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viernes, 1 de agosto de 2014

La Fe

3.1) Naturaleza de la fe teologal y propiedades
3.2) Inteligencia y voluntad en el acto de fe
3.3) Génesis de la fe: conocimiento credibilidad de la Revelación-juicio de credibilidad-Credibilidad y vida de fe
3.4) Fe e Iglesia


 3.1. Naturaleza De La Fe Teologal Y Propiedades. La fe es simultaneamente una virtud teologal y una virtud personal. En la estructura de la fe se destacan dos aspectos: por una parte la fe es teologal; por otra, es personal. Es teologal porque tiene a Dios por objeto y viene de arriba, del Dios que se comunica a sí mismo, y toda persona creyente si tiene fe es porque en ella se ha producido como una nueva Pentecostés que le ha permitido ponerse en contacto con todo ese mundo divino predicado por Jesucristo. Y es personal porque exige la colaboración permanente de una decisión libre del hombre a quien Dios hace creyente; siendo pues una virtud, demanda la libre intervención y la puesta en práctica de la voluntad humana. Nada está más lejos de la fe que un sentimiento religioso, o una vaga aspiración religiosa de origen psicológico. Con la palabra fe, pues, nos referimos al depósito de la Revelación o conjunto de verdades comunicadas por Dios para nuestra salvación, que la Iglesia custodia e interpreta. Es la fe en sentido objetivo. Son los dogmas o los artículos de fe, que están recogidos y profesamos en el Credo. Más frecuentemente, sin embargo, usamos la palabra fe para designar el acto de fe, es decir el acto del hombre y de la mujer creyentes que han aceptado la Revelación de Dios y tratan de vivir según la voluntad divina. La fe es aquí la respuesta personal de la criatura humana a Dios que se revela y la llama. Es el aspecto subjetivo de la fe. Creer es un suceso personal, es decir, algo que ocurre entre dos seres personales. Dios se autocomunica, se hace el encontradizo y llama, y el creyente responde a la llamada. Antes que creer algo, el fiel cristiano cree en Alguien, a quien de alguna manera transfiere aspectos fundamentales de su existencia, porque sabe bien que ese Alguien no puede engañarse ni engañarle. El creyente percibe en grado suficiente que el Dios vivo y personal que le llama no es simplemente para él otro sino que es como la vida de su vida y tiene que ver absolutamente con su destino último. La fe contiene las siguientes características: a) implica un acto de asentimiento: el creyente acepta verdades y misterios que no son evidentes para la razón. Y dado que el objeto natural de la razón es lo evidente, el creyente necesita hacer un obsequio intelectual para creer. b) Es libre e incondicionada. Por la fe "el hombre se confía libre y totalmente a Dios" (DV.5). El acto de fe se sitúa en un horizonte de libertad y contiene rasgos intensamente personales. Es aceptar como verdadero lo que Dios ha revelado, es una respuesta de todo el hombre (dimensión existencial y personalista). c) Es razonable. La fe no se opone a la razón, sino que la supera, como la gracia supera la naturaleza -sin destruirla ni ignorarla-. Los creyentes siempre tienen razones para creer, aunque su fe proceda en último término de una acción o impulso de la gracia, y aunque muchos de ellos no sepan decir cuáles son esas razones. Es la credibilidad de la fe. d) Es un don sobrenatural. Don gratuito y sobrenatural, que Dios concede. El hombre puede desearlo y prepararse a recibirlo con oración, sinceridad interior y docilidad a la voz de la propia conciencia. e) Lleva consigo un modo de vivir, pues es el principio y la base del modo de vivir según el Evangelio. Sólo la fe introduce y posibilita la vida nueva que trae Jesucristo. 3.2. Inteligencia Y Voluntad Del Acto De Fe. El acto de fe es un "asentimiento sobrenatural, libre y firme, dado con ayuda de la gracia, a las verdades sobrenaturales, por la autoridad de Dios que revela" (CVI). El sujeto es el hombre con uso de razón, capaz de hacer actos plenamente libres y conscientes de fe. El sujeto próximo -potencia o facultad-, es el intelecto especulativo: cada acto de fe es un asentimiento intelectual a una verdad. El objeto del acto de fe, puede ser todo el objeto de la virtud en conjunto -todas las verdades reveladas- o bien parte de él. Indirecta pero necesariamente, en cada acto de fe interviene la voluntad: mueve al entendimiento al acto e impera el asentimiento (al no haber evidencia en la fe -es siempre "cogitare"-, el entendimiento no asiente por sí mismo). Por ser la fe un acto sobrenatural, en cada acto de fe intervienen las gracias actuales correspondientes, además de la gracia santificante (salvo en el caso de una fe informe). En consecuencia, podemos decir que el acto de la fe es virtuoso cuando lo mueve la voluntad, tendiendo a su fin, bajo el impulso de la caridad. Si no, el entendimiento se perfecciona, pero no la voluntad. La fe lleva a un compromiso intelectual, que incluye un acto expreso de la voluntad: "Credere non potest nisi volens", dice San Agustín. La necesidad de la intervención de la voluntad, viene precisamente de que la verdad a la que se asiente no se presenta con evidencia, sino como algo que es bueno aceptar; y a lo bueno responde el querer. Una vez la voluntad reacciona ante esa bondad, como lo que se presenta es, de hecho, una verdad bajo su aspecto de bondad, es el entendimiento el que debe intervenir para recibir ese objeto: por eso la fe es verdadero conocimiento. La voluntad interviene más propiamente, en la relación con el testigo de lo que se cree: el creyente se adhiere con su voluntad al testigo, en cuanto testigo. Y esa adhesión amorosa al testigo -en el caso de Dios-, es lo que apoya la fe y es lo que hace que sea fe. El conocimiento de fe (natural o sobrenatural) es: 1- inteligible: es verdadero conocimiento; aporta al espíritu humano verdades, hechos o ideas. 2- no evidente: no es evidente en sí ni en sus principios. Es necesario el imperio de la voluntad para asentir; e investigar para asentir bien. Se asiente a la verdad por la confianza en el origen de esa verdad. 3- subordinado: en dos sentidos; a - conocimiento que se apoya en el conocimiento de otro, para el que esa verdad sí es evidente. b - conocimiento que presupone en el mismo sujeto algún conocimiento ya: credibilidad del testigo, conceptos de los que se habla, etc. 4- cierto: asentimiento firme, aunque no apoyado en la evidencia, sino en la confianza en el otro. Si el conocimiento de fe fuera dudoso, no me movería a actuar hacia el fin. El acto de fe es un acto de conocimiento, movido por la confianza y no es propiamente un acto de confianza. El término fe, designa también el contenido de lo que se cree: "fides qua creditur" (virtud de la fe) y "fides quae creditur" (lo que se cree por esta virtud). La fe es un verdadero conocimiento, revelado por Dios, de contenido divino: es lo que nos dice 1Cor2, 6-10. Y el acto de fe está condicionado por las disposiciones morales del sujeto: sobretodo por la humildad. 3.3 GENESIS DE LA FE: CONOCIMIENTO CREDIBILIDAD DE LA REVELACIÓN-JUICIO DE CREDENDIDAD-CREDIBILIDAD Y VIDA DE FE. El acto de fe se apoya en : a) dispositivamente, en los motivos de credibilidad. b) directivamente, en la autoridad de la Iglesia. c) formalmente, en la autoridad de Dios. d) eficientemente, en la gracia, fe e inspiración divina (gracia actual). Los elementos principales del acto de fe son: 1- juicio de credibilidad (1-5): sólo gracias actuales, aunque no necesarias. 2- juicio de credendidad (8-10): necesidad de la gracia (actuales, al menos), acompañando los actos del entendimiento y voluntad. 3- decisión o mandato de la voluntad (11): fruto de la gracia y la fe, pero con total libertad. 4- asentimiento del intelecto (12): idem. Esquema del acto de fe: Entendimiento Voluntad 1- conoce algo 2- lo capta como bien: amor 3- quiero pensar 4- piensa 5- consejo (prudencia): razonable y posible. 6- quiero decidirme 7- quiero decidirme 8- se debe creer 9- decidido 10- debo creer 11- quiero creer 12- creo: acto de fe. Hasta 7, se puede alcanzar por las fuerzas naturales, con la ayuda de la gracia actual de Dios (ayuda, no capacidad). 11 y 12 son actos movidos por la virtud de la fe. 9 y 10 -y probablemente 8-, necesitan la gracia de Dios (santificante o actuales), por la cual se dispone el sujeto para recibir la fe: son acciones estrictamente sobrenaturales. En los primeros pasos de la fe, en la credibilidad y en la credendidad, cabe un apoyo importante de la razón ( entra aquí la apologética, la teología fundamental, la teodicea y los preambula fidei) y de la conciencia. En la SE, el Señor mismo apoya la fe, entre otros argumentos, en los milagros: Ioh5.31; 11.42; etc. El CVI enseña que "la razón, usada rectamente, demuestra los fundamentos de la fe", incluyendo los milagros, profecías, y la misma realidad de la Iglesia, además de motivos internos y personales. Y Santo Tomás enseña: "non enim crederat, nisi videret ea esse credenda"; lo creído es conocido "sub ratione credibilis". Entre los motivos de credibilidad, destaca - ya en la SE -, el hecho histórico y milagroso de la Resurrección de Jesucristo (tema, pues, central de la apologética cristiana). En la preparación para la fe, previa a todo lo anterior, también suele concurrir la gracia, ayudando a la razón y a la voluntad en su búsqueda de la verdad, su deseo de confianza y seguridad en su ser superior, etc. De hecho, una buena preparación para la conversión, incluye habitualmente una cierta inquietud intelectual, unas disposiciones morales mínimas previas, bastante oración (propia y/o ajena), etc. Incluso aunque la conversión sea casi instantánea. 3.4 Fe e Iglesia. Cristo ha dispuesto que la Iglesia por El fundada sea la depositaria e intérprete de la Revelación. De ahí que la fe sea esencialmente eclesial. La fe divina es fides Ecclesiae, fe compartida por los fieles de todos los tiempos, fe de las iglesias. El creyente recibe la fe de la Iglesia y en la fe católica está en comunión con Dios y con los demás miembros de la Iglesia. A la vez, la fe constituye a la Iglesia porque la Iglesia es comunidad de fe. Fe e Iglesia están, pues, íntimamente relacionadas. Siendo inevitablemente cristocéntrica, la fe conlleva intrínsecamente un impulso hacia la Iglesia, hacia el Cristo total caput et corpus. Al recibir la fe en Cristo, los hombres comienzan a unirse con Cristo, y por eso, ya están vinculados a la Iglesia, ya son de la Casa de Cristo. La fe no sólo crea una relación externa entre los miembros de la congregación de los fieles, sino también una relación interna de real comunidad de vida divina. Si por la fe somos hijos de Dios, la fe también produce simultáneamente una común fraternidad entre los fieles, que son hermanos en la fe. Ontológica y espiritualmente -y no sólo jurídicamente-, el credere in Deum tiene como efecto unirse a los miembros de la Iglesia. La fe se recibe ordinariamente oyendo la Revelación divina que se conserva en la Iglesia, fides ex auditu (Rom 10.17). Y el carácter eclesial de la fe, se manifiesta de modo especial en el bautismo y en los demás sacramentos de la fe. La Iglesia, como la vida sobrenatural de cada uno, se edifica sobre los sacramentos y las virtudes. Como afirma Santo Tomás: la Iglesia se funda en la fe y en los sacramentos de la fe. Todos los sacramentos son sacramento de la fe, protestationes fidei, confesiones de fe, pues se apoyan en la fe de la Iglesia, y la manifiestan. Dogma: El contenido de la fe viene determinado por la Revelación, tal como es recibida y enseñada por la Iglesia. Por una parte, la Iglesia -y en particular su magisterio-, es el principal y primer formador de la fe (todos los demás, formamos en su nombre y con su autorización); por otra, no hay verdadera fe si no es en comunión con el Magisterio de la Iglesia, sino se es fiel a sus enseñanzas, en la medida y en los grados que ya se han señalado en su lugar (tema 1). "Al adherirnos a la fe que la Iglesia nos propone, nos ponemos en comunicación directa con los Apóstoles, a quienes queremos recordar; y mediante ellos, con