DIÁLOGO DE LA RAZÓN Y LA FE
DIÁLOGO DE LA RAZÓN Y LA FE
El eco
que ha encontrado el proyecto de ética global presentado por Hans Küng muestra,
en cualquier caso, que la cuestión está abierta. Y eso no cambia aunque se
acepte la perspicaz crítica que Spaemann dirige a ese proyecto, ya que a los dos
factores mencionados anteriormente se añade otro: en el proceso del encuentro y
la interpenetración de las culturas se han quebrado, en gran parte, una serie de
certezas éticas que hasta ahora resultaban fundamentales. La cuestión de qué es
realmente el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el
bien, aunque sea en perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue
careciendo de respuesta.
Me
parece evidente que la ciencia como tal no puede generar una ética, y que, por
lo tanto, no puede obtenerse una conciencia ética renovada como producto de los
debates científicos. Por otro lado, es indiscutible que la modificación
fundamental de la imagen del mundo y el ser humano a consecuencia del incremento
del conocimiento científico ha contribuido decisivamente a la ruptura de las
antiguas certezas morales.
Por lo
tanto, sí existe una responsabilidad de la ciencia hacia el ser humano como tal,
y especialmente una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de
modo crítico el desarrollo de las distintas ciencias y analizar críticamente las
conclusiones precipitadas y certezas aparentes acerca de la verdadera naturaleza
del ser humano, su origen y el propósito de su existencia o, dicho de otro modo,
expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos con los que a
menudo se mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las dimensiones más
amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la ciencia sólo permite
mostrar aspectos parciales.
Poder sometido a la fuerza de la ley
En un
sentido concreto, es tarea de la política someter el poder al control de la ley
a fin de garantizar que se haga un uso razonable de él. No debe imponerse la ley
del más fuerte, sino la fuerza de la ley. El poder sometido a la ley y puesto a
su servicio es el polo opuesto a la violencia, que entendemos como ejercicio del
poder prescindiendo del derecho y quebrantándolo. Por eso es importante para
toda sociedad superar la tendencia a desconfiar del Derecho y de sus
ordenamientos, pues sólo así puede cerrarse el paso a la arbitrariedad y se
puede vivir la libertad como algo compartido por toda la comunidad. La libertad
sin ley es anarquía y, por ende, destrucción de la libertad. La desconfianza
hacia la ley y la revuelta contra la ley se producirán siempre que ésta deje de
ser expresión de una Justicia al servicio de todos y se convierta en producto de
la arbitrariedad, en abuso por parte de los que tienen el poder para hacer las
leyes.
La
tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en fin, a otra
cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar configurada para que sea
vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos que tienen el poder de
legislar?
Por un
lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley, pero por el otro
también la cuestión de cuáles son sus propias proporciones internas. La
necesidad de que la ley no sea instrumento de poder de unos pocos, sino
expresión del interés común de todos parece, al menos en primera instancia,
satisfecha gracias a los instrumentos de la formación democrática de la voluntad
popular, ya que éstos permiten la participación de todos en la creación de la
ley, y en consecuencia la ley pertenece a todos y puede y debe ser respetada
como tal. Efectivamente, el hecho de que se garantice la participación colectiva
en la creación de las leyes y en la administración justa del poder es el motivo
fundamental para considerar que la democracia es la forma más adecuada de
ordenamiento político.
Y, sin
embargo, a mi juicio, queda una pregunta por responder. Dado que difícilmente
puede lograrse la unanimidad entre los seres humanos, los procesos de decisión
deben echar mano imprescindiblemente de mecanismos como, por un lado, la
delegación y, por el otro, la decisión de la mayoría, esta última de distintos
grados según la importancia de la cuestión a decidir.
Pero
las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La historia nos proporciona
sobrados ejemplos de ello. Cuando una mayoría, por grande que sea, sojuzga
mediante leyes opresoras a una minoría, por ejemplo, religiosa o racial, ¿puede
hablarse de justicia o, incluso, de derecho en sentido estricto? Así, el
principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la cuestión de los
fundamentos éticos del Derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca pueden
ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas o,
inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas y
que, por lo tanto, estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban
ser respetadas siempre por ésta.
La era contemporánea ha formulado, en las diferentes declaraciones de los
derechos humanos, un repertorio de elementos normativos de ese tipo y los ha
sustraído al juego de las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy
bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos valores. Pero esa
clase de autolimitación de la indagación también tiene carácter filosófico.
Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que tienen su origen en
la esencia del ser humano y que por tanto son intocables para todos los
poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a hablar del alcance de una
representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día esa
evidencia no está reconocida ni mucho menos en todas las culturas. El islam ha
definido un catálogo propio de los derechos humanos, divergente del occidental.
En China impera hoy una forma cultural procedente de Occidente, el marxismo,
pero eso no impide a sus dirigentes preguntarse -si estoy bien informado- si los
derechos humanos no serán acaso un invento típicamente occidental que debe ser
cuestionado.
Nuevas formas de poder y su control
Cuando se habla de la relación entre el poder y la ley, y de los orígenes del
Derecho, debe contemplarse también con atención el fenómeno del poder mismo. No
pretendo definir la naturaleza del poder como tal, sino esbozar los desafíos que
se derivan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado en los últimos
cincuenta años.
En los
primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, imperaba el horror ante
el nuevo poder de destrucción que había adquirido el ser humano con la invención
de la bomba atómica.
El
hombre se veía de repente capaz de destruirse a sí mismo y también de destruir
su planeta. Se imponía la siguiente pregunta: ¿Qué mecanismos políticos son
necesarios para impedir esa destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos mecanismos y
hacerlos efectivos? ¿Cómo pueden movilizarse las fuerzas éticas capaces de dar
cuerpo a esas formas políticas y dotarlas? La guerra nuclear durante un largo
período fue la competencia entre los bloques de poder opuestos y su temor a
desencadenar su propia destrucción si provocaban la del otro.
La
limitación recíproca del poder y el temor por la propia supervivencia se
revelaron como las únicas fuerzas capaces de salvar a la humanidad. Lo que nos
angustia en nuestros días no es el temor a una guerra a gran escala, sino el
miedo al terror omnipresente, que puede golpear eficazmente en cualquier momento
y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no necesita una guerra a
gran escala para hacer imposible la vida en el planeta. Los poderes anónimos del
terror, que pueden hacerse presentes en todo lugar, son lo bastante fuertes como
para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin excluir que elementos
criminales puedan tener acceso a los grandes potenciales de destrucción y
desencadenar así el caos a escala mundial desde fuera de las estructuras
políticas.
Así, la
cuestión en torno de la ley y la ética se ha desplazado hacia otro terreno: ¿de
qué fuentes se alimenta el terrorismo? ¿Cómo podemos poner freno desde dentro a
esa nueva enfermedad del género humano? A este respecto, resulta muy inquietante
que el terrorismo consiga, aunque sea parcialmente, dotarse de legitimidad. Los
mensajes de Ben Laden presentan el terror como la respuesta de los pueblos
excluidos y oprimidos a la arrogancia de los poderosos, como el justo castigo a
la soberbia de éstos y a su autoritarismo y crueldad sacrílegos. Parece claro
que esa clase de motivaciones resultan convincentes para las personas que viven
en determinados entornos sociales y políticos. En parte, el comportamiento
terrorista también es presentado como defensa de la tradición religiosa frente
al carácter impío de la sociedad occidental. En este punto cabe hacerse una
pregunta sobre la que igualmente deberemos volver después: si el terrorismo se
alimenta también del fanatismo religioso -y, efectivamente, así es-, ¿debemos
considerar la religión un poder redentor y salvífico o más bien una fuerza
arcaica y peligrosa que erige falsos universalismos y conduce, con ellos, a la
intolerancia y el terror? ¿No debería la religión ser sometida a la tutela de la
razón y limitada severamente? Y, en tal caso, ¿quién sería capaz de hacerlo?
¿Cómo habría que hacerlo? Pero la pregunta más importante sigue siendo si la
religión se pudiera ir suprimiendo paulatinamente, si se pudiera ir superando,
¿representaría tal cosa un necesario progreso de la humanidad en su camino hacia
la libertad y la tolerancia universal o no?
En los
últimos tiempos, ha pasado a primer plano otra forma de poder que, en principio,
aparenta ser de naturaleza plenamente benéfica y digna de todo aplauso, pero que
en realidad puede convertirse en una nueva forma de amenaza contra el ser
humano. Hoy, el hombre es capaz de crear hombres, de fabricarlos en una probeta,
por así decirlo. El ser humano se convierte así en producto, y con ello se
invierte radicalmente la relación del ser humano consigo mismo. Ya no es un
regalo de la naturaleza o del Dios creador: es un producto de sí mismo. El
hombre ha penetrado en el sancta sanctorum del poder, ha descendido al manantial
de su propia existencia. La tentación de intentar construir ahora, por fin, el
ser humano correcto, de experimentar con seres humanos, y la tentación de ver al
ser humano como un desecho y en consecuencia quitarlo de en medio no es ninguna
creación fantasiosa de moralistas enemigos del progreso.
