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sábado, 9 de julio de 2016

El pozo milagroso y la basílica de Nuestra Señora de Ocotlán

A poco más de cien kilómetros de Ciudad de México, este santuario mariano recibe visitas de peregrinos que beben el agua de un pozo milagroso.



A aproximadamente 120 kilómetros en las afueras de la Ciudad de México, se encuentra el que, junto al de Atotonilco, quizá sea uno de los más bellos santuarios de todo el país: el de Nuestra Señora de Ocotlán, en Tlaxcala, en el lugar en el que la Virgen María se apareció a Juan Diego Bernardino.

La tradición señala que las apariciones comenzaron el día 27 de febrero 1541: apenas diez años después de las apariciones de Guadalupe. El siglo XVI mexicano fue particularmente difícil, y de sus tribulaciones no estuvieron exentos los nativos de Tlaxcala. Guerras, inestabilidad política y numerosas plagas traídas de Europa por los conquistadores españoles diezmaban la población.


La tradición cuenta que, al ir Juan Diego Bernardino cruzando un bosque de ocotes (de allí el nombre Ocotlán), la Virgen se le apareció y le preguntó a dónde iba.  

Juan Diego respondió que buscaba agua para llevar a sus enfermos, que morían irremediablemente. La Virgen le contestó: “Ven en pos de mí; yo te daré agua con la que se extinguirá el contagio, y sanarán no sólo tus parientes sino cuantos bebieren de ella”.

La historia cuenta que al final de la tarde, Juan Diego y los franciscanos fueron al bosque, que se quemaba con llamas que no le consumían. De uno de los árboles irradiaba una luz particular en el que se halló una imagen de la Virgen.
Antes de irse, la Virgen le dijo a Juan Diego que le comunicase a los frailes franciscanos lo que había ocurrido, y que los llevase a un bosque cercano, donde encontrarían una imagen suya en el tronco de un ocote, que deberían llevar al cercano templo de San Lorenzo.

Juan Diego llenó su cántaro en un manantial que la Virgen hizo aparecer, y llevó el agua milagrosa hasta Xiloxostla, su pueblo natal.
La historia cuenta que al final de la tarde, Juan Diego y los franciscanos fueron al bosque, que se quemaba con llamas que no le consumían. De uno de los árboles irradiaba una luz particular en el que se halló una imagen de la Virgen. La imagen, hasta el sol de hoy, se conserva en la Basílica de Ocotlán.