Jesucristo, nuestro primero y único Maestro, acudimos a su escuela, anulamos la distancia de los siglos que nos separan de ellos, hacemos del momento actual una historia viviente siempre igual a sí misma, propia de la Iglesia, mediante la actuación -idéntica y original al mismo tiempo- de la misma fe en una verdad revelada, inmutable y siempre luminosa. Sólo la Iglesia, puede escribir, leer, vivir su historia de esta manera, dejando que el paso veloz de los siglos mida su duración, y que la permanencia de lo eterno defina su perenne identidad" (Pablo VI, alocución de 1967). Ioh 20.21: "Como mi Padre me envió, así os envío yo a vosotros". Confesión de fe Mt 10.3-33: "Al que me confesare delante de los hombres, le confesaré también yo delante de mi Padre que está en los cielos; pero a quien me negare delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos". Cristo, antes de curar enfermos, solía pedir confesión expresa de fe (martirio). Este deber de confesar la fe, lo exige el Señor con una fidelidad que llegue, si es necesario, hasta la pérdida de la propia vida (Mt 10.34ss). Los símbolos de fe son formulados, pronunciados y exigidos por la Iglesia desde el principio, como atestiguan los mismos escritos neotestamentarios (Act.). Está exigido por justicia, caridad (con Dios y con los demás), por la naturaleza social del hombre y por el carácter público de la Iglesia. Sería una falsa fe la que no se confiesa. Por tanto, la Profesión de fe es un acto externo que pertenece a la misma virtud de la fe (y no sólo a la sinceridad). La fe de la Iglesia o fe en sentido objetivo, se expresa en los Credos o Símbolos. Estos son la regla de fe. La fe que creemos (fides quae), se distingue del acto de fe o fe por la que creemos (fides qua). El núcleo de la autodefinición doctrinal de la Iglesia se resume en el Padrenuestro (lo que esperamos), en el Decálogo (lo que hemos de hacer) y en los Sacramentos (fuentes de energía espiritual que hacen posible la vida cristiana). Nuestro Credo, responde a la necesidad de fijar la fe en términos precisos. Esta necesidad obedece a diversas razones, entre las que podemos mencionar las que siguen: - Asegurar la identidad cristiana individual (distinguir al bautizado del que no lo es). - Comunicar y reforzar la unidad católica de la Iglesia en torno a la única fe. - Transmitir la fe y enseñarla. - Satisfacer lícitamente al intelecto, que pide respetuosamente un enunciado coherente y global del objeto de su adoración. - Establecer puntos sólidos de referencia que faciliten la meditación y contemplación de los misterios cristianos. La Profesión de fe: 1) Obligación positiva de confesar la fe con la propia vida. Explícitamente no debe ser continua, sino que "obligat semper, sed non pro sempre". Es precepto divino, cuando lo exige el honor de Dios o el bien espiritual de las almas; y es ley eclesiástica: en las conversiones, en bautismo, confirmación o cuando lo pida la Iglesia expresamente (ad casum). 2) Negación de la fe: nunca es lícito negarla (ni directamente, ni indirectamente). Es un grave desprecio de Dios y supone, además de mentira, escándalo. Obliga "semper et pro sempre" y no se trata sólo de no escandalizar, sino de ayudar positivamente. 3) Ocultación o simulación: es lícito si no equivale a una negación y existe una causa justa. Se deduce del principio general de que un precepto positivo obliga salvo grave incómodo, a no ser que se transforme en negativo (caso 1). Los tres últimos concilios ecuménicos, son las tres fuentes magisteriales principales para la doctrina sobre la fe: - Concilio de Tento: sobretodo en el decreto "De iustificatione", para salir al paso a los errores de Lutero (papel de la fe en Salvación). - Concilio Vaticano I: CD Dei Filius, de fide catholica, contiene una definición de lo que es la fe: "Virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por El ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad de Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos". - Concilio Vaticano II: Gaudium et Spes, analiza la situación del hombre de hoy y dice que "la fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas" (n.11).

La revelación

2.1) Concepto teológico de Revelación
2.2) Hechos y palabras en el constituirse de la Revelación
2.3) Cristo, culmen y centro de la Revelación
2.4) Signos de credibilidad de la Revelación
2.5) Transmisión de la Revelación a través de la Iglesia

 2.1 Concepto Teológico De Revelación. Revelación (R), viene del latín re-velare y significa descubrir algo. Cabe distinguir entre R. activa (palabra proferida por Dios) y pasiva (contenido). Según el medio, puede ser inmediata o mediata; según el receptor, pública o particular; la R. puede ser también natural o sobrenatural. En el A.T, se entiende por R., la palabra (dabar) de Dios dirigida a Israel a través de la historia; está cargada de dinamicidad y pide obediencia, llevando al hombre a la acción. El punto central de la R. es la Alianza, la cual se convierte en la Palabra de Dios por excelencia, plasmada en la Ley y meditada como Sabiduría. La R. es la manifestación libre de Dios al hombre y a la historia; manifestación gratuita y nueva que lleva al hombre y lo invita a la fe, "fundamento y fuente de toda justificación" (Trento). Podemos adentrar en el significado de la R. entendiéndola como palabra, encuentro y presencia nueva y especial de Dios en el mundo: a) En cuanto palabra, la R. es acción por la que una persona se dirige a otra de cara a una comunicación. Por esto, posee tres aspectos: tiene contenido, es interpelación (provoca respuesta) y es auto-comunicación (descubre la actitud interna del emisor). Esta es la categoría principal que refleja la Biblia, para explicar la palabra de Dios. En este sentido muestra tres dimensiones: dinámica (crea y actúa obrando signos-milagros en el cosmos y en la historia personal y colectiva); noética (revela y enseña, desde la Ley y Sabiduría hasta las Bienaventuranzas y Padre Nuestro); y personal. Por ello se definió la R. en el CVI, como "locutio Dei ad homines"; y en el CVII, se empieza a hablar de ella diciendo: "Dei Verbum...". b) Siendo encuentro, exige un yo y un tú; esto es, la propia libertad y, por ello, mutua reciprocidad (compromiso de respuesta-diálogo). Esta relación interpersonal supone intimidad, pues afecta al er mismo, llegando a un nosotros experimentado en la amistad y en el amor. El encuentro es, finalmente, una relación de Alianza basada en la elección (Ps 2,7; Is 43,1), el contrato y la promesa. "Dios...habla a los hombres como a amigos suyos, movido por su gran amor..., y habita con ellos invitándolos a comunicarse y a estarse con El" (DV 2). c) Una comunicación viva, que interpele, requiere una presencia. La presencia personal de Dios esbozada en el Tabernáculo y prometida en el Emmanuel, es la "Presencia Encarnada..., plena y totalmente humana" (de Lubac), manifestada en Cristo, quien manifiesta plenamente el hombre al propio hombre (GS 22). Cristo, "Camino, Verdad y Vida" (Jn 14.6), es centro y culmen de la R.: Palabra verdadera, Encuentro Dios-hombre, Camino que muestra y lleva al Padre. 2.2 Hechos Y Palabras En El Constituirse De La Revelación. a) Se puede establecer históricamente el hecho de la R., de la intervención de Dios en la historia, del hecho de una palabra inteligible para todo el hombre, pues Dios quiere que todos los hombres se salven (1Tim 2,4). Por ello, Dios se hace cognoscible a todo hombre (R. natural) por la creación (Rom 1, 19-20 y CVI), irrumpiendo en su vida y llamándolo a su seguimiento salvífico. Se precisa en este tema un presupuesto base: la concepción de la historia. La R. cristiana, no se entiende sino dentro de una historia comprendida como Historia de la Salvación. En efecto, la historia es teleológica (partiendo de un origen: creación, tiende a un fin o consumación; es un proceso del que Dios es dueño y en el cual entra) y cristocéntrica, pues "el Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia" (JPII, Redemptor Hominis 1). Para salvar a los hombres, movido por su amor, Dios decidió manifestarse personalmente a nuestros primeros padres y, después de la caída, a los patriarcas y profetas, adoctrinándolos en orden a la venida del Salvador (DV 3). En Cristo coinciden plenamente R. y Salvación. La historia es el lugar de la R., pero no por ello se identifican, pues la R. se da en un proceso discontinuo y progresivo, "...con hechos y palabras intrínsecamente conectados entre sí...; las obras que Dios realiza en la historia de la Salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras; las palabras, a su vez, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas" (DV 2). b) Decimos que la R. es un Òmisterium fideiÓ, porque es una acción de Dios, sobrenatural y misteriosa, que no se acaba de entender del todo. En efecto, mediante hechos y palabras, Dios revela no sólo verdades naturalmente cognoscibles (CVI), sino también misterios, verdades que el hombre es incapaz de conocer por sí mismo sin poseer el espíritu de Dios que enseña lo que El mismo ha manifestado (1Cor 2,12), y que incluso después de la R. quedan ocultas (CVI). Por ello, hay que mostrar la "obediencia de la fe" (Rom 16), violentando la inteligencia (pues no hay evidencia), pero no en contradicción con ella, pues así lo dispuso Dios para que "todo el mundo, escuchando el mensaje de la salvación, crea; creyendo, espere, y esperando, ame" (DV 1). 2.3 Cristo, Culmen Y Centro De La Revelación " Con su entera presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros, sobre todo con su resurrección gloriosa de entre los muertos, y finalmente con el envío del Espíritu de verdad, Jesucristo completa la R. y confirma con el testimonio divino que Dios vive con nosotros para liberarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna" (DV 4). En el Cristianismo, el cauce fundamental de R. no es una doctrina, una escritura, un código de leyes o un culto litúrgico, sino una persona concreta, Jesús de Nazareth, Hijo de Dios. Y el contenido más importante es la creación de una nueva comunión de vida con Dios, una comunión que produce santidad y triunfo sobre la muerte. Jesucristo es la Segunda Persona de la Trinidad y es además un acontecimiento histórico. "Llegada la plenitud de los tiempos, envió Dios a su hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Gál 4,4). La Revelación de Dios en Jesucristo tiene carácter único y definitivo. En Jesús, Dios ha dicho todo lo que quería decir a los hombres, y no tiene más cosas que añadir. Este hecho incomparable ha movido a muchos a hablar del carácter absoluto del Cristianismo, no como invención última de la inteligencia y de los recurso religiosos humanos, sino como máxima expresión de la verdad y de la misericordia y amor divinos. La convicción sobre el carácter insuperable de la revelación de Dios en Jesús se recoge con gran frecuencia en el NT. El Padre "se lo ha entregado todo a Jesús" (Heb 1,2). Jesús es "la imagen de Dios invisible" (Col 1,15). En ƒl, quiso Dios "habitar con toda su plenitud" (Col 1,19). ƒl es la Palabra encarnada, que estaba con Dios desde el principio, es decir, desde toda la eternidad (cfr. 1, 1-18). Estas afirmaciones significan además que Jesucristo es el Mediador insustituible entre Dios y los hombres: "Hay un solo Dios y un único mediador entre Dios y los hombres: un hombre, que es Jesucristo" (1Tim 2,5). Por su condición a la vez divina y humana, Jesús es el único ser capaz de reconciliar a los hombres y al mundo con Dios. En ƒl, se manifiesta plenamente el amor del Padre, y Jesús anticipa en su Resurrección gloriosa la salvación y el destino eternos de los elegidos. "ƒl es a un tiempo mediador y plenitud de toda la R." (DV 2). Sabemos que la palabra no puede separarse de la persona que habla. Es diálogo e implica una manera de estar presente la persona misma. Como la palabra de Cristo es una palabra de testimonio, nos pone en presencia del mismo Cristo en cuanto testigo, y constituye por tanto de modo intrínseco una invitación a la fe. 2.4 Signos de Credibilidad