Si
antes habíamos de preguntarnos si la religión es realmente una fuerza moral
positiva, ahora debemos poner en duda que la razón sea una potencia fiable. Al
fin y al cabo, también la bomba atómica fue un producto de la razón; al fin y al
cabo, la crianza y selección de seres humanos han sido también concebidos por la
razón. ¿No sería, pues, ahora la razón lo que debe ser sometido a vigilancia?
Pero ¿quién o qué se encargaría de ello? ¿O quizá sería mejor que la religión y
la razón se limitaran recíprocamente, se contuvieran la una a la otra y se
ayudaran mutuamente a enfilar el buen camino?
En este
punto se plantea de nuevo la cuestión de cómo, en una sociedad global con sus
mecanismos de poder y con sus fuerzas desencadenadas, así como con sus
diferentes puntos de vista acerca del derecho y la moral, es posible encontrar
una evidencia ética eficaz con suficiente capacidad de motivación y autoridad
para dar respuesta a los desafíos que he apuntado y ayudar a superarlos.
Ley, naturaleza, razón
En este
punto se impone ante todo echar una mirada a situaciones históricas comparables
a la nuestra, suponiendo que sea posible la comparación. En cualquier caso, vale
la pena recordar brevemente que Grecia también tuvo su propia Ilustración, que
la validez del Derecho fundamentado en lo divino dejó de ser evidente y que se
hizo necesario indagar en busca de fundamentos más profundos del derecho. Así
nació la idea de que, frente al derecho positivo, que podía ser injusto, debía
existir un derecho que surgiera de la naturaleza, de la esencia del hombre, y
que había que encontrarlo y usarlo para corregir los defectos del derecho
positivo.
En una
época más cercana a nosotros, podemos examinar la doble fractura que se produjo
en la conciencia europea en el inicio de la modernidad, y que puso las bases
para una nueva reflexión sobre el contenido y los orígenes del Derecho. En
primer lugar, está el desbordamiento de las fronteras del mundo
europeo-cristiano, que se consumó con el descubrimiento de América. En ese
momento, se entró en contacto con pueblos ajenos al entramado de la fe y el
derecho cristiano, que hasta entonces había sido el origen y el modelo de la ley
para todos. No había nada en común con esos pueblos en el terreno jurídico. Pero
¿eso significaba que carecían de leyes, como algunos afirmaron -y pusieron en
práctica- por entonces, o bien había que postular la existencia de un Derecho
que, situado por encima de todos los sistemas jurídicos, vinculara y guiara a
los seres humanos cuando entraran en contacto con diferentes culturas?
Ante
esa situación, Francisco de Vitoria puso nombre a una idea que ya estaba
flotando en el ambiente: la del ius gentium (literalmente, el derecho de los
pueblos), donde la palabra gentes se asocia, sobre todo, a la idea de paganos,
de no cristianos. Se trata de una concepción del Derecho como algo previo a la
concreción cristiana del mismo, y que debe regular la correcta relación entre
todos los pueblos.
La
segunda fractura en el mundo cristiano se produjo dentro de la cristiandad misma
debido al cisma, que dividió la comunidad de los cristianos en diversas
comunidades opuestas entre sí, a veces de modo hostil. De nuevo fue necesario
desarrollar una noción del Derecho previa al dogma, o por lo menos una base
jurídica mínima cuyos fundamentos no podían estar ya en la fe, sino en la
naturaleza, en la razón del hombre. Hugo Grotius, Samuel von Pufendorf y otros
desarrollaron la idea del derecho natural como una ley basada en la razón, que
otorga a ésta la condición de órgano de construcción común del Derecho, más allá
de las fronteras entre confesiones.
El
derecho natural ha seguido siendo -en especial en la Iglesia Católica- la figura
de argumentación con la que se apela a la razón común en el diálogo con la
sociedad secular y con otras comunidades religiosas y se buscan los fundamentos
para un entendimiento en torno de los principios éticos del Derecho en una
sociedad secular pluralista. Pero por desgracia, el derecho natural ha dejado de
ser una herramienta fiable, de modo que en este diálogo renunciaré a basarme en
él.
