumplido aún 36 años, fue elegido ministro general en el capítulo de Roma. Era un hombre sencillo, humilde y caritativo, fidelísimo al espíritu de la regla. Por eso pudo mediar sabia y prudentemente entre los partidarios de una aplicación austera de la misma y los que juzgaban que debía suavizarse. En la carta que dirigió a todos los provinciales quedó clara su posición y visión con la que buscó la equidistancia entre las posturas. Viajó por Francia, Alemania, Italia y España. Presidió cinco capítulos generales, varios provinciales, y dio a la Orden y al mundo una bellísima biografía del Poverello. Predicó ante auditorios diversos, entre los que había reyes y pontífices.
La escolástica tiene en él a un singular maestro en la forma y en el fondo. En sus trabajos aparecen admirablemente ensambladas teoría y praxis; develan su pericia para poner al descubierto errores y subrayar lo esencial. Su contribución al pensamiento y a la Iglesia sigue vigente como antaño, o más, porque su influjo no ha decaído durante siglos. Es autor de una ingente obra compuesta por centenares de sermones, textos místicos, teológicos y filosóficos de alta erudición. Algunos tan significativos como el Itinerario del alma a Dios, elComentario sobre las Sentencias de Pedro Lombardo, redactada en su época parisina, el tratado Sobre la vida de perfección, el Soliloquio y Sobre el triple camino,por mencionar algunos escritos. Un día le visitó su amigo santo Tomás y lo halló absorto. Respetando la contemplación en la que estaba sumido, se marchó diciendo: «Dejemos a un santo trabajar por otro santo».
Era tan valioso que en 1265 Clemente IV quiso encomendarle la sede arzobispal de York, pero él lo convenció para que diese a otro la misión. En otro momento, Gregorio X, elevado al papado a instancias suyas, le nombró y consagró cardenal obispo de Albano, apelando a la obediencia que le debía. Luego este pontífice contó con su autorizado juicio para la realización del II Concilio ecuménico de Lyon, poniendo en sus manos la unión de los griegos ortodoxos, labor que pudo llevar a buen término justo antes de morir. Porque el 15 de julio de 1274, mientras se celebraba el concilio, el santo entregó su alma a Dios. A demanda del pontífice Gregorio X todos los sacerdotes del mundo, hecho insólito y único, oficiaron una misa por su alma.
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