De La Revelación Credibilidad es una propiedad de la Revelación por la que a través de signos ciertos, aparece acreditada como una realidad digna de ser creída. Cabe hablar de signos (relación al conocimiento), o motivos (a la voluntad) o criterios (al juicio), de credibilidad. "Cristo -dice el Decreto Ad Gentes-, recorrió las ciudades y aldeas curando todos los males y enfermedades, como prueba de la llegada del Reino de Dios" (n 12; cfr. Lumen Gentium, 5). Como el acto de fe es razonable y libre, no es admisible ni el fideismo ni el racionalismo. Los signos de credibilidad, en cuanto remiten a la R., sólo son comprensibles por aquellos que pueden conocer su significado; lo cual radica en la exposición del hombre que, por naturaleza, está abierto al trascendente y espera de algún modo la salvación. "Los signos, pues, no se dirigen sólo a la faz sensible, sino a la luz interior del corazón (Lc 11,34)" (Pié i Ninot). Dios se suele manifestar al hombre mediante signos que acrediten su veracidad y alianza (zarza ardiendo, circuncisión, etc.), uniendo a una señal un significado. A veces, es el mismo hombre quien pide signos a Dios (a Cristo). Las condiciones de un signo deben ser: a) que sea cierto en sí (su certeza no debe apoyarse en la fe); b) que sea por una especial intervención de Dios; c) que sea cierta su significación para confirmar la R. Vamos a ver los siguientes signos de credibilidad: milagro, profecía, Jesucristo, Iglesia. Milagro Son "hechos divinos...que, mostrando luminosamente la omnipotencia y ciencia infinita de Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos, de la R. divina" (CVI). Son fenómenos "praeter ordinem naturae" (Sto.Tomás). Posee una triple función: 1¼ dispositica: significa el acercamiento amoroso de Dios, disponiendo el alma a la audición de la Buena Nueva; 2¼ confirmativa: acredita al testigo y autoriza su palabra; es signo de aprobación divina; 3¼ simbólica: es la dimensión carnal del mensaje espiritual; milagro y R. son como las dos caras (visible e invisible) del misterio. Profecía Misma definición que milagro en CVI. Es signo del cumplimiento de las Escrituras Sagradas. Cristo Es el motivo de credibilidad por excelencia, siendo, a la vez, signo confirmativo y simbólico. En la apologética, se muestra primero la historicidad de los Evangelios. Sobre Jesucristo hay tanto fuentes bíblicas, como extrabíblicas (Tácito, Flavio Josefo, apócrifos, etc.). Los criterios de historicidad, son: testimonios de fuentes distintas sobre lo mismo, contexto geográfico acorde, conformidad del núcleo del Evangelio con el mensaje de salvación. En la persona de Cristo destacan: su autoridad, santidad, sublimidad de su doctrina, el cumplimiento de las profecías, y los milagros. El hecho más importante es la Resurrección, pues "si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana es nuestra fe" (1 Cor 15,14). Iglesia Junto con Cristo y por su unión con ƒl es calificada como el "signo total: Cristo en la Iglesia. Características: propagación, santidad, fecundidad, estabilidad, notas. La única explicación a estos hechos, es el origen y misión divinos de la Iglesia, quien, por voluntad de Dios, es la única vía de salvación para los hombres. 2.4 Transmisión de la Revelación A través De La Iglesia. La plenitud de la R. en Jesucristo, se nos hace presente en la Iglesia y a través de ella. Jesucristo es el misterio central que la Iglesia anuncia. La presencia de Jesús en la Iglesia, lo llena todo. El CVII, enseña que "la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con y de la unidad de todo el género humano" (DV 10). Y son, por tanto, funciones de la Iglesia: a) guardar el depósito de fe: El Espíritu Santo asiste permanentemente a la Iglesia, no para revelarse -la revelación pública, está completa después de la muerte del último apóstol-, sino para que conserve intacta la fe apostólica hasta el fin de los tiempos. b) Definir con autoridad y sin error, su sentido correcto: "fideliter custodire et infallibiliter declarare" (CVI). Para ello, la Iglesia ha sido dotada por Dios de un carisma o poder de discernimiento, que le perminte formular la fe revelada sin equivocarse (infalibilidad). Relación entre Tradición, Escritura y Magisterio Dios quiso edificar su Iglesia, para lo cual dispuso los medios capaces de conservar fielmente el Depósito de la Revelación: la SE, Tradición y Magisterio. La SE es la R. de Dios escrita bajo la asistencia del Espíritu Santo. La Tradición es la transmisión oral y viva de la verdad revelada que, teniendo el inicio de los Apóstoles, perdura en la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo. Los Padres atestiguan la presencia de esta Tradición a la cual debemos el conocimiento de los Libros Sagrados y de su más profunda inteligencia (DV 8). Tradición y SE, están unidos y se comunican entre sí, de modo que la Iglesia no alcanza de la sola SE su certeza sobre todas las cosas reveladas. El primer testimonio de la Tradición es el Magisterio de la Iglesia, luego, los Padres, la praxis litúrgica, el consensum fidei (credendum est quod semper, quod ubique, quod ad omnibus creditum est), y de los teólogos. El oficio de interpretar la Palabra de Dios, escrita o transmitida, está confiado al Magisterio de la Iglesia, el cual no es superior a la Palabra de Dios sino que sirve a ésta, enseñando sólo lo transmitido. El Magisterio de la Iglesia está formado por el Romano Pontífice y los Obispos en cuanto legítimos sucesores de los Apóstoles. Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio, están así unidos de tal forma que no pueden subsistir independientemente, y todos ellos juntos contribuyen a la salvación de las almas.

PERSPECTIVA

SUBIÓ AL CIELO, Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS PADRE, Y DE NUEVO VENDRÁ CON GLORIA

 Los cuatro Evangelios, y también san Pablo en su narración sobre la resurrección en 1 Corintios 15, presuponen que las apariciones del Resucitado tuvieron lugar en un periodo de tiempo limitado. Pablo es consciente de que a él, como el último, se le ha concedido todavía un encuentro con Cristo resucitado. También el sentido de las apariciones está claro en toda la tradición: se trata ante todo de agrupar un círculo de discípulos que puedan testimoniar que Jesús no ha permanecido en el sepulcro, sino que está vivo. Su testimonio concreto se convierte esencialmente en una misión: han de anunciar al mundo que Jesús es el Viviente, la Vida misma. Tienen la tarea de intentar, una vez más, congregar primero a Israel en torno a Jesús resucitado. También para Pablo el anuncio comienza siempre con el testimonio ante los judíos, como primeros destinatarios de la salvación. Pero la meta última de los enviados de Jesús es universal: «Se me ha dado poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,18s). «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y en Samaría, y hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). «Ponte en camino —dice el Resucitado a Pablo— porque yo te voy a enviar lejos, a los gentiles» (Hch 22,21). También forma parte del mensaje de los testigos anunciar que Jesús vendrá de nuevo para juzgar a vivos y muertos, y para establecer definitivamente el Reino de Dios en el mundo. Una gran corriente de la teología moderna ha sostenido que este anuncio es el contenido principal, si no el único núcleo del mensaje. Se afirma así que Jesús mismo habría pensado exclusivamente en categorías escatológicas. La «espera inminente» del Reino habría sido el verdadero elemento específico de su mensaje y el primer anuncio apostólico no habría sido diferente. Si esto fuera cierto —cabe preguntarse—, ¿cómo podría haber persistido la fe cristiana una vez comprobado que la esperanza inminente no se cumplió? De hecho, esta teoría contrasta con los textos y también con la realidad del cristianismo naciente, que experimentó la fe como una fuerza que actúa en el presente y, a la vez, como esperanza. Los discípulos han hablado ciertamente del retorno de Jesús, pero, sobre todo, han dado testimonio de que El es el que ahora vive, que es la Vida misma, en virtud de la cual también nosotros llegamos a ser vivientes (cf. Jn 14,19). Pero ¿cómo puede ser esto? ¿Dónde lo encontramos? El, el Resucitado, el «ensalzado a la derecha de Dios» (cf. Hch 2,33), ¿acaso no está precisamente por eso completamente ausente? O, por el contrario, ¿es de algún modo accesible? ¿Podemos adentramos nosotros hasta «la derecha del Padre»? ¿Existe, no obstante, en la ausencia también una presencia real? ¿No volverá a nosotros sólo en un último día desconocido? ¿Puede venir también hoy? Estas preguntas caracterizan el Evangelio de Juan, y también las Cartas de san Pablo ofrecen una respuesta. Pero lo esencial de dicha respuesta está trazado también en las narraciones sobre la «ascensión», con las que se concluye el Evangelio de Lucas y comienzan los Hechos de los Apóstoles. Vayamos, pues, a la conclusión del Evangelio de Lucas. Allí se habla de cómo Jesús se aparece a los apóstoles que, junto a los dos discípulos de Emaús, están reunidos en Jerusalén. Él come con ellos y da algunas instrucciones. Las últimas frases del Evangelio dicen: «Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo. Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios» (24,50-53). Esta conclusión nos sorprende. Lucas nos dice que los discípulos estaban llenos de alegría después de que el Señor se había alejado de ellos definitivamente. Nosotros nos esperaríamos lo contrario. Nos esperaríamos que hubieran quedado desconcertados y tristes. El mundo no había cambiado, Jesús se había separado definitivamente. Habían recibido una tarea aparentemente irrealizable, una tarea que superaba sus fuerzas. ¿Cómo podían presentarse ante la gente en Jerusalén, en Israel, en todo el mundo, diciendo: «Aquel Jesús, aparentemente fracasado, es sin embargo el Salvador de todos nosotros»?. Todo adiós deja tras de sí un dolor. Aunque Jesús había partido como persona viviente, ¿cómo es posible que su despedida definitiva no les causara tristeza? No obstante, se lee que volvieron a Jerusalén llenos de alegría y alababan a Dios. ¿Cómo podemos entender nosotros todo esto? En todo caso, lo que se puede deducir de ello es que los discípulos no se sienten abandonados; no creen que Jesús se haya como disipado en un cielo inaccesible y lejano. Evidentemente, están seguros de una presencia nueva de Jesús. Están seguros de que el Resucitado (como Él mismo había dicho, según Mateo), está presente entre ellos, precisamente ahora, de una manera nueva y poderosa. Ellos saben que «la derecha de Dios», donde Él está ahora «enaltecido», implica un nuevo modo de su presencia, que ya no se puede perder; el modo en que únicamente Dios puede sernos cercano. La alegría de los discípulos después de la «ascensión» corrige nuestra imagen de este acontecimiento. La «ascensión» no es un marcharse a una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía que los discípulos experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera. Así, la conclusión del Evangelio de Lucas nos ayuda a comprender mejor el comienzo de los Hechos de los Apóstoles en el que se relata explícitamente la «ascensión» de Jesús. Aquí, a la partida de Jesús precede un coloquio en el que los discípulos —todavía apegados a sus viejas ideas— preguntan si acaso no ha llegado el momento de instaurar el reino de Israel. A esta idea de un reino davídico renovado Jesús contrapone una promesa y una encomienda. La promesa es que estarán llenos de la fuerza del Espíritu Santo; la encomienda consiste en que deberán ser sus testigos hasta los confines del mundo. Se rechaza explícitamente la pregunta acerca del tiempo y del momento. La actitud de los discípulos no debe ser ni la de hacer conjeturas sobre la historia ni la de tener fija la mirada en el futuro desconocido. El cristianismo es presencia: don y tarea; estar contentos por la cercanía interior de Dios y —fundándose en eso— contribuir activamente a dar testimonio en favor de Jesucristo. En este contexto se inserta luego la mención