La idea
del derecho natural presuponía un concepto de naturaleza en el que naturaleza y
razón se daban la mano y la naturaleza misma era racional. Pero esta visión ha
entrado en crisis con el triunfo de la teoría de la evolución. La naturaleza
como tal, se nos dice, no es racional, aunque existan en ella comportamientos
racionales: ése es el diagnóstico evolucionista, que hoy en día parece poco
menos que indiscutible. De las diferentes dimensiones del concepto de naturaleza
en las que se fundamentó originariamente el derecho natural, sólo permanece,
pues, aquella que Ulpiano (principios del siglo III d.C.) resumió en la conocida
frase: “Ius naturae est, quod natura omnia animalia docet” (el derecho natural
es aquel que la naturaleza enseña a todos los animales). Pero, precisamente, esa
idea no basta para nuestra indagación, en la que no se trata de aquello que
afecta a todos los “animalia”, sino de cuestiones que corresponden
específicamente al hombre, que han surgido de la razón humana y que no pueden
resolverse sin recurrir a la razón.
El
último elemento que queda en pie del derecho natural (que en lo más hondo
pretendía ser un derecho racional, por lo menos en la modernidad) son los
derechos humanos, los cuales no son comprensibles si no se acepta previamente
que el hombre por sí mismo, simplemente por su pertenencia a la especie humana,
es sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de valores y normas,
que pueden encontrarse, pero no inventarse. Quizás hoy en día la doctrina de los
derechos humanos debería complementarse con una doctrina de los deberes humanos
y los límites del hombre, y esto podría quizás ayudar a renovar la pregunta en
torno de si puede existir una razón de la naturaleza y, por lo tanto, un derecho
racional aplicable al hombre y su existencia en el mundo.
Un
diálogo de esas características sólo sería posible si se llevara a cabo y se
interpretara a escala intercultural. Para los cristianos ese concepto tendría
que ver con la Creación y el Creador. En el mundo hindú correspondería al
concepto del Dharma, la ley interna del ser, y en la tradición china a la idea
de los órdenes del cielo.
La interculturalidad y sus consecuencias
Antes
de tratar de llegar a alguna conclusión, quisiera transitar brevemente por la
senda en la que acabo de adentrarme. A mi entender, hoy la interculturalidad es
una dimensión imprescindible de la discusión en torno de cuestiones
fundamentales de la naturaleza humana, que no puede dirimirse únicamente dentro
del cristianismo ni de la tradición racionalista occidental. Es cierto que ambos
se consideran, desde su propia perspectiva, fenómenos universales, y lo son
quizá también de iure (de derecho); pero de facto (de hecho) tienen que
reconocer que sólo son aceptados en partes de la humanidad, y sólo para esas
partes de la humanidad resultan comprensibles. Con todo, el número de las
culturas en competencia es en realidad mucho más limitado de lo que podría
parecer.
Ante
todo, es importante tener en cuenta que dentro de los diferentes espacios
culturales no existe unanimidad, y todos ellos están marcados por profundas
tensiones en el seno de su propia tradición cultural. En Occidente, esto salta a
la vista. Aunque la cultura secular rigurosamente racional, de la que el señor
Habermas nos acaba de dar un excelente ejemplo, ocupa un papel predominante y se
concibe a sí misma como el elemento cohesionador, lo cierto es que la concepción
cristiana de la realidad sigue siendo una fuerza activa. A veces, estos polos
opuestos se encuentran más cercanos o más lejanos, y más o menos dispuestos a
aprender el uno del otro o rechazarse mutuamente.
También
el espacio cultural islámico está atravesado por tensiones similares; hay una
gran diferencia entre el absolutismo fanático de un Ben Laden y las posturas
abiertas a la racionalidad y la tolerancia. El tercer gran espacio cultural, la
civilización india o, más exactamente, los espacios culturales del hinduismo y
del budismo, están también sujetos a tensiones parecidas, por más que, al menos
desde nuestro punto de vista, puedan parecer menos dramáticas. También esas
culturas, a su vez, se ven sometidas a la presión de la racionalidad occidental
y a la de la fe cristiana, ambas presentes en sus ámbitos, y asimilan tanto una
cosa como la otra de formas muy variables, sin dejar de mantener, pese a todo,
su propia identidad. Las culturas tribales de Africa (y también las de América
latina, que experimentan un resurgimiento gracias a la acción de determinadas
teologías cristianas) completan el panorama. En buena parte parecen poner en
cuestión la racionalidad occidental, pero al mismo tiempo también la aspiración
universal de la revelación cristiana.