de la nube que lo envuelve y lo oculta a sus ojos. La nube nos recuerda el momento de la transfiguración, en que una nube luminosa se posa sobre Jesús y sobre los discípulos (cf. Mt 17,5; Mc 9,7; Lc 9,34s). Nos recuerda la hora del encuentro entre María y el mensajero de Dios, Gabriel, el cual le anuncia que el poder del Altísimo la «cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). Nos hace pensar en la tienda sagrada del Señor en la Antigua Alianza, en la cual la nube es la señal de la presencia de JHWH (cf. Ex 40,34s), que, también en forma de nube, va delante de Israel durante su peregrinación por el desierto (cf. Ex 13,21s). La observación sobre la nube tiene un carácter claramente teológico. Presenta la desaparición de Jesús no como un viaje hacia las estrellas, sino como un entrar en el misterio de Dios. Con eso se alude a un orden de magnitud completamente diferente, a otra dimensión del ser. El Nuevo Testamento —desde los Hechos de los Apóstoles hasta la Carta a los Hebreos—, haciendo referencia al Salmo 110,1 describe el «lugar» al que Jesús se ha ido con una nube como un «sentarse» (o estar) a la derecha de Dios. ¿Qué significa esto? Este modo de hablar no se refiere a un espacio cósmico lejano, en el que Dios, por decirlo así, habría erigido su trono y en él habría dado un puesto también a Jesús. Dios no está en un espacio junto a otros espacios. Dios es Dios. Él es el presupuesto y el fundamento de toda dimensión espacial existente, pero no forma parte de ella. La relación de Dios con todo lo que tiene espacio es la del Dios y Creador. Su presencia no es espacial sino, precisamente, divina. Estar «sentado a la derecha de Dios» significa participar en la soberanía propia de Dios sobre todo espacio. En una disputa con los fariseos, Jesús mismo da al Salmo 110 una nueva interpretación que ha orientado la comprensión de los cristianos. A la idea del Mesías como nuevo David con un nuevo reino davídico —idea que hace poco hemos encontrado en los discípulos—, Él contrapone una visión más grande de Aquel que ha de venir: el verdadero Mesías no es el hijo de David, sino el Señor de David; no se sienta sobre el trono de David, sino sobre el trono de Dios (cf. Mt 22,41-45). El Jesús que se despide no va a alguna parte en un astro lejano. Él entra en la comunión de vida y poder con el Dios viviente, en la situación de superioridad de Dios sobre todo espacio. Por eso «no se ha marchado», sino que, en virtud del mismo poder de Dios, ahora está siempre presente junto a nosotros y por nosotros. En los discursos de despedida en el Evangelio de Juan, Jesús dice precisamente esto a sus discípulos: «Me voy y vuelvo a vuestro lado» (14,28). Aquí está sintetizada maravillosamente la peculiaridad del «irse» de Jesús, que es al mismo tiempo su «venir», y con eso queda explicado también el misterio acerca de la cruz, la resurrección y la ascensión. Su irse es precisamente así un venir, un nuevo modo de cercanía, de presencia permanente, que Juan pone también en relación con la «alegría», de la que antes hemos oído hablar en el Evangelio de Lucas. Puesto que Jesús está junto al Padre, no está lejos, sino cerca de nosotros. Ahora ya no se encuentra en un solo lugar del mundo, como antes de la «ascensión»; con su poder que supera todo espacio, Él no está ahora en un solo sitio, sino que está presente al lado de todos, y todos lo pueden invocar en todo lugar y a lo largo de la historia. En el Evangelio hay un pequeño relato muy bello (cf. Mc 6,45-52), en el que Jesús anticipa durante su vida terrenal este modo de cercanía, haciéndolo así más fácilmente comprensible para nosotros. Después de la multiplicación de los panes, el Señor ordena a los discípulos que suban a la barca y vayan por delante a la otra orilla, hacia Betsaida, mientras El despide a la muchedumbre. Luego se retira «al monte» para orar. Por tanto, los discípulos están solos en la barca. Tenían el viento en contra, el mar agitado. Están amenazados por la fuerza de las olas y la borrasca. El Señor parece estar lejano, haciendo oración en su monte. Pero como está cerca del Padre, Él los ve. Y porque los ve, viene hacia ellos caminando sobre el mar, sube a la barca con ellos y hace posible la travesía hasta su destino. Ésta es una imagen para el tiempo de la Iglesia, que también se nos propone precisamente a nosotros. El Señor está «en el monte» del Padre. Por eso nos ve. Por eso puede subir en cualquier momento a la barca de nuestra vida. Y por eso podemos invocarlo siempre, estando seguros de que Él siempre nos ve y siempre nos oye. También hoy la barca de la Iglesia, con el viento contrario de la historia, navega por el océano agitado del tiempo. Se tiene con frecuencia la impresión de que está para hundirse. Pero el Señor está presente y viene en el momento oportuno. «Voy y vuelvo a vuestro lado»: ésta es la confianza de los cristianos, la razón de nuestro júbilo. Desde otro punto de vista totalmente distinto puede verse algo parecido en el relato de la primera aparición del Resucitado a María Magdalena, teológica y antropológicamente muy denso. Quisiera hacer notar aquí solamente un detalle. Después de las palabras de los dos ángeles vestidos de blanco, María se dio media vuelta y vio a Jesús, pero no lo reconoció. Entonces El la llama por su nombre: «¡María!». Ella tiene que volverse otra vez, y ahora reconoce con alegría al Resucitado, al que llama «Rabbuní», su Maestro. Quiere tocarlo, retenerlo, pero el Señor le dice: «Suéltame, que todavía no he subido al Padre» (Jn 20,17). Esto nos sorprende. Es como decir: Precisamente ahora que lo tiene delante, ella puede tocarlo, tenerlo consigo. Cuando habrá subido al Padre, eso ya no será posible. Pero el Señor dice lo contrario: Ahora no lo puede tocar, retenerlo. La relación anterior con el Jesús terrenal ya no es posible. Se trata aquí de la misma experiencia a la que se refiere Pablo en 2 Corintios 5,16s: «Si conocimos a Cristo según los criterios humanos, ya no lo conocemos así. Si uno está en Cristo, es una criatura nueva». El viejo modo humano de estar juntos y de encontrarse queda superado. Ahora ya sólo se puede tocar a Jesús «junto al Padre». Únicamente se le puede tocar subiendo. Él nos resulta accesible y cercano de manera nueva: a partir del Padre, en comunión con el Padre. Esta nueva capacidad de acceder presupone también una novedad por nuestra parte: por el bautismo, nuestra vida está ya escondida con Cristo en Dios; en nuestra verdadera existencia ya estamos «allá arriba», junto a Él, a la derecha del Padre (cf. Col 3,lss). Si nos adentramos en la esencia de nuestra existencia cristiana, entonces tocamos al Resucitado: allí somos plenamente nosotros mismos. El tocar a Cristo y el subir están intrínsecamente enlazados. Y recordemos que, según Juan, el lugar de la «elevación» de Cristo es su cruz, y que nuestra «ascensión» —que siempre es necesaria cada vez—, nuestro subir para tocarlo, ha de ser un caminar junto con el Crucificado. El Cristo junto al Padre no está lejos de nosotros; si acaso, somos nosotros los que estamos lejos de Él; pero la senda entre Él y nosotros está abierta. De lo que se trata aquí no es de un recorrido de carácter cósmico-geográfico, sino de la «navegación espacial» del corazón, que lleva de la dimensión de un encerramiento en sí mismo hasta la dimensión nueva del amor divino que abraza el universo. Volvamos todavía al primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles. Hemos dicho que la existencia cristiana no consiste en escudriñar el futuro, sino, de un lado, en el don del Espíritu Santo y, de otro, en el testimonio universal de los discípulos en favor de Jesús crucificado y resucitado (cf. Hch 1,6-8). Y la desaparición de Jesús a través de la nube no significa un movimiento hacia otro lugar cósmico, sino su asunción en el ser mismo de Dios y, así, la participación en su poder de presencia en el mundo. Luego el texto prosigue. Al igual que antes, junto al sepulcro (cf. Lc 24,4), también ahora aparecen dos hombres vestidos de blanco y dirigen un mensaje: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse» (Hch 1,11). Con eso queda confirmada la fe en el retorno de Jesús, pero al mismo tiempo se subraya una vez más que no es tarea de los discípulos quedarse mirando al cielo o conocer los tiempos y los momentos escondidos en el secreto de Dios. Ahora su tarea es llevar el testimonio de Cristo hasta los confines de la tierra. La fe en el retorno de Cristo es el segundo pilar de la confesión cristiana. Él, que se ha hecho carne y permanece Hombre sin cesar, que ha inaugurado para siempre en Dios el puesto del ser humano, llama a todo el mundo a entrar en los brazos abiertos de Dios, para que al final Dios se haga todo en todos, y el Hijo pueda entregar al Padre al mundo entero asumido en Él (cf. 1 Co 15,20-28). Esto implica la certeza en la esperanza de que Dios enjugará toda lágrima, que nada quedará sin sentido, que toda injusticia quedará superada y establecida la justicia. La victoria del amor será la última palabra de la historia del mundo. Como actitud de fondo para el «tiempo intermedio», a los cristianos se les pide la vigilancia. Esta vigilancia significa, de un lado, que el hombre no se encierre en el momento presente, abandonándose a las cosas tangibles, sino que levante la mirada más allá de lo momentáneo y sus urgencias. De lo que se trata es de tener la mirada puesta en Dios para recibir de Él el criterio y la capacidad de obrar de manera justa. Por otro lado, vigilancia significa sobre todo apertura al bien, a la verdad, a Dios, en medio de un mundo a menudo inexplicable y acosado por el poder del mal. Significa que el hombre busque con todas las fuerzas y con gran sobriedad hacer lo que es justo, no viviendo según sus propios deseos, sino según la orientación de la fe. Todo eso está explicado en las parábolas escatológicas de Jesús, particularmente en la del siervo vigilante (cf. Lc 12,42-48) y, de otra manera, en la de las vírgenes necias y las vírgenes prudentes (cf. Mt 25,1-13). Pero ¿cuál es la situación de la existencia cristiana respecto al retorno del Señor? ¿Lo esperamos de buena gana o no? Ya Cipriano de Cartago (+ 258) se vio en la necesidad de exhortar a sus lectores a que el temor ante las grandes catástrofes o ante la muerte no les alejara de la oración por el retorno de Cristo. ¿Debemos acaso apreciar más el mundo que está declinando que al Señor que, no obstante, esperamos? El Apocalipsis termina con la promesa del retorno del Señor e implorando que se cumpla: «El que atestigua esto responde: "Sí, vengo enseguida". Amén. ¡Ven, Señor Jesús!» (22,20). Es la oración de la persona enamorada que, en la ciudad asediada y oprimida por tantas amenazas y los horrores de la destrucción, espera necesariamente con afán la llegada del Amado, que tiene el poder de romper elasedio y traer la salvación. Es el grito lleno de esperanza que anhela la cercanía de Jesús en una situación de peligro, en la que sólo El puede ayudar. Pablo pone al final de la Primera Carta a los Corintios la misma oración según la formulación aramea, pero que puede ser dividida y, por tanto, también entendida de dos maneras diferentes: «Marana tha» («Ven, Señor»), o bien, «Maran atha» («El Señor viene»). En este doble modo de lectura se puede ver claramente la peculiaridad de la espera cristiana de la llegada de Jesús. Es al mismo tiempo el grito: «Ven»; y la certeza llena de gratitud: «Él viene». Sabemos por la Didaché (ca. 100) que este grito formaba parte de las plegarias litúrgicas de la celebración eucarística de los primeros cristianos; aquí se encuentra también concretamente la unidad de los dos modos de lectura. Los cristianos invocan la llegada definitiva de Jesús y ven al mismo tiempo con alegría y gratitud que ya ahora Él anticipa esta llegada: ya ahora viene a estar entre nosotros. La oración cristiana por el retorno de Jesús contiene siempre también la experiencia de su presencia. Esta plegaria nunca se refiere exclusivamente al futuro. Sigue siendo válido precisamente lo que ha dicho el Resucitado: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Él está con nosotros ahora, y de modo particularmente denso en la presencia eucarística. Pero, viceversa, la experiencia cristiana de la presencia lleva también en sí misma la tensión hacia el futuro, hacia la presencia definitivamente cumplida: la presencia de ahora no es todavía completa. Impulsa más allá de ella misma. Nos pone en camino hacia lo definitivo. Me parece oportuno aclarar aún, mediante dos expresiones diferentes de la teología, esta tensión intrínseca de la espera cristiana del retorno, espera que ha de caracterizar la vida y la oración cristiana. En el primer domingo de Adviento, el breviario romano propone a los orantes una catequesis de Cirilo de Jerusalén (Cat. XV,1-3: PG 33,870-874), que comienza con estas palabras: «Anunciamos la venida de Cristo, pero no una sola, sino también una segunda... Pues casi todas las cosas son dobles en nuestro Señor Jesucristo. Doble es su nacimiento: uno de Dios, desde toda la eternidad; otro de la Virgen en la plenitud de los tiempos. Es doble también su descenso: el primero silencioso..., el otro manifiesto, todavía futuro». Esta doctrina sobre la doble venida ha dejado su sello en el cristianismo y forma parte del núcleo del anuncio del Adviento. Todo esto es correcto, pero insuficiente. Apenas unos días después, el miércoles de la primera semana de Adviento, el breviario ofrece una interpretación tomada de las homilías de Adviento de san Bernardo de Claraval, en la cual se expresa una visión complementaria. En ella se lee: «Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia (adventus medius)... En la primera venida, el Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en espíritu y poder; y, en la última, en gloria y majestad» (In Adventu Domini, serm. III, 4.V, 1: PL 183, 45A.5050C-D). Para confirmar su tesis, Bernardo se remite a Juan 14,23: «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él». Se habla explícitamente de una «venida» del Padre y del Hijo: es la escatología del presente, que Juan desarrolla. En ella no se abandona la espera de la llegada definitiva que cambiará el mundo, pero muestra que el tiempo intermedio no está vacío: en él está precisamente el adventus medius, la llegada intermedia de la que habla Bernardo. Esta presencia anticipadora forma parte sin duda de la escatología cristiana, de la existencia cristiana. Aunque la expresión adventus medius era desconocida antes de Bernardo, su contenido existía ya desde el principio en toda la tradición cristiana de distintas maneras. Recordemos que san Agustín, por ejemplo, veía las palabras del anuncio en la nube sobre la que viene el Juez universal: las palabras del mensaje transmitidas por los testigos son la nube en la que Cristo viene al mundo; ya ahora. Así se prepara al mundo para la venida definitiva. Las modalidades de esta «venida intermedia» son múltiples: el Señor viene en su Palabra; viene en los sacramentos, especialmente en la santa Eucaristía; entra en mi vida mediante palabras o acontecimientos. Pero hay también modalidades de dicha venida que hacen época. El impacto de dos grandes figuras —Francisco y Domingo— entre los siglos XII y XIII, ha sido un modo en que Cristo ha entrado de nuevo en la historia, haciendo valer de nuevo su palabra y su amor; un modo con el cual ha renovado la Iglesia y ha impulsado la historia hacia sí. Algo parecido podemos decir de las figuras de los santos del siglo XVI: Teresa de Avila, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, llevan consigo nuevas irrupciones del Señor en la historia confusa de su siglo, que andaba a la deriva alejándose de Él. Su misterio, su figura, aparece nuevamente; y, sobre todo, se hace presente de un modo nuevo su fuerza, que transforma a los hombres y plasma la historia. Por tanto, ¿podemos orar por la venida de Jesús? ¿Podemos decir con sinceridad: «¡Marana tha!: ¡Ven, Señor Jesús!»? Sí, podemos y debemos. Pedimos anticipaciones de su presencia renovadora del mundo. En momentos de tribulación personal le imploramos: Ven, Señor Jesús, y acoge mi vida en la presencia de tu poder bondadoso. Le rogamos que se haga cercano a los que amamos o por los que estamos preocupados. Pidámosle que se haga presente con eficacia en su Iglesia. Y ¿por qué no le pedimos también que nos dé hoy nuevos testigos de su presencia, en los que Él mismo se acerque a nosotros? Y esta oración, que no apunta directamente al fin del mundo, pero que es una verdadera súplica de su venida, conlleva toda la amplitud de aquella oración que Él mismo nos ha enseñado: «Venga a nosotros tu reino», ¡Ven, Señor Jesús! Volvamos una vez más a la conclusión del Evangelio de Lucas. Jesús llevó a los suyos cerca de Betania, se nos dice. «Levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo» (24,50s). Jesús se va bendiciendo, y permanece en la bendición. Sus manos quedan extendidas sobre este mundo. Las manos de Cristo que bendicen son como un techo que nos protege. Pero son al mismo tiempo un gesto de apertura que desgarra el mundo para que el cielo penetre en él y llegue a ser en él una presencia. En el gesto de las manos que bendicen se expresa la relación duradera de Jesús con sus discípulos, con el mundo. En el marcharse, Él viene para elevarnos por encima de nosotros mismos y abrir el mundo a Dios. Por eso los discípulos pudieron alegrarse cuando volvieron de Betania a casa. Por la fe sabemos que Jesús, bendiciendo, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Ésta es la razón permanente de la alegría cristiana.

jueves, 31 de julio de 2014

LA GRANDEZA DEL SER HUMANO ES SU SEMEJANZA CON DIOS

A todas las amenazas contra el hombre, derivadas del cálculo del poder y de lo útil, se opone la luminosa palabra de Dios con la que el Génesis introduce el relato de la creación del hombre: «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» Ante el tema de este convenio internacional, emergen en mí recuerdos inquietantes. Os ruego que me permitáis contaros, a manera de introducción, esta experiencia personal que nos lleva al año 1941, al tiempo de la guerra y del régimen nacionalsocialista. Una de nuestras tías, a la que visitábamos frecuentemente, era madre de un robusto muchacho que era algún año más joven que yo, pero mostraba progresivamente los indicios típicos del síndrome de Down. Suscitaba simpatía por la simplicidad de su mente ofuscada; y su madre que ya había perdido una hija por muerte prematura, le estaba sinceramente aficionada. Pero en 1941 las autoridades del Tercer Reich ordenaron que el chico debía ser llevado a un asilo para recibir una mejor asistencia. Todavía no se sospechaba nada de la operación de eliminación de los discapacitados mentales, ya iniciada. Poco tiempo después llegó la noticia de que el niño había muerto de pulmonía y su cuerpo había sido incinerado. Desde aquel momento se multiplicaron las noticias de este estilo. En el pueblo en que habíamos vivido antes, visitábamos de buena gana a una viuda que había quedado sin hijos y se alegraba por la visita de los niños del vecindario. La pequeña propiedad que había heredado de su padre apenas podía darle para vivir, pero tenía buen ánimo, aunque no sin algún temor por el futuro. Más tarde supimos que la soledad en la que se hallaba cada vez más sumergida, había nublado más y más su mente: el temor por el futuro se había hecho patológico, de manera que apenas se atrevía a comer, porque temía siempre por el mañana en el que tal vez quedaría sin comida que llevarse a la boca. La clasificaron como trastornada mentalmente, fue llevada a un asilo y también en este caso pronto llegó la noticia de que había muerto de pulmonía. Poco después en nuestro actual pueblo sucedió la misma cosa: la pequeña finca, junto a nuestra casa, estaba confiada a los cuidados de tres hermanos solteros, a quienes pertenecía. Eran considerados enfermos mentales, pero estaban en condiciones de ocuparse de su casa y de su propiedad. También ellos desaparecieron en un asilo y poco después se nos dijo que habían muerto. A este punto ya no cabía tener dudas de cuanto estaba sucediendo: se trataba de una sistemática eliminación de cuantos no eran considerados como productivos. El Estado se había arrogado el derecho de decidir quién merecía vivir y quién debía ser privado de la existencia en beneficio de la comunidad y de sí mismo, porque no podía ser útil a los demás ni a sí mismo. A los horrores de la guerra, que se hacían cada vez más sensibles, este hecho añadió un nuevo temor: advertíamos la helada frialdad de esta lógica de la utilidad y del poder. Sentíamos que el asesinato de esas personas nos humillaba y amenazaba a todos nosotros, a la esencia humana que había en nosotros: si la paciencia y el amor dedicados a las personas que sufren son eliminados de la existencia humana por considerarlos como una pérdida de tiempo y de dinero, no se hace el mal sólo a los que mueren, sino que en ese caso se mutilan en su espíritu incluso los que sobreviven. Nos dábamos cuenta de que allí donde el misterio de Dios, su dignidad intocable en cada hombre, se deja de respetar no sólo se ve amenazado cada individuo, sino que es todo el género humano quien está en peligro. En el silencio paralizador, en el temor que nos bloqueaba a todos, fue como una liberación cuando el Cardenal von Galen levantó su voz y rompió la parálisis del miedo para defender en los discapacitados mentales al hombre mismo, imagen de Dios. A todas las amenazas contra el hombre, derivadas del cálculo del poder y de lo útil, se opone la luminosa palabra de Dios con la que el Génesis introduce el relato de la creación del hombre: «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza», «faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram», traduce la Vulgata (Gen 1, 26). Pero ¿qué se entiende con esta palabra? ¿En qué consiste la semejanza divina del hombre? El término, en el Antiguo Testamento es, por decirlo así, un monolito; no vuelve a aparecer en el Antiguo Testamento judío, si bien el Salmo 8 --«¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él?»-- revela un parentesco interior. Sólo se repite en la literatura sapiencial. El Sirácide (17, 2) fundamenta la grandeza del ser humano en lo mismo, sin querer dar propiamente una interpretación del significado de la semejanza con Dios. El libro de la Sabiduría (2, 23) da un paso más y ve el ser imagen de Dios esencialmente fundamentado en la inmortalidad del hombre: lo que hace de Dios, Dios, y le distingue de la criatura es precisamente su inmortalidad y perennidad. Imagen de Dios es la criatura precisamente por el hecho de que participa de su inmortalidad --no por su naturaleza, sino como don del Creador--. La orientación a la vida eterna es lo que hace del hombre el correspondiente creado por Dios. Esta reflexión podría continuar y también se podría decir: vida eterna significa algo más que una simple subsistencia eterna. Está llena de sentido y por eso es una vida que merece y que es capaz de eternidad. Una realidad puede ser eterna sólo a condición de que participe de lo que es eterno: de la eternidad de la verdad y del amor. Así pues, orientación a la eternidad sería orientación a la eterna comunión de amor con Dios; y la imagen de Dios remitiría por su naturaleza más allá de la vida terrena. No podría ser de ningún modo determinada estadísticamente, no podría estar ligada a una cualidad particular, sino que sería tensión hacia más allá del tiempo de la vida terrena; podría entenderse sólo en la tensión al futuro, en la dinámica hacia la eternidad. Quien niega la eternidad, quien ve al hombre sólo como intramundano, no tendría en línea de principios posibilidad alguna de penetrar en la esencia de la semejanza con Dios. Pero esto sólo se insinúa en el libro de la Sabiduría y no está desarrollado posteriormente. Así el Antiguo Testamento nos deja con una cuestión abierta, y se debe dar razón a Epifanio que, frente a todos los intentos de concretar el contenido de la semejanza divina, afirma que no se debe «tratar de definir