¿Qué se
deduce de todo esto? Para empezar, tal como lo veo, el hecho de que las dos
grandes culturas de Occidente, la de la fe cristiana y la de la racionalidad
secular, no son universales, por más que ambas ejerzan una influencia
importante, cada una a su manera, en el mundo entero y en todas las demás
culturas. En ese sentido, la pregunta del colega de Teherán, a la que el señor
Habermas ha hecho referencia, me parece de verdadera entidad; se preguntaba si
desde el punto de vista de la sociología de la religión y la comparación entre
culturas, no sería la secularización europea la anomalía necesitada de
corrección. Personalmente no creo imprescindible, ni siquiera necesario, buscar
la clave de esa pregunta en la atmósfera intelectual de Carl Schmitt, Martin
Heidegger y Leo Strauss, es decir, de una situación europea marcada por la
fatiga del racionalismo. Lo cierto es, en cualquier caso, que nuestra
racionalidad secular, por más plausible que aparezca a la luz de nuestra razón
configurada a la manera de Occidente, no es capaz de acceder a toda ratio, y
que, en su intento, de hacerse innegable, acaba topando con sus límites. Su
evidencia está ligada fácticamente a determinados contextos culturales, y debe
reconocer que no es reproducible como tal en el conjunto de la humanidad y, en
consecuencia, no puede ser operativa a escala global.
En
otras palabras, no existe una definición del mundo ni racional ni ética ni
religiosa con la que todos estén de acuerdo y que pueda servir de soporte para
todas las culturas; o, por lo menos, actualmente es inalcanzable. Por eso mismo,
esa ética denominada global tampoco pasa de ser una mera abstracción.
Conclusiones
¿Qué se
puede hacer, pues? En lo que respecta a las consecuencias prácticas, estoy en
gran medida de acuerdo con lo expuesto por el señor Habermas acerca de la
sociedad postsecular, la disposición al aprendizaje y la autolimitación por
ambas partes. Voy a resumir mi propio punto de vista en dos tesis y con ello
concluiré mi intervención.
-
Hemos
visto que en la religión existen patologías sumamente peligrosas, que hacen
necesario contar con la luz divina de la razón como una especie de órgano de
control encargado de depurar y ordenar una y otra vez la religión, algo que,
por cierto, ya preveían los padres de la Iglesia. Pero, a lo largo de nuestras
reflexiones, hemos visto igualmente que también existen patologías de la
razón, de las que la humanidad, por lo general, hoy no es consciente. Existe
una desmesurada arrogancia de la razón que resulta incluso más peligrosa
debido a su potencial eficiencia: la bomba atómica, el ser humano entendido
como producto. Por eso también la razón debe, inversamente, ser consciente de
sus límites y aprender a prestar oído a las grandes tradiciones religiosas de
la humanidad. Cuando se emancipa por completo y pierde esa disposición al
aprendizaje y esa relación correlativa, se vuelve destructiva.
Hace
poco, Kurt Hübner formuló una exigencia similar, afirmando que esa tesis no
implica un inmediato “retorno a la fe”, sino “que nos liberemos de la idea
enormemente falsa de que la fe ya no tiene nada que decir a los hombres de hoy,
porque contradice su concepto humanista de la razón, la Ilustración y la
libertad”.
De
acuerdo con esto, yo hablaría de la necesidad de una relación correlativa entre
razón y fe, razón y religión, que están llamadas a depurarse y redimirse
recíprocamente, que se necesitan mutuamente y que deben reconocerlo frente al
otro.
-
Esta
regla básica debe concretarse en la práctica dentro del contexto intercultural
de nuestro presente. Sin duda, los dos grandes agentes de esa relación
correlativa son la fe cristiana y la racionalidad secular occidental. Esto
puede y debe afirmarse sin caer en un equivocado eurocentrismo. Ambos
determinan la situación mundial en una medida mayor que las demás fuerzas
culturales. Pero eso no significa que las otras culturas puedan dejarse de
lado como una especie de “quantité négligeable” (cantidad despreciable). Eso
representaría una muestra de arrogancia occidental que pagaríamos muy cara y
que, de hecho, ya estamos pagando en parte. Es importante que las dos grandes
integrantes de la cultura occidental se avengan a escuchar y desarrollen una
relación correlativa también con esas culturas. Es importante darles voz en el
ensayo de una correlación polifónica, en el que ellas mismas descubran lo que
razón y fe tienen de esencialmente complementario, a fin de que pueda
desarrollarse un proceso universal de depuración en el que, al cabo, todos los
valores y normas conocidos o intuidos de algún modo por los seres humanos
puedan adquirir una nueva luminosidad, a fin de que aquello que mantiene unido
al mundo recobre su fuerza efectiva en el seno de la humanidad.
Joseph Ratzinger.
Sumo Pontífice de la Iglesia católica romana con el nombre de Papa Benedicto XVI.
Publicado el 14 de mayo de 2005, en el diario “La Nación” de Buenos Aires.