dónde se coloca la imagen, sino confesar su existencia en el hombre, si no se quiere ofender la gracia de Dios» (Panarion, LXX, 2, 7). Pero nosotros, cristianos, leemos en realidad el Antiguo Testamento siempre en la totalidad de la única Biblia, en la unidad con el Nuevo Testamento, y recibimos de éste la clave para comprender rectamente los textos. Al igual que sucede en el relato de la creación --«En el principio creó Dios»--, que recibe su correcta interpretación sólo con la lectura de san Juan --«en el principio era el Verbo»--, lo mismo sucede aquí. Naturalmente, en este momento no puedo presentar, en el marco de una breve prolusión, la rica serie de testimonios del Nuevo Testamento acerca de nuestro problema. Simplemente trataré de evocar dos temas. Ante todo se debe observar como hecho más importante que en el Nuevo Testamento Cristo es designado como «la imagen de Dios» (2 Co 4, 4; Col 1, 15). Los Padres hecho aquí una observación lingüística, que tal vez no es tan sostenible, pero ciertamente corresponde a la orientación interior del Nuevo Testamento y de su reinterpretación del Antiguo. Dicen que sólo de Cristo se nos enseña que él es «la imagen de Dios», el hombre, en cambio, no es la imagen, sino «ad imaginem», creado a imagen, según la imagen. Llega a ser imagen de Dios, en la medida en que entra en comunión con Cristo, se conforma con él. En otras palabras: la imagen originaria del hombre, que a su vez representa la imagen de Dios, es Cristo, y el hombre es creado a partir de su imagen, sobre su imagen. La criatura humana es al mismo tiempo proyecto preliminar de cara a Cristo, es decir, Cristo es la idea fundamental del Creador y forma al hombre de cara a él, a partir de esta idea fundamental. El dinamismo ontológico y espiritual, que encierra esta concepción, se hace particularmente evidente en Romanos 8, 29 y 1 Corintios 15, 49, y también en 2 Corintios 4, 6. Según Romanos 8, 29, los hombres son predestinados «a ser conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el Primogénito entre muchos hermanos». Esta conformación con la imagen de Cristo se cumple en la resurrección, en la que él nos ha precedido --pero la resurrección, es necesario recordarlo-- presupone la cruz. La primera Carta a los Corintios distingue entre el primer Adán, que se hace «ánima viviente» (15, 14; Cf. Gen 2, 7) y el último Adán, que se hace Espíritu donador de vida. «Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste» (15, 49). Aquí está representada con toda claridad la tensión interior del ser humano entre fango y espíritu, tierra y cielo, origen terreno y futuro divino. Esta tensión del ser humano en el tiempo y más allá del tiempo pertenece a la esencia del hombre. Y esta tensión lo determina precisamente en medio de la vida en este tiempo. Él está siempre en camino hacia sí mismo o se aleja de sí mismo; está en camino hacia Cristo o se aleja de él. Se acerca a su imagen originaria o la esconde y la arruina. El teólogo de Innsbruck F. Lakner ha expresado felizmente esta concepción dinámica de la semejanza divina del hombre, característica del Nuevo Testamento, de esta manera: «El ser imagen de Dios del hombre se funda en la predestinación a la filiación divina a través de la incorporación mística en Cristo»; el ser imagen es, por lo tanto, finalidad connatural en el hombre desde la creación, «hacia Dios por medio de la participación en la vida divina en Cristo». De este modo nos acercamos a la cuestión decisiva para nuestro tema: esta semejanza divina, ¿puede ser destruida esta imagen de Dios? y eventualmente, ¿cómo? ¿Existen seres humanos que no son imagen de Dios? La Reforma, en su radicalización de la doctrina del pecado original había respondido afirmativamente a esta pregunta y había dicho: sí, con el pecado el hombre puede destruir en sí mismo la imagen de Dios, de hecho la ha destruido. Efectivamente el hombre pecador, que no quiere reconocer a Dios y no respeta al hombre o incluso lo mata, no representa la imagen de Dios, sino que la desfigura, contradice a Dios, que es Santidad, Verdad y Bondad. Recordando lo dicho al comienzo, esto puede y debe llevarnos a la pregunta: ¿en quién está más oscurecida la imagen de Dios, más desfigurada y extinguida, en el frío asesino, consciente de sí mismo, potente y quizá incluso inteligente, que se hace a sí mismo Dios y se burla de Dios, o en el inocente que sufre, en el que la luz de la razón resbala hasta hacerse sumamente débil hasta el punto de que ya no se percibe? Pero la pregunta es prematura en este momento. Antes tenemos que decir: la tesis radical de la Reforma se ha demostrado insostenible, precisamente a partir de la Biblia. El hombre es imagen de Dios en cuanto hombre. Y en tanto que es hombre, es un ser humano, tiende misteriosamente a Cristo, al Hijo de Dios hecho hombre y, por lo tanto, orientado al misterio de Dios. La imagen divina está ligada a la esencia humana en cuanto tal y el hombre no tiene la capacidad de destruirla completamente. Pero lo que ciertamente el hombre puede hacer es desfigurar la imagen, la contradicción interior con ella. Aquí hay que citar de nuevo a Lakner: «...la fuerza divina brilla precisamente en la herida causada por las contradicciones... en este mundo el hombre como imagen de Dios es, por lo tanto, el hombre crucificado». Entre la figura del Adán terrenal formado con el fango, que Cristo junto con nosotros ha asumido en la encarnación y la gloria de la resurrección, está la cruz: el camino de las contradicciones y de las alteraciones de la imagen hacia la conformación con el Hijo, en el que se manifiesta la gloria de Dios, pasa a través del dolor de la cruz. Entre los Padres de la Iglesia, Máximo el Confesor ha reflexionado más que otros sobre esta relación entre semejanza divina y cruz. El hombre, que es llamado a la «sinergia», a la colaboración con Dios, en cambio se ha opuesto a él. Esta oposición es «una agresión a la naturaleza del hombre». «Desfigura el verdadero rostro del hombre, la imagen de Dios, pues aparta al hombre de Dios y lo encierra en sí mismo y erige entre los hombres la tiranía del egoísmo». Cristo, desde el interior de la misma naturaleza humana, ha superado este contraste, transformándolo en comunión: la obediencia de Jesús, su morir a sí mismo, se convierte en el verdadero éxodo que libera al hombre de su decadencia interior, conduciéndolo a la unidad con el amor de Dios. El crucificado se hace así «imagen del amor»; precisamente en el crucificado, en su rostro herido y golpeado, el hombre se hace de nuevo transparencia de Dios, la imagen de Dios vuelve a brillar. Así la luz del amor divino descansa precisamente sobre las personas que sufren, en las que el esplendor de la creación se ha oscurecido exteriormente; porque ellas de modo particular son semejantes a Cristo crucificado, a la imagen del amor, se han acercado en una particular comunidad con el único que es la imagen misma de Dios. Podemos extender a ellos la frase que Tertuliano formuló con referencia a Cristo: «Por mísero que pueda haber sido su pobre cuerpo..., él siempre será mi Cristo» (Adv. Marc. III, 17, 2). Por grande que sea su sufrimiento, por desfigurados y ofuscados que puedan ser en su existencia humana, serán siempre los hijos predilectos de nuestro Señor, serán siempre de modo particular su imagen. Fundándose en la tensión entre ocultación y futura manifestación de la imagen de Dios, se puede aplicar a nuestra cuestión la frase de la primera Carta de Juan: «ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos» (3, 2). Amamos en todos los seres humanos, pero sobre todo en los que sufren, en los discapacitados mentales, lo que serán y lo que en realidad ya son desde ahora. Ya desde ahora son hijos de Dios --a imagen de Cristo--, aunque aún no se ha manifestado lo que llegarán a ser. Cristo en la Cruz se ha asemejado definitivamente a los más pobres, a los más indefensos, a los que más sufren, a los más abandonados, a los más despreciados. Y entre éstos están aquellos de los que nuestro coloquio se ocupa hoy, aquellos cuya alma racional no llega a expresarse perfectamente mediante un cerebro débil o enfermo, como si por una u otra razón la materia se resistiera a ser asumida por parte del espíritu. Aquí Jesús revela lo esencial de la humanidad, lo que es su verdadero cumplimiento, no la inteligencia, ni la belleza y menos aún la riqueza o el placer, sino la capacidad de amar y de aceptar amorosamente la voluntad del Padre, por desconcertante que sea. Pero la pasión de Jesús desemboca en su resurrección. Cristo resucitado es el punto culminante de la historia, el Adán glorioso hacia el que tendía ya el primer Adán, el Adán «terreno». Así se manifiesta el fin del proyecto divino: todo hombre está en camino del primero al segundo Adán. Ninguno de nosotros es todavía él mismo. Cada uno debe llegar a serlo, como el grano de trigo que debe morir para dar fruto, como Cristo resucitado es infinitamente fecundo porque se ha dado infinitamente. Una de las grandes alegrías de nuestro paraíso será sin duda descubrir las maravillas que el amor habrá operado en nosotros y las que habrá operado en cada uno de nuestros hermanos y hermanas y en los más enfermos, los más desfavorecidos, en los más dañados, en los que más sufren, mientras nosotros ni siquiera comprendíamos como eran capaces de amar, mientras su amor permanecía oculto en el misterio de Dios. Sí, una de nuestras alegrías será descubrir a nuestros hermanos y hermanas en todo el esplendor de su humanidad, en todo su esplendor de imágenes de Dios. La Iglesia cree en ese esplendor futuro. Quiere subrayar atentamente la mínima señal que lo deje entrever. Porque en el más allá cada uno de nosotros brillará en la medida en que haya imitado a Cristo, en el contexto y con las posibilidades que le hayan sido dadas. Pero permítanme ahora dar testimonio del amor de la Iglesia por las personas que sufren. Sí, la Iglesia os ama. No sólo tiene por vosotros la «predilección» natural de la madre por los hijos que más sufren. No sólo se admira ante lo que seréis, sino ante lo que ya sois: imágenes de Cristo. Imágenes de Cristo que hay que honrar, respetar, ayudar en lo posible, ciertamente, pero sobre todo imágenes de Cristo portadoras de un mensaje esencial sobre la verdad del hombre. Un mensaje que tendemos a olvidar: nuestro valor ante Dios no depende de la inteligencia, ni de la estabilidad del carácter, ni de la salud, que nos permiten tantas actividades de generosidad. Estos aspectos podrían desaparecer en todo momento. Nuestro valor ante Dios depende solamente de la opción que hayamos hecho de amar lo más posible, de amar lo más posible en la verdad. Decir que Dios nos ha creado a su imagen, significa decir que ha querido que cada uno de nosotros manifieste un aspecto de su esplendor infinito, que tiene un proyecto sobre cada uno de nosotros, que cada uno de nosotros está destinado a entrar, por el itinerario que le es propio, en la bienaventurada eternidad. La dignidad del hombre no es algo que se impone a nuestros ojos, no es mesurable ni calificable, se escapa a los parámetros de la razón científica o técnica; pero nuestra cultura, nuestro humanismo, sólo han progresado en la medida en que esta dignidad ha sido más universalmente y más plenamente reconocida a un mayor número de personas. Cada vuelta atrás en este movimiento de expansión, cada ideología o acción política que deje a seres humanos fuera de la categoría de quienes merecen respeto, indicará un regreso a la barbarie. Y sabemos que desafortunadamente la amenaza de nuestra barbarie gravita siempre sobre nuestros hermanos y hermanas que sufren una limitación o una enfermedad mental. Una de nuestras tareas de cristianos es dar a conocer, respetar y promover plenamente su humanidad, su dignidad y su vocación de criaturas a imagen y semejanza de Dios. Quiero aprovechar esta ocasión que se me ofrece para agradecer a cuantos, con la reflexión o la investigación, el estudio o los diversos cuidados, se comprometen a hacer cada vez más reconocible esta imagen.

DIÁLOGO DE LA RAZÓN Y LA FE

El eco que ha encontrado el proyecto de ética global presentado por Hans Küng muestra, en cualquier caso, que la cuestión está abierta. Y eso no cambia aunque se acepte la perspicaz crítica que Spaemann dirige a ese proyecto, ya que a los dos factores mencionados anteriormente se añade otro: en el proceso del encuentro y la interpenetración de las culturas se han quebrado, en gran parte, una serie de certezas éticas que hasta ahora resultaban fundamentales. La cuestión de qué es realmente el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de respuesta. Me parece evidente que la ciencia como tal no puede generar una ética, y que, por lo tanto, no puede obtenerse una conciencia ética renovada como producto de los debates científicos. Por otro lado, es indiscutible que la modificación fundamental de la imagen del mundo y el ser humano a consecuencia del incremento del conocimiento científico ha contribuido decisivamente a la ruptura de las antiguas certezas morales. Por lo tanto, sí existe una responsabilidad de la ciencia hacia el ser humano como tal, y especialmente una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de modo crítico el desarrollo de las distintas ciencias y analizar críticamente las conclusiones precipitadas y certezas aparentes acerca de la verdadera naturaleza del ser humano, su origen y el propósito de su existencia o, dicho de otro modo, expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos con los que a menudo se mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las dimensiones más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la ciencia sólo permite mostrar aspectos parciales. Poder sometido a la fuerza de la ley En un sentido concreto, es tarea de la política someter el poder al control de la ley a fin de garantizar que se haga un uso razonable de él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley. El poder sometido a la ley y puesto a su servicio es el polo opuesto a la violencia, que entendemos como ejercicio del poder prescindiendo del derecho y quebrantándolo. Por eso es importante para toda sociedad superar la tendencia a desconfiar del Derecho y de sus ordenamientos, pues sólo así puede cerrarse el paso a la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como algo compartido por toda la comunidad. La libertad sin ley es anarquía y, por ende, destrucción de la libertad. La desconfianza hacia la ley y la revuelta contra la ley se producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una Justicia al servicio de todos y se convierta en producto de la arbitrariedad, en abuso por parte de los que tienen el poder para hacer las leyes. La tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en fin, a otra cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos que tienen el poder de legislar? Por un lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley, pero por el otro también la cuestión de cuáles son sus propias proporciones internas. La necesidad de que la ley no sea instrumento de poder de unos pocos, sino expresión del interés común de todos parece, al menos en primera instancia, satisfecha gracias a los instrumentos de la formación democrática de la voluntad popular, ya que éstos permiten la participación de todos en la creación de la ley, y en consecuencia la ley pertenece a todos y puede y debe ser respetada como tal. Efectivamente, el hecho de que se garantice la participación colectiva en la creación de las leyes y en la administración justa del poder es el motivo fundamental para considerar que la democracia es la forma más adecuada de ordenamiento político. Y, sin embargo, a mi juicio, queda una pregunta por responder. Dado que difícilmente puede lograrse la unanimidad entre los seres humanos, los procesos de decisión deben echar mano imprescindiblemente de mecanismos como, por un lado, la delegación y, por el otro, la decisión de la mayoría, esta última de distintos grados según la importancia de la cuestión a decidir. Pero las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La historia nos proporciona sobrados ejemplos de ello. Cuando una mayoría, por grande que sea, sojuzga mediante leyes opresoras a una minoría, por ejemplo, religiosa o racial, ¿puede hablarse de justicia o, incluso, de derecho en sentido estricto? Así, el principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la cuestión de los fundamentos éticos del Derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca pueden ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas o, inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas y que, por lo tanto, estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban ser respetadas siempre por ésta. La era contemporánea ha formulado, en las diferentes declaraciones de los derechos humanos, un repertorio de elementos normativos de ese tipo y los ha sustraído al juego de las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos valores. Pero esa clase de autolimitación de la indagación también tiene carácter filosófico. Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que tienen su origen en la esencia del ser humano y que por tanto son intocables para todos los poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a hablar del alcance de una representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día esa evidencia no está reconocida ni mucho menos en todas las culturas. El islam ha definido un catálogo propio de los derechos humanos, divergente del occidental. En China impera hoy una forma cultural procedente de Occidente, el marxismo, pero eso no impide a sus dirigentes preguntarse -si estoy bien informado- si los derechos humanos no serán acaso un invento típicamente occidental que debe ser cuestionado. Nuevas formas de poder y su control Cuando se habla de la relación entre el poder y la ley, y de los orígenes del Derecho, debe contemplarse también con atención el fenómeno del poder mismo. No pretendo definir la naturaleza del poder como tal, sino esbozar los desafíos que se derivan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado en los últimos cincuenta años. En los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, imperaba el horror ante el nuevo poder de destrucción que había adquirido el ser humano con la invención de la bomba atómica. El hombre se veía de repente capaz de destruirse a sí mismo y también de destruir su planeta. Se imponía la siguiente pregunta: ¿Qué mecanismos políticos son necesarios para impedir esa destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos mecanismos y hacerlos efectivos? ¿Cómo pueden movilizarse las fuerzas éticas capaces de dar cuerpo a esas formas políticas y dotarlas? La guerra nuclear durante un largo período fue la competencia entre los bloques de poder opuestos y su temor a desencadenar su propia destrucción si provocaban la del otro. La limitación recíproca del poder y el temor por la propia supervivencia se revelaron como las únicas fuerzas capaces de salvar a la humanidad. Lo que nos angustia en nuestros días no es el temor a una guerra a gran escala, sino el miedo al terror omnipresente, que puede golpear eficazmente en cualquier momento y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no necesita una guerra a gran escala para hacer imposible la vida en el planeta. Los poderes anónimos del terror, que pueden hacerse presentes en todo lugar, son lo bastante fuertes como para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin excluir que elementos criminales puedan tener acceso a los grandes potenciales de destrucción y desencadenar así el caos a escala mundial desde fuera de las estructuras políticas. Así, la cuestión en torno de la ley y la ética se ha desplazado hacia otro terreno: ¿de qué fuentes se alimenta el terrorismo? ¿Cómo podemos poner freno desde dentro a esa nueva enfermedad del género humano? A este respecto, resulta muy inquietante que el terrorismo consiga, aunque sea parcialmente, dotarse de legitimidad. Los mensajes de Ben Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos excluidos y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a la soberbia de éstos y a su autoritarismo y crueldad sacrílegos. Parece claro que esa clase de motivaciones resultan convincentes para las personas que viven en determinados entornos sociales y políticos. En parte, el comportamiento terrorista también es presentado como defensa de la tradición religiosa frente al carácter impío de la sociedad occidental. En este punto cabe hacerse una pregunta sobre la que igualmente deberemos volver después: si el terrorismo se alimenta también del fanatismo religioso -y, efectivamente, así es-, ¿debemos considerar la religión un poder redentor y salvífico o más bien una fuerza arcaica y peligrosa que erige falsos universalismos y conduce, con ellos, a la intolerancia y el terror? ¿No debería la religión ser sometida a la tutela de la razón y limitada severamente? Y, en tal caso, ¿quién sería capaz de hacerlo? ¿Cómo habría que hacerlo? Pero la pregunta más importante sigue siendo si la religión se pudiera ir suprimiendo paulatinamente, si se pudiera ir superando, ¿representaría tal cosa un necesario progreso de la humanidad en su camino hacia la libertad y la tolerancia universal o no? En los últimos tiempos, ha pasado a primer plano otra forma de poder que, en principio, aparenta ser de naturaleza plenamente benéfica y digna de todo aplauso, pero que en realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza contra el ser humano. Hoy, el hombre es capaz de crear hombres, de fabricarlos en una probeta, por así decirlo. El ser humano se convierte así en producto, y con ello se invierte radicalmente la relación del ser humano consigo mismo. Ya no es un regalo de la naturaleza o del Dios creador: es un producto de sí mismo. El hombre ha penetrado en el sancta sanctorum del poder, ha descendido al manantial de su propia existencia. La tentación de intentar construir ahora, por fin, el ser humano correcto, de experimentar con seres humanos, y la tentación de ver al ser humano como un desecho y en consecuencia quitarlo de en medio no es ninguna creación fantasiosa de moralistas enemigos del progreso. Si antes habíamos de preguntarnos si la religión es realmente una fuerza moral positiva, ahora debemos poner en duda que la razón sea una potencia fiable. Al fin y al cabo, también la bomba atómica fue un producto de la razón; al fin y al cabo, la crianza y selección de seres humanos han sido también concebidos por la razón. ¿No sería, pues, ahora la razón lo que debe ser sometido a vigilancia? Pero ¿quién o qué se encargaría de ello? ¿O quizá sería mejor que la religión y la razón se limitaran recíprocamente, se contuvieran la una a la otra y se ayudaran mutuamente a enfilar el buen camino? En este punto se plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una sociedad global con sus mecanismos de poder y con sus fuerzas desencadenadas, así como con sus diferentes puntos de vista acerca del derecho y la moral, es posible encontrar una evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de motivación y autoridad para dar respuesta a los desafíos que he apuntado y ayudar a superarlos. Ley, naturaleza, razón En este punto se impone ante todo echar una mirada a situaciones históricas comparables a la nuestra, suponiendo que sea posible la comparación. En cualquier caso, vale la pena recordar brevemente que Grecia también tuvo su propia Ilustración, que la validez del Derecho fundamentado en lo divino dejó de ser evidente y que se hizo necesario indagar en busca de fundamentos más profundos del derecho. Así nació la idea de que, frente al derecho positivo, que podía ser injusto, debía existir un derecho que surgiera de la naturaleza, de la esencia del hombre, y que había que encontrarlo y usarlo para corregir los defectos del derecho positivo. En una época más cercana a nosotros, podemos examinar la doble fractura que se produjo en la conciencia europea en el inicio de la modernidad, y que puso las bases para una nueva reflexión sobre el contenido y los orígenes del Derecho. En primer lugar, está el desbordamiento de las fronteras del mundo europeo-cristiano, que se consumó con el descubrimiento de América. En ese momento, se entró en contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y el derecho cristiano, que hasta entonces había sido el origen y el modelo de la ley para todos. No había nada en común con esos pueblos en el terreno jurídico. Pero ¿eso significaba que carecían de leyes, como algunos afirmaron -y pusieron en práctica- por entonces, o bien había que postular la existencia de un Derecho que, situado por encima de todos los sistemas jurídicos, vinculara y guiara a los seres humanos cuando entraran en contacto con diferentes culturas? Ante esa situación, Francisco de Vitoria puso nombre a una idea que ya estaba flotando en el ambiente: la del ius gentium (literalmente, el derecho de los pueblos), donde la palabra gentes se asocia, sobre todo, a la idea de paganos, de no cristianos. Se trata de una concepción del Derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo, y que debe regular la correcta relación entre todos los pueblos. La segunda fractura en el mundo cristiano se produjo dentro de la cristiandad misma debido al cisma, que dividió la comunidad de los cristianos en diversas comunidades opuestas entre sí, a veces de modo hostil. De nuevo fue necesario desarrollar una noción del Derecho previa al dogma, o por lo menos una base jurídica mínima cuyos fundamentos no podían estar ya en la fe, sino en la naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grotius, Samuel von Pufendorf y otros desarrollaron la idea del derecho natural como una ley basada en la razón, que otorga a ésta la condición de órgano de construcción común del Derecho, más allá de las fronteras entre confesiones. El derecho natural ha seguido siendo -en especial en la Iglesia Católica- la figura de argumentación con la que se apela a la razón común en el diálogo con la sociedad secular y con otras comunidades religiosas y se buscan los fundamentos para un entendimiento en torno de los principios éticos del Derecho en una sociedad secular pluralista. Pero por desgracia, el derecho natural ha dejado de ser una herramienta fiable, de modo que en este diálogo renunciaré a basarme en él. La idea del derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en el que naturaleza y razón se daban la mano y la naturaleza misma era racional. Pero esta visión ha entrado en crisis con el triunfo de la teoría de la evolución. La naturaleza como tal, se nos dice, no es racional, aunque existan en ella comportamientos racionales: ése es el diagnóstico evolucionista, que hoy en día parece poco menos que indiscutible. De las diferentes dimensiones del concepto de naturaleza en las que se fundamentó originariamente el derecho natural, sólo permanece, pues, aquella que Ulpiano (principios del siglo III d.C.) resumió en la conocida frase: “Ius naturae est, quod natura omnia animalia docet” (el derecho natural es aquel que la naturaleza enseña a todos los animales). Pero, precisamente, esa idea no basta para nuestra indagación, en la que no se trata de aquello que afecta a todos los “animalia”, sino de cuestiones que corresponden específicamente al hombre, que han surgido de la razón humana y que no pueden resolverse sin recurrir a la razón. El último elemento que queda en pie del derecho natural (que en lo más hondo pretendía ser un derecho racional, por lo menos en la modernidad) son los derechos humanos, los cuales no son comprensibles si no se acepta previamente que el hombre por sí mismo, simplemente por su pertenencia a la especie humana, es sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de valores y normas, que pueden encontrarse, pero no inventarse. Quizás hoy en día la doctrina de los derechos humanos debería complementarse con una doctrina de los deberes humanos y los límites del hombre, y esto podría quizás ayudar a renovar la pregunta en torno de si puede existir una razón de la naturaleza y, por lo tanto, un derecho racional aplicable al hombre y su existencia en el mundo. Un diálogo de esas características sólo sería posible si se llevara a cabo y se interpretara a escala intercultural. Para los cristianos ese concepto tendría que ver con la Creación y el Creador. En el mundo hindú correspondería al concepto del Dharma, la ley interna del ser, y en la tradición china a la idea de los órdenes del cielo. La interculturalidad y sus consecuencias Antes de tratar de llegar a alguna conclusión, quisiera transitar brevemente por la senda en la que acabo de adentrarme. A mi entender, hoy la interculturalidad es una dimensión imprescindible de la discusión en torno de cuestiones fundamentales de la naturaleza humana, que no puede dirimirse únicamente dentro del cristianismo ni de la tradición racionalista occidental. Es cierto que ambos se consideran, desde su propia perspectiva, fenómenos universales, y lo son quizá también de iure (de derecho); pero de facto (de hecho) tienen que reconocer que sólo son aceptados en partes de la humanidad, y sólo para esas partes de la humanidad resultan comprensibles. Con todo, el número de las culturas en competencia es en realidad mucho más limitado de lo que podría parecer. Ante todo, es importante tener en cuenta que dentro de los diferentes espacios culturales no existe unanimidad, y todos ellos están marcados por profundas tensiones en el seno de su propia tradición cultural. En Occidente, esto salta a la vista. Aunque la cultura secular rigurosamente racional, de la que el señor Habermas nos acaba de dar un excelente ejemplo, ocupa un papel predominante y se concibe a sí misma como el elemento cohesionador, lo cierto es que la concepción cristiana de la realidad sigue siendo una fuerza activa. A veces, estos polos opuestos se encuentran más cercanos o más lejanos, y más o menos dispuestos a aprender el uno del otro o rechazarse mutuamente. También el espacio cultural islámico está atravesado por tensiones similares; hay una gran diferencia entre el absolutismo fanático de un Ben Laden y las posturas abiertas a la racionalidad y la tolerancia. El tercer gran espacio cultural, la civilización india o, más exactamente, los espacios culturales del hinduismo y del budismo, están también sujetos a tensiones parecidas, por más que, al menos desde nuestro punto de vista, puedan parecer menos dramáticas. También esas culturas, a su vez, se ven sometidas a la presión de la racionalidad occidental y a la de la fe cristiana, ambas presentes en sus ámbitos, y asimilan tanto una cosa como la otra de formas muy variables, sin dejar de mantener, pese a todo, su propia identidad. Las culturas tribales de Africa (y también las de América latina, que experimentan un resurgimiento gracias a la acción de determinadas teologías cristianas) completan el panorama. En buena parte parecen poner en cuestión la racionalidad occidental, pero al mismo tiempo también la aspiración universal de la revelación cristiana. ¿Qué se deduce de todo esto? Para empezar, tal como lo veo, el hecho de que las dos grandes culturas de Occidente, la de la fe cristiana y la de la racionalidad secular, no son universales, por más que ambas ejerzan una influencia importante, cada una a su manera, en el mundo entero y en todas las demás culturas. En ese sentido, la pregunta del colega de Teherán, a la que el señor Habermas ha hecho referencia, me parece de verdadera entidad; se preguntaba si desde el punto de vista de la sociología de la religión y la comparación entre culturas, no sería la secularización europea la anomalía necesitada de corrección. Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera necesario, buscar la clave de esa pregunta en la atmósfera intelectual de Carl Schmitt, Martin Heidegger y Leo Strauss, es decir, de una situación europea marcada por la fatiga del racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra racionalidad secular, por más plausible que aparezca a la luz de nuestra razón configurada a la manera de Occidente, no es capaz de acceder a toda ratio, y que, en su intento, de hacerse innegable, acaba topando con sus límites. Su evidencia está ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y debe reconocer que no es reproducible como tal en el conjunto de la humanidad y, en consecuencia, no puede ser operativa a escala global. En otras palabras, no existe una definición del mundo ni racional ni ética ni religiosa con la que todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte para todas las culturas; o, por lo menos, actualmente es inalcanzable. Por eso mismo, esa ética denominada global tampoco pasa de ser una mera abstracción. Conclusiones ¿Qué se puede hacer, pues? En lo que respecta a las consecuencias prácticas, estoy en gran medida de acuerdo con lo expuesto por el señor Habermas acerca de la sociedad postsecular, la disposición al aprendizaje y la autolimitación por ambas partes. Voy a resumir mi propio punto de vista en dos tesis y con ello concluiré mi intervención. •Hemos visto que en la religión existen patologías sumamente peligrosas, que hacen necesario contar con la luz divina de la razón como una especie de órgano de control encargado de depurar y ordenar una y otra vez la religión, algo que, por cierto, ya preveían los padres de la Iglesia. Pero, a lo largo de nuestras reflexiones, hemos visto igualmente que también existen patologías de la razón, de las que la humanidad, por lo general, hoy no es consciente. Existe una desmesurada arrogancia de la razón que resulta incluso más peligrosa debido a su potencial eficiencia: la bomba atómica, el ser humano entendido como producto. Por eso también la razón debe, inversamente, ser consciente de sus límites y aprender a prestar oído a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Cuando se emancipa por completo y pierde esa disposición al aprendizaje y esa relación correlativa, se vuelve destructiva. Hace poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar, afirmando que esa tesis no implica un inmediato “retorno a la fe”, sino “que nos liberemos de la idea enormemente falsa de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy, porque contradice su concepto humanista de la razón, la Ilustración y la libertad”. De acuerdo con esto, yo hablaría de la necesidad de una relación correlativa entre razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y redimirse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben reconocerlo frente al otro. •Esta regla básica debe concretarse en la práctica dentro del contexto intercultural de nuestro presente. Sin duda, los dos grandes agentes de esa relación correlativa son la fe cristiana y la racionalidad secular occidental. Esto puede y debe afirmarse sin caer en un equivocado eurocentrismo. Ambos determinan la situación mundial en una medida mayor que las demás fuerzas culturales. Pero eso no significa que las otras culturas puedan dejarse de lado como una especie de “quantité négligeable” (cantidad despreciable). Eso representaría una muestra de arrogancia occidental que pagaríamos muy cara y que, de hecho, ya estamos pagando en parte. Es importante que las dos grandes integrantes de la cultura occidental se avengan a escuchar y desarrollen una relación correlativa también con esas culturas. Es importante darles voz en el ensayo de una correlación polifónica, en el que ellas mismas descubran lo que razón y fe tienen de esencialmente complementario, a fin de que pueda desarrollarse un proceso universal de depuración en el que, al cabo, todos los valores y normas conocidos o intuidos de algún modo por los seres humanos puedan adquirir una nueva luminosidad, a fin de que aquello que mantiene unido al mundo recobre su fuerza efectiva en el seno de